NOSOTROS QUE LUCHAMOS CON
DIOS
UNA NUEVA PERSPECTIVA
SOBRE LA MAYOR HISTORIA
JAMÁS CONTADA
EL ESPERADO Y REVOLUCIONARIO NUEVO LIBRO DE JORDAN B. PETERSON, AUTOR DEL BEST SELLER INTERNACIONAL 12 REGLAS PARA VIVIR.Una obra que desvela la psicología de la Biblia y sus grandes historias.Un texto esencial para comprender los fundamentos del mundo occidental, que analiza desde un punto de vista psicológico las historias bíblicas de rebelión, sacrificio, sufrimiento y triunfo que nos unen y nos inspiran aún hoy. Desde Adán y Eva y la caída eterna de la humanidad, la guerra fratricida de Caín y Abel, el diluvio al que se enfrenta Noé, el colapso de Babel, hasta la épica de Moisés, Peterson revisita los relatos que nos han formado y se pregunta sobre su significado y su papel en nuestras existencias.Es hora de tomar conciencia de la estructura de nuestras almas y nuestras sociedades. Hemos dejado que la política determine quiénes somos, mientras esperamos que la religión moldee nuestra vida en común. Jordan B. Peterson explora la esencia de nuestro ser, las capas que nos definen y cómo la polaridad ideológica y la salud mental derivan de nuestra lucha interna. Nos invita a sumergirnos en la mayor historia jamás contada y a atrevernos a luchar con Dios.
Jordan B. Peterson, de psicólogo azote de la izquierda a divulgador cristiano tras abrazar la fe.Su mujer dice haberse curado de un cáncer terminal gracias a su fe católica, en cuyo viaje la ha acompañado su marido, que acaba de anunciar una nueva gira, 'We who wrestle with God' ('Nosotros que luchamos con Dios'), y un libro con el mismo nombre.
«Me voy a concentrar en las ideas que he trabajado para mi próximo libro "We who wrestle with God" (Nosotros que luchamos con Dios)». Así ha anunciado el psicólogo clínico y «azote de la ideología woke» Jordan B. Peterson. Explica que se remonta a sus lecciones sobre la Biblia, en las que indaga en las explicaciones psicológicas que contienen libros como el Éxodo o el Génesis. Entre ellas hay prédicas tituladas «Dios y la jerarquía de la autoridad» o «Adán y Eva - La consciencia, el mal y la muerte», algunas de las cuales alcanzan los cuatro millones de visualizaciones.
«Me concentraré en temas bíblicos y en cuestiones de narrativa general, pero todo lo que diga tendrá una aplicación más amplia y genérica», continúa, algo misterioso. Lo cierto es que mientras la «cultura de la cancelación» intenta expulsar a Dios de la esfera pública, Jordan Peterson y su mujer, Tammy, tratan de situar el tema en el centro de la conversación en un mundo cada vez más secular.
Un camino de fe
Tanto Jordan Peterson como su mujer han luchado con las cuestiones de la fe y están labrando sus propios caminos hacia la verdad y la comprensión. De hecho, Tammy ha hablado públicamente sobre su camino de conversión católica. Por su parte, tendremos que esperar a que el renombrado psicólogo y azote de la ideología woke comience sus charlas o publique su libro para conocer hasta qué punto ha emprendido un camino de fe.
«Recorro varias de las principales historias bíblicas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, y hago un comentario sobre su significado psicológico, práctico, social y posiblemente filosófico y teológico. Es una explicación de, por ejemplo, lo que significa vivir en una relación de establecida por una promesa», ha expresado al explicar esta próxima publicación.
Sin embargo, cuando le preguntan abiertamente por su religiosidad, él invita a que compren su libro o acudan a sus conferencias (por supuesto): «¿No dicen que 'por sus frutos los conoceréis'?».
Uno de esos frutos ha sido, según él, su largo matrimonio de 35 años, que capeó las tormentas de la enfermedad terminal de su mujer y la atención de los medios, particularmente desde que Jordan Peterson saltó a la fama al luchar contra la ideología de género como profesor en la Universidad de Toronto. «Se contrae matrimonio como un acto de fe. Te enamoras de alguien, lo cual es una gracia, un regalo de Dios en un sentido real», explica Jordan Peterson en un video de DailyWire+.
Los Peterson fueron invitados por su amiga, Queenie Yu, numeraria del Opus Dei y directora de Educación del Carácter de la Escuela para Niñas de Hawthorn, a hablar en un evento en el Kintore College de Toronto con estudiantes, padres y estudiantes de Hawthorn. Allí, Tammy Peterson confirmó de nuevo que sería bautizada en el rito católico en Semana Santa, algo para lo que preparaba «con espíritu fervoroso».
Peterson, profesor emérito de la Universidad de Toronto, es autor de tres libros: Beyond Order, 12 Rules for Life y Maps of Meaning, y colabora con el grupo de comunicación conservador The Daily Wire.
Pero es igualmente conocido por sus podcasts y declaraciones controvertidas en las redes sociales. Saltó a la fama después de impugnar una ley canadiense que, según él, criminalizaría el uso de pronombres incorrectos para una persona transgénero, y fue suspendido temporalmente de Twitter por una publicación sobre un actor transgénero.
A pesar de esto, ha acumulado un gran número de seguidores, en su mayoría jóvenes que aprecian sus «reglas de vida» y de sentido común, sus puntos de vista conservadores y lo que algunos llaman su «estilo Don Draper».
Presagio
El susurro de una brisa suave
Iniciamos nuestro viaje, nuestra lucha con Dios, con una historia singular, una historia que nos da a conocer una idea de considerable peso y que adopta la forma dramática clásica de las narraciones bíblicas; una idea que puede ayudarnos a entender por qué debemos explorar y llegar a conocer estos relatos antiguos cada vez más olvidados. Se trata de la historia del profeta Elías y ofrece una de las caracterizaciones o definiciones más fundamentales de Dios. Dicho profeta vivió en tiempos del rey Acab y de su esposa Jezabel, en el siglo IX a. C. Aunque su historia es breve, Elías destaca entre los profetas por dos razones: su extraña manera de morir y su aparición mucho más tardía junto a Moisés y Jesús de Nazaret en la cima del monte Tabor durante la conocida como «transfiguración» (Mateo 17:1-9; Marcos 9:2-8; y Lucas 9:28-37).
