EL Rincón de Yanka: EL FIN DE LA LEY TRANS ES LA PERVERSIÓN INFANTICIDA Y PEDERASTA 👿💀 y LIBRO "UN DAÑO IRREVERSIBLE": LA LOCURA TRANSGÉNERO QUE SEDUCE A NUESTRAS HIJAS

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domingo, 19 de febrero de 2023

EL FIN DE LA LEY TRANS ES LA PERVERSIÓN INFANTICIDA Y PEDERASTA 👿💀 y LIBRO "UN DAÑO IRREVERSIBLE": LA LOCURA TRANSGÉNERO QUE SEDUCE A NUESTRAS HIJAS

EL FIN ES LA PERVERSIÓN DE LA MENTE INFANTIL Y CONSEGUIR QUE EL MUNDO DEL PLACER SEA LA PROLONGACIÓN DEL PENSAMIENTO MÁGICO Y DEL YO PSICÓTICO👿💀

Ángel Núñez: 
“Psicólogos por la Verdad 
ha advertido a la clase política 
del peligro trans y el acoso general a la infancia”


Psicólogos por la Verdad continúa en la lucha contra la Ley Trans y el resto de políticas de manipulación y acoso a la infancia, no solo atentatorias contra su salud física y mental, sino contra la familia y la sociedad en general. Su coordinados y portavoz, Ángel Núñez lo deja patente en el siguiente texto:

Desde Psicólogos por la Verdad agradecemos a los parlamentarios españoles que han respondido a nuestra preocupación, a raíz del daño que las medidas del ministerio de igualdad están causando a la infancia, desde la plandemia. Consideramos que la clase política es esencial en este trabajo de despertar a la humanidad, a pesar de los encadenamientos ideológicos a los que se ve sometida. En nuestro informe se hace hincapié en que el objetivo de todas estas medidas de supuesta igualdad no es otro que dañar a la infancia y a la adolescencia, dado que, por un lado, son el grupo etario más vulnerable, al estar en periodo de formación neuronal y de identidad personal y, por otro, se trata de reducir a la población mediante medidas de esterilización. De este modo, a través de los cambios de sexo, los tratamientos hormonales y cirugías a tal fin, el objetivo es tener menos hijos. De este modo, la reducción de la población se realiza de manera indirecta, a través del engaño mediante el placer, deteriorando de paso las relaciones familiares, mediante la retirada de la patria potestad a los padres.

Este fenómeno no es nuevo y parte de la figura jurídica de la protección del menor desde hace años, cuando no solo se trataba de desmontar un sistema educativo considerado machista y autoritario, sino dándoles derechos que les permitían denunciar incluso a los padres, que se convertían en supuestos maltratadores, incluso psicológicos.
Estos cambios, tan lentos e imperceptibles, han pasado desapercibidos incluso aplaudidos por gran parte de la población. Pero estas políticas no se quedaron en estas nimiedades, sino que estaban pensadas para un fin mucho más satánico que se implementaría con el paso de los años.

Actualmente, en el año 2022, se dan visos de las verdaderas intenciones de las élites satánicas: por un lado, aprobar la pedofilia, en la que encajan las declaraciones de la ministra de igualdad Irene Montero cuando nos dice que «las niñas, los niños y les niñes tienen derecho a conocer su cuerpo y a tener sexto con quienes quieran, siempre que den su consentimiento», con el hecho de que la ley Si es sí reduce las penas en el nuevo delito de agresión sexual, que elimina el de abuso de un plumazo, y que a los niños se les enseñe a masturbarse y a jugar con seudoórganos sexuales en las aulas de manera inocente.

Todo ello está ligado a un fin, que es la perversión de la mente infantil y conseguir que el mundo del placer sea la prolongación del pensamiento mágico y del yo psicótico. Para eso, no hay mejor política que dibujar a los menores de edad un mundo maravilloso en el que pueden disfrutar a tope y, si sus padres se oponen y quieren sacarlos del placer, los denuncian sin más, siendo los padres los que han de probar que no discriminan a sus hijos.
La Ley Trans, además de introducir ese dogmatismo en los centros educativos, establecer multas de 150.000 euros a los profesores que no estén de acuerdo con esta salvajada, establecen el cambio de sexo y el cambio de nombre en los registros públicos desde los 12 años, siendo a partir de los 16 el momento en el que el menor, según la ley, tiene la madurez para decidir llamarse Manuela en vez de Manuel o viceversa, confundiendo a los menores de edad de manera intencionada.

¿A qué viene ese nuevo dogmatismo en pleno siglo XXI, cuando se sabe que la madurez sexual se establece en la adolescencia y en periodos iniciales de la madurez? Saben perfectamente que la identidad sexual es fundamental para una identidad personal, emocional y psicológica de manera definitiva, y si esta se disfraza como un juego (como cuando a los niños se les engaña diciendo que su sexo biológico no tiene significado alguno), conocen perfectamente los puntos débiles para sus espurios fines.

¿Quiénes están detrás de todo esto? No es obviamente la ministra, dado que esta no es más que portavoz de las élites más oscuras. El pensamiento satánico se caracteriza por carecer de dogmas para generar conclusiones (es una de las máximas de las sectas masónicas), de modo que el placer genera un feedback que nos señala no solo cómo nos sentimos, sino con qué nos identificamos, empleando el mínimo esfuerzo posible. La fuerza de la subjetividad reside en el juego infantil, que puede ser el de adulto que cae en esta trampa terrible, genera una sensación de veracidad tal que en ese momento en el que la emoción es muy intensa (miedo, amor, rabia o tristeza), el sujeto cree que lo que siente es cierto y que la razón de dicha emoción, atribuida a hechos externos, se convierten en hechos verídicos. Por ello victimizan a los niños de esa forma tan exagerada y simulan defenderlos, como si ellos fueran los únicos que se preocupan, mientras el resto de los mortales los detestan porque luchan por sus derechos.

