La melancolía ha cautivado muchas mentes a lo largo de la historia, especialmente las de aquellos que se propusieron observar y conocer la naturaleza humana. Así, desde Aristóteles hasta Oscar Wilde, pasando por Guardini y Dante, la lista de pensadores que ha abordado esta cuestión es innumerable. En consecuencia, son innumerables también las interpretaciones de ella: en ocasiones se ha concebido como virtud, otras veces como condena y, en algunos casos, incluso como enfermedad.
De entre todas estas lecturas, ¿cómo saber cuál es la más atinada? Esa es la pregunta a la que responde Antonio Ríos en esta obra repleta de citas que aportan una cuasi inquebrantable solidez a sus argumentos. Una obra en la que el autor nos desvela la estrecha relación entre el alma del hombre y la melancolía y nos explica cómo ha sido el cristianismo el que mejor ha sabido interpretarla.
Con todo, el cristianismo actual, imbuido del espíritu moderno, ha rechazado la melancolía, renunciando así a su propio ser. En su lugar ha entronizado una alegría infantil, una visión rosa bombón de la vida propia de ingenuos que no advierten una verdad esencial: que la felicidad que desean con ardor no la hallarán en este mundo.
El escritor Antonio Ríos Rojas analiza "La melancolía del cristianismo" El escritor y articulista de La Tribuna del País Vasco Antonio Ríos Rojas acaba de publicar su libro La melancolía del cristianismo (Homo Legends, 2020), un ensayo excepcional en el que el autor ofrece al lector, en primer lugar, una introducción a la melancolía, preocupándose por definirla, por describirla, en aras de acotar el tema de la investigación. En ella desarrolla su tesis, a saber, la innegable relación entre melancolía y cristianismo o, más concretamente, entre melancolía y catolicismo. Relación que, por otra parte, se ha visto alterada -cuando no negada- por un gran número de teólogos, especialmente a partir de la modernización de la Iglesia. Es precisamente esa asunción de las premisas modernas, esa claudicación ante el mundo, la que ha provocado la difusión de mensajes contradictorios o incluso falsos desde el seno mismo de la Iglesia que han terminado por confundir al católico de a pie.
También el acercamiento al protestantismo, furibundamente antimelancólico, ha propiciado que el catolicismo renuncie a una parte fundamental de su ser. Para ilustrarnos en un tema tan complejo, el autor se sirve, entre otras cosas, de las diferencias entre Burton y Chateaubriand.
El segundo bloque del ensayo presenta un recorrido histórico por el concepto de melancolía. Comienza, como no podía ser de otra manera, con la Grecia clásica. Hipócrates primero y muchos otros después -Platón y Aristóteles entre ellos- trataron de describir este fenómeno cuyo origen desconocían y cuya existencia era indudable.
También durante la Edad Media la melancolía fue objeto de numerosas reflexiones. Los pensadores -cristianos en su mayoría sostuvieron posturas muy diferentes. Mientras que algunos la veneraban como virtud, otros la tachaban de pecado. Además, la acedia -que sí se contemplaba en la enseñanza de la Iglesia como pecado- se confundió frecuentemente con la melancolía, dificultando su comprensión. Por último, y para finalizar este recorrido histórico, el autor sostiene que el barroco español es decididamente melancólico. La melancolía, fruto de saberse habitante de otro mundo, fue su seña de identidad; justo al contrario que la Ilustración y la modernidad, para quienes las ataduras al pasado, o incluso su recuerdo, no son sino elementos propios de épocas pasadas e irracionales. La tradición es, para los modernos, improductiva; la melancolía, en cambio, se niega a prescindir de ella. El tercer y último bloque del libro nos presenta, además de algunas previsiones para el futuro, la encarnación de la melancolía en muchas de las formas típicamente católicas: el canto gregoriano, la Misa, la castidad, etc. Así, el autor termina su obra aseverando lo mismo que aseveró al comienzo: cristianismo y melancolía van necesariamente unidos, y es este el que mejor ha sabido interpretarla en sus diferentes manifestaciones.
