EL Rincón de Yanka: LIBRO "GENERACIÓN IDIOTA: UNA CRÍTICA AL ADOLESCENTRISMO por AGUSTÍN LAJE 😵

inicio














lunes, 13 de febrero de 2023

LIBRO "GENERACIÓN IDIOTA: UNA CRÍTICA AL ADOLESCENTRISMO por AGUSTÍN LAJE 😵


GENERACIÓN
IDIOTA

UNA CRÍTICA AL ADOLESCENTRISMO

En la continuación de su béstseller internacional "La batalla cultural", el afamado escritor, politólogo y conferencista Agustín Laje presenta Generación idiota: Una crítica al adolescentecentrismo. Según Agustín, las ideologías centradas en la adolescencia del siglo XXI están en auge. Como resultado, los adolescentes están gobernando el mundo. Rigen la forma de la cultura, estructuran la forma de la política, inspiran los cambios de nuestro lenguaje, imponen sus preferencias estéticas y dominan el imaginario postindustrial y el sistema de consumo. Las instituciones básicas, como la familia, también están fuera de lugar en estas generaciones adolescentes. Si estás cansado del adoctrinamiento más descarado de los medios de comunicación, las escuelas, las universidades y, sobre todo, de nuestros hijos...
INTRODUCCIÓN

ESTE LIBRO NO VA DE LETRAS. Tampoco va de grandilocuentes categorias etarias. Todo lo que sigue va de idio­tas. Así, nada de X,Y,Z. Nada de millennials, baby boomers, silent generatíon onativos digitales. Hemos hablado en esos términos hasta el hastío; hemos establecido cortes temporales demasiado evidentes, y al fi­nal no hemos sido capaces de decir nada interesante en realidad. Todo resultó demasiado obvio: nos lan­zamos a la caza de las diferencias justo por donde estas se veían más claras. Nuestro mundo adora la dife­rencia. Necesitamos verlas en todas partes, aun cuando nos hacen perder de vista la imponente desdife­renciación que homogeneizaba a las mismas generaciones que no dejábamos de bautizar con letras y tér­minos grandilocuentes, tratando de aprehender sus particularidades.

Pero de lo que hoy urge hablar, en cambio, es del idiota. Pensemos al idiota como principio homoge­neizador. Las generaciones se encuentran a menudo precisamente en ese punto: el idiotismo. X, Y, Z: to­dos pueden ser idiotas por igual. 
¿Es acaso el idiotismo el signo de una metageneración? ¿Es el Leviatán de las generaciones? ¿Una especie de horripilante monstruo compuesto ya no por una infinidad de indi­viduos, sino por una infinidad de idiotas? ¿O es acaso el idiotismo el punto de llegada de la lucha de las generaciones? ¿Constituye el idiotismo, más bien, una «sociedad sin generaciones?» ¿Es la síntesis del de­ venir generacional, que concluye su movimiento dialéctico en la figura del idiota? ¿O simplemente el idiotismo será una marca transgeneracional propia de nuestra posmodernidad?

Esto último es especialmente relevante. La generación idiota es una transgeneración degenerada. Si bien el modelo de esa transgeneración es la adolescencia, hoy todos podemos ser adolescentes, de la misma manera que todos podemos ser mujeres o que todos podemos ser hombres, o que todos podemos ser lo que nos venga en gana sin importar nada más que nuestros deseos. Hemos hablado demasiado de transexualidad, y hemos perdido de vista lo transgeneracional. A la emasculación de los hombres y la masculinización de la mujer, a esa insoportable homogeneidad que se vende como «diversidad» le corres­pondió en el plano etario el envejecimiento de los niños y el rejuvenecimiento de los adultos. Unos y otros se volvieron, de un día para otro, adolescentes, de la misma manera que hoy decimos que un hombre hor­monado es una mujer, o que una mujer hormonada es un hombre.

La generación idiota es el núcleo de la sociedad adolescente, es su corazón mismo, su principio de funcionamiento. No más gerontocracias, fin de todos los adultocentrismos: el adolescente gobernará desde ahora nuestro mundo. Es en este sentido en el que cabe decir que la forma de nuestra sociedad es adolescéntrica. El adolescente convertido en algo parecido al «nuevo hombre» del socialismo, al «super­ hombre» nietzscheano, al startupper del capitalismo digital, convertido en depositario del futuro, de to­das las virtudes y todas las aventuras al mismo tiempo. El adolescente gobierna la forma de la cultura, es­ tructura la forma de la política, inspira los cambios de nuestro lenguaje, impone sus preferencias estéti­cas, domina el imaginario posindustrial y el sistema de consumo. Si para entrar en el reino de los cielos, según el evangelio de Mateo, había que ser como niños, para estar a tono con los tiempos que corren -en los que nosdejaron sin Cielo a la vista-hoy debemos ser como los adolescentes. El reino de la Tierra será nuestro.

Es en este apelmazamiento de las generaciones en una instancia adolescente donde se produce la desdiferenciación generacional, la transgeneracionalidad. Los roles, los poderes, los ritos de paso, los se­cretos, las diferencias en general, se van deshaciendo en una sosa fluidez adolescéntrica. La forma-ado­lescente orienta la transición, ocupandoel lugar del ideal, transformándose en la norma, deviniendo ins­tancia de normalización. Pero la forma-adolescente es una forma-idiota. No tomemos esto como un in­sulto. Aquí, la palabra «idiota» juega con múltiples acepciones que más adelante me ocuparé de tratar. Captemos por ahora, más bien, que si en la forma-adolescente encontramos el principio de homogeneidad generacional, el motor transgeneracíona l,encontramos también el principio de la transversalización de la idiotez: la transídiotez.