Dado que en el sistema límbico residen las emociones, las cuales generan la memoria, cuanto mayor sea la huella y cuanto más satisfactoria sea, más fácil es que se busque sentir lo mismo y, de hacerse con frecuencia, el sujeto se aleja de realidad y vive en su fantasía, que puede llegar a ser psicótica y delirante. Es coincidente este hecho con la obsesión podemita del delito de odio, dado que estos sujetos deben vivir en una aureola de poder y de placer mental, cuya intensidad está relacionada con su debilidad.

En una de las respuestas a los envíos de nuestro informe a los parlamentarios del Congreso de Diputados y asambleas autonómicas, una diputada me recordó que estaba expandiendo el odio a la comunidad LGTBIQ+, argumento que se puede oír por parte de las feministas radicales cuando se les niega la existencia de la violencia de género, por ejemplo.

El problema de ello no solo reside en que el Estado se haya convertido en un foco de ideologización, sino que quienes defienden estas posturas se mueven en actitudes psicológicas límites y enfermas, donde las creencias son tan extremas que se alejan de la verdadera necesidad de las personas, anteponiendo los intereses de las minorías a las mayorías y haciéndonos creer que los que estemos en contra del gobierno somos fachas y el odio nos sale de la boca como perros rabiosos.
Estas actitudes están fuera de lo que es un Estado democrático en el que se respetan los derechos más necesarios de los ciudadanos y establecen un fanatismo más propio de los antiguos fascismos que tanto denostan los que dicen defender de manera fanática la libertad del individuo. ¿A quién pretenden engañar?

Psicólogos por la Verdad ha hecho un envío masivo de información a todos los parlamentarios de España con el fin de que se sepa la verdad y que no se siga con estos despropósitos por más tiempo. Afortunadamente, una parte de la clase política a la que hemos informado debidamente con datos que no reciben de los colegios de psicólogos, vendidos a las élites superiores, al gobierno y a las normas oficiales ha reaccionado y se ha percatado del peligro.
Es nuestro cometido dejar muy claro que permanecer impasibles ante tal ataque –el siguiente paso de la agenda 2030, tras la plandemia y las pseudo vacunas—, ya no es de recibo.
Hay que detener a quienes imponen esta dictadura satánica, por el bien de la humanidad y de los que vivan en este maravilloso planeta. El esfuerzo merece la pena en pro de nuestro legado como seres humanos. Permanecer impasibles e indiferentes, no solo es de cobardes, sino de cómplices de un delito de genocidio, premeditado y pensado desde hace siglos cuando se estableció el objetivo de un Nuevo Orden Mundial.
Los tres ejes de la aprobada 'Ley Trans' para entender la polémica en HORIZONTE

Dr. CABRERA EN HORIZONTE

'Horizonte' analiza con expertos los principales puntos de la polémica
Con la nueva ley desaparecen los informes médicos, y la voluntad de la persona será el único requisito para cambiar de sexo en el Registro
La 'Ley Trans' ha sido aprobada por el gobierno de Pedro Sánchez aún con puntos polémicos. Probablemente ha sido una de las normas con más sentimientos y posiciones encontradas de esta legislatura. En 'Horizonte', Iker Jiménez y Carmen Porter analizaba con expertos el candente tema, cuando Amparo Domingo ha expuesto los tres principales ejes de la polémica.

Amparo Domingo es la representante en España de Women's Declaration International. En el programa detallaba que con la 'Ley Trans' ahora se permite "la autodeterminación del género registral, que implica que cualquier persona por la mera declaración de voluntad va al registro y cambia su sexo legal", sin ningún requisito más. Por tanto, "es imposible perseguir el fraude al ser solamente tu voluntad".
Otro de los puntos es "la prohibición de las llamadas terapias de conversión". En ese sentido, "todo lo que no sea un enfoque afirmativo es problemático". Por tanto, profesionales de la salud o padres confusos ante la situación que se les presenta podrían caer fácilmente en incumplir la ley.

Por último, Amparo Domingo hablaba de "la criminalización del disenso, porque todo aquel que diga todo lo contrario a la ley puede acarrear multas de hasta 150.000 €s".

«EL LIBRO QUE TIENES EN LAS MANOS
HA RESISTIDO A VARIOS INTENTOS DE CENSURA.
POR SUERTE, TODOS ELLOS SIN ÉXITO».

UNA DAÑO IRREVERSIBLE 
La locura transgénero que seduce a nuestras hijas

Se esconde como una niña 
Pero para mí es siempre una mujer. 
BILLY JOEL [1]

Nota de la autora 

Doy por sentado que los adolescentes no son del todo adultos. Para una mayor claridad y honradez, me refiero a las adolescentes biológicamente femeninas atrapadas en esta locura transgénero con el pronombre femenino. Las personas adultas transgénero son un asunto diferente. Dondequiera que puedo hacerlo sin causar confusión, me refiero a ellas con los nombres y pronombres que prefieren. Por último, he cambiado los nombres y ciertos datos de las adolescentes que se identifican como transgénero (así como de sus progenitores) para asegurarme de que ninguna pueda reconocerse y acusar de traición a sus padres, cansados de luchar. Dado que las historias de las personas vulnerables a este contagio son sorprendentemente similares, algunas lectoras pueden creer haberse reconocido; se equivocan.

