ÉTICA Y POLÍTICA
El fracaso sin paliativos del actual régimen político español, impropiamente calificado como una monarquía parlamentaria, pues no existe la característica representación personal del parlamentarismo liberal, sino la vicaria y espúrea de los partidos políticos, es un hecho cada vez más evidente.La progresiva degradación política, social y económica, que tal régimen pseudo o cuasi democrático ha ido produciendo desde que entró en vigor la Constitución de 1978, salta a la vista.
Podría concederse que este sistema político de transición, fue apropiado para superar la dictadura e iniciar el camino hacia la democracia. Mas hay dos hechos que hoy, pasados 40 años, parecen indudables: que la democracia en sentido fuerte finalmente no llegó y que este sistema no es apto para alcanzarla.
La incapacidad crónica de los españoles para construir un Estado liberal semejante al de otras naciones europeas y, por ende, la de implantar un sistema verdaderamente representativo y democrático, amén de los errores en la concepción territorial del Estado, han puesto finalmente a nuestro país a los pies de los caballos del particularismo, la disgregación y el separatismo, haciendo prácticamente inviable la supervivencia de la nación política, y abocando al tiempo al Estado y a los contribuyentes a la ruina más completa.
La monarquía y especialmente los partidos políticos, a pesar de sus enormes privilegios y ventajas, principalmente el de poseer el monopolio de la acción política, han sido incapaces de gobernar lealmente.
Algún día se estudiará en las universidades de todo el mundo el fenómeno español bajo un epígrafe que podría ser el siguiente: «como destruir un Estado y disolver una gran nación sin mediar guerra o catástrofe natural alguna».
Y junto a este gran fracaso político—que viene de muy lejos, eso es bien cierto—aparece una causa adyacente, cada vez más visible, aunque insuficientemente analizada: la inmoralidad, dato constante, que explica el torcido y detestable curso de los acontecimientos en el ámbito de la vida pública española.
Se olvida a menudo que la relación entre gobernantes y gobernados consiste en un contrato moral, pues son aquellos, quienes actuando con la justicia y el decoro a que les obliga su rango dentro del Estado, están obligados moralmente a procurar o cuando menos a facilitar el bienestar y la prosperidad—si no la felicidad—de los ciudadanos bajo su gobierno; felicidad entendida, por lo menos en Occidente, como una vida con libertad política y civil, la mayor igualdad posible de oportunidades y ante la ley, derecho a la propiedad, libertad económica, y seguridad personal.
La clase gobernante de un país digno está obligada, mediante una acción política eficaz, no solo a procurar dicho objetivo, sino además a tener un comportamiento éticamente ejemplar, puesto que la exhibición de conductas inmorales en la clase dirigente conduce a la desmoralización y corrupción de toda clase de ciudadanos.
La idea de que la moral y la política deberían ir siempre de la mano es muy antigua. Se trata, naturalmente, de una moral práctica, aplicada a la vida social, proclamada por una autoridad legítima y fijada mediante la ley.
Lo dijo Aristóteles: «la moral no puede ser eficaz sin ayuda de las leyes, ya que los discursos no son suficientes para reformar las costumbres.»
Si la política española actual, merced a un sistema político corrompido y a la inmoralidad del presente régimen constitucional, se mueve de espaldas a la ética más elemental, su reforma profunda parece una tarea imprescindible.
Al tema del «gobierno ético», dedicó un libro señero el filósofo ilustrado Paul Heinrich Dietrich (Paul-Henri Thiry en francés), más conocido como Barón D’Holbach, titulado Etocracia, que vio la luz en Ámsterdam en 1776. Esta obra constituye un proyecto muy acabado de unión entre la moral y la política al que remitimos al lector interesado en el tema.
Es fácil destruir una nación y un Estado –decía Holbach–, solo hay que ponerlos en manos de una clase política corrompida y corruptora sin freno o control que la detenga. Sin embargo, es mucho más difícil reconstruirlos o regenerarlos. Hace falta un conjunto amplio de ciudadanos firmes, valerosos y perseverantes, interesados por el bien público y animados por el deseo de disfrutar de una vida política limpia, que lleve a cabo dicha tarea.
La buena o la mala fortuna —opinaba Thiry— de las naciones depende de quienes las gobiernan. Fortuna, azar o fatalidad en política, significa prudencia o imprudencia, experiencia o incapacidad, virtud o vicios de la clase gobernante.
Es un hecho bien conocido que las buenas costumbres y las leyes se forman recíprocamente. Son las leyes las que determinan las costumbres de los pueblos, tanto las leyes ordinarias como las leyes constitucionales del Estado.
Y aquí nos topamos de cara con el primero de los problemas políticos españoles, la evidencia de la inmoralidad de muchas de sus leyes que han sido elaboradas por una clase política nutrida casi exclusivamente de personajes de bajísimo nivel ético e intelectual, al amparo de la inmoralidad consagrada y desarrollada constitucionalmente en ese texto abominable elevado a ley de leyes en 1978.
¿Y cómo es posible que una gran mayoría de los ciudadanos haya aceptado de buen grado o incluso considere como el mejor —o el menos malo de los posibles— el régimen político nacido de la llamada Transición?
Únicamente la proverbial ignorancia de los principios de la moral pública tanto por la clase gobernante como por los propios ciudadanos puede explicarlo.