El plan de este libro se estructura de la siguiente manera. 
En el primer capítulo, quiero asociar tres formas de edad a tres formas de sociedad muy distintas. Me interesa investigar el rol y el poder de los an­cianos en sociedades arcaicas, antiguas y medievales, para luego advertir su caída con el advenimientode las sociedades modernas, en las que pondré el foco en el rol y el poder de los adultos. Con todo esto en vista, desembarcaré en las playas de nuestrn sociedad, la que por economía de términos podríamos llamar «posmoderna». Aquí, quien parece tomar el control es el adolescente, y a él abocaré mis análisis, ca­racterizando el objeto de crítica de este libro: lo que llamo «sociedad adolescente».

En el segundo capítulo, caracterizaré la «sociedad adolescente» en torno a algunas cuestiones esen­ciales. En primer término, se impone la del idiotismo. Me remontaré a la Grecia antigua para traer desde allí el término idios, del que proviene nuestra palabra «idiota». Conectaré su significado con otros tipos de idiotas que surgen en el mundo moderno, como el hombre-masa de Ortega y Gasset, y finalmente con el idiota posmoderno que reivindican Deleuze y Guattari. Otra cuestión crucial de este capítulo es la del sentido. La pérdida del sentido caracteriza nuestra época. El desierto avanza sin freno. Quiero vincular este problema con el gran tópico de la identidad, cada vez más omnipresente. Sentido e identidad no solo son problemas que, a nivel individual, se han adjudicado comúnmente al estadio adolescente de la vida, sino que ahora, a nivel colectivo, podemos adjudicárselos a la forma de nuestra sociedad.

En el tercer capítulo, exploraré las maneras dominantes de la frivolidad. Así, empezaré con el sis­ tema de la moda, para preguntarme no solo qué se supone que esta sea, sino más bien cómo funciona ac­tualmente. Más que un mecanismo de recambio de productos, lo que la moda opera es un cambio al nivel de las significaciones. Vincularé esas significaciones con la política y las batallas culturales, y su acelera­ ción,con la cuestión de la identidad. Algo similar buscaré seguidamente en el fenómeno de la fama, en su tránsito degradante a la farándula de nuestros días. Quiero comprender cómo se construye la farándula en el siglo XXI, cómo funciona el poder mimético que detenta y cómo se la aprovecha políticamente. A continuación, me abocaré al mundo digital, para desentrañar la manera en que las tecnologías digitales seincrustan en nuestra vida, la capturan, la controlan y le confieren en gran medida su forma específica. 
Psicopolítica y pornocracia: modalidades divertidas del poder que hay que estudiar. En efecto, frente a no­ sotros,la vida y el medio se desdiferencian sin cesar, confunden sus fronteras y sevan volviendo indistin­ guibles. El metaverso es la síntesis final de este proceso,al que también me dedicaré en esta parte.

En el cuarto capítulo, mi tema general es la socialización, entendida como el proceso por medio del cual aprendemos a vivir en nuestra sociedad. Empezaré, pues, por la familia. ¿Qué ha quedado de la fami­lia en una sociedad donde todos resultan ser adolescentes? ¿Es que vivimos realmente en una cultura «prefigurativa», como sostuvo Margaret Mead? ¿Acaso son los adolescentes los que socializan a los adul­tos y no al revés? Aquí repasaré la manera en que la familia fue expropiada de su poder de socialización y, más aún, la manera en que alegremente ella misma lo cedió. A continuación, llegará el turno de los me­dios de comunicación de masas. Su poder socializador ha venido aumentando sin descanso desde hace muchas décadas ya. Ellos establecen cada vez más las pautas sociales a las que debemos ajustarnos. Pero ¿cómo lo hacen? Aquí estudiaré varios mecanismos, como elfram ing y el agenda-setting. También anali­zaré la relación que los más chicos tienen con los medios, convertidos hoy en algo así como su teta digital. Por fin, la escuela y la universidad constituirán el último mecanismo de socialización que abordaré. Lo que me interesa es hacer una genealogía del lugar del alma en la educación, repasando grandes pensado­res tanto del mundo antiguo como del mundo moderno, para compararlos con lo que hoy tenemos en este campo. Veremos aquí la manera en que nuestra educación funciona hoy como el más burdo de los adoctrinamientos.En un excurso, me animaré seguidamente a brindar algunos consejos bien concretos para resistir en estos contextos,que sintetizo con el concepto de educación radical.

Finalmente, el quinto y último capítulo estará dedicado de forma exclusiva a la política.Todos los capítulos,en rigor, están saturados de política. Pero dejé para el final dos cuestiones estrictamente políti­cas que demandaban mi atención diferencial. Por un lado, la forma de nuestro Estado. ¿Paternalismo acaso? ¡De ninguna manera! ¡Niñerismo! El nuestro es un Estado niñera. La sociedad adolescente tiene a su Gran Niñera, que es el Estado que la rige. Este aparece no simplemente para cubrir nuestras necesida­des y disciplinarnos, como hacía el Estado paternalista (de «bienestar»), sino para saciar y estimular nuestros deseos y vigilar nuestra felicidad. Por otro lado, quiero estudiar las formas de la rebeldía polí­tica. Postularé que hay un modelo bien definido de rebeldía de la Nueva Izquierda y del progresismo, bien caracterizado por Deleuze y Guattari, y continuado por sus seguidores. Criticaré esta rebeldía, argumen­ tando que en realidad es funcional al sistema establecido: se trata, por tanto, de una rebeldía idiota. Ce­rraré brindando entonces un modelo de rebeldía muy distinto para la Nueva Derecha (a la cual vuelvo a hacer expresa mi adhesión, por si hiciera falta), tomando al emboscado de Jünger como referencia. De lo que se trata es de sustraerse del idiotismo político y rebelarse de verdad contra el sistema establecido.