Prólogo

El libro que tienes en las manos ha resistido a varios intentos de censura. El grupo de afinidad LGTB de Amazon, llamado Glamazon [2], trató (sin éxito) de retirarlo de los estantes digitales de la compañía con el chantaje sentimental típico de los estallidos de la cultura de la cancelación [3]. En la cadena de tiendas Target, el libro sí que fue retirado por las protestas en las redes sociales, aunque un día más tarde recapacitaron y volvieron a venderlo [4]. De cualquier forma, incluso desde antes de su publicación, la palabra transfobia ha acompañado como un estigma flameante a su autora, Abigail Shrier, en las redes sociales y parte de la prensa de izquierdas [5]. Se ha acusado a sus editores de derechistas, y a Shrier de ser poco científica en su aproximación al fenómeno trans (en el mejor de los casos) [6] y de fomentar el odio contra el colectivo [7] o negar la realidad trans (en el peor y más habitual) [8]. ¿El motivo? La autora califica el número creciente de «salidas del armario» trans en grupos de amigas adolescentes de epidemia. En las páginas que tienes por delante se explaya sobre esta cuestión. 

Desde el punto de vista de los intentos de censura y boicot, la mera existencia del libro y su traducción al español representan ya un triunfo para la libertad de expresión; aunque, desde luego, ese no es el motivo por el que vale la pena leerlo. Al igual que su éxito de ventas y de crítica, los ataques frontales a esta obra y los intentos frustrados de impedir el acceso de los lectores nos están hablando de una tensión cultural. Porque, por supuesto, en la andadura de Irreversible Damage por el mercado literario anglosajón no todo fueron denuestos, ni mucho menos. El libro estuvo muy alto en los rankings de ventas, tuvo críticas muy positivas en medios de prestigio y The Economist lo eligió como uno de los mejores de 2020 [9]. Pero el éxito de una obra como esta es la cara más simple de la moneda. Son las críticas negativas, y en particular las más destructivas y altisonantes, lo que nos indica que abordar la cuestión trans desde un punto de vista que no sea la sumisión a las reivindicaciones del activismo puede ser peligroso para la reputación. Según sus críticos, el mayor pecado de Shrier fue hablar demasiado con los padres de esas chicas y no tanto con ellas. En las próximas páginas te esperan polémicas reflexiones sobre cómo los padres se han convertido en uno de los chivos expiatorios del fenómeno trans. 

En estos casos, me ronda siempre una pregunta: ¿cómo un colectivo estadísticamente tan minúsculo y tradicionalmente tan marginado en nuestras sociedades ha conseguido, de la noche a la mañana, un poder tan increíble como para marcar la agenda y acobardar a sus críticos? En mi estudio del tabú y la herejía en el mundo contemporáneo [10] tuve que abordar la cuestión trans debido a la cantidad de algaradas y tensiones que este debate estaba provocando. Aquí van algunos ejemplos del riesgo que ha supuesto entrar en esos jardines: a la escritora J. K. Rowling trataron de despedirla de su agencia de representación [11], la atacaron inmisericordemente en redes sociales [12], mientras varios actores de las adaptaciones de la saga Harry Potter rompían simbólicamente con ella porque sus opiniones sobre lo que significa ser una mujer se consideraron «mensajes de odio» y muestras de transfobia [13]. A la feminista española histórica Lidia Falcón la expulsaron, junto con su partido, de la coalición Izquierda Unida por manifestar su oposición al proyecto de «ley trans» propuesto por Unidas Podemos y por comentarios mordaces sobre las mujeres transgénero [14]. A Scarlett Johansson, actriz que jamás había manifestado la más mínima crítica al movimiento LGTB, la atacaron por anunciar que participaría en una película interpretando a una persona trans y lograron que el rodaje se suspendiera [15]. Pero esta caza de brujas no solo afectaba a famosos. Toda clase de profesores y conferenciantes con menor proyección pública tuvieron problemas por supuestos «crímenes de opinión», como fue el caso de Pablo de Lora, boicoteado en la Universidad Pompeu Fabra, y muchos otros [16]

Durante décadas, los trans han sido un tabú en Occidente. Identificables por sus voces y apariencias a menudo grotescas, fruto de torpes cirugías o tratamientos hormonales incompletos o demasiado tardíos, miles de mujeres transexuales vivieron condenadas a la marginación, la prostitución y el pillaje, como ha recreado la serie Veneno [17] o hizo antes la filmografía de Pedro Almodóvar, y como ha explicado con agudeza y brillantez la implacable Camille Paglia [18]. El tabú, en general, bebe de la inquietud, de la indeterminación y de la frontera, y estos elementos están muy presentes en el trans, una figura ambigua, a menudo fluctuante e indeterminada, marcada por su viaje a través de una frontera prohibida: la del sexo y el género. Así, en un estado híbrido entre los dos polos de lo que a la mayoría de la gente le resulta normal, en ocasiones han convertido sus propios cuerpos en obras de arte en proceso incompleto, en «viajes a medio camino» [19], mientras otra parte del colectivo luchaba por la integración y la normalización. De cualquier modo, el tabú no ha desaparecido. Hoy, en la ola de activismo, lo intocable se desplaza de sus vidas a su grupo, y es la cuestión trans, la discusión pública, lo que se quiere volver intocable como muestran los ejemplos de cazas de brujas y castigos rituales del párrafo anterior. 