Un principio básico aconseja que la Constitución del Estado debe establecer las normas y los procedimientos justos que permitan el acceso de los ciudadanos más íntegros y preparados, en igualdad de condiciones, a las tareas de representación y de gobierno.
Por ello, y para empezar, todo régimen democrático que se precie de serlo debe disponer de un procedimiento o sistema electoral que promueva la meritocracia y el liderazgo político, tanto entre los representantes como entre los gobernantes.
La legislación acerca de los partidos políticos y del modo como se financian, al ser aquellos la pieza central de los sistemas representativos y democráticos actuales, es particularmente importante.
Puede afirmarse que el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas, junto el incumplimiento de la exigencia constitucional de democracia interna dentro de los partidos políticos y su esperpéntica financiación, conforman el sustrato de un sistema político inmoral, consagrado por la Constitución del 78. Un texto llamado pomposamente Carta Magna que ha demostrado ser, desde el punto de vista constitucional, papel mojado, cuya única virtud parece ser la de proporcionar base legal para cometer todo tipo de despropósitos, como trataremos de mostrar en sucesivos artículos.
En artículos anteriores he tratado de presentar el fracaso del régimen político español a la luz de su inmoralidad constitutiva. La torpeza y la desvergüenza, así en el modo de gobernar como en el comportamiento de todos los agentes del sistema, son consecuencias casi inevitables de dicha lacra original.
Quizás cabría añadir que esta forma inmoral de gobernar no es nueva en España, sino inveterada, producto de las deficiencias y anomalías políticas de nuestro país, donde todo lo que podía haberla dignificado desde la sociedad, ha fracasado: el humanismo, el espíritu ilustrado, el liberalismo, el conservadurismo, la democracia, la monarquía, la república, el laicismo y los valores cívicos, la religión, la ciencia, la cultura e incluso los medios de comunicación.
Para una mente atenta al campo de lo ético no puede pasar inadvertido el interminable desfile de despropósitos de la clase dirigente, su desatinada conducta, convertida ya en viciosa costumbre.
Uno de los disparates más grandes, santificado por una aviesa interpretación de la Constitución vigente es la llamada inviolabilidad de la persona del rey, que lo declara irresponsable y, por tanto, impune ante cualquier tipo de delito. Esta cláusula injusta e indecorosa consagra oficialmente la desigualdad ante la ley de los españoles al impedir que el Jefe del Estado responda ante la justicia.
La extensión en la práctica de dicho privilegio de forma descarada a la familia del monarca, constituye otra escandalosa inmoralidad. Los privilegios judiciales constituyen un derecho a hacer el mal impunemente.
Hemos de recordar aquí que la ejemplaridad es una obligación de todos los gobernantes, más aún del Jefe del Estado, el rey en España, como también lo es de todos los miembros de la Casa Real que cobran del presupuesto. Cualquier comportamiento de estas personas que atente contra el decoro en su vida pública y privada, sobre todo si es reiterado, es sencillamente inadmisible. ¡Cuánto más si de lo que hablamos es de delitos! La compostura y la decencia de las costumbres deben ser cualidades de las personas revestidas de autoridad.
Otro tanto puede decirse de ese expediente inicuo que es el aforamiento de diputados, senadores y miembros del gobierno, privilegio indigno de la justicia que ha de ser igual, para todos.
La base de la justicia consiste precisamente en que los hombres más notables y poderosos no gocen de ningún privilegio judicial. De lo contrario la vida pública se convierte en una pocilga, tal como ocurre en España. Las leyes más severas y toda la dureza de la justicia han de recaer sobre los gobernantes corrompidos.
Por otra parte, en un Estado digno, no puede haber privilegios, exenciones o prerrogativas económicas y fiscales para nadie, sean miembros de la clase política o financiera, particulares o sociedades patrimoniales constituidas con el fin de evitar los tributos, tampoco para territorios o comunidades autónomas. Me refiero naturalmente a todo tipo de amnistías fiscales, las sicav, los cupos o regímenes fiscales particulares y otras prácticas tributarias indecorosas. También me refiero a los múltiples gajes, prebendas o bicocas, como tarjetas de crédito, viajes, coches oficiales, guardaespaldas, personal innecesario al servicio de miembros de los partidos políticos, sindicatos y cargos públicos, la compatibilidad de varios cargos públicos, etc., etc.
El despilfarro y el fasto inútil de la clase política a costa de la ruina Estado y de una sociedad empobrecida, redobla el carácter obsceno, despótico y poco ilustrado del Estado del 78.
Otra inmoralidad que no podemos olvidar es el endeudamiento desmesurado del Estado, que se convierte en rehén de los bancos, cuya función queda desvirtuada, al tiempo que se elevan los impuestos que sufren principalmente las clases medias.
Una inmoralidad añadida, practicada por los gobierno de cualquier signo, consiste en subir de manera abusiva los impuestos y para colmo injustamente, más a unos para regalárselo a otros. No se puede ser generoso con el dinero público como creía el presidente Rajoy, esto es una inmoralidad cuando no un delito, pues la generosidad con el dinero es únicamente una virtud de particulares que pueden disponer libremente de lo que es suyo, no de gobernantes que administran dinero de todos.
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