Dicho todo esto, manos a la obra.

CAPÍTULO I

LA SOCIEDAD ADOLESCENTE

Una parte importante de mi adolescencia transcurrió en la casa de mi abuela materna. Todos los días, al salir del colegio, almorzábamos juntos. Ella preparaba la comida, que usualmente ya estaba lista para ser­virse cuando yo llegaba, tras tomar uno o dos autobuses. Todavía hoy podría enumerar con precisión de centavo los menús más destacados, y hasta saborearlos en mi imaginación.

La casa de mi abuela era la casa de sus nietos. No solo yo me apersonaba a diario, sino también mis hermanos. Algunas veces se sumaba mi prima. Mis padres, mientras tanto, trabajaban. Sus horarios labo­rales tomaban toda la mañana y se extendian hasta la tarde. Ese era el motivo por el que la casa de mi abuela abría sus puertas, no solo como un comedor, sino más bien como un lugar de encuentro intergeneracional.

En una sociedad que venía negando hacía algunas décadas el mundo de los adultos, y despreciando el mundo de los viejos, yo recibí grandes lecciones de vida en la casa de mi abuela.

I- Viejos

La fuente de la juventud es un óleo sobre tabla del año 1546, del pintor alemán Lucas Cranach el Viejo. Su terna es el tiempo, la edad, y el deseo de rejuvenecimiento y eternidad que pesa sobre las criatu­ras finitas y crecientemente entrópicas que somos. Evoca un mitoinmemorial, que cuenta de un manan­tial con la capacidad de rejuvenecer a quienes se bañaran en él. En el centro de la pintura se nos muestra la fuente mítica, cuyos poderes mágicos son capaces de devolverle la juventud a las ancianas que en ella se bañan. Por eso vemos en la izquierda de la pintura a sus familiares cargar con ellas, en lo que parece ser un largo y extenuante viaje que tiene por destino la fuente. A la derecha de la pintura, las ancianas salen de su baño, ya no con sus cuerpos viejos y cansados, sino como hermosas jóvenes desnudas que son diri­gidas por hombres hacia una carpa. Al salir de la carpa, les esperan bailes y banquetes, diversiones y placeres.



Desde antaño, lajuventud ha sido objeto del deseo y ha despertado la imaginación de diversas mane­ras. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla creía que la fuente podia encontrarse en Oriente; un cantar de gesta del siglo XIII. Huon de Bordeaux, sostenía que el Nilo la proveía de sus aguas. Este asunto incluso ha im­pulsado grandes empresas. Se ha dicho que Ponce de León buscaba la fuente de la juventud cuando des­cubrió Florida. En nuestro mundo desencantado, en el que la técnica reemplaza a la magia, los nuestros buscan la eterna juventud no en aguas mágicas, sino con arreglo a cirugías, cremas, prótesis, medicina re­generativa, ácido hialurónico, masajes reafirmantes y tonificantes, radiofrecuencias nanofraccionadas, ultrasonidos, láser y Photoshop, pero se mantiene el objeto del deseo.

Más aún: en un mundo desencantado, el deseo de la juventud eterna se agudiza. En él, la vejez ya no tiene nada que hacer ni que decir; va empujando al sujeto fuera del mundo -va anticipando m salida final- y, por tanto, acaba con su subjetividad antes de tiempo. El viejo ya no es subjectum, ya no está «puesto debajo», ya no es fundamento de nada. Cuando la muerte no significa más que el final, y el de­ sencantamiento del mundo ha llegado al grado de romper cualquier significación fuerte y compartida de la vida, la presencia del viejo recuerda la finitud de nuestra naturaleza, la fatalidad de la vida, y por eso hay que esconderlo o maquillarlo.

En las sociedades premodernas, la vejez no era necesariamente una maldición. Bajo ciertas circuns­ tancias, podía ser todo lo contrario. Incluso en las sociedades primitivas, cuya existencia material preca­ria y su necesidad de desplazamiento territorial más o menos constante hacen del viejo una carga obje­tiva, este puede mantener un lugar destacado en el entramado comunitario. En efecto, sus años traen consigo la experiencia, el conocimiento, la tradición, la magia y laproximidad al mundo de los espíritus.

El viejo de las sociedades primitivas puede gozar de un papel social destacado bajo la condición de que la cultura se haya desarrollado lo suficiente como para revestirse de un cierto sistema religioso y como para precisar de una tradición que necesite transmitirse. El desarrollo de la propiedad también suele ser una condición importante. De ella, acumulada con el correr de los años que desembocan en la vejez, es posible extraer prestigio.