PRÓLOGO
De melancolía y cristianismo trata este libro que tiene entre sus manos. Ni la una ni el otro campean del todo separados por estas páginas, aunque ocasionalmente, por razones metodológicas, haya convenido separarlos. En esta obra, la melancolía y el cristianismo se encuentran y se nutren mutuamente, generando sanos y aprovechables frutos.
Al elegir como título de este volumen «La melancolía del cristianismo», descartando el menos comprometedor «melancolía y cristianismo», creo mostrarme más sincero con el lector, ya que le ofrezco desde el principio mi convicción de que el cristianismo es esencialmente melancólico. He preferido que en el título figure la palabra «cristianismo» y no «catolicismo», ya que es el mismo cristianismo el que atesora raíces melancólicas fecundas. No obstante, tras la reforma luterana, no fueron pocos los pensadores que convirtieron la melancolía en monopolio del mundo protestante; monopolio que pareció coronarse con la tesis de Walter Benjamin, según la cual el protestantismo fomentó y casi originó la melancolía. Solo podríamos asentir con esta opinión de Benjamin a condición de entender la melancolía como un estado destructivo, devastador y próximo a la depresión. Sin embargo, la realidad es que, desde la escisión protestante, la melancolía ha cobrado una fuerza callada pero fructífera en el lado católico. En muchos capítulos de este libro el lector encontrará más una melancolía del catolicismo que una melancolía del cristianismo en general.
Muchas voces principales –pontífices, santos, laureados teólogos– han intentado, tanto ayer como hoy, mancillar a la melancolía –como si esta no estuviera ya suficientemente mancillada por el mundo–, estigmatizándola incluso bajo un pecado capital, el conceptualmente más confuso de todos: la acedia. Pero la auténtica realidad es la que nosotros anticipamos ya como tesis de este libro: que el cristianismo, a veces inconsciente, a veces conscientemente, ha acogido en sus brazos la melancolía, y tras haberla macerado en ellos, la ha elevado, ensalzado y embellecido, hasta el punto de que a través del cristianismo la melancolía se manifiesta bajo una nueva luz, una luz sanadora y esperanzadora, superando todos los tópicos que ven en la melancolía la auténtica peste negra1.
Para desarrollar la tesis que acabamos de anticipar hemos de mirar la melancolía desde otro ángulo, enfocarla con una nueva luz. La melancolía merece que se le conceda esa oportunidad, esa gracia, pues ha estado sometida a una feroz leyenda negra en la que han participado muchos, desde teólogos ortodoxos hasta teólogos modernos, desde psiquiatras hasta políticos de toda índole. Intentaremos otorgar a la hija de Saturno el lugar que le corresponde2. El cristianismo, como coronación –a veces de espinas– de la melancolía, nos dará las claves para entender la fertilidad inconmensurable de su jardín.
Tras una injusta condena que le condujo a la cárcel, Oscar Wilde buscaba motivos para ser feliz y poder llevar alegría en su corazón. En ese propósito dice Wilde asentir con Dante cuando el laureado poeta florentino presenta como habitantes del infierno a aquellos que han adoptado la tristeza voluntaria en vida3. Wilde, con justas y poderosas razones para buscar su felicidad y su alegría, comete, sin embargo, el error que intentamos subsanar en este libro: haber identificado la melancolía con una tristeza paralizante. Pero Wilde, tan lúcido e ingenioso en De Profundis como en sus obras anteriores, acaba reconociendo en el fondo a la melancolía como un estado purificador. Así lo deja ver cuando, poco antes de esta referencia a Dante, se reafirma en su propósito de tratar, a su salida de prisión, solo con hombres que amen la belleza y que sepan lo que es el dolor. Con este propósito Wilde está ya reverenciando la melancolía y entendiendo lo que es su fertilidad cuando escribe: «Ahora veo que el dolor, al ser la emoción suprema de la que es capaz el hombre, constituye al mismo tiempo el arquetipo y la piedra de toque del gran arte».