Pero un momento. Hay que subrayar ahora a toda prisa algo que el lector descubrirá por sí mismo en cuanto empiece a pasar páginas: la mayor parte de las acusaciones contra Shrier, en particular las que aluden al discurso de odio, son injustas. No guardan relación con su posición ideológica, ni con su tono. Es cierto que existe una transfobia militante tanto en los movimientos nacionalpopulistas o ultraconservadores como en sectores del feminismo radical de izquierdas, pero no parece ser el caso de Shrier. Su respeto a la realidad trans es explícito y tajante: ella se sitúa en el espectro progresista y se manifiesta a favor de la lucha por los derechos del colectivo [20]. En las próximas páginas, el lector no encontrará, pues, un solo ataque a las conquistas o las motivaciones de las personas transgénero, sino una advertencia sobre los límites del colectivo. 

Por tanto, este es un libro de frontera. Un intento de situar el límite geográfico del fenómeno trans y de advertir sobre el peligro que corren aquellas adolescentes que, en parte por una moda cultural y en parte por una catastrófica negligencia de las autoridades médicas, se están extraviando en un territorio que no les corresponde y del que nadie puede regresar entero. Las ideas que atraviesan el viaje de Shrier por esa frontera militarizada y sembrada de minas pueden expresarse de forma sucinta en estas preguntas: ¿son realmente trans todas las menores que están recibiendo tratamientos quirúrgicos y hormonales para remodelar su apariencia? ¿Por qué casi nadie cuestiona a la joven que manifiesta haber nacido con el sexo equivocado, cuando sí se cuestiona a la que manifiesta estar demasiado gorda incluso cuando pesa cuarenta kilos? ¿Por qué nadie parece interesado en impedir que unos miles de adolescentes, chicas en su mayor parte, cometan un atentado contra ellos mismos? ¿Por qué las autoridades médicas han capitulado ante una reivindicación política y se limitan a acatar el autodiagnóstico de sus pacientes?

No me parecen cuestiones intrascendentes, y autodiagnóstico es aquí una palabra clave. A diferencia de lo que ocurre con cualquier otra fuente de angustia y sufrimiento psicológicos, la persona que padece una disforia de género no puede ser diagnosticada por nadie más que ella misma. No hablamos de una depresión, de una psicosis o una anorexia nerviosa con síntomas verificables. La persona transexual o transgénero sabe —genuinamente— que no encaja con su nombre, con sus órganos y su apariencia, insiste en ello y no recuerda haberse sentido nunca del todo integrada en su identidad biológica. Nadie más que ella puede determinar qué le pasa. Por tanto, el papel de los médicos y psicólogos será el cuidado y el acompañamiento. Hasta no hace demasiado tiempo, las cosas eran más complicadas. El inicio del durísimo tratamiento hormonal y quirúrgico para neutralizar la enajenación de la persona trans con su cuerpo solo era posible tras una serie de exámenes psicológicos, en ocasiones torpes y molestos [21], que con mayor o menor finura y fortuna trataban de esclarecer si el individuo pertenecía al colectivo trans o padecía un desorden diferente. Pero esto ha cambiado recientemente. 

La despatologización de la identidad trans, un hecho feliz y conectado con la despatologización de las conductas e inclinaciones homosexuales, movió las placas tectónicas de la cultura psiquiátrica y médica en Occidente. En el momento actual, según afirma Shrier, este proceso de despatologización ha dejado en una posición de indefensión a chicas confundidas con su propia identidad y descontentas con su cuerpo; es decir, a adolescentes casi del todo normales que simplemente atraviesan una época de enajenación y confusión. En paralelo, el número de chicas trans ha crecido exponencialmente. Dado que hoy se considera ofensivo y dañino el examen psiquiátrico a alguien que se declara trans, llegando incluso a prohibirse el cuestionamiento médico en algunos países y construyendo mecanismos para que tampoco las familias sepan cuáles son los planes de sus hijos menores de edad, nos encontramos en un lugar inédito en la historia de la medicina. Por supuesto, este cambio social tiene una parte muy positiva: quien es realmente trans encuentra un camino menos traumático que recorrer hasta el encuentro consigo mismo. Sin embargo, quien cree serlo y se equivoca se estaría enfrentando a un peligro descomunal que puede culminar en una mutilación irreversible. 

Tomemos el caso de Keira Bell [22], una chica británica arrepentida de su transición a hombre que denunció al hospital que le había proporcionado tratamiento hormonal siendo adolescente, y a quien la justicia ha dado la razón. Bell tenía catorce años cuando manifestó sentirse incómoda con su cuerpo. Aseguraba no sentirse mujer. La clínica a la que acudió estudió su caso y la animó al tratamiento con bloqueadores de la pubertad. Tras solo tres consultas más, empezó el tratamiento con hormonas masculinas y finalmente se la sometió a una doble mastectomía; es decir, a una mutilación de los pechos. En una persona trans, este calvario médico es necesario para alcanzar la autoaceptación. Ellos quieren recorrer ese camino que no tiene vuelta de hoja. Sin embargo, cuando Keira Bell cumplió los veintitrés años, descubrió algo horrible: se arrepentía y quería retroceder. Ninguna de sus operaciones había aliviado su angustia y acusó entonces a la clínica de haber descartado otras posibles causas de su malestar, como la depresión o la confusión [23]

El tiempo dirá si la advertencia de Abigail Shrier es acertada o alarmista, pero debiera ser tomada en cuenta si queremos evitar que en el futuro haya muchas otras como Keira Bell. Su investigación, necesariamente incompleta por la magnitud del fenómeno, me parece sin embargo bienintencionada y honesta. Si realmente se está dando un contagio cultural de lo trans, si realmente está afectando a chicas adolescentes confusas, si esta efusiva propaganda viral está arrastrando a ese camino sin retorno a personas que no debieran recorrerlo, es evidente que no tienes en las manos un libro sobre el colectivo trans, ni contra el colectivo trans, sino acerca de los que se extravían más allá de sus fronteras cuando debieran ser protegidos. 

