"LA CORUÑA,
CIUDAD DONDE NADIE
ES (O ERA) FORASTERO"
Cuando llegué a La Coruña,
me impresionó un saludo muy coruñés -que ahora se está perdiendo-,
cuando caminas acompañado y un conocido te saluda:
"Hasta luego Juan Carlos... y compañía".
Por cortesía, saluda también a tu acompañante aunque no lo conozca por deferencia a ti, también lo saluda.
La acogida y el acercamiento
Hay toda clase de modelos para evangelizar en la actualidad, pero quizás uno de los más efectivos provenga del pasado
Campos verdes salpicados de pintorescas casas y de animales pastando, impresionantes costas en las que se destaca la presencia de castillos, y aldeas con calles empedradas. Estos son los paisajes que uno puede imaginar cuando piensa en Irlanda. Aunque esta nación insular puede parecer imperturbable y anclada en el tiempo, la mayoría de las personas no saben que hace muchos años Irlanda fue el sitio de una revolución espiritual, un lugar donde el cristianismo echó raíces, a pesar de enormes dificultades, y donde floreció una fe cristiana muy singular durante la Edad Media. ¿Qué hizo tan especiales y efectivos a quienes evangelizaron a los antiguos irlandeses? Que su método de evangelización se basó en dos principios fundamentales: la acogida a las personas y el acercamiento a ellas.
Acogida
Hoy día, nuestra cultura se caracteriza por la tendencia a dividir la vida en esferas diferentes: el trabajo, la escuela, el hogar, los pasatiempos, la iglesia. Cada vez es más común que las personas que encontramos en una esfera, no tengan nada que ver con las demás. En muchos casos, nuestros compañeros de trabajo rara vez reciben una pequeña muestra de nuestra fe, y con los vecinos no nos va mucho mejor. Cuando limitamos la conversación espiritual a los domingos y a los miércoles por la noche en la iglesia, nuestros amigos y compañeros de trabajo no creyentes no experimentan la oportunidad de ver directamente la diferencia que Cristo hace en todos los aspectos de la vida de una persona.
Los primeros creyentes irlandeses decidieron vivir de una manera diferente: tenían vidas integradas, donde coexistían el trabajo y la fe, y los miembros de la comunidad se fortalecían apoyándose unos a otros. La sencilla verdad de que las personas necesitaban de otras, condicionaban todo lo que estos primeros cristianos hacían, que los inspiraba a acercarse a sus vecinos por medio de las relaciones cotidianas.
Para los creyentes celtas, el método para evangelizar comenzaba con la acogida a los extraños en un punto central de comunidad espiritual: una clase diferente de monasterio del que podemos imaginar hoy al escuchar esa palabra. Un abad, la figura paterna de la comunidad, podía pasar tiempo familiarizándose con las personas, y ayudándolas en sus necesidades físicas y espirituales.
Según el libro The Celtic Way of Evangelism (El método celta de evangelización), de George H. Hunter III, el monasterio era un lugar donde las personas aprendían a “amar con profundidad, poder y compasión en la misión cristiana”. Como santuarios del mundo exterior, estos humildes recintos eran lugares donde la gente podía desarrollar un sentido de pertenencia al entender quién era Jesús. En realidad, la fe no era una condición previa para ser parte de la comunión en la comunidad.
Esta clase de hospitalidad era vital para los esfuerzos de evangelización a los celtas, esfuerzos moldeados por las palabras del Señor Jesús en Mateo 25.35, 36: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí”.
Cada monasterio se guiaba por el principio de que las puertas debían permanecer abiertas. Cuando alguien llegaba, un creyente de la comunidad —con frecuencia el abad mismo— estaba allí para saludarle, conversar con esa persona y luego lavar la suciedad que había en sus cansados pies por el camino recorrido. Después se le daba una comida caliente, y luego el huésped era llevado a una habitación en la que había una cama limpia.
Posteriormente, el visitante era invitado a pasar tiempo con el grupo realizando algunas tareas, y participando en momentos de oración, estudio de la Biblia y adoración. También se le enseñaba a leer para que pudiera explorar la Palabra por sí solo, y se le asignaba una pareja, un anam cara o “amigo del alma”, ante quien era espiritualmente responsable, y con quien podía crecer en la fe. El propósito era que, al ver la vida cristiana de forma directa, la persona pudiera, poco a poco, llegar a entender y a recibir el ofrecimiento de salvación de Jesús. En vez de requerir la conversión antes de la comunión fraternal, los cristianos celtas apelaban al corazón de las personas. Ellos creían en la ayuda a los demás, para que éstos tuvieran un encuentro con Dios de una manera natural, porque consideraban que esa era la forma mediante la cual aceptarían verdaderamente el evangelio.