Ese término, transfiguración, lo emplearon los traductores latinos del texto griego original, que aludieron al suceso con el término helénico metamorfoô, con sus connotaciones de la cualidad transformadora de gusano a mariposa. Los seres humanos crecen y se desarrollan a medid.a que maduran (presuponiendo que maduren) de una manera casi tan radical como la del insecto alado. Como apunta el apóstol Pablo en Corintios 1:11-13:
«Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño,juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño». Así, no es en absoluto irrelevante que la palabra psyche (ψυχή) -raíz de la que deriva el término psicología, el significante del espíritu o alma humana- significara, literalmente,«mariposa».
Por profundo que sea el vínculo entre alma y mariposa, no es ese el único motivo de comparación. Las mariposas también son capaces de asombrosas hazañas de navegación. Se trata de algo casi milagroso, como mínimo, dada su fragilidad y su inteligencia, en teoría limitada. En esa capacidad de navegación suya (y quizá en lo efímero de su vida y en sus restricciones), resultan similares a los seres humanos, que han viajado desde su lugar de origen en África hasta todos los confines del planeta, por más distantes e inhóspitos que fueran. Además, esos insectos de alas vaporosas son hermosos, excepcionalmente simétricos, y notables en su capacidad para percibir en relación con esa belleza y esa simetría, y para seleccionar a sus parejas en consecuencia. Son capaces de detectar desviaciones de ambas características con asombrosa precisión. Ello revela una alta capacidad de juicio en relación con el ideal: una aptitud más que esos insectos perfectamente creados comparten con la psique humana.
¿Y por qué todo esto es relevante para nuestro relato del profeta Elías y para la comprensión de la vida? Porque tanto su manera de morir como su posterior aparición en compañía del Cristo transfigurado son representativas, o simbólicas, de la capacidad de transmutación cualitativa y revolucionaria de la psique.
En 2 Reyes 2:2 se nos informa de que Elías fue elevado en cuerpo y alma a los cielos estando todavía vivo, privilegio que el Antiguo Testamento les reserva solo a él y al profeta Enoc (Génesis 5:24). Es, claro está, parte integrante de la tradición cristiana que Jesús ascienda a los cielos de manera similar tras la resurrección (Lucas 24:50-53; Hechos 1:9-11). Gran parte de la cristiandad también acepta la doctrina de la asunción de María, según la cual esta es llevada en cuerpo y alma a los cielos después de su muerte. Pero hasta ahí el alcance de este fenómeno. La ascensión al reino divino supone la presencia de algo sin duda muy notable. En el momento del tránsito de Elías, este se encuentra acompañado de Eliseo, su discípulo y sucesor. Se desplazan desde Gilgal a Betel, lugares ambos de profunda importancia bíblica. Gilgal es, por ejemplo, el lugar en que los israelitas erigen un monumento a Dios para conmemorar el éxito de su paso, a través del río Jordán, a la tierra prometida (Josué 4:19-24). Betel, por su parte, significa «casa de Dios». Aparece por primera vez en Génesis 28: 10-22 como el lugar en el que Jacob sueña con una escalera que se eleva hacia el cielo por la que unos ángeles -intermediarios entre lo divino y el hombre- descienden y ascienden. En su sueño, Dios reafirma a Jacob la alianza a la que había llegado con Abraham e Isaac, prometiéndole numerosa descendencia, tierras y protección divina. Todo relato en el que aparecen unos héroes desplazándose de un lugar en el que ha ocurrido algo importante hasta otro de relevancia equivalente o incluso mayor es un relato sobre la idea del propio «Viaje significativo», una descripción del camino de la vida que se desarrolla de manera óptimamente audaz y llena de sentido. Es por eso que la última y mayor de las aventuras de Elías tiene lugar en Betel, o en sus inmediaciones, por ser el punto en el que se produjo la visión de la escalera de Jacob. Eliseo está con él:
En cuanto pasaron, Elías dijo a Eliseo: «Pide lo que quieras que haga por ti, antes de que yo sea arrebatado de tu lado». Eliseo dijo: «Te ruego que me dejes una doble porción de tu espíritu». «Cosa difícil has pedido -le respondió Elías-. Si me ves cuando sea separado de ti, te será concedido; pero si no, no.» Aconteció que mientras ellos iban caminando y hablando, un carro de fuego, con caballos de fuego, los apartó a los dos y Elías subió al cielo en un torbellino. Al ver esto, Eliseo clamó: «¡Padre mío, padre mío!¡Carro de Israel y su caballería!». Y nunca más lo vio. Entonces Eliseo tomó sus vestidos y los rasgó en dos partes. 2 Reyes 2:9-12
De ese modo, Elías es entregado al reino de Dios, así como la gran buscadora de belleza y viajera del mundo de los insectos levanta el vuelo hacia los cielos después de su metamorfosis. El ascenso al reino de lo divino por parte del profeta prepara el terreno para su posterior reaparición junto a Jesús en la cima del monte Tabor:
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a su hermano Juan y los llevó aparte a un monte alto. Allí se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías, que hablaban con él. Entonces Pedro dijo a Jesús: «Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, haremos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió y se oyó una voz desde la nube que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd». Al oír esto, los discípulos se postraron sobre sus rostros y sintieron gran temor. Mateo 17:1-6
Una transformación que, de modo parecido, también mueve al temor reverencial se da en los relatos sobre Moisés: «Después descendió Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del testimonio en sus manos. Al descender del monte, la piel de su rostro resplandecía por haber estado hablando con Dios, pero Moisés no lo sabía. Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés y al ver que la piel de su rostro resplandecía, tuvieron miedo de acercarse a él» (Éxodo 34:29-30).