Me pregunto: ¿ha pensado suficiente el colectivo en este problema? ¿Se dedica suficiente esfuerzo a comprender por qué se da, cada vez más a menudo, el proceso de la detransición? Todas las revoluciones —y lo trans es una— dejan víctimas inocentes en el camino. ¿Querrá cargar el activismo la losa de la culpa en caso de que Abigail Shrier tenga razón? ¿Cómo nos mirarán desde el futuro si estamos dejando colgadas a chicas como las que aparecen en las próximas páginas de este libro? El debate está abierto y es urgente, mal que les pese a todos aquellos que, a favor y en contra, viven en lo más profundo de las trincheras.

JUAN SOTO IVARS 
Escritor y periodista
Introducción
El contagio 

Su madre juraba que Lucy siempre había sido una chica muy femenina. De niña se subía a unos tacones altos y se ponía vestidos de volantes para hacer sus tareas. Su habitación estaba llena de peluches Beanie Babies y de una gran variedad de mascotas a las que cuidaba, como conejos, jerbos y periquitos. Disfrazarse era su juego favorito, tenía un baúl lleno de trajes y pelucas que se ponía para representar a un montón de personajes, todos ellos femeninos. Abrazó la niñez de finales de los noventa y le encantaban las películas de princesas de Disney, en particular La sirenita y, más adelante, Crepúsculo y sus secuelas. 

Lucy fue una niña precoz. A los cinco años ya leía como si fuese a cuarto curso y prometía ser una gran artista, algo por lo que más adelante ganó un premio del distrito. Pero al entrar en el instituto su ansiedad se disparó. Sucumbió a una depresión tremenda. Sus padres, personas acomodadas —la madre era una destacada abogada del sur—, la llevaron a psiquiatras y terapeutas para que la tratasen y le dieran medicación, pero ningún tipo de psicoterapia ni fármaco consiguió allanar sus obstáculos sociales: grupos de amigas que no la querían y su tendencia nerviosa a meter la pata en las pruebas sociales dirigidas, casualmente, por otras chicas. 

Los chicos le dieron menos problemas, tuvo amigos y novios durante toda la secundaria. La vida en casa no era fácil, su hermana mayor cayó en una adicción a las drogas que destrozó como un huracán a la familia y devoró la atención de sus padres. Al final, los altibajos de Lucy se resolvieron en un diagnóstico de bipolaridad. Pero hacer y mantener amigas resultó ser una prueba que nunca concluyó a su favor ni cesó realmente. 

Como suele ocurrir estos días, la Facultad de Artes Liberales en la Universidad Northeastern comenzó con una invitación a decir cuál era su nombre, su orientación sexual y su pronombre de género. Lucy comprendió que aquello suponía una nueva oportunidad para ser aceptada socialmente, un primer sentimiento de pertenencia. Cuando más tarde ese otoño se agravó su ansiedad, decidió, junto con algunas de sus amigas, que su angustia tenía una causa de moda: la «disforia de género». En menos de un año, Lucy empezó a tomar testosterona. Pero su verdadera droga, la que la enganchó, fue la promesa de una nueva identidad. Una cabeza afeitada, ropa de chico y un nuevo nombre fueron las aguas bautismales de un renacimiento de mujer a hombre. 

El siguiente paso, si lo daba, sería la «cirugía superior», un eufemismo para una doble mastectomía voluntaria. 
«¿Cómo sabes que no se trataba de disforia de género?», le pregunté a su madre. 
«Porque nunca mostró ningún indicio. Nunca la oí expresar sentirse incómoda con su cuerpo. Le vino la regla cuando estaba en cuarto curso, algo que le dio mucha vergüenza porque era muy pronto. Pero nunca la oí quejarse de su cuerpo». 
Su madre hizo una pausa mientras buscaba un recuerdo adecuado. «Cuando tenía cinco años le hice cortar el pelo cortito, y lloró a lágrima viva porque pensaba que parecía un niño. Lo odiaba». Y luego: «Ha salido con chicos, siempre ha salido con chicos». 

Este libro no trata de adultos transgénero, aunque mientras lo escribía entrevisté a muchos, tanto los que se presentan como mujer como los que se presentan como hombre. Son amables, considerados y educados. De algún modo parece mentira, pero describen el incesante fastidio que supone tener un cuerpo con el que uno no se siente a gusto. Se trata de una sensación que les persigue desde que tienen uso de razón. 

Lo cierto es que su disforia nunca les hizo ser populares; la mayoría de las veces fue fuente de malestar y vergüenza. Al crecer, ninguno de ellos conocía a otra persona trans y todavía no existía internet, donde poder encontrar un mentor. Pero no querían ni necesitaban ninguno: sabían cómo se sentían. Simplemente, les es más cómodo presentarse como alguien del sexo opuesto. No pretenden que la gente les felicite por la vida que han elegido. Quieren «pasar» por una persona del sexo del que se sienten y, en muchos casos, que les dejen en paz. 