Y Wilde ya no deja lugar a dudas de que ha entendido lo que es el fondo melancólico de las cosas cuando sentencia unas líneas más adelante: «Detrás de la risa y de la alegría puede haber un temperamento insensible, vulgar y endurecido. En cambio, detrás del dolor, siempre hay dolor. El sufrimiento, a diferencia del placer, no lleva máscara»4.
Menciono estas reflexiones y sentencias de Wilde porque me parece ver en ellas un paradigma del cristianismo en este punto. Buscar, por un lado, una felicidad que derive en alegría, pero saber al mismo tiempo que el dolor moderará una felicidad que no siempre podrá coronarse en alegría. También el propio Dante lo sabía cuando expresó que solo el dolor vuelve a unirnos a Dios5, y por ello, en la séptima esfera del Paraíso, la esfera de Saturno, Beatriz ya no sonríe al poeta, advirtiéndole que no debe confundir su falta de sonrisa con falta de luminosidad, sino más bien al contrario. Saturno –astro que representa la melancolía– no simboliza la vida triste sino la vida contemplativa6. Ya no hay música celestial en Saturno; solo contemplación. Quien intuya la relación entre belleza, contemplación de Dios y dolor, habrá intuido en buena parte el cometido de este libro y acabará degustando la entrada a la séptima esfera del Paraíso, la esfera de Saturno, que no corresponde a ninguna moda negra, sino a lo que tantos se empeñan hoy en negar: la condición humana.
I
A MODO DE INTRODUCCIÓN
LA MELANCOLÍA. PRIMERA APROXIMACIÓN
Es menester desde el principio acercarnos a una definición de melancolía. Un procedimiento académico, prudente y formalista nos lleva en primer lugar a acudir a la etimología del término y en segundo lugar a la definición que del término ofrece la Real Academia Española de la Lengua. La palabra «melancolía» procede del griego μελας (melas / negro) y χολης (cholis / bilis) (melancholia en su transcripción en latín), que significa literalmente «bilis negra». Cuando los primeros médicos griegos hablan de la melancolía se refieren a ella como un mal, de ahí la referencia al color negro de la bilis. Desde Homero la negrura respondía a ideas funestas y fúnebres. Citando a Starobinski, María Bolaños habla de esa bilis negra como un alquitrán viscoso y frío, como una lenta pringue con sus negras emanaciones7. El caso es que la palabra melancolía se ha sobrepuesto a su significado etimológico. Hoy es una palabra que oímos y pronunciamos con cierto deleite pese a que miles de voces nos alertan de que su musicalidad no es sino un canto de sirena. La palabra, que mantiene su raíz griega en la mayor parte de lenguas europeas –melancolía, melancholia, mélancolie–, es armónica e infunde un cierto equilibrio. Comienza con la letra «m», una consonante dulce pero firme, repite por dos veces y de forma proporcionada la letra «i», que implica claridad líquida; y, tanto en español como en inglés y alemán, se repite dos veces la «a», una vocal abierta y nítida. De este modo ya la palabra adquiere en nuestros oídos una musicalidad atrayente y seductora. Nada que ver con la negrura viscosa y espesa que intentaron infundir los griegos al concepto. Al igual que la palabra nostalgia, melancolía ofrece a quien la oye o pronuncia una serenidad mágica que no es fácil de encontrar en las palabras.
La Real Academia Española la define así:
Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas y morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en ninguna otra cosa.
Para la RAE, la melancolía es tristeza. Pero cuando dice que es profunda no se refiere a intensa. «Profundidad» toma aquí el sentido de una tristeza asentada en lo más interior del ser humano. No se trata de intensidad, ya que la RAE nos dice a la vez que esa tristeza es vaga y sosegada. Cuando los sabios académicos de la lengua afirman que las causas de la melancolía son físicas o morales, hemos de suponer que no entran a considerar causas espirituales o que, quizás, ocultan, por sus complejos, estas causas espirituales confundidas con las morales. No hay por qué extrañarse de la existencia de complejos, sobre todo en un país como el nuestro, ejercitado en padecerlos y ocultarlos. No obstante, la definición de la RAE es muy acertada. En efecto, la tristeza del melancólico es vaga, difusa si se quiere, pero honda; y al ser permanente acaba conformando el carácter. No se trata pues de algo pasajero. Insiste la RAE en que la tristeza es sosegada, tal como lo era la noche en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz. Sosegada, ni muy excitada ni del todo apagada. Honda, pero serena. No se trata de una tristeza que conduzca a la desesperación, pues de lo contrario no sería sosegada ni serena. Cabe preguntarse: ¿Quién en este mundo no aspira a la serenidad y al sosiego?