Los antropólogos han ofrecido muchos ejemplos al respecto. Malinowski encontró que las tribus de las islas Trobriand concedían la autoridad a los más viejos, y que eran ellos los que encabezaban distintas ceremonias y iituales de gran relevancia, y llamaban al orden tras las fiestas. Con una situación similar se dio Margaret Mead en su estudio sobre las tribus de Nueva Guinea, donde los ancianos bien posicionados gozaban de altas cuotas de poder, y donde la educación doméstica que brindan las abuelas resultaba ines­timable para sus nietas. Lo mismo se repite en innumerables casos: los fangs, originarios del interior del 
área continental de Guinea Ecuatorial, ponían a sus viejos a conducir la política mientras los jóvenes se encargaban de la guerra. También los arandas desarrollaron una gerontocracia, al igual que los tivs y los kikuyus, y los masáis y los nandis de África Oriental. Similarmente, entre los lugbaras de Uganda, los je­fes de cada linaje eran usualmente los de mayor edad. Los ancianos khoikhois, por su parte, eran constan­temente consultados sobre temas relevantes y dirigían importantes ritos de la comunidad. Entre los  
Ojib­was del Norte, los viejos transmitían a los jóvenes sus conocimientos sobre hierbas medicinales, ejercían el sacerdocio y ordenaban la logística laboral. Algo similar se daba entre los navajos, cuyos viejos «canto­res» tenían el poder de traer la lluvia y la buena salud, y compartían poco a poco sus secretos con los jóve­nes. Los ancianos koryakes que poseían rebaños, a su vez, tenían una función matrimonial indispensable, consistente en distribuir sus bienes a sus hijos y yernos. 

Los viejos yaganes, asimismo, gozaban de los mejores lugares de las chozas y se  dedicaban a aplicar la ley no escrita, que dependía tanto de su memoria como de su interpretación. Para los mendes, la memoria del viejo es imprescindible, pues solo ella puede decir a qué clase pertenece cada uno y, por eso, toda la estructura social depende de ella. Los viejos lelés podían excluir del culto a los insubordinados, y hasta monopolizaban los oficios que ejercían. Entre los aleutianos, cuyos viejos se encargaban del calendario y de la educación, se decía que quien tratara bien a los ancianos tendría fortuna en la pesca. Los indios del Gran Chaco desarrollaban incluso temor hacia sus viejos, puesto que estos detentaban peligrosos poderes mágicos y, tras la muerte, sus fantasmas podían acechar al mundo de los vivos. Cosa similar se creía entre los jíbaros, cuyos viejos poseían el conoci­miento sobre los animales y las plantas, los narcóticos y el mismísimo futuro, pero si se los atacaba, po­dían reencarnarse en peligrosos animales que buscarían venganza. En cuanto a los nyoros del África Oriental, consideraban que los más ancianos estaban imbuidos de una gran cantidad de mahano, una especie de poder mágico, similar a la idea de maná.

Más allá de los primitivos, la antigüedad también concede, en muchos casos, un lugar importante a los ancianos. Incluso una sociedad guerrera como la espartana coloca a sus viejos en el poder. El culto a la fuerza y la destreza, la lucha y la conquista, no impide que esto sea así. La vejez es, con todo, fuente de va­lor. Que los infantes defectuosos deban ser aniquilados por inútiles según los cánones de una polis gue­rrera, pero que los ancianos tengan una institución propia de gobierno se explica sobre todo por el lugar de la tradición, cuya transmisión depende fundamentalmente de los segundos. Esa institución era la ge­rousía, compuesta por veintiocho gerentes que no podían ser menores de sesenta años, y convivía con una doble monarquía. Los veintiocho ancianos eran elegidos por un sistema de aclamación popular, lo que da cuenta del carácter público de los viejos espartanos en general.

El poeta Tirteo cantó unos versos que celebraban esta constitución, en la que el cuerpo de los ancia­nos reviste la mayor importancia:

Oyeron con su oído, y nos trajeron 
este oráculo y versos infalibles, 
que predijera la Pitia Febo:
«Tengan el mando los sagrados reyes, 
que son tutores de la amable Esparta, 
y los graves ancianos, luego el pueblo, 
y se confirmarán las rectas leyes».

La Atenas anterior a la democracia también revestía de poder a sus ancianos. El Areópago, al que le competían asuntos de materia política y judicial, estaba compuesto de viejos arcontes. Y aun en tiempos democráticos, la vejez tendrá defensores de la talla de Platón y Aristóteles, cada uno a su manera.

En la República, el Sócrates de Platón dice que «el buen juez no debe ser joven sino anciano: alguien que haya aprendido después de mucho tiempo cómo es la injusticia». Aquí el conocimiento no se con­funde con la experiencia: conocer lo injusto no equivale a haberlo practicado, sino estudiado. El buen juez es anciano porque ha tenido el tiempo suficiente -que al joven le falta- para aprender a distinguir lo justo de lo injusto. Más aún, la República delinea una gerontocracia: «los más ancianos deben gobernar y los más jóvenes ser gobernados», y de entre los primeros, los mejores. Los jóvenes oficiarán de «guar­dias» y serán «auxiliares» de la autoridad de los gobernantes, pues la fuerza física les corresponde.



Este esquema es deudor del lugar que tiene el conocimiento en la política de Platón. Su polis ideal está gobernada por un filósofo rey. Pero para pensar hay que demorarse. Es una actividad que toma tiempo. En una célebre alegoría, Platón describe un grupo de hombres que están encerrados y encadena­dos en una caverna en la que hay una enorrme fogata. La luz del fuego proyecta sombras en las paredes, que corresponden a objetos que se encuentran fuera de la caverna. Los hombres de la caverna piensan que las sombras son la realidad, pero están engañados. El conocimientose muestra entonces como eman­cipación de las cadenas que retienen al hombre en la oscuridad. Quien logra salir de la caverna queda en­ candilado con la luz que hace patente la verdad de las cosas. De esta forma, Platón quiere gobernantes que hayan visto la luz, que hayan cultivado el conocimiento, que, en una palabra, sean filósofos. Pero salir de la caverna toma tiempo. Los jóvenes deben ser sacados de la ignorancia de a poco, aunque no todos logra­rán hacerlo. Recién después de los cincuenta años, se sabrá quiénes son aptos para gobernar:

