GUSTAVO BUENO
Entrevista con uno de nuestros mayores pensadores,
que en su última obra propone
«la destrucción para huir de la cultura y ser libre»
«La cultura española es esencialmente analfabeta»
El filósofo Gustavo Bueno es una figura anómala en el horizonte intelectual español.
El filósofo acaba de publicar su última obra «El mito de la cultura», un nuevo paso en su pensamiento a contracorriente. Profesor emérito de la Universidad de Oviedo, Gustavo Bueno es uno de nuestros filósofos más serios y rigurosos; sus libros y conferencias han sido siempre un revulsivo.
El mito de la cultura (Editorial Prensa Ibérica, 1996) confirma lo que cualquiera que se dedique a la filosofía en este país sabe: que Gustavo Bueno es una figura absolutamente anómala en el horizonte intelectual español. Decir que estamos ante el pensador académico de mayor entidad que ha producido España en este siglo es sólo explicitar lo obvio. Lo extraordinario de verdad es su empeño en pensar contra corriente --porque o se piensa contra corriente o no se piensa--. Frente al «culturalismo» más o menos elegante que ha sido la maldición del ensayismo español, Bueno se ha empeñado en una tarea monumental: forjar una obra de rigor sistemático extremo.
Decía el viejo Spinoza que la función del filósofo no es regocijarse o entristecerse, emocionarse o expresar enojo, sino sencillamente entender («intelligere»). Nadie, entre nosotros, ha llevado tan lejos ese empeño.
Pregunta.- El lector que no te haya seguido a lo largo de estos años puede sentirse sorprendido por esa fórmula de Epicuro que reivindicas hacia el final de tu último libro, El mito de la Cultura: «Toma tu barco y huye, hombre feliz, a vela desplegada, de cualquier forma de cultura».
Respuesta.- Epicuro está enarbolando ahí una bandera que podría ser transplantada a nuestro tiempo. Su propuesta funciona como un manifiesto contracultural, frente a la cultura esclavista y corrompida del helenismo. El paralelo con lo que sucede en nuestra cultura capitalista es tentador. Recuerda la fórmula de Lucrecio: «Es dulce, cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas, contemplar desde tierra el penoso trabajo de otro». Si ves ese «mar revuelto» como el turbio trasiego de la cultura política --frente a la cual «nada hay más dulce que ocupar los excelsos templos serenos que la doctrina de los sabios erige en las cumbres seguras»--, puedes calibrar toda la entidad y actualidad del materialismo epicúreo.
P.- Epicuro te habrá servido, así, para cimentar una de las tesis básicas de tu libro; la que tú formulas al denunciar «el ideal de la cultura como la forma actual del opio del pueblo», muy en especial bajo las mitologías de la «cultura nacional».
R.- He querido condensar en esa tesis mi análisis de la constitución de las nacionalidades, a partir del romanticismo, bajo la metáfora de un ilusorio «pueblo de Dios». En tanto que generadoras de «cultura», esas entidades nacionales --que se forjaban como Estado-nación-- pasaban a presentarse como las herederas de la función social de la Gracia Divina. Y ello, por supuesto, al servicio de la dominación de una minoría gobernante cuyo poder quedaba así legitimado. Las nacionalidades son invenciones modernas que pretenden arrogarse el ser las fuentes espontáneas y genuinas de esa floración espiritual a la cual llaman cultura. Y que ésta justifica, eleva y santifica a todos cuantos aceptan vivir bajo su bandera.
P.- Tú procedes en este libro a trazar una arqueología bastante aterradora de la continuidad que, en el uso del concepto de «Kultur», va desde el idealismo clásico alemán hasta el nazismo.