Ese resplandor es, por así decirlo, la ocurrencia simultánea de la elevación definitiva y lo que normalmente es meramente humano: una indicación del descenso de lo divino a lo profano, o del ascenso de lo profano hacia las alturas.
Por tanto, tiene todo el sentido del mundo, simbólicamente, que esas revoluciones en el carácter o transmutaciones de la psique tengan lugar en las cimas de los montes. La cumbre de la montaña sagrada es el lugar mítico en el que el cielo y la tierra se tocan, en que lo meramente material se encuentra con lo trascendente y lo divino. Más aún: la vida se representa bien como una serie de viajes montaña arriba. Para los pesimistas, se trata del temible destino de Sísifo, condenado a empujar una piedra por una ladera hasta la cima para ver como esta desciende rodando una y otra vez, por lo que el proceso debe repetirse eternamente. En cambio, un intérprete más optimista de la vida podría ver las oportunidades de transformación personal. Cuando hemos subido una nueva montaña y llegado a la cima -esto es, cuando hemos alcanzado nuestra meta-, hemos llevado con éxito algo hacia un fin, hemos materializado una visión cercana y nos hemos convertido en más de lo que éramos. Al llegar a la cima, al menos a la cima del ascenso en curso, también vemos todo lo que se extiende ante nosotros, incluido el siguiente reto -la siguiente posibilidad de jugar, de madurar y de crecer; la siguiente llamada a un sacrificio transformador-. El progreso continuamente ascendente representado en una sucesión de escaladas, cada una de ellas con su experiencia de cumbre, es una variación del camino de ascensión representado por la escalera de Jacob, la subida en espiral a los cielos hacia el reino de Dios, en la que el propio Dios llama desde el punto elevado, desde la cúspide del monte más elevado concebible.
La historia de Elías no se limita a su manera excepcional de morir y a su transformación final. El gran profeta vivió en la época del reino dividido de Israel y Judá. En ese tiempo, el pueblo de Israel trabajaba a las órdenes del rey Acab, que lo llevó a venerar a dioses que no eran Yahvéh, la deidad tradicional de Abraham, Isaac y el pueblo elegido. Esa desviación tuvo lugar como consecuencia directa el matrimonio de Acab con Jezabel, una princesa fenicia rica y privilegiada que trajo consigo a sus falsos dioses tras los esponsales. Baal, su dios preferido, era una deidad fenicia cananea de la naturaleza, responsable de la fertilidad, la lluvia, el trueno, el relámpago y el rocío. La nueva esposa de Acab, una mujer resuelta, mató a la mayoría de los profetas de Yahvéh en su intento de establecer la primacía de Baal. Se dice que el esposo de Jezabel, totalmente sometido a su control, hizo «para provocar así la ira de Yahvéh, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que reinaron antes de él» (1 Reyes 16:33). Elías intenta disuadir al monarca de sus debilidades y de su idolatría, asegurándole que las consecuencias de su gobierno desviado traerán consigo años de una sequía tan grave que incluso el rocío de la mañana dejará de visitarlos.
Dado que Baal era el dios considerado responsable directo de la lluvia dadora de vida, la sequía vaticinada por Elías socavaba claramente la autoridad del dios y de sus sacerdotes, así como la confianza del pueblo en Acab, su rey, y en Jezabel. El motivo literario del «reino reseco» empleado en este fragmento narrativo constituye un tema simbólico de significación estable, algo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en la obra maestra de la animación de Disney, El rey león. Cuando Scar, el hermano malvado del rey legítimo, depone a Mufasa, verdadero rey de Pride Rock, destierra al hijo de este, Simba, a la periferia del reino. La consecuencia es que la lluvia deja de caer y desaparecen los animales que los leones cazan y de los que dependen. Cuando Simba recupera el trono, la lluvia regresa. En el cuento infantil El agua de la vid a, de los hermanos Grimm, se insiste en el mismo tema y se presenta como la aventura de un hermano menor encargado de transportar el agua que ha de devolver la vida a su padre moribundo. Algo similar aparece en el Libro del Éxodo con su contraste entre la rigidez pétrea del faraón intransigente y el dominio dinámico del agua característico de Moisés. Cuando el principio erróneo se establece como supremo -cuando un rey falso ocupa el trono o se imponen unos valores impíos-, la gente no tarda en verse privada de la mismísima agua de la vida. En todo caso, de manera más profunda, un reino que gira en torno a un polo errado -que venera a unos dioses equivocados, por así decirlo-, sufre psicológica o espiritualmente.
Después de declarar la sequía y retirarse al desierto, donde en un primer momento es alimentado por cuervos y bebe de un arroyo, los propios recursos del profeta se secan. Dios dirige a Elías al encuentro de una viuda en la localidad de Sarepta. La halla junto a un pozo y le pide agua y pan. Ella responde: «Vive Yahvéh, tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos y nos dejemos morir» (1 Reyes 17:12). Elías la tranquiliza y le dice que Dios no permitirá la escasez en su casa. «Porque Yahvéh, Dios de Israel, ha dicho así: "La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Yahvéh haga llover sobre la faz de la tierra"» (1 Reyes 17:14). Podría parecer raro que un emisario de Dios necesite recurrir a una viuda pobre para asegurarse el sustento. Pero los relatos bíblicos son sutiles y sofisticados. Aquí, en primer lugar, la historia de Elías enfatiza la importancia, también, de las personas humildes (en este caso, la viuda); en segundo lugar, la necesidad de una orientación moral incluso en condiciones de privación (la disposición de la viuda a ofrecer hospitalidad, una obligación que volverá a surgir a lo largo de nuestra indagación); y, en tercer lugar, que la abundancia depende absolutamente de la orientación moral de todos,independientemente del estatus.