Y una vez llegados a los cincuenta de edad, hay que conducir hasta el final a los que hayan salido airosos de las pruebas y se hayan acreditado como los mejores en todo sentido, tanto en los hechos como en las disciplinas científicas, y se les debe forzar a elevar el ojo del alma para mirar hacia lo que proporciona luz a todas las cosas; y, tras ver el Bien en sí, sirviéndose de éste como paradigma, organizar durante el resto de sus vidas, cada uno a su turno, el Estado, los particulares y a sí mismos, pasando la mayor parte del tiempo con la filosofía pero, cuando el turno llega a cada uno, afrontando el peso de los asuntos políticos y gobernando por el bien del Estado.

Aristóteles, por su parte, no imagina una polis necesariamente gobernada por filósofos ancianos, pero mantiene gran estima por los adultos mayores: a ellos se les debe «el honor que les corresponde se­gún edad». Y, más todavía, el Estagirita deja fuera de la política a los más jóvenes. En su sistema de filsofía práctica, la ética está antes que la política. Por ello, al joven hay que enseñarle primero la ética, que le servirá para moderar sus pasiones. Así, su Ética nicomáquea fue escrita para Nicómaco, su hijo. En ella, Aristóteles es claro al sostener que «cuando se trata de la política, el joven no es un discípulo apropiado, ya que no tiene experiencia de las acciones de la vida». Además, el joven es «dócil a sus pasiones». Su inexperiencia lo incapacita para la política, que precisa de experiencia y prudencia. Los fines de la política son demasiado importantes como para quedar en las manos de la juventud: «el bien supremo es el fin de la Política y ésta pone el máximo empeño en hacer a los ciudadanos de una cierta cualidad y buenos e inclinados a practicar el bien».

Pero al joven le resulta ajena la prudencia. Dado que la prudencia consiste en la disposición habitual para la determinación de medios apropiados para la realización de fines vinculados al proyecto de una vida buena, no basta con aprenderla teóricamente. La prudencia requiere mucho tiempo; precisa volverse hábito. Así, «los jóvenes pueden ser geómetras y matemáticos, y sabios, en tales campos, pero, en cambio, no parecen poder ser prudentes». Aristóteles no especifica cuánto tiempo se requiere, como sí lo había sugerido Platón a la hora de delinear su sistema educacional y político. No obstante, la configuración de una jerarquía etaria en la que la edad es fuente de experiencia y sabiduría práctica resulta patente. Los jó­venes aprenden de sus mayores, y no al revés. El tiempo es el gran aliado del intelecto práctico. En un pa­saje, Aristóteles dice con claridad que «uno debe hacer caso de las aseveraciones y opiniones de los expe­rimentados, ancianos y prudentes no menos que de las demostraciones, pues ellos ven rectamente por­que poseen la visión de laexperiencia».

La antigüedad romana, a su vez, al menos hasta el siglo II a. C. concederá gran parte del poder polí­tico a sus ancianos. El Senado es una institución aristocrática de personas entradas en edad. Los jóvenes llaman a los senadores «padres», y los acompañan amorosamente a la casa del Senado y los regresan a sus hogares. Desde esa institución se exigen responsabilidades a los cónsules, se ratifican o rectifican los acuerdos que emanan de las asambleas populares y se resuelve el vacío de poder que deja la muerte de un cónsul. También en la familia, el poder de la edad era algo evidente: la figura del pater familias supone un poder doméstico absoluto, y el joven que desea casarse debe contar con el consentimiento no solo de su padre, sino también de su abuelo.

La etapa imperial de Roma, hacia el año 27 a.C., modera el poder de la edad. Los jóvenes guerreros reivindican su fuerza. Dadas las condiciones imperiales en esta nueva fase historica, ellos gozan del pro­tagonismo político. El poder del Senado disminuye. Lo mismo ocurre con el pater familias. En este con­texto escribe precisamente el senador Cicerón "El arte de envejecer", a sus 63 años, casi como una autode­fensa. El texto presenta un diálogo entre Catón el Viejo y dos jóvenes, Lelio y Escipión. Cicerón hablará a través del primero, y se esforzará por mostrar que la vejez es una etapa digna de la vida, que tiene mucho para dar tanto al individuo como a la comunidad:

Los que dicen que los viejos somos inútiles no saben de qué hablan. Son como esas personas que creen que el capitán de un barco no hace nada porque se pasa el día a popa, timón en mano, mientras los demás trepan por los mástiles, se afanan por las cubiertas y limpian la sentina. No realiza las labores de los jóvenes porque tiene las suyas propias, más relevantes e imprescindibles.

La fuerza puede conesponder a los jóvenes, pero la sabiduría corresponde a quienes han vivido lo suficiente como para cultivarla: «la imprudencia es propia de la edad florida y la sabiduría de la marchita». Por eso Cicerón vuelve a la típica metáfora platónica del barco y los marineros, y son los ancianos los responsables de capitanear la nave. La división del trabajo responde a un criterio etario. Por eso los jóvenes han de escuchar a los ancianos, como Lelio y Escipión escuchan y aprenden de Catón. Y, sobre todo, han de respetar la autoridad que brindan los años y la experiencia:
«El respeto que otorga la edad al ser humano, sobre todo al que ha desempeñado cargos públicos, satisface muchomás que los placeres de la juventud».