Sin embargo, con la segunda parte de la definición de la RAE tenemos más dudas: «Que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en ninguna otra cosa». Aquí parece decírsenos que el fin y el objeto de la melancolía es ella misma. Pero existen motivos, fines, metas por los cuales uno es melancólico. El melancólico no lo es solo por la melancolía, como tampoco se es triste por la tristeza ni alegre por la alegría. El cristianismo, como iremos viendo, ofrece un fin, un motivo y una meta para la melancolía.
Este primer acercamiento a la comprensión del término nos sirve para declarar ya lo que nosotros entendemos por él. En el melancólico, la natural alternancia humana entre alegría y tristeza acaba cuajando en un estado intermedio, formando una capa que se solidifica en su interior y que se va haciendo opaca tanto a la alegría como a la aflicción, a las que accede cada vez con más dificultad. A esa capa es a la que llamamos «melancolía». Es esta, en realidad, un velo tras el cual la tristeza intensa y desesperada se transforma en una tristeza serena y moderada; y la alegría desaforada, confundida con la diversión y con la carcajada, se diluye en una alegría igualmente sosegada y mesurada. La alegría y la aflicción se funden en un estado que hace al ser humano sensible tanto a la meditación como a la contemplación. La melancolía es, contrariamente a lo que se cree, un estado sin edulcorantes ni empalagos, un estado fronterizo entre la cumbre y el abismo, entre el acá y el allá, un ver siempre la doble cara de las cosas: el bien y el mal, la vida y la muerte, el todo y la nada. El melancólico es un estado del alma sostenido, contenido, que se ha apoderado o se está apoderando del carácter y que abre los poros del silencio, de la soledad y de un amor a la idea desde el que el melancólico se nutre de compasión hacia todo lo concreto.
Uno de los primeros autores en amparar la melancolía dentro del ámbito católico fue el sacerdote alemán Romano Guardini en su obra de 1928 Von Sinn der Schwermut (El sentido de la melancolía). Sin embargo, en 1921, Guardini había escrito un libro a un grupo de jóvenes católicos alemanes cuyo título es Cartas sobre la formación de sí mismo, obra en la que arremete contra la melancolía como el peor de los males. Allí Guardini anima a los jóvenes a desasirse de todo espíritu de pesadez, haciendo coincidir a la melancolía con un lastre pesado y anodino. El joven cristiano –sostiene Guardini– debe ser ágil, ligero, incluso exhorta a estar siempre derecho, con los hombros hacia atrás, decidido (no pocos libros de autoayudas actuales reproducen estas correcciones posturales de Guardini). De la melancolía dice el teólogo alemán en su carta a los jóvenes: «Es una fuerza oscura y poderosa, que turba nuestra alma cuando la dejamos que crezca. Tan pronto como aparezca hay que combatirla inmediatamente»8.
Así pensaba también santa Teresa y tantos otros santos. Combatir la melancolía. Es para mí evidente que quienes ciernen esta sombra sobre la huérfana hija de Saturno menosprecian así lo fructífero y gozoso de un espíritu hondo y pesado. Dante, tal como hemos visto, no cayó en ese error. No olvidemos que pesado es quien lleva profundas raíces. Siete años más tarde, Guardini corrigió estas afirmaciones.