La influencia inadecuada y manipuladora que la esposa del rey débil ejerce sobre su esposo inútil y carente de fe amenaza la integridad del Estado mismo. En parte, ella representa la atracción a menudo peligrosa de las ideas y las costumbres extrañas que pueden invadir y penetrar en una sociedad bajo el disfraz de lo creativo, lo sofisticado y lo nuevo. Antes de que surjan las objeciones («los autores de los relatos bíblicos eran inexcusablemente prejuiciosos e incluso xenófobos»), conviene tener en cuenta a figuras del Antiguo Testamento como Jetro, el suegro de Moisés, que ocupa un lugar importante en el Libro del Éxodo (véase, sobre todo, 18:17-23); Rahab, una valerosa y creyente prostituta de Jericó (Josué 2); y Naamán (2 Reyes 5), cuya humildad y fe permitieron su curación a manos de Elíseo. En todos los casos, se trata de individuos que a pesar de ser extranjeros, o precisamente por serlo, perciben con ojo no viciado y se comportan moralmente, por lo que juegan un papel correctivo cuando los israelitas se corrompen. A veces, lo nuevo parasita y envenena y en otras ocasiones restaura y renueva. La sabiduría consiste, entre otras cosas, en la capacidad para distinguir, en estos casos,lo que ayuda de lo que entorpece.
La mujer pobre pero bondadosa que ha perdido a su marido se presenta sutilmente como deseable, en contraposición a la arrogante y peligrosa reina Jezabel. ¿Por qué? A lo largo de casi toda la historia de la humanidad, la viudedad dejaba a la mujer en una situación muy difícil, sobre todo cuando esta tenía hijos a su cargo. Así pues, en el corpus bíblico, la figura de la viuda suele usarse para representar vulnerabilidad, impotencia y existencia en los márgenes sociales y económicos. Su estado miserable bien podría verse como una forma de injusticia cósmica constante. Por esa razón, así como para la edificación moral de su pueblo, el espíritu de Dios llama a los israelitas a rectificar su desigualdad: a vencer la tentación estrecha de centrarse en uno mismo y de entregarse a la avaricia y a dejar algo para los desposeídos:
Cuando siegues Ja mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella ni espigarás tu tierra segada. No rebuscarás tu viña ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás. Yo, Yahvéh, vuestro Dios. Levítico 19:9-10
Este principio se elabora en el Deuteronomio, junto con un punto adicional: en cierto momento de la vida, todo individuo va a depender de otros; por tanto, una psique y una sociedad correctamente estructuradas se organizan de manera que esa dependencia inevitable se entrelace con la preocupación y las atenciones necesarias. No tiene sentido establecer una sociedad que no acierte a cuidar de las personas que la componen en todas las etapas de su desarrollo, desde la vulnerabilidad hasta la capacitación, la productividad y la generosidad.
Cuando vendimies tu viña, no rebuscarás tras de ti; será para el extranjero, el huérfano y la viuda. Acuérdate de que fuiste siervo en tierra de Egipto. Por tanto, yo te mando que hagas esto. Deuteronomio 24:21-22
La viuda, que es generosa a pesar de su pobreza, encarna el patrón de conducta del sacrificio recíproco y la ayuda mutua que caracteriza por igual aun individuo fiable y a un Estado pacifico y productivo. Contrasta absolutamente con la reina privilegiada cuyo ensimismamiento amenaza la psique y la comunidad.
A medida que prosigue la historia de Elías,la idea de que la jerarquía de valores psicológica y social debe organizarse bajo el mandatario adecuado -o, de manera más abstracta, bajo el principio adecuado- se concreta más. El profeta deja Sarepta y organiza lo que en términos coloquiales podría denominarse «batalla final» en el monte Carmelo. Convence a Abdías, el mayordomo del palacio de Acab, para que congregue a todos los profetas de Baal, además de al pueblo de Israel, al pie del monte. Se preparan dos altares para el sacrificio: uno para Baal, controlado por sus profetas; otro para Yahvéh, bajo dominio de Elías. Se invoca a ambos dioses para que enciendan el fuego del altar que consume el sacrificio. Los profetas de Baal rezan durante horas sin éxito. Ellas empapa su altar con agua tres veces (para demostrar que tiene razón) y después pide la intercesión de Yahvéh. De inmediato, desde los cielos desciende un fuego que inmola el sacrificio e incluso el propio altar. Así queda establecida la supremacía de Yahvéh. Los profetas de Baal son ejecutados y «una abundancia de lluvia» (1 Reyes 18:41) regresa de inmediato. No puede haber riqueza en ausencia de un orden moral verdadero. Bajo la guía de un espíritu alentador adecuado, la escasez puede convertirse en recuerdo lejano.
Nada contenta, Jezabel dirige su ira contra Ellas. Y así, el desventurado profeta huye y se adentra en el desolado desierto. Se refugia en una cueva, donde Dios le habla (1 Reyes 19). El recurso de la revelación en un lugar solitario constituye un tema común en las narraciones. Las voces interiores y la experiencia imaginativa se vuelven mucho más probables en condiciones de aislamiento, en que se minimiza la comunicación verbal externa, así como en la oscuridad y el silencio, en que los estímulos sensoriales exteriores se ven drásticamente reducidos. Ello hace que aumente la probabilidad de una experiencia reveladora, para bien o para mal. A un nivel más profundo, esto puede ser así porque los sistemas neurológicos del hemisferio derecho, que (al menos en las personas diestras) se asocian más con el pensamiento y la acción inconscientes e implícitos, pueden asumir el control de la experiencia verbal y visual cuando no están ahogados ni suprimidos por las condiciones más normales de la interacción social y la información sensorial.