En efecto, la vejez libera al hombre de las pasiones de otras edades. Esto supone una liberación del tiempo, que puede utilizarse mejor en cosas de mayor valor: «Los banquetes, los juegos y los burdeles no valen nada comparados con estos placeres [los del intelecto]. Las personas cultivadas a medida que cum­plen años se apasionan cada vez más por el aprendizaje». Y remata: «Os aseguro que el placer intelectual es el mayor de los placeres». 
De esta forma, el terror que suscita la disminución de la libido y los apetitos de las más diversas índoles que trae la vejez es puesto del revés por Cicerón, que celebra esa pérdida. A fin de cuentas, si, según la filosofía estoica que él sigue, lo natural es bueno, entonces la vejez, que es ente­ramente natural, no puede ser algo malo.

Un siglo más tarde, Séneca, preceptor del emperador Nerón, intentaria usar su influencia para devol­ver poder al Senado. En sus "Epístolas morales a Lucilio", Séneca hablará en un momento dadosobre la vejez que le toca vivfr. Sus argumentos son muy parecidosa los de Cicerón, y dan cuenta de su estoicismo:

Es gratísima la edad que ya declina, pero aún no se desploma, y pienso que aquella que se mantiene aferrada a la última teja tiene también su encanto; o mejor dicho, esto mismo es lo que ocupa el lugar de los placeres: no tener necesidad de ninguno.

También en la Biblia se pueden encontrar bellos pasajes sobre la vejez. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, se ilustra con claridad la importancia de la transmisión de la tradición que está en manos de los ancianos:
«Acuérdate de los tiempos antiguos, considera los años de muchas generaciones; pregunta a tu padre, y él te declarará; a tus ancianos, y ellos te dirán». En otra parte, leemos que «en los ancianos está la ciencia, y en la larga edad la inteligencia». Un salmo, a su vez, nos dice que en la vejez no hay muerte, sino vida para los justos: 
«Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y lozanos».
En el Nuevo Testamento, se hallan numerosas referencias de cuidado y respeto al anciano, y de la autoridad que le corresponde, en contraposición a un neófito, esto es, a un recién llegado. Así, por ejemplo, los obispos deben ser cristianos probados en el tiempo que se han desanollado tanto en carácter comoen co­nocimiento, que gozan de buena reputación personal y familiar, y que han demostrado ser mayordomos eficientes de los asuntos de la iglesia. Justamente, la palabra griega para «anciano» es presbyteros, que habla de un hombre maduro y con mucha experiencia.

No es extraño encontrar en la pluma de los más destacados filósofos de la era cristiana referencias de este tenor sobre la vejez, desde san Agustín a santo Tomás. El primero divide las edades del mundo en seis etapas, que identifica con las edades de la vida:
de Adán a Noé (infancia), de Noé a Abraham (pueritia), de Abraham a David (adolescencia), de David al cautiverio en Babilonia (juventud), de este último al naci­miento de Cristo (madurez), de Cristo a la eternidad del fin de los tiempos (ancianidad). Así, la última etapa de la vida se relee teológicamente como un tiempo de gracia. En sus Confesiones, Agustín anota:

«Cosas que tienen su aurora y su ocaso; que al nacer tienden al ser, crecen para perfeccionarse y cuando son perfectas, envejecen y mueren».

 Por su parte, Tomás recomendará el estudio de la metafísica para una edad bastante avanzada. Ella se orienta al conocimiento de Dios y las verdades divinas, y por tanto es un punto de llegada. Su nivel de abstracción es inapropiado para quienes no tienen la madurez suficiente. Según la clasificación de las edades, para sumergirse en la metafísica el hombre debe tener por lo menos cincuenta años, lo que en la Edad Media lo hacía a uno anciano.

Gobernadores, magos, sacerdotes, filósofos: bajo ciertas circunstancias políticas y culturales, las so­ciedades premodemas muy a menudo han concedido al anciano lugares de importancia. La ancianidad supone una suerte de estatus, que le otorga al hombre una serie de derechos, obligaciones y funciones so­ ciales propias de un agente. El anciano puede ser admirado, temido, respetado, obedecido e incluso venerado; o bien todas estas cosas al mismo tiempo. El viejo detenta el conocimiento propio de la experiencia, la comunión con los antepasados, los secretos mejor guardados, la correcta interpretación de la tradición; o bien todos estos privilegios al mismo tiempo.

Pero todo esto es un valor solo allí donde la vida transcurre sin conmociones, donde el cambio social es prácticamente imperceptible y donde la estabilidad comunitaria vuelve eterna la práctica social. Lo antiquísimo precisa de personas antiquísimas que marquen el rumbo de la vida en común y que conjuren sus peligros.

Los tiempos modernos, que tienen otro ritmo, y para los que los estatutos significan nada, pintarán un cuadro muy distinto.

II- Adultos

En el siglo XVIII, Kant definirá la Ilustración como «la salida del hombre de la minoría de edad, de la cual él mismo es culpable». Sin embargo,salir de esa condición no tiene nada que ver con la consumación de un desanollo físico, sino moral: «La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro».
Estamos ya en tiempos modernos, y el ideal de autonomía se esgrime por doquier.

El movimiento ilustrado promete de esta manera una emancipación colectiva. Así como el joven se emancipa de sus paches al cumplir determinada edad, el hombre necesita ahora emanciparse de un con­junto de tutores que le impiden vivir como adulto. La infancia se define por la incapacidad de conducir la propia vida. Lo que define a la adultez es la adquisición de esta capacidad. Por eso. un mundo no ilustrado se le muestra a Kant como un mundo de niños con cuerpos de adultos, condenados a una minoría de edad moral que les impide pensar por sí mismosy actuar de acuerdo con la propia razón.