Hay en el melancólico un equilibrio de fuerzas que aparenta convertirlo en un ser ni frío ni caliente, un ser templado, y en buena medida así es. El mundo de hoy rechaza este carácter, y nos interpela a ser claros, transparentes, decididos, ágiles –como pedía Guardini en las Cartas–. No hay que ser oscuro, no hay que hablar en circunloquios, ni siquiera con palabras que hoy se consideran en desuso. En el fondo, el mundo de hoy no está lejos del impaciente autor del Apocalipsis que anhelaba, embriagado, seres fríos o calientes y que odiaba y vomitaba a los templados. También los teólogos, olvidando, temiendo, malentendiendo a la melancolía, quieren un «sí» claro y transparente que manifieste una fe alegre y decidida.
El melancólico puede ofrecer la apariencia de estar preso de una fuerza anquilosante, pero tiende a amar las hazañas imposibles, siente aprecio por la heroicidad, aun sabiéndose como pocos limitado y caduco. La melancolía nos interpela a esa clase de heroicidad que se llama santidad y que veremos en su correspondiente apartado. Es la melancolía el estado más apropiado –casi el único– para abrir las puertas de la trascendencia, de una trascendencia no infantil sino madura. La melancolía no debe confundirse con una enfermedad; más bien es el estado en el que el hombre se hace más humano y desde el que anhela la divinidad con mayor ímpetu. Si es una enfermedad, habría que calificar del mismo modo al anhelo de divinidad. La melancolía otorga una luz serena al universo; ni lo sume en tinieblas ni lo ilumina hasta hacerlo cegador.
Como hemos dicho, en Vom Sinn der Schwermut (1928), Romano Guardini libera a la melancolía de su condición de enfermedad. En cierta medida la obra seguía ofreciendo la visión cristiana que alertaba de los peligros de la melancolía, pero se apuntaban ya de forma clara sus aspectos fructíferos: «Ese mortificante peso, esa oscura tristeza lleva en sí infinitos frutos, pues solo cuando ese peso es sentido puede el ser humano sentir la disolución de dicho peso, la gravitación del alma»9.
Recordemos también que san Juan de la Cruz, al hablar de sus diez grados del amor perfecto a Dios, menciona en el primero de ellos la tristeza, el dolor, casi la desesperación en las cosas de este mundo y, casi en el mismo tono de Guardini, habla el santo español de los últimos grados, mencionando la ingravidez del alma que supera la pesadez con la que está cargada la primera fase del amor a Dios10, fase sin la cual no pueden darse las siguientes. Pero quizás el texto más explícito a favor de la melancolía que encontramos en la obra de Guardini, y con el que quisiéramos cerrar esta primera aproximación, es este:
La melancolía está en consonancia con los fondos oscuros de nuestro ser, y oscuridad no significa aquí algo negativo. Las tinieblas son lo maligno y negativo, pero la oscuridad pertenece a la luz. La oscuridad y la luz forman lo más propio del misterio humano. Y es a esta oscuridad la que reclama la melancolía, a sabiendas de que solo tras ella se elevan las claras formas11.
1 Aprovecho el término «peste negra» ya que, como tendremos ocasión de ver, el carácter melancólico se asignaba en la antigüedad a la «bilis negra».
2 Saturno era para los antiguos el dios de la sabiduría suprema bajo cuyo signo nacían los melancólicos, pero era a su vez un ser maligno que devoraba todas las cosas que eran menos que él. Así pues, los hijos que engendraba la sabiduría, eran devorados por la sabiduría misma, poniendo de relieve la relación entre creación, meditación y muerte, rasgo trágico asignado al carácter melancólico.
3 Wilde, O.: De Profundis. Penguin Clásicos; Barcelona, 2013; p.177―178.
4 Wilde, O.: o.c.; p.180―181.
5 Citado por el mismo Wilde. La cita original de Dante se en- cuentra en «Purgatorio»; XXIII, v.81.
6 Dante: «Paraíso»; Comienzo del Canto XXI.
7 Bolaños, M.: «Tiempos de melancolía», en AAVV: Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del siglo de oro; p.19.
8 Guardini, R.: Cartas sobre la formación de sí mismo. Palabra; Ma- drid, 2017, p.17.
9 Guardini, R.: Von Sinn der Schwermut; Topos plus Taschen- buch; 2008, p.123.
10 Juan de la Cruz: Obras completas; BAC p.603.
11 Guardini, R.: o.c; p.136
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