Elias expresa una gran frustración y desesperanza, convencido de que sus intentos por mantener la fe solo han desembocado en desastre: «He sentido un vivo celo por Yahvéh, Dios de los ejércitos, porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas. Solo yo he quedado y me buscan para quitarme la vida» (1 Reyes 19:10). Dios le dice: «"Sal fuera y ponte en el monte delante de Yahvéh". En ese momento pasaba Yahvéh y un viento grande y poderoso rompía los montes y quebraba las peñas delante de Yahvéh; pero Yahvéh no estaba en el viento. Tras el viento hubo un terremoto; pero Yahvéh no estaba en el terremoto.Tras el terremoto hubo un fuego;pero Yahvéh no estaba en el fuego. Y tras el fuego se escuchó el susurro de una brisa suave» (1 Reyes 19:11-12). Son numerosas las frases célebres en la Biblia y «el susurro de una brisa suave» es, sin duda, una de ellas. Es en ese momento cuando Elías -y, a través de él, la humanidad- llega a entender que Dios no está en el viento, por más feroz que este sea, ni en el terremoto, por más devastador, sino que es algo interior: la voz de la misma conciencia; la guía interna de lo que está bien y lo que está mal; ese espíritu autónomo que reside en todas las almas y nos avergüenza ante nosotros mismos, nos hace fijarnos en nuestros defectos y pecados, y suscita el impulso de arrepentirse, disculparse y expiar.
Se trata de un descubrimiento de una magnitud sin parangón: la posibilidad de establecer una relación con Dios atendiendo a la conciencia. Dios garantiza al hombre y a la mujer el libre albedrío, a pesar de que Él quiere la lealtad de las criaturas que ha creado y también desea guiarlas. ¿Cuál es la mejor manera que tiene Él para conjugar esos dos deseos en pugna? No a través de la imposición, la fuerza o el miedo, sino proporcionando una voz, una imagen o incluso un sentimiento capaz de apuntar, de sugerir o de avergonzar y humillar silenciosa y quedamente (a pesar de ser capaz de aumentar su intensidad cuando hace falta). Esa identificación de la conciencia con Dios se vuelve cada vez más explícita, al menos en ciertas corrientes del pensamiento cristiano. Por ejemplo, el cardenal Newman, teólogo británico del siglo xrx, insistía exactamente en ello en gran parte de sus escritos.
Así, la ley divina es la que gobierna la verdad ética, el criterio del bien y del mal, una autoridad soberana, irreversible, absoluta en presencia de hombres y ángeles.
«La ley eterna -afirma san Agustín- es la razón divina o la voluntad de Dios, que exige observancia, prohíbe la alteración del orden natural de las cosas.» «La ley natural -expone santo Tomás-es una impresión de la luz divina en nosotros, una participación de la ley eterna en la criatura racional.» Esa ley, tal como la aprehende la mente de cada hombre individual, se denomina conciencia; y aunque pueda sufrir refracción al pasar al medio intelectual de cada uno, no se ve, por tanto, tan afectada como para perder su carácter de ley divina y,en cuanto tal, conserva la prerrogativa de exigir obediencia.
Este puede considerarse un argumento más poderoso y justificado que el que actualmente se usa con mucha mayor frecuencia: el «argumento a partir del diseño», por el que se insiste en que la complejidad de la naturaleza apunta necesariamente a un creador activo. En 1 y 2 Reyes se hallan las bases reveladoras de una definición mucho más psicológica y relacional de la deidad suprema, que diferencia a Dios del teatro pagano del mundo natural (por más inspiradora de respeto reverencial que, sin duda, pueda ser la naturaleza) y lo coloca a Él, maravillosa y terriblemente, en el interior de todos nosotros. Es esa comprensión de Elías la que prepara el terreno, también, para el relato de Jonás -para la misteriosa historia del profeta que en un primer momento rechaza y posteriormente obedece la llamada de ese susurro, de esa voz-, cuyas hazañas conforman el relato que cierra el presente volumen. La importancia fundamental y revolucionaria de la contribución de Elías se ve subrayada por el milagro de su ascenso en vida a los cielos. Ese acontecimiento, que prefigura la resurrección de Cristo (y la del propio Jonás, a su manera), indica el éxito inigualable de Elías en cuanto profeta. Simplemente, los textos bíblicos y la caracterización de Dios que aparece en ellos no pueden entenderse si no se valora la relevancia inédita de Elías como profeta, así como la importancia fundamental de eso tan transformador y revolucionario que él comprendió. Después de encontrarnos con la historia de Elías, percibimos la naturaleza del ser (de nuestro ser y del ser divino) de manera diferente, más claramente, y más directa y personalmente. Abrimos los ojos y oímos de manera nueva.
¿Y por qué el relato como cimiento incluso del acto mismo de la percepción?
¿O bien de la transformación del acto mismo de la percepción? Porque el mundo debe filtrarse a través del mecanismo del relato para hacerse comprensible, o incluso aprehensible; porque, simplemente, el mundo es demasiado complicado para asimilarlo y moverse por él en ausencia de finalidad y de personaje (que son los rasgos definitorios del relato mismo). Continuamente se presentan a nuestra consideración un conjunto infinito de hechos; un hecho por cada fenómeno, quizá, y no solo eso: un hecho no solo por cada fenómeno, sino por todas sus posibles combinaciones. Y eso son, claramente, demasiados hechos. El mismo problema se da con respecto a los resultados: cada acción, cada causa posible, produce una ramificación exponencial de efectos, demasiados para contemplarlos,considerarlos y tenerlos en cuenta. Se trata de un problema inasumible; algo que el filósofo Daniel C. Dennett caracterizó, en expresión célebre, como «un nuevo y profundo problema epistemológico». Existe un número prácticamente infinito de maneras de categorizar -y, por tanto, de percibir-un número finito de objetos. No prestamos atención, y no podemos hacerlo, con la misma devoción a todo lo que ocurre siempre y en todas partes a nuestro alrededor.