A su propia manera, Rousseau, en el mismo siglo que Kant, tratará de educar para la «mayoría de edad» a un niño ficticio, al que llamará Emilio. Lo hará como si el mundo fuera un inmenso laboratorio, en el que el niño debe ser sustraído de las instituciones sociales vigentes que lo embrutecen y confiado a un método natural. Rousseau también advierte el problema de la «minoría de edad» generalizada: «Noso­tros fuimos hechos para ser hombres, pero las leyes y la sociedad nos han sumergido en la infancia».

Por eso, el objetivo de la educación para Emilio se plantea claro desde el inicio, y remite al ideal del go­ bierno de sí como característica definitoria del hombre adulto:

He tomado la determinaciónde escoger a un alumno imaginario y a suponer que poseo la edad, la salud, los conocimientos y todo el talento que conviene para preparar su educación, conduciéndolo desde el instante de su nacimiento hasta el punto en que, ya hombre formado, se gobierne por sí mismo.

Los tiempos modernos advienen como una rebelión contra la tradición. Hay que revisar con cuidado toda herencia, e incluso descartarla desde el inicio; es lo que Descartes había hecho poco antes, desarro­llando su filosofía moderna sin ninguna referencia a los grandes hombres que le precedieron. Tabula rasa. El hombre reclama para sí el mundo y se coloca a sí mismo en el centro. Las creencias deben ser revi­sadas, las costumbres deben ser cuestionadas, los prejuicios deben ser abandonados. Por doquier se re­clama un hombre nuevo, desentendido de lo viejo. Pero aquel es todo menos un niño. No rejuvenece, sino que renace siendo adulto.

El hombre moderno no vuelve: avanza. Tiene una concepción teleológica de la historia. Esto significa que confiere un orden al desarrollo histórico, una serie de pasos más o menos estructurados, que condu­ cen a un fin ( telos), a través de una sucesión lógica que denomina «progreso». Ese fin ha sido imaginado de diferentes maneras: como ilustración de la humanidad a través de la razón, como liberación a través de la técnica y la ciencia, como advenimiento de la sociedad sin clases a través de la revolución, etcétera.

El desarrollo de las sociedades se ha interpretado como el paso por distintas etapas de la edad de un individuo. Las sociedades, como entidades colectivas, también pasan de la minoría a la mayoría de edad, por continuar con la idea de Kant. Así, la moderna antropología empírica del siglo XIX abundó en este tipo de referencias. A menudo seseñala como ejemplo de esto a los antropólogos decimonónicos Edward B. Tylor y George Frazer. Este último, por caso, describiría la magia de los pueblos primitivos de una manera que, para algunos, recuerda al funcionamiento de la mentalidad de un niño. Otro antropólogo, contemporáneo de aquellos dos, escribiría por entonces sobre los esquimales: «Estos grandes niños no superaron el período de la animalidad, y todavía tienen que aprender que no pueden hacer sus necesida­des en público». También Lewis Morgan ordenaba en fases la evolución de la humanidad: salvajismo, barbarie, civilización, se deslizaban a través de la lógica del progreso. Al inicio de todo, nos encontramos con el «período de la infancia de la existencia del hombre», donde hay incluso menos que niños:

En una condición tan absolutamente primigenia, el hombre aparece, no solo como un niño en la escala de la humanidad, sino también poseedor de un cerebro en el que ni un solo destello o concepto traducido por esta instituciones, invenciones y descubrimientos, ha penetrado; en una palabra, se halla al pie de la escala, pero, potencialmente, es todo lo que ha llegado a ser después.
Algo muy parecido ocurría, mientras tanto, en la naciente sociología. Auguste Comte, por ejemplo, dividió el desarrollo del conocimiento de una sociedad en tres etapas: teológico, metafísico y físico (cien­tífico). El paso de una etapa a otra se presentaba como una maduración que tenía por fin un desarrollo pleno de las capacidades:

¿No se acuerda cada uno de nosotros, contemplando su propia historia, que ha sido sucesivamente, en cuanto a sus nociones más importantes, teólogo en su infancia, metafisico en su juventud y físico en su virilidad?

Comte había sido influido por Henri de Saint-Simon, quien ya había expresado la misma idea gene­ral: «Las opiniones científicas formuladas por los filósofos deben estar investidas de tal forma que se vuelvan sagradas, para que puedan ser enseñadas a niños de todas las clases, así como a analfabetos, cualquiera sea su edad». La filosofía no puede penetrar en el niño, porque este último carece de la capa­cidad necesaria para entenderla. Por eso, aquella debe mutar su forma, en lo que Saint-Simon -al igual que Comte- entiende que es un tipo de discurso de menor nivel. Los distintos tipos de conocimiento es­tán gradados, igual que las edades de la vida, y cada cual corresponde a una etapa distinta, no solo del in­dividuo, sino también de la sociedad en su conjunto.

Pero tanto a Saint-Simon como a Comte los caracteriza el optimismo moderno. Las sociedades se desplazan en sus edades rumbo a un porvenir de realización humana. Saint-Simon vuelve a dividir las edades en tres etapas, y a cada una le asigna una relación con el ansiado futuro; hay que notar que solo los adultos mantienen con este una relación efectiva, prácticamente mesiánica:

Los Años Dorados de la raza humana no están detrás de nosotros, sino frente a nosotros; descansan en la perfección del orden social. Nuestros ancestros nunca lo vieron; nuestros niños algún día llegarán a ello; depende de nosotros despejar el camino.