Gracias a este método, los monasterios se convertían en la fuerza motriz para ganar almas, y donde se hacían y se fortalecían los creyentes. Con el tiempo, los convertidos podían quedarse en ellos para enseñar a otros, o volver al mundo como peregrinati, que se traduce como “peregrinos”. Estos evangelistas itinerantes viajaban por toda Irlanda, y llegaron a lugares tan remotos como Islandia, Polonia, y la Península de Crimea, contando la historia de Jesucristo.
Acercamiento
A pesar de lo maravilloso que es alcanzar al prójimo con las buenas nuevas del evangelio, algunas comunidades no cuentan con personas dispuestas a ser sal y luz para los no creyentes. Es por esto que nuestras comunidades deben ser también como la de aquellos testigos de Cristo en Irlanda, que llevaron la fe a zonas que aún no aparecían en ningún mapa.
Dondequiera que se detenían, los cristianos celtas dedicaban tiempo para conocer a las personas. Esta disposición de relacionarse con los demás los llevó a incorporar elementos de la cultura irlandesa que honraban a Dios. Por ejemplo, reacondicionaban los lugares de culto pagano para dedicarlos a otros usos, en vez de eliminarlos. Esto permitía a los nuevos creyentes adorar al Creador en vez de lo creado, en los espacios que ya veneraban. También aprovechaban el amor de los celtas por la narración de historias y la poesía, para compartirles las Sagradas Escrituras por medio de versos y relatos. A esto se refería el apóstol Pablo en lo referente a la predicación del evangelio, cuando escribió: “A todos me hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos” (1 Co 9.19-23).
La adopción del método celta en el presente
En el libro Finding Faith Today [Cómo encontrar fe hoy], publicado en 1996, su autor, John Finney, dice que la mayoría de las personas “vienen a la fe al relacionarse con otras personas”, y que “Cristo se encuentra por medio de otros”. Si vamos a seguir el ejemplo de nuestros hermanos celtas, debemos considerar la posibilidad de que nuestras iglesias sean lo más acogedoras posible; y no esperar que la gente nos visite. En vez de eso, debemos invitar a las personas, tanto para ser parte de nuestra comunidad como también de nuestras vidas. Tenemos que darles la oportunidad de ver que el cristianismo es una relación vibrante y gozosa con el Dios vivo, y que afecta cada aspecto de lo que somos. Con el tiempo, la gente que nos rodea llegará a amar a Dios y a desear relacionarse con Él, como sucedió con nosotros, “porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro 10.10).
En nuestra cultura, donde el tiempo para tener comunión con los demás suele estar restringido a una rápida conversación en los lugares donde coincidimos accidentalmente, es difícil alcanzar a nuestros vecinos. ¿Cómo podemos corregir esto? Es posible que no podamos establecer monasterios, pero sí podamos trabajar juntos para crear un sentido de comunidad parecido al de los creyentes celtas. Para comenzar, podemos planificar reuniones que le permitan a nuestros vecinos y compañeros de trabajo tener la oportunidad de experimentar un encuentro con el Señor en un ambiente libre de reservas.
Con el tiempo, podemos enriquecer estas experiencias, orientándolas al servicio. Por ejemplo, podemos diseñar programas de clases particulares para los niños de la comunidad. En esos momentos de trabajo compartido se puede comunicar la fe de manera integral, y crear un puente para la evangelización. Si las personas ven que estamos dispuestos a caminar junto a ellas en servicio y amor, las invitaciones a pequeños grupos de estudio bíblico en nuestros hogares probablemente serán aceptadas más fácilmente.
La evangelización no es una tarea imposible, solo tenemos que mirar las lecciones del pasado para encontrar esperanza e inspiración. Al igual que los que llevaron la fe a los celtas, debemos compartir el amor de Dios con un mundo que lo está necesitando desesperádamente. Es por eso que nuestra petición diaria debe ser como la antigua oración tradicional irlandesa:
Señor, enciende en mi corazón
una llama de amor por mi prójimo,
por mi enemigo, por mi amigo,
por todos mis vecinos.