Con algunos hablé de forma oficial y con otros a micrófono cerrado. Con facilidad se ganaron mi admiración por su honestidad y valor. Me hice amiga de uno. Que el activismo trans pretenda hablar en su nombre no es culpa de ellos, ni tampoco su intención. Tienen muy poco que ver con la actual epidemia trans que afecta a las adolescentes. 

Los juicios de Salem por brujería del siglo XVII están más cerca de la realidad. También los trastornos nerviosos del siglo XVIII y la epidemia de neurastenia del XIX [24]. La anorexia nerviosa [25], la memoria reprimida [26], la bulimia y la tendencia a cortarse del siglo XX [27]. Todos tienen en común la misma protagonista, famosa por magnificar y difundir su dolor psíquico: la adolescente [28]. Su angustia es real. Pero, en cada caso, sus autodiagnósticos son erróneos; más que una necesidad psicológica, son el resultado de estímulos y sugerencias. 

Hace tres décadas, estas chicas podrían haber anhelado una liposucción al tiempo que se consumía su forma física. Hace dos décadas, los adolescentes trans de hoy en día podrían haber «descubierto» un recuerdo reprimido de un trauma infantil. La locura de diagnóstico actual no es la posesión demoníaca, sino la «disforia de género». Y su «cura» no es el exorcismo, los laxantes o las purgas. Es la testosterona y la «cirugía superior». 

Se supone que no se debe elegir una enmienda favorita, porque es una tontería, pero yo tengo una, la primera. Mi compromiso con la libertad de expresión me llevó al mundo de la política transgénero por la puerta trasera. 

En octubre de 2017, mi estado, California, promulgó una ley que amenazaba con la cárcel a los trabajadores sanitarios que se negasen a utilizar los pronombres de género que pidieran los pacientes [29]. Nueva York había adoptado una ley similar que se aplicaba a empresarios y dueños de propiedades o negocios [30]. A simple vista y del todo, ambas leyes son inconstitucionales. Durante mucho tiempo, la primera enmienda ha protegido el derecho a decir cosas mal vistas o poco aceptadas sin que el Gobierno interfiera. También garantiza nuestro derecho a negarnos a decir cosas que el Gobierno quiere que se digan. 

No se trata de un tema de matiz constitucional, es muy sencillo. En el caso de la Junta de Educación del estado de Virginia occidental contra Barnette (1943), el Tribunal Supremo ratificó el derecho de los estudiantes a no saludar la bandera. El magistrado Robert H. Jackson escribió en representación de la mayoría de la corte: «Si hay alguna estrella fija en nuestra constelación constitucional es que ninguna autoridad, del rango que sea, puede prescribir lo que es ortodoxo en política, nacionalismo, religión u otras cuestiones de opinión, ni puede forzar a los ciudadanos a confesar, de palabra o de obra, sus convicciones de conciencia». 

Si el Gobierno no puede obligar a los estudiantes a saludar la bandera, tampoco puede obligar al personal sanitario a utilizar un determinado pronombre. En Estados Unidos, el Gobierno no puede obligar a la gente a decir cosas, ni siquiera por cortesía. Ni por ninguna razón en absoluto. 

Escribí un artículo sobre esto en The Wall Street Journal con el título «The Transgender Language War», y una lectora —una destacada abogada sureña, la madre de Lucy— lo vio y en él encontró algo: esperanza. Contactó conmigo bajo un seudónimo y me pidió que escribiera sobre su hija, que durante la adolescencia había anunciado ser transgénero a pesar de que durante su niñez no había mostrado nunca ningún signo de disforia de género. Dijo que Lucy había descubierto esta identidad con la ayuda de internet, que ofrece un sinfín de mentores y mentoras transgénero que enseñan a las adolescentes el arte de adoptar una nueva identidad de género: cómo vestir, cómo caminar o qué decir. También les muestran qué empresas de internet venden las mejores fajas de pecho (prenda que se lleva bajo la ropa para comprimir los senos) y qué organizaciones la envían gratis y garantizan un embalaje discreto para que los padres no se enteren. También les explican cómo persuadir a los médicos para que les prescriban las hormonas que desean, cómo engañar a los padres o cómo romper por completo con ellos si se resisten a su nueva identidad. 

La madre me explicó que bajo la influencia de la testosterona y el hechizo de la transgresión, Lucy se volvió arisca y agresiva, y se negó a explicar esta nueva identidad y a responder a ninguna pregunta al respecto. Acusaba a su madre de «controladora» así como de «tránsfoba». Según descubrió más tarde la madre, la historia inventada por Lucy de que «siempre había sabido que era diferente» y de que «siempre había sido trans» la había copiado literalmente de internet. 

En su nuevo estado extremadamente temperamental, Lucy montaba en cólera si sus padres usaban su nombre legal —el que le habían puesto al nacer— o no utilizaban su nuevo pronombre. En poco tiempo, los padres apenas la reconocían. Les alarmó la repentina esclavitud de Lucy por una ideología de género que, desde un punto de vista biológico, parecía pura palabrería. La madre dijo que parecía que Lucy se hubiera unido a una secta; temía que nunca liberaran a su hija.

La disforia de género —antes conocida como «trastorno de identidad de género»— se caracteriza por una disconformidad grave y persistente con el sexo biológico [31]. Suele comenzar en la niñez temprana, entre los dos y los cuatro años, aunque puede agravarse en la adolescencia. En la mayoría de los casos —casi el 70 por ciento—, la disforia de género infantil se resuelve [32]. Históricamente afectaba a una pequeña parte de la población (alrededor del 0,01 por ciento) y casi en exclusiva a los chicos. De hecho, antes de 2012 no había literatura científica sobre chicas de once a veintiún años que hubieran desarrollado disforia de género. 

