Ciudadanos del mundo
Quizás nuestro egoísmo más primario no alcance cotas de tan refinada inconsciencia como cuando decimos algo así: “Mi patria son los libros, y nada tengo que ver con el patán de mi vecino. Más hermano mío es un lector de Faulkner albanés o nigeriano que este gañán español”. Seguro que muchos hemos sido autores de frases similares en algún momento de nuestras vidas. La solidaridad y el aprecio hacia el que -la mayoría de las veces sin conocerlo- comparte supuestamente nuestras afinidades, es algo hasta cierto punto comprensible, y lo es porque los seres humanos, sin una fuerza superior que nos una somos insolidarios y egoístas por naturaleza con los seres más próximos. Pero de forma muy especial, el sentirse unido a otro ser humano gracias a un nexo libresco o “cultural” denota un elitismo de etiqueta que resulta especialmente deplorable. En su libro "El infinito en un junco", Irene Vallejo suele hablar de “familia de los lectores”, de “tribu de los lectores”, esto no es sólo una expresión de la autora de este –pese a todo- interesante ensayo, sino que trasluce un particular orgullo narcisista muy extendido en considerarse un ciudadano o ciudadana del mundo, orgullo incrementado si esa cadena familiar o tribal tiene como eslabones los libros, la “cultura”. Suelen ser seres tan pueriles que ni siquiera consideran que el “ciudadano” sólo tiene sentido, fin y función en una patria. Ciudadano del mundo es una expresión tan imposible como nación de naciones.
Desconociendo por completo el verdadero sentido y significado de “patria”, estos ciudadanos del mundo vienen a creer que sus auténticos compatriotas son aquellos que comparten sus afinidades electivas, por lo que su clasista patria de diseño –y de sueño- se convierte en una universal bañera de espuma en la que chapotean los ciudadanos del mundo, sean estos españoles, turcos, esquimales, intelectos agentes o inteligencias marcianas.
Sin embargo, los ciudadanos del mundo, y de forma especial los ciudadanos librescos del mundo, se confiesan muy generosamente abiertos a otros seres menos refinados que ellos y ajenos por completo a sus propias afinidades. El requisito suele ser uno: que pertenezcan a otras culturas, África, India… Los cauces que les unen a estos otros seres suelen ser las películas, viajes de placer o la imposibilidad de amar al cercano, al próximo, para lo cual deben necesariamente sublimar, pues un ser humano no puede vivir sin amar o sin creer que ama.
Podemos entender que haya cierta desafección por el prójimo, porque de este ser próximo se oyen sus gritos, los ladridos de su perro, sus defectos se ponen en evidencia a diario ante nuestros sentidos. Suele pasar lo mismo con las edades del hombre, santificamos la infancia o la juventud, porque sus gritos, sus amenazas, sus malos olores, ya pasaron. La Europa que Stefan Zweig añoraba en "El mundo de ayer" y la incitación al cosmopolitismo que rezuma dicho libro puede ser algo muy bello, pero aquella Europa y aquel mundo de Zweig no era sino el mundo de unos intelectuales adinerados. El desprecio a lo próximo y la empatía hacia lo lejano no hacen sino cavar el inmenso y eterno hoyo en el que se siembra el egoísmo humano. La patria celeste del cristiano podía ser para muchos una tierra lejana, pero jamás se dijo que a dicha patria celeste podría accederse despreciando al prójimo, sino sólo a través de él y con él.
Al igual que el elitista y clasista ciudadano del mundo, el comunismo impulsó en su origen un movimiento apátrida con su lema “proletarios del mundo, uníos”. En este caso, la patria ya no se fundaba en el terruño de papel de lo libresco sino en el azadón y el martillo. Comparados con los primeros, estos segundos, puestos en el contexto de su época, me resultan menos desagradables. Pero lo peor de todo es que los elitistas ciudadanos del mundo suelen simpatizar con el comunismo, no siendo nada difícil encontrar a mundialistas con una considerable cuenta bancaria que, despreciando a su vecino albañil, enaltecen el comunismo. Una vez más se manifiesta la falta de caridad y el puro egoísmo, fomentados cada día con mayor vehemencia y camuflados a la perfección en la ciudadanía del mundo, en el amor a todas las culturas. “Fratelli tutti”. Se agazapa tras ello la voladura de los lazos de solidaridad entre los nuestros para dinamitar la soberanía de las naciones y aún mucho más que eso.
Los eslabones de cohesión social capaces de unir a una comunidad han saltado por los aires, minados por la falta de amor por el más próximo. Esa es la táctica que demuele la idea solidaria de patria. Cuando en España invertebrada se quejaba Ortega y Gasset de esa carencia de proyecto comunal en suelo español, señala el filósofo esto mismo: falta de solidaridad que lleva a la falta de unidad, porque la caridad es amar la multiplicidad que nos rodea, y la unidad, cuando falta la caridad a lo próximo y múltiple, es sólo un aparato de juguetería. Todos los nacionalismos que ahogan a España tienen como base al egoísmo y desembocan en un elitismo segregador. Ortega y Gasset hubo de saberlo bien, y quiero pensar que había en su queja un trasunto de autocrítica (apenas atisbada por sus intérpretes), pues de todos es conocido el elitismo del filósofo que se quejaba de la falta de proyecto y de misión para España.
- El sentimiento nacionalista parece muy fuerte porque la gente que reivindica su independencia sale a la calle y hace manifestaciones. Pero muchas veces hay una mayoría silenciosa que no sale a la calle a manifestarse y que está en contra de la separación.