Una muestra de hospitalidad en la Iglesia es el carisma franciscano que conlleva a vivir el Evangelio desde la oración, la fraternidad, la minoridad, la pobreza y humildad, la sencillez y alegría interior, la acogida y entrega generosa. Valores evangélicos-franciscanos en co-fraternidad como lugar de encuentro y acogida, donde los hermanos acompañan y comparten el gozo del servicio y la vida fraterna como don y tarea. Las parroquias dirigidas por franciscanos siempre han dado apertura a todos los movimientos eclesiales o asociaciones de fieles. Son de una gran macro-comunión eclesial y social.
Breve historia del cristianismo celta
Se desconoce la fecha exacta de la llegada del cristianismo a Isla Esmeralda, pero los registros indican que el primer obispo, Paladio, arribó en el 431 d.C., y fue seguido después por el hombre conocido como “el Apóstol de Irlanda” —el insigne Patricio, cuya fiesta se celebra el 17 de marzo. Patricio tenía una gran ventaja sobre su predecesor: conocía a las personas porque había pasado tiempo entre ellos. Patricio, quien nació en la Bretaña occidental en el seno de una familia romanizada, fue secuestrado por una banda de asaltantes irlandeses en el 405 d.C., y sirvió como esclavo durante seis años. Más de treinta años después, sorprendió a sus paisanos regresando voluntariamente a Irlanda como misionero para contar a sus antiguos captores la verdad sobre Jesucristo. Utilizando sus métodos de evangelización, constituyó más de 300 iglesias en veinte años.
Las téseras: Símbolo de hospitalidad. Se trataba de figuras de animales (habitualmente) hechas, generalmente en bronce o en plata y que reflejan una de las instituciones de los pueblos celtas más conocidos que es el pacto de hospitalidad. Se hacían por duplicado para dar cada uno de las dos piezas a una de las partes que formaban parte del pacto.
Los pactos de hospitalidad (hospititum) eran una costumbre muy común entre los pueblos de la Celtiberia. Eran sagrados e inviolables. Anteriormente eran sólo verbales (con testigos y con un rito de tipo druídico con los dioses como garantes), pero con la elaboración de una tésera el pacto quedaba sellado, además, con un documento similar a lo que hoy son los contratos firmados ante un notario. La relación se convertía en un compromiso legal, entre un individuo y una ciudad o entre comunidades; y con ello quedaba firme el valor vinculante de la tésera, que incluso podía transmitirse a través de generaciones. El comienzo de la conquista romana de Hispania las generalizó, generalmente en soporte de bronce y escritas en alfabeto ibérico.
La hospitalidad de la casa de Cuanna,
un cuento celta
Se dice que San Finnen, un abad irlandés del siglo Vl, fue a buscar la hospitalidad de un jefe llamado Tuan Mac Carell, que no vivía lejos del monasterio de Finne, en Moville, Donegal. Tuan rechazó su admisión y el santo se sentó en el umbral del jefe y ayunó durante todo un domingo, durante el transcurso del cual el malhumorado guerrero pagano le abrió la puerta. Se establecieron buenas relaciones entre ellos y el santo regresó con sus monjes. “Tuan es un hombre excelente”, les dijo, “vendrá a consolaros y a contar viejas historias de Irlanda”. Este interés humano por las viejas leyendas y mitos del país es un hecho tan constante como agradable en la literatura de la primitiva cristiandad irlandesa. Tuan fue, al poco tiempo, a devolver la visita del santo y le invitó junto a sus discípulos, a su fortaleza. Cuando le preguntaron su nombre y linaje su respuesta fue sorprendente: “Yo soy un hombre de Ulster”, dijo. “Mi nombre es Tuan hijo de Carell, pero una vez me llamé Tuan hijo de Starn, hijo de Sera, y mi padre, Starn, fue el hermano de Partholan”. “Cuéntanos la historia de Irlanda”, dijo entonces Finnen, y así lo hizo. “Partholan, empezó, fue el primero de los hombres que colonizó Irlanda. Tras la gran peste sólo sorevivió él, pues no hay nunca un exterminio del cual no sobreviva alguien para contar la historia”.