Esto ha cambiado en la última década y de forma drástica. El mundo occidental ha sido testigo de un repentino aumento de adolescentes que afirman tener disforia de género y se autoidentifican como «transgénero». Por primera vez en la historia de la medicina, las chicas de nacimiento no solo están presentes entre quienes se identifican de esa manera, sino que constituyen la mayoría [33]

¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha llegado a ser mayoritario un grupo de edad que siempre había sido minoritario entre los afectados (los adolescentes)? Y, lo que es más importante, ¿cómo ha cambiado el coeficiente de género y ha pasado de ser una abrumadora mayoría de chicos a la preponderancia de chicas adolescentes? 

La madre de Lucy, la abogada sureña, me cayó bien y me interesó muchísimo su historia; pero yo era columnista de opinión, no periodista de investigación, así que se la pasé a una compañera y le aseguré a la madre de Lucy que estaba en buenas manos. Mucho tiempo después de dedicarme a otros temas para The Wall Street Journal y de eliminar a la abogada de mi bandeja de entrada, su historia aún rondaba obstinadamente por mi cabeza. 

Tres meses más tarde, volví a ponerme en contacto con la madre de Lucy y con todos los contactos que me había enviado en un principio. Hablé con médicos, endocrinólogos, psiquiatras y psicólogos de renombre mundial especializados en identidad de género. Hablé con psicoterapeutas. Hablé con adolescentes y adultos transgénero para hacerme una idea de la interioridad de su experiencia, del tirón liberador de la identificación con el sexo opuesto. También hablé con desistidoras, aquellas que en algún momento se identificaron como transgénero, pero que luego dejaron de sentirse así, y con detransicionadoras, aquellas que se habían sometido a procedimientos médicos para alterar su apariencia, pero se arrepintieron y luchan por revertir el tratamiento. Cuanto más aprendía sobre los adolescentes que de repente se identifican como transgénero, más me obsesionaba una pregunta: ¿qué les ocurre a estas chicas? 

En enero de 2019, The Wall Street Journal publicó mi artículo «When Your Daughter Defies Biology». Provocó casi mil comentarios y cientos de respuestas a esos comentarios. Una escritora transgénero, Jennifer Finney Boylan, escribió de inmediato una refutación en un artículo de opinión que apareció en The New York Times dos días después. Su escrito suscitó cientos de comentarios y otros cientos de reacciones a esos comentarios. De pronto, me inundaron los correos electrónicos de lectores que habían experimentado con sus hijas el fenómeno que yo había descrito o que habían sido testigos de otros casos en el colegio de sus hijas: grupos de adolescentes de un mismo curso que de repente descubrían juntas la identidad transgénero, suplicaban tomar hormonas y estaban desesperadas por operarse. 

Cuando los activistas transgénero me atacaron online, les ofrecí la oportunidad de contarme también sus historias. Varios aceptaron la oferta y hablamos. También contactaron conmigo las detransicionadoras. Abrí una cuenta de Tumblr e invité a personas transgénero y a detransicionadoras a hablar conmigo; muchas lo hicieron. Envié las mismas invitaciones en Instagram, donde los hashtags #testosterona y #chicotrans vinculan a cientos de miles de seguidores. Reiteré una y otra vez mi deseo de escuchar a cualquiera que tuviera algo que decir sobre el tema. Las respuestas que recibí sirvieron de base para este libro. 

Se trata de una historia que los estadounidenses necesitan escuchar. Tanto si tienes una hija adolescente como si no; o tanto si tu hija ha caído en esta locura transgénero como si no. Estados Unidos se ha convertido en un terreno fértil para este entusiasmo masivo por razones que tienen que ver con nuestra fragilidad cultural: se menoscaba a los padres, se confía en exceso en los expertos, se intimida a los disidentes en ciencia y medicina; la libertad de expresión claudica ante nuevos ataques; las leyes sanitarias del Gobierno conllevan consecuencias ocultas y ha surgido una era intersectorial en la que el deseo de escapar de una identidad dominante anima a los individuos a refugiarse en asociaciones de víctimas. 

Para contar la historia de estas jóvenes he realizado casi doscientas entrevistas y hablado con cerca de cincuenta familias de adolescentes. En parte me he apoyado en los relatos de los padres. Dado que la disforia tradicional comienza en la primera infancia y se caracteriza desde hace tiempo por una sensación «persistente, insistente y constante» [34] de disconformidad y malestar del niño en su cuerpo (algo que un niño pequeño no puede ocultar con facilidad), la posición de los padres suele ser la mejor a la hora de saber si la disforia pasional de la adolescencia comenzó en la niñez temprana. En otras palabras, son quienes mejor pueden saber si la angustia que aflige a tantas adolescentes representa la disforia de género tradicional o un fenómeno distinto. 

No se puede confiar del todo en que los padres sepan cómo se sienten sus hijos adolescentes con respecto a su identidad transgénero o conozcan cómo es la nueva vida forjada en su nombre. Sin embargo, los padres sí pueden informar sobre la situación académica o profesional de sus hijas, su estabilidad económica y la formación de una familia o sobre la falta de ella, e incluso, a veces, acerca de sus éxitos y fracasos sociales. Estas adolescentes que se identifican como transgénero ¿siguen en la escuela o la han abandonado? ¿Mantienen el contacto con antiguas amistades? ¿Hablan con algún miembro de la familia? ¿Construyen un futuro con alguna pareja sentimental? ¿Se dedican a subsistir con el sueldo de la cafetería local? 