Lo que sí hacemos, con cada una de nuestras miradas, es priorizar los hechos. Y al hacerlo, prestamos atención a muy poco e ignoramos mucho. Lo hacemos para mantener nuestra meta. Lo hacemos para obtener lo que necesitamos y queremos. Pero ¿qué es? Puede ser la necedad de nuestro capricho momentáneo, cuando somos infantiles o no hemos abandonado el infantilismo, y nos orientamos hacia la gratificación inmediata de nuestros deseos. Puede tratarse del deseo de obtener el poder que posibilita esa gratificación a pesar de la presencia o incluso de las objeciones de los demás, con las que nos vemos obligados a combatir a medida que avanzamos. También puede ser el establecimiento maduro de los vínculos que nos unen y dan verdadero sentido a nuestras vidas: los lazos del matrimonio, de la familia, de la amistad, del comercio y del Estado. Quizá también sea la integración armoniosa y productiva del presente y del futuro en el individuo autónomo, que conforma la verdadera madurez y la conducta responsable, tanto cooperativa como competitiva.
Sopesamos los hechos con los que nos encontramos según nuestros valores. Elevamos algunos caminos y no otros, algunas cosas en el mundo y no otras, y a algunas personas y no a otras a un lugar superior, y enviamos todo lo que consideramos menor al submundo del impedimento, del obstáculo, del enemigo o del adversario, o al dominio invisible de la irrelevancia. Así, ordenamos, simplificamos y reducimos el mundo, antes incluso de encontrarnos con él. Esa priorización no es meramente un proceso pasivo. Por el contrario, se trata de renuncias, ofrendas y sacrificios activos. No somos los receptores sumisos de verdades simplemente evidentes por sí mismas. Toda percepción es tanto una sensación como un esfuerzo. Toda percepción requiere del movimiento de los ojos, de la indagación de los dedos o del enfoque de la audición.
Todo lo que experimentamos depende irreductiblemente de la motivación y de la acción, no es reflexivamente sensorial, por lo que la sensación nunca se da simplemente antes de la acción. Sea lo que sea lo que ocupa nuestra atención (sea lo que sea aquello de lo que somos conscientes, independientemente de su brevedad) es, pues, algo elevado en ese momento al lugar más alto, celebrado y venerado, lo sepamos o no. Debemos especificar lo que es más valioso en el presente y distinguirlo de cualquier otra cosa, y de todo lo demás, incluso para verlo. Esos elementos de atención momentánea, incluso fugaz, se organizan, a su vez, de manera más o menos coherente (dependiendo del grado de nuestra integridad) en una estructura piramidal de valor. Es más, esa estructura, o bien cuenta con algo en lo más alto (nuestra meta última), o es la casa dividida contra sí misma, que no puede permanecer (Marcos 3:25). Vemos el mundo a través de una jerarquía de valor. Ese es el mapa que usamos para que guíe nuestra navegación a través del territorio desconocido en el que, de otro modo, nos perderíamos. Percibimos, por tanto, de acuerdo con nuestro fin . Darse cuenta de ello es algo notable y no lo suficientemente divulgado, que implica, nada menos, que tanto nuestra tristeza como nuestra dicha dependen de nuestros valores.
Elevamos lo que tenemos en más alta consideración al lugar más destacado de supremacía o soberanía. Apuntamos hacia el blanco elevado que considerarnos central, aunque sea momentáneamente. Hacemos que nuestra conciencia misma se fije en lo que definimos como digno de dedicarle nuestra atención y de los esfuerzos de nuestra acción. Iniciamos nuestro viaje continuo hacia delante planteando un bien, un bien que es, como mínimo, mejor que nuestro punto de partida. Se trata de un acto de fe, además de un acto de sacrificio; de fe, porque lo bueno podría estar en otra parte; de sacrificio, porque en la búsqueda de cualquier bien concreto decidimos pasar por alto todos los demás. Todas nuestras percepciones son aliadas, «compañeras espirituales» de nuestra decisión final y determinante. Nuestra meta dibuja a nuestro alrededor un paisaje moral y el destino hacia el que tendemos nos sirve como el más alto bien imaginable, al menos en el momento y el lugar a los que nuestra intención da relevancia. Así,la meta ofrece al mundo su sentido, prioriza y organiza incluso nuestra percepción de este. En consecuencia, vemos extenderse ante nosotros el camino a seguir, la ruta que percibimos como la que con más probabilidad nos guiará hacia donde hemos decidido ir; vemos qué y quién nos ayuda y tenemos esperanza.
Gran parte de nuestra comunicación consiste en la descripción de la meta. Contamos a otros en qué andamos y esperamos y queremos que ellos nos cuenten lo mismo. Hablamos entre nosotros, a menudo superficialmente, sobre lo que están haciendo exactamente las personas a las que conocemos. ¿Qué quieren?
¿A qué prestan atención? Y en consecuencia, ¿cómo actúan? Empezamos a centramos en el personaje, más que en la inmediatez de la meta, cuando hablamos más profundamente de esas cosas, porque el personaje no es más que la encarnación habitual de la meta. Conocernos a nosotros mismos o a otros... Eso es entender al personaje. ¿Y cómo adquirimos y representamos ese conocimiento? Actuamos, imitamos, interpretamos -dramatizamos-para poder representar e interiorizar los patrones de atención y acción que nos caracterizan a nosotros y a otras personas. De manera más abstracta: contamos una historia. Cuando describimos las metas de una persona o un pueblo, su avance, los obstáculos y oportunidades que surgen en ese viaje, los amigos y enemigos que acompañan su movimiento -el paisaje moral que emerge-, contamos un relato. Al hacerlo, priorizamos, organizamos y percibimos el mundo. De ese modo, describimos la meta. Vemos el mundo en relación con la meta.
¿Qué es una historia, un relato, en que se detallan la meta y todas sus consecuencias? Una descripción de la estructura a través de la cual vemos el mundo. Los relatos nos revelan, en sus diversas caracterizaciones, las estructuras de valor en las que el mundo se manifiesta a nuestra percepción.
¿Y por qué importa eso?
¿Qué significa? ¿Por qué es importante, incluso vital? Ver y actuar en el mundo, con toda su incomprensible complejidad, constituye un desafío tremendo. Así, valoramos mucho las descripciones de nuestra manera de percibir y comportarnos, más aún, quizá, de lo que valoramos cualquier otra cosa.