Tuan estaba solo en la tierra y fue de fortaleza en fortaleza, de roca en roca, buscando refugio de los lobos. Vivió de esta forma durante veintidós años, habitando en sitios deteriorados hasta llegar a un gran estado de decrepitud y vejez. “Entonces Nemed, hijo de Agnoman, tomó posesión de Irlanda-siguió diciendo Tuan-. El era el hermano de mi padre y le vi desde el acantilado y me mantuve alejado de él. Yo llevaba el pelo largo, estaba lleno de arañazos, estaba decrépito, horrible y miserable. Entonces, una noche dormí y al despertarme me vi convertido en un hombre. Volvía a ser joven y alegre de corazón. Fue en ese instante cuando canté la llegada de Nemed y de su raza, así como mi propia transformación... ‘Tengo un nuevo aspecto, una piel áspera y cabellos largos. La victoria y la felicidad son fáciles para mí; no hace mucho tiempo yo estaba débil e indefenso’.
Tuan es el rey de todos en Irlanda y así se mantuvo todos los días en Nemed y su raza. El cuenta como los hombres de Nemed navegaron a Irlanda en una flota de treinta y dos embarcaciones de treinta personas cada una. Ellos se extraviaron durante una año y medio y la mayoría de ellos perecieron de hambre y sed o por culpa de los naufragios. Sólo escaparon nueve -el mismo Nemed con cuatro hombre y cuatro mujeres-. Ellos llegaron a Irlanda y crecieron en número con el paso del tiempo hasta ser ocho mil setenta hombres y mujeres. Luego, misteriosamente, murieron todos. De nuevo la vejez y la decrepitud se apoderaron de Tuan, pero le aguardaba otra transformación:
"Una vez estaba de pie en la entrada de mi cueva -aún lo recuerdo- y supe que mi cuerpo había cambiado de forma. Era un jabalí y sobre ello canté esta canción: ‘Hoy soy un jabalí..Hace tiempo que me sentaba en la asamblea que juzgó a Partholan. Fue cantado y todo ensalzaba la melodía. ¡Cuán agradable fue la tensión de mi brillante juicio! ¡Qué agradable para las mujeres jóvenes y atractivas! Mi carro rebosaba majestad y belleza. Mi voz era grave y dulce. Mi paso era rápido y firme en la batalla. Mi faz estaba llena de encanto. Y ¡hoy! Me he transformado en un jabalí negro’. “Esto es lo que dije en el convencimiento de que era un jabalí. Luego me volví joven de nuevo y me alegré mucho. Yo era el rey de una manada de jabalís de Irlanda; y fiel a cualquier costumbre, volví a ir a todas mis residencias y regresé a las tierras de Ulster, pues era allí donde tenía lugar mis transformaciones cuando me venía la vejez y el abatimiento, y esperé la renovación de mi cuerpo’.
Luego Tuan cuenta cómo Semion, hijo de Stariat, se estableció en Irlanda, de quien descendieron los firbolgs y dos tribus más que persistieron hasta tiempos históricos. De nuevo la vejez lo invadió y las fuerzas le abandonaron y en él tiene lugar una nueva transformación. Se convirtió en una ‘gran águila’, y volvió a disfrutar de renovada juventud y vigor. Luego explicó cómo llegó el pueblo de Dana, "dioses y falsas deidades de las que sabemos que los irlandeses, hombres de conocimiento, surgieron". Después de ellos llegaron los hijos de Miled, que conquistaron al pueblo de Dana. Duante todo este tiempo Tuan conservó su aspecto de águila marina, hasta que un día, viendo que iba a sufrir otra transformación, ayunó durante nueve días, y se apoderó de él un sueño y fue transformado en un salmón. El se alegró de su nueva vida, escapando durante muchos años de las trampas de los pescadores, hasta que un día fue pescado y llevado a la mujer de Carell, jefe del país. "La mujer me vio y me comió entero y de esta forma pase a su matriz". De esta manera nacío de nuevo y es Tuan, hijo de Carell; pero la memoria de sus existencias pasadas y todas sus transformaciones, toda la historia de Irlanda que él presenció desde los días de Partholan todavía permanece en él y él enseñó todas estas cosas a los monjes cristianos, quienes cuidadosamente las conservaron. Este cuento, con su atmósfera de antigüedad y asombro infantil, nos recuerda las transformaciones del galés Taliesin, quien también se transformó en águila y apunta a la doctrina de la transmigración del alma, que obsesionaba la imaginación de los celtas. (*)
(*) Fuente: Los celtas. Mitos y leyendas; compilación de T. W. Rolleston. Studio editores.