No pretendo captar todas las historias de estas adolescentes, y mucho menos la totalidad de la experiencia transgénero. Las historias de éxito transgénero se cuentan y celebran por todas partes. Marchan bajo la bandera de los derechos civiles. Prometen traspasar la próxima frontera cultural y hacer añicos otra base de la división humana. 

Pero el fenómeno que arrasa entre las adolescentes es diferente. No tiene su origen en la disforia de género tradicional, sino en los vídeos de internet. Representa el mimetismo inspirado en los gurús de la web, un compromiso asumido con las amigas: manos entrelazadas y respiración contenida, ojos cerrados con fuerza. Para estas chicas, la identificación trans ofrece liberarse de la persecución implacable de la ansiedad; satisface la más profunda necesidad de aceptación, la emoción de la transgresión, la seductora cadencia de pertenencia. 

Como me dijo Kyle, un adolescente transgénero: «Podría decirse que internet es una de las razones por las que tuve el valor de salir del armario. Fue gracias a Chase Ross, un youtuber. Tenía doce años y lo seguía religiosamente». Chase Ross tuvo la amabilidad de hablar conmigo para ayudarme a entender la situación. En el tercer capítulo presento su historia. 

Esta es la historia de la familia estadounidense, decente, cariñosa, trabajadora y amable. Quiere hacer lo correcto. Pero se encuentra en una sociedad que cada vez más considera a los padres como obstáculos, intolerantes e ingenuos. Aplaudimos mientras chicas adolescentes sin antecedentes de disforia se sumergen en una ideología radical de género que se enseña en la escuela o encuentran en internet. Los compañeros, los terapeutas, los profesores y los héroes de internet alientan a estas jóvenes. Pero aquí el coste de tanta imprudencia juvenil no es un piercing o un tatuaje. Está más cerca del medio kilo de carne. 

Una pequeña parte de la población siempre será transgénero. Pero tal vez no siempre la locura actual atraiga a jóvenes con problemas sin antecedentes de disforia de género, lo que les lleva a vivir una existencia de dependencia hormonal y cirugías desfigurantes. Si esto se trata de un contagio social, quizá la sociedad pueda detenerlo. 

Ningún adolescente debería pagar un precio tan alto por haber sido, por poco tiempo, seguidor de una moda.
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[1] Billy Joel, «She’s Always a Woman to Me», del álbum The Stranger, 29 de septiembre de 1977
a Day Later», Them Página 242
Lives in Danger», Men’s Health, Página 245
[9] «Our Books of the Year», The Economist, Página 247
[10] Juan Soto Ivars, "La casa del ahorcado": cómo el tabú asfixia la democracia occidental, Debate, Barcelona, 2021. Página 248
Comments», BBC, Página 250
[18] Camille Paglia, Vamps & Tramps: Más allá del feminismo, Valdemar, Madrid, 2001. Página 256
[19] Regina & Celeste, Una correspondencia, La Uña Rota, Salamanca, 2019. Página 257
[20] The Joe Rogan Experiencie, #1509 - Abigail Shrier. Podcast en Spotify: Página 258
[21] Elizabeth Duval, Después de lo trans: sexo y género entre la izquierda y lo identitario, La Caja Books, Valencia, 2021. Página 259
[22] El caso Bell contra Tavistock. En Wikipedia, Página 260
[24] Julie Beck, «“Americanitis”: The Disease of Living Too Fast», The Atlantic, 11 de marzo de 2016, Página 262
[25] Ethan Watters, Crazy Like Us: The Globalization of the American Psyche, Simon & Schuster, Nueva York, 2010, p. 34. Página 263
[26] Paul M. McHugh, Try to Remember: Psychiatry’s Clash over Meaning, Memory, and Mind, Dana Press, Nueva York, 2008, p. 69 (señalar que aquellos con «síndrome de falsa memoria» suelen ser mujeres). Página 264
[27] Mandy van Deven, «How We Became a Nation of Cutters», Salon, 19 de agosto de 2011, Página 265
[28] Robert Bartholomew, «Why Are Females Prone to Mass Hysteria?», Psychology Today, 31 de marzo de 2017, Página 266
“Ze” in Place of “She” and “He”», The Washington Post, 16 de junio de 2016, Página 268
[31] Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, 4.ª edición, texto revisado (DSM-IV -TR), American Psychiatric Association, 2000, p. 579. Versión castellana, Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Elsevier Mason, Barcelona, 1996. Página 269
[32] Kenneth J. Zucker, «The Myth of Persistence: Response to “A Critical Commentary on Follow-Up Studies” and “Desistance” Theories about Transgender and Gender Non-Conforming Children by Temple Newhook et al. (2018)», International Journal of Transgenderism (mayo de 2018); véase también J. Ristori y T. D. Steensma, «Gender Dysphoria in Childhood», International Review of Social Psychiatry 28, n.º 1 (2016),
pp. 13-20. Página 270
[33] Nastasja M. de Graaf et al., «Sex Ratio in Children and Adolescents Referred to the Gender Identity Development Service in the UK (2009-2016)», Archives of Sexual Behavior 47, n.º 5 (abril de 2018), pp. 1301-1304, Página 271
[34] Ranna Parekh (ed.), «What Is Gender Dysphoria?», American Psychiatric Association, febrero de 2016 (citando la entrada del DSM-5 sobre «Disforia de género»)