R.- ¡El idealismo alemán es un fenómeno tan extraño! Nos hemos habituado de tal modo a él que ya ni nos damos cuenta de su extrañeza. En primer lugar, se trata de una transformación del cristianismo. Mi hipótesis es que es ese espiritualismo del demiurgo creador que pone en el mundo lo que, al secularizarse, da origen a la idea de «Volkgeist» (espíritu de un pueblo) y de nacionalidad. Y, con ella, a ese delirio de la «purificación» del espíritu y de la lengua alemanes, de la pureza germánica, que está en Krause, que está en Heidegger. Pero que viene del Fichte que escribe: «Sois vosotros, alemanes, quienes poseéis, más nítidamente que el resto de los pueblos, el germen de la perfectibilidad humana y a quienes corresponde encabezar el desarrollo de la humanidad; si vosotros decaéis, la humanidad entera decaerá con vosotros, sin esperanza de restauración futura».
P.- Esa ideología de la pureza alemana sería la esencia misma del nazismo.
R.- Pues claro. Y fíjate que lo gracioso de toda esa jerga romántica de la pureza germánica es que reposa sobre una lengua técnica absolutamente cargada de latinismos. Si le quitas el latín, lo que queda es poco más que una lengua bárbara.
P.- Te recuerdo un pasaje de tu libro: «Fácilmente podían entender los nazis que la "Iucha por la cultura" de Bismarck era la lucha del pueblo más culto de la tierra, el pueblo alemán, lucha cuyo último objetivo sería elevar a la Humanidad a la condición de discípula de la cultura alemana o, por lo menos, de servidora suya».
R.- Hombre, es que si hay algo claro es que la mistificación de la «Kultur» es parte de ese proyecto que el nazismo culmina. Tal vez sea consolador querer creer que el nazismo era la anticultura, pero es exactamente al revés. Es el proyecto de una cultura que se considera a sí misma pura y superior, lo que justifica cualquier exterminio.
P.- «La idea moderna de un Reino de la Cultura», escribes, «es una transformación secularizada del Reino de la Gracia». Es una tesis crucial que hace saltar buena parte de los tópicos del pensar burgués.
R.- En efecto, no se trata sólo de una tesis histórica o arqueológica. Es sobre todo funcional. Mi hipótesis es que, en las sociedades europeas actuales, la cultura tiene un funcionamiento idéntico al que tenía la Gracia en el siglo XVII. Ese reino de la Gracia --o de la Cultura-- sería el que uniría por encima de diferencias o conflictos en un sentido trascendente. Cuando ves a la gente hacer cola para entrar al museo del Prado, te das cuenta de que entran ahí con la misma complacencia de salvación, de comunión de los fieles con que podían hacerlo los creyentes en una iglesia. Toma el caso del concierto sobre las cenizas del Liceo. No cabe una sacralización litúrgica más descarada. Allí, cantando ópera y con la ministra lagrimeando. O piensa en toda esa gente que habla de «música culta» --¡qué disparate!--. Se sienten la mar de complacidos diferenciándose así de los demás. O ese público de los conciertos de ópera, con sus galas nuevas y su liturgia de clase ascendente supuestamente exquisita. Me gusta verlos como lo haría un entomólogo. Son muy graciosos.
P.- En el caso español, ese papanatismo ante «la Cultura» ha sido desmesurado, ¿verdad?
R.- Así es. Y yo creo que es algo ligado a una tradición católica, como la española, esencialmente analfabeta. Se trata de edificar un recurso «visual» que legitime la absoluta ausencia de lectura. Es una cultura esencialmente icónica, carente de la menor capacidad para la abstracción. Algo que no va más allá de un desarrollo intelectual de nivel infantil. Un infantilismo que, al mismo tiempo, gratifica a quien lo ejerce haciéndole estar convencido de participar en una identidad trascendente. Como te decía, es exactamente el mismo funcionamiento de la religión.
P.- Vuelvo al punto de arranque. ¿Cómo acometer la propuesta epicúrea de levar anclas y desplegar las velas para huir de la cultura y ser un hombre libre?
R.- Destruyendo... Sí, destruyendo.
Homenaje a Gustavo Bueno el 12 de abril de 2014
GUSTAVO BUENO: YO NO CONFÍO EN EL PUEBLO ESPAÑOL
0 comments :
Publicar un comentario