La primera de estas Virtudes es el Honor. El honor es la virtud que nos lleva a cumplir nuestra palabra y nuestros compromisos de forma férrea, sin excusas, haciendo siempre lo que es correcto. Define además nuestra imagen ante los demás y al pertenecer a una tradición, también hace que nuestro honor refleje la reputación de la misma. Por esto, no sólo debemos ser conscientes de la palabra que damos y los compromisos que adquirimos, sino que si en algún momento alguien vulnera nuestro honor, debemos exigir una retribución, entendida ésta no como un tipo de venganza sino como una manera de hacer que las cosas vuelvan a su cauce. Un hombre debe ser honorable, mantener su palabra y cumplir sus compromisos, siendo consciente en todo momento de que no hacerlo siempre conlleva consecuencias.
La segunda virtud es la Honestidad. La honestidad está directamente relacionada con la verdad, pues la cualidad de ser honesto implica no recurrir a la mentira para evitar situaciones no deseadas, para no enfrentarse a los problemas o los propios errores ni para cualquier fin que implique faltar a la verdad. Alguien honesto asumirá la verdad y la defenderá aunque salga perjudicado en ello y no mentirá ni manipulará los hechos para esquivar inconvenientes, aceptando las cosas tal y como son y actuando conforme a su pensar y a su sentir. La honestidad, por tanto, se identifica también con la integridad, pues implica la coherencia de nuestros actos y palabras con aquello que pensamos y sentimos. Un hombre debe respetar y defender la verdad ante sí mismo y ante los demás.
La tercera virtud es la Justicia. La justicia implica que cada cual reciba aquello que le corresponde o pertenece, por eso debemos exigir siempre que esto se cumpla y elevar la voz ante las injusticias. En este contexto no nos referimos a la justicia como serie de normas legales sino a una especie de justicia vital y ética que mantiene el orden y otorga a cada cual lo que merece, sea bueno o malo. Por ello, debemos esforzarnos con nuestros actos porque esa justicia se ejerza también sobre nosotros mismos, aprendiendo de nuestros errores cuando nos llegue lo malo y confirmándonos en nuestros actos cuando recibamos lo bueno. La justicia se relaciona con el concepto de consecuencia, por tanto, el hombre debe ser consciente de que sus actos siempre dejarán una huella que traerá consecuencias.
La cuarta virtud es la Hospitalidad. La hospitalidad implica proporcionar una buena acogida y recibimiento a aquellos que visiten nuestro hogar, ya sea miembro de nuestra tribu o no. Tenemos constancia del ejercicio de esta virtud entre nuestros ancestros tal como nos dicen Estrabón (“Son ganaderos y pastores y, pese a su fiereza, se muestran hospitalarios con los extranjeros, así como inmisericordes con los criminales y parricidas”, 4, 2-3) y Diodoro de Sicilia (“Los celtíberos son crueles en sus costumbres hacia los malhechores y enemigos pero honorables y humanos con los extranjeros. Aquellos que llegan ante ellos los invitan a detenerse en sus casas y disputan así por la hospitalidad”, 5, 34). Se debe recibir a los invitados con amabilidad y generosidad y atenderles en todo aquello que necesiten. El hombre, por tanto, jamás dejará fuera de su hogar a quien lo solicite (a menos que existan motivos que atenten directamente contra su honor) y será espléndido con sus invitados.
La quinta virtud es la Lealtad. La lealtad implica no dar la espalda jamás a aquél o aquello que es objeto de la misma por medio de un lazo de amistad, de devoción o cualquier otro que implique el mantenimiento de esta lealtad. El hombre debe ser leal a la tradición con todo lo que ello implica, pero también ha de demostrar esta virtud en su vida fuera de la religión. Una deslealtad implica directamente el término de traición, que entre nuestros antepasados se castigaba con el ostracismo o incluso con la muerte. Podemos observar el cumplimiento de esta virtud en el concepto de la devotio que los guerreros juraban ante su líder: si éste moría, ellos se quitaban la vida.
Y por último, la sexta virtud es el Valor. El valor es la cualidad que nos impulsa a avanzar o a conseguir algo superando los obstáculos con buen ánimo y por propia iniciativa. El valiente no es sólo aquél que se enfrenta a los enemigos sin mostrarse temeroso sino también el que asume sus errores y sigue adelante, sobreponiéndose a los problemas y perseverando a pesar de ellos para lograr sus objetivos. El valor, además, permite que actuemos correctamente sin temor a represalias de ningún tipo, por lo que el hombre siempre se mantendrá con la vista al frente, dispuesto a superar cualquier inconveniente sin dejarse vencer por el miedo sino superándolo y creciendo ante él.
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