Nos metemos de lleno en las historias que representamos en la niñez, las que vemos en escenarios o pantallas, o las que leemos en las obras de ficción, también de adultos, porque no hay nada que más falta nos haga que conocer cómo construir, ajustar y mejorar la jerarquía de valor en la que los hechos relevantes del mundo se dan. Así es como llegamos a construir el mundo que ocupamos, existencialmente. Así es como hacemos la realidad que habitamos. Así es como seguimos adelante... y decidimos qué es ese adelante. Vemos al héroe que apunta alto, que vive en la verdad, que se sacrifica por lo que es mejor, que lucha con nobleza contra las adversidades de la atroz fortuna y que, sin embargo, mantiene la integridad. Observamos que los amigos con los que se encuentra por el camino aceptan los sacrificios necesarios para ser de ayuda y nos complace verlo. Vemos a sus enemigos engañar, robar, traicionar, mentir y caer, y sentimos que se ha hecho justicia, o los vemos triunfar y experimentamos la indignación moral de los engañados. En pocas palabras: nos fascinan los que tienen metas elevadas y deseamos que, si somos valientes, nos posea su espíritu.
Aspiramos a sus metas, o mantenemos la esperanza de ver lo que ven, de experimentar las emociones que sienten y de aprender las lecciones que aprenden instalados, a salvo, en el mundo de lo imaginario. Ese es el valor de lo ficticio: es ahí donde experimentamos con el valor al tiempo que permanecemos sanos y salvos. Es el lugar en el que la obra que conforma nuestras propias percepciones puede darse de la manera más segura y efectiva.
Colocamos lo que más valoramos -el bien cuyo descubrimiento es nuestro propósito; el destino que es el objetivo del momento- en lo más alto, en la cima, en el lugar de supremacía o soberanía. Apuntamos hacia el objetivo que estimamos central, por más que sea momentáneamente. Nos concentramos en lo que definimos como digno de merecer nuestra atención y los esfuerzos de nuestra acción. Planteamos un bien, un bien que al menos es mejor que nuestro punto de partida . Se trata de un acto de fe y también de sacrificio:
de fe, porque el bien podía estar en otra parte, y de sacrificio porque en pos de ese bien determinamos no buscar todos los otros.
Toda percepción se alinea con esa fe inicial y determinante, mientras que la decisión que establece el marco interpretativo es, ella misma, un viaje parcial hacia la tierra prometida de nuestra meta, al depender, como depende, dicha percepción de la acción, que es el elemento constitutivo mismo del viaje. Nuestra meta dibuja a nuestro alrededor un paisaje moral y la meta sirve como el mayor bien imaginable, al menos en el tiempo y el lugar a los que dicha meta da relevancia. Una vez más, la meta da sentido al mundo, prioriza y organiza incluso su percepción. Esa meta revela qué camino seguir; la ruta que percibimos como la que con mayor probabilidad nos guiará hasta donde hemos decidido ir. También al personaje lo vemos como meta. El personaje es la meta encarnada, la búsqueda habitual de la meta. Ese es el sentido de la acción de alguien.
Todo ello suscita varias.preguntas importantísimas: si vemos y debemos ver el mundo a través de un relato; si el mundo se revela a sí mismo en forma de relato ¿cuál es ese relato? ¿De qué manera caracterizamos adecuadamente nuestras metas, nuestras tentaciones más profundas,nuestros empeños ascendentes más admirables? ¿Qué es relevante y qué puede y debe ignorarse? ¿A qué debemos dedicar nuestra atención, una atención que no es barata? ¿A qué fines debemos dirigir nuestra acción? ¿Qué verdad incómoda intenta revelar eternamente nuestra conciencia? En otras palabras, ¿cuál es la historia, la verdadera historia de nuestras vidas? ¿Qué es y qué debería ser?
Es un relato de nuestras más altas aspiraciones, que son nuestra relación más fundamental y, a lavez, del verdadero suelo que existe bajo nuestros pies. Por tanto, es y debe ser la caracterización de lo divino mismo, de Dios, tal como se insiste en los relatos bíblicos. ¿Y eso qué es?
La conciencia, por más importante que sea -la conciencia que se le manifiesta a Elías-, no es la única manifestación de Dios; no es su único personaje dramático. También aparece, como veremos más adelante, como una llamada -inspiración, aventura, entusiasmo, curiosidad, incluso tentación- en otro de sus principales disfraces,y como mucho más. Deseamos profundamente conocer ficticio:
es ahí donde experimentamos con el valor al tiempo que permanecemos sanos y salvos. Es el lugar en el que la obra que conforma nuestras propias percepciones puede darse de la manera más segura y efectiva.
Colocamos lo que más valoramos -el bien cuyo descubrimiento es nuestro propósito; el destino que es el objetivo del momento- en lo más alto, en la cima, en el lugar de supremacía o soberanía. Apuntamos hacia el objetivo que estimamos central, por más que sea momentáneamente. Nos concentramos en lo que definimos como digno de merecer nuestra atención y los esfuerzos de nuestra acción. Planteamos un bien, un bien que al menos es mejor que nuestro punto de partida . Se trata de un acto de fe y también de sacrificio:
de fe, porque el bien podía estar en otra parte, y de sacrificio porque en pos de ese bien determinamos no buscar todos los otros.
Toda percepción se alinea con esa fe inicial y determinante, mientras que la decisión que establece el marco interpretativo es, ella misma, un viaje parcia lhacia la tierra prometida de nuestra meta, al depender, como depende, dicha percepción de la acción, que es el elemento constitutivo mismo del viaje. Nuestra meta dibuja a nuestro alrededor un paisaje moral y la meta sirve como el mayor bien imaginable, al menos en el tiempo y el lugar a los que dicha meta da relevancia . Una vez más, la meta da sentido al mundo, prioriza y organiza incluso su percepción.Esa meta revela nos guiará hasta donde hemos decidido ir. También al personaje lo vemos como meta. El personaje es la meta encarnada, la búsqueda habitual de la meta. Ese es el sentido de la acción de alguien.