En la historia reciente de Europa, los nacionalismos han dado lugar a guerras terribles, como la de la antigua Yugoslavia, o a la aparición de grupos terroristas, como el IRA en Irlanda del Norte o ETA en el País Vasco. ¿De verdad tiene sentido morir o matar por formar parte de una u otra nación? ¿Por qué no sentirnos ciudadanos del mundo en lugar de ciudadanos de una determinada nación? Todos formamos parte del planeta Tierra y pertenecemos a una misma especie. Debemos buscar la unión entre los pueblos y no la separación.
San Pablo hablaba de los diversos dones que el Espíritu otorgaba a los miembros de una comunidad; de ahí que san Ignacio de Loyola o Huarte de San Juan insistieran en reconocer esa multiplicidad de dones, de capacidades diversas para fundar una patria. La unidad no es algo monocolor sino precisamente asunción de lo múltiple en base a un fin: el crecimiento moral y espiritual de los miembros de una patria junto con el desarrollo del bienestar de sus miembros. El cosmopolitismo es sólo una huida de lo real para despojarnos de lo nuestro y sobre todo de lo más nuestro, que es nuestro impulso moral a la cooperación con el prójimo y al amor hacia él.
La modernidad, que nos ha servido en bandeja de plata la cercanía de lo lejano, opera nublando el panorama y creando el espejismo de que es más necesario e incluso más noble entenderse con el de allí que con el de aquí. Hoy nos parece hasta evidente a la vista de la pandemia y de una economía globalizada. Pero es un engaño, un espejismo tras el cual se esconde la más feroz ideología desenraizante y desvinculante. Todo proyecto común empieza con lo pequeño, desde la armonía de cada ser humano consigo mismo, con su familia, su municipio, su patria. Y el movimiento se realimenta en dirección contraria, la patria ha de fomentar la armonía del municipio, de la familia y de cada persona en su aspecto moral, espiritual y económico. Esto es un ideal, pero como todo gran ideal coincide con la realidad y con la naturaleza, mientras que el cosmopolitismo, bien publicitado como el más noble ideal, no es sino la más bruta ideología, que nos sitúa fuera de la realidad y nos hace despreciarla. La máxima tan sencilla del evangelio: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” esconde el alto ideal moral y espiritual de la patria. Ese es su fin, así como, por el contrario, el objetivo de la modernidad y del progreso es hacer añicos ese fin para que al saltar por los aires se disperse en miles de millones de fines individuales, bien camuflados en un cosmopolitismo pánfilo.
Cuando el cristianismo se desarrolla en sus primeros siglos de existencia, carece de patria, se asienta en comunidades y en familias, pero en una etapa posterior se inserta en una patria, el imperio romano, y cuando este cae, permanece vivo en otros imperios y en otras patrias. El catolicismo ha sido el fundamento de ese fin aludido: el bienestar y el crecimiento moral y espiritual. Por ello los cosmopolitas y los despreciadores de la patria, aquellos que creen tener más que ver con un lector de inglés de Homero que con su vecino, tienen como auténtico enemigo al catolicismo. No soportan su presencia porque les está mostrando su egoísmo, su ceguera, su ideología y les señala en cambio el alto ideal de la caridad y de la solidaridad de la cercanía. Y para ahondar más en su rabia, en su ira, el catolicismo no sólo le muestra eso, sino un verdadero amor por el sufriente lejano, por aquel que el elitista sólo ama por las películas, por los viajes o por su imposibilidad de amar a quien tiene delante. El catolicismo, en su vocación misionera, se entrega de verdad a lo lejano para, como San Pablo sembrar allí comunidad, fundar unidad y amor al próximo.
Por todo esto, no nos extraña que nuestro actual Gobierno pretenda crear cizaña entre los miembros de la patria, de una forma sutil que manejan a las mil maravillas. Es la forma de alejarnos unos de otros, sin proyecto común, moral y espiritual, saben que alcanzarán sus fines, unos fines que ni siquiera son ya los suyos, sino los de sus mecenas. Pero en su odio bien perfumado y en su supina ignorancia no se dan cuenta que a la ruina moral a que nos conducen habrá de servir para que aquello que quieren derribar, el catolicismo, vuelva a renacer.
Chesterton concluye su libro "El hombre eterno" considerando cómo el cristianismo ha resucitado a todas las revoluciones que lo habían matado. Y es que sólo un Dios que muere asesinado y se levanta de la tumba tiene la fuerza para inspirar una resurrección nuestra. No fue Júpiter quien se levantó, ni Zaratustra, fue Cristo. Y con esta fuerza no cuentan los enemigos de la patria. El hedonismo, el egoísmo que se asienta tanto en liberticidas de derecha como en izquierdistas posmodernos les impide ver que nos están convirtiendo en niños, niños egoístas que patalean por querer imponer su yo por encima del otro.
Decía C. S. Lewis en "El sentido del dolor" que “la ilusión de autosuficiencia que padece la criatura debe ser destruida por su propio bien”. Así explica Lewis porqué Dios permite el dolor. Y esto es muy importante porque, más allá de las teodiceas o las teologías, quien vence su sentimiento de autosuficiencia, su egoísmo, estará fundando patria. Pero todo esto, vencer la autosuficiencia, el egoísmo será agua de borrajas si no se asienta en un sentimiento espiritual y trascendental, por eso el cristianismo resucita siempre. Han de saberlo sus enemigos.
La victoria de estos últimos, en caso de producirse, será efímera. Al derribar una cruz se elevarán miles de cruces en el corazón de los españoles y con esas cruces fundaremos una patria mejor. No lo duden.
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