Todo ello suscita varias preguntas importantísimas: si vemos y debemos ver el mundo a través de un relato; si el mundo se revela a sí mismo en forma de relato, ¿cuál es ese relato? ¿De qué manera caracterizamos adecuadamente nuestras metas, nuestras tentaciones más profundas, nuestros empeños ascendentes más admirables? ¿Qué es relevante y qué puede y debe ignorarse? ¿A qué debemos dedicar nuestra atención, una atención que no es barata? ¿A qué fines debemos dirigir nuestra acción? ¿Qué verdad incómoda intenta revelar eternamente nuestra conciencia? En otras palabras, ¿cuál es la historia, la verdadera historia de nuestras vidas? ¿Qué es y qué debería ser? Es un relato de nuestras más altas aspiraciones, que son nuestra relación más fundamental y, a la vez, del verdadero suelo que existe bajo nuestros pies. Por tanto, es y debe ser la caracterización de lo divino mismo, de Dios, tal como se insiste en los relatos bíblicos. ¿Y eso qué es?
La conciencia, por más importante que sea -la conciencia que se le manifiesta a Elías-, no es la única manifestación de Dios; no es su único personaje dramático. También aparece, como veremos más adelante, como una llamada -inspiración, aventura, entusiasmo, curiosidad, incluso tentación- en otro de sus principales disfraces,y como mucho más. Deseamos profundamente conocer y, si es posible, convertirnos en el héroe, por ejemplo (otro disfraz), y no solo en el héroe, sino en el héroe de todos los héroes. Deseamos adoptar las maneras no solo del rey, del señor de sus dominios, sino del Rey de Reyes. Estamos constituidos de tal manera que admiramos el principio divino de la soberanía misma. Lo deseamos para poder asumir la perspectiva del espíritu correctamente puesto en el lugar más elevado y experimentar el mundo a través de sus ojos.
Queremos hacerlo para poder adoptar, nosotros, esa actitud heroica, de regia responsabilidad, en relación con los problemas que nos acechan y nos ofrecen oportunidades en nuestras propias vidas. Deseamos comprender, tan profundamente como sea posible, la naturaleza del bien que hay detrás de todos los bienes próximos -el bien que hace que la cautivadora vida resulte más abundante, que es el verdadero jardín del deseo eterno-. Queremos, asimismo, identificar al villano que está detrás de todos los actos de villanía -la naturaleza del espíritu que desea generar todo el sufrimiento del mundo, solo por el placer de generarlo-.
Queremos entender el bien para poder ser buenos y entender el mal para evitar ser malos. De esa manera, podremos propiciar la salvación y la redención del mundo, a pequeña y a gran escala. De esa manera seremos capaces de constreñir el infierno que el mal produce, y no solo para nosotros mismos, sino para todos aquellos a los que queremos y por los que nos preocupamos, para la estabilidad y la continuidad de las sociedades que habitamos y por amor al propio mundo.
Para bien o para mal, lo que cuenta es el relato; y para bien o para mal, el relato en el que nuestras psiques y culturas occidentales se fundamentan, actualmente de manera algo frágil, es esencialmente el relato contado en el corpus bíblico, el compendio de dramas que se hallan en la base de nuestra cultura y a través del cual miramos el mundo. Es la historia sobre la que descansa la civilización occidental. Se trata de un conjunto de caracterizaciones no solo de Dios, cuya imitación, veneración o, también, encarnación, se tiene por la más elevada de todas las metas, sino también del hombre y de la mujer, cuyos personajes pasan a existir en relación con ese Dios, y de la sociedad, en relación con el individuo y lo divino. Se trata, además, de la revelación del sacrificio que posibilita esa meta y de un examen en forma dramatizada del objetivo trascendente que se persigue para unir todas las cosas de la mejor manera posible. La historia bíblica, en su totalidad, es el marco a través del cual el mundo de los hechos se revela, por lo que respecta a Occidente; es la descripción de la jerarquía de valor en la que incluso la propia ciencia (esto es, la ciencia que, en último extremo, aspira al bien) se hace posible. La Biblia es la biblioteca de relatos en los que se basan las sociedades más productivas, libres y estables que el mundo ha conocido, los cimientos de Occidente, por decirlo lisa y llanamente.
El paisaje de lo ficticio es el mundo del bien y del mal: el mundo del valor, con una cima siempre en retroceso, camino de la tierra prometida misma, y la sima eterna de sufrimiento abisal e infinito que ocupa el lugar más bajo posible. Las historias bíblicas iluminan el camino eterno de ascenso por la montaña sagrada hasta la ciudad celestial, al tiempo que, simultáneamente, avisan de los peligros apocalípticos en lo desviado, lo marginal, lo monstruoso, lo pecaminoso, lo impío, lo serpentino y lo indudablemente demoníaco. Dios, en esta formulación, es el espíritu que guía el ascenso. El hombre es el ser que, con cada decisión, lucha con ese espíritu, porque decidir tiene que ver con priorizar; con cada mirada, pues cada mirada es un sacrificio de la posibilidad en aras de cierto fin deseado, y con cada acción, mientras avanza hacia cierto destino y se aleja de todos los demás. En cada momento de conciencia, estamos destinados a luchar con Dios.
La Sacrificio Como Fundamento De La Existencia Humana | Jordan Peterson
Peterson describe a Dios como "hiperreal", existiendo más allá de la comprensión y categorización humanas. Enfatiza que el sacrificio es fundamental para la existencia humana, influyendo en la percepción y moldeando la realidad, y argumenta que las narrativas juegan un papel crucial en cómo los individuos interpretan sus vidas. La conversación también explora los peligros del orgullo, la estructura de la sociedad, la búsqueda de significado y la interacción entre la ciencia y la teología.
Peterson aboga por un espíritu aventurero y una comprensión más profunda de la creencia como una experiencia vivida.
Concluye instando a los oyentes a involucrarse con sus creencias y abrazar las complejidades de la existencia, destacando la necesidad de crecimiento personal y bienestar colectivo ante los desafíos modernos.
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