Desde la psicología, a su vez, algunos utilizaron la misma idea de la correspondencia entre la edad del individuo y la del grupo social, pero al revés. Plantearon, pues, que el individuo vive, a lo largo de sus etapas de desarrollo, lo que las sociedades han vivido en su desarrollo histórico. Este es el caso de Granvi­lle Stanley Hall, padre de los estudios psicológicos de la adolescencia. Su teoría de la recapitulación soste­nía que la infancia del individuo (0 a 4 años) está en correspondencia con la etapa animal del hombre, la niñez (4 a 8 años) con la etapa de la caza y la pesca, la preadolescencia (8 a 12 años) con la «vida monó­tona del salvajismo», y la adolescencia (12 años hasta la adultez) con primitivas épocas de turbulencia y transición. ¿Transición a dónde? En el caso del adolescente, hacia su realización como adulto, que su­ pone el abandono de semejantes correspondencias con pasados tan remotos de la especie humana.

Hay que advertir en todo esto que ni la figura del niño ni la del viejo se ajustan al ideal moderno. El hombre, que ha sido puesto en el centro del mundo, no es ni uno ni otro, sino un adulto. Allí donde el niño necesita tutores, el hombre moderno reivindica su autonomía. Allí donde el anciano representa el pasado, el hombre moderno se quiere constructor del futuro.

Los tiempos modernos no solo se jactan de haber superado la magia (que aún en el Renacimiento se­ guía teniendo importancia), sino también la religión. Ya lo hemos mencionado respecto de Comte. Tam­bién en el siglo XIX, Nietzsche declarará la «muerte de Dios». De esta forma, el orden moral ha quedado sin el fundamento teológico (más aún: metafísico) que, de manera absoluta, lo estabilizaba y lo hacía inteligible y autoevidente para todos. Perder a Dios equivale a perder la fuente misma de lo bueno y lo malo, y de una vigilancia perpetua que custodia los caminos del hombre. Por eso hemos quedado a oscu­ras, «viene continuamente la noche y más noche» y «Se torna indispensable encender linternas en pleno dia». Ese es el precio de haber «matado» a Dios, lo que, en concreto, quiere decir: haberlo quitado del centro de la vida, haberlo reducido a un viejo relato sin el poder necesario para articular nuestro orden humano. Ese precio es el de la desorientación radical que acompaña al nihilismo en virtud del cual se des­pliega la historia occidental. El precio es quedarse a oscuras.

Los viejos pueden ser, en virtud de su edad, magos o sacerdotes, transmisores de tradiciones o intér­pretes de los más encriptados elementos comunitarios, bajo la condición de que el grupo social precise para su orden y su práctica social de referencias religiosas y tradicionales. Pero cuando ellas caen en desuso, ya no se puede ver la edad avanzada como poseedora de estos secretos y habilidades. Queda así privada de sus relevantes funciones de otros tiempos. Sin Dios, y vueltos contra toda tradición, los tiem­pos modernos no son los tiempos del anciano. La industria moderna del rejuvenecimiento buscará en adelante disimular este vacío.

También el crecimiento demográfico cumple aquí un rol importante. Los tiempos modernos traen consigo avances en materia de hlgiene pública, además de revoluciones tecnológicas y económicas que incrementan sustantivamente la esperanza de vida de la población. En 1800, Europa tenía una población de 187 millones. Cincuenta años después, la población aumenta a 266 millones, y hacia 1870 llega a 300 millones. Llegar a viejo ya no resulta una rareza. Ya no remite a ningún mérito,ninguna bendición ni privilegio individual. La vejez ya no se puede interpretar como un triunfo del individuo sobre los peligros de la vida, sino como el conjuro progresivo de estos peligros por parte de la sociedad. El viejo se despersona­liza, y su edad lo va dejando sin nada que ofrecer; ha dejado, finalmente, de ser sujeto.

La niñez tampoco puede dar nada significativo en su estado actual. Los niños no cambian el mundo ni lo construyen. Todo lo que cabe hacer con ellos es formarlos para la adultez, para que puedan ser «ma­yores de edad» no solo en cuanto al cuerpo, sino también en cuanto al espíritu. Por eso, son sobre todo adultos en potencia. La pedagogía moderna, desde Comenio en adelante, buscará desesperadamente el método idóneo para lograr este resultado de la mejor manera. Dice este padre de la didáctica moderna:

«Para que el hombre pudiera formarse parn la Humanidad le otorgó Dios los años de la juventud, en los que, inhábil para otras cosas, fuera tan solo apto para su formación». La juventud es mera preparación; no tiene otra habilidad más que prepararse para lo que vendrá, puesto que es la adultez la que sirve a la humanidad. El autor español del siglo XVII Baltasar Gracián decía en "El discreto":

En la mayor edad son ya mayores y más levantados los pensamientos, reálzase el gusto, purificase el ingenio, sazónase el juicio, defécase la voluntad; y al fin, hombre hecho, varón en su punto, es agradable y aun apetecible al comercio de los entendidos. Conforta con sus consejos, calienta con su eficacia, deleita con su discurso, y todo él huele a una muy viril generosidad.

De hecho, la niñez, como una etapa significativamente distinta en términos sociales de la adultez, es deudora en gran medida de los tiempos modernos. La misma expansión demográfica y la extensión de la esperanza de vida que desencantaron la vejez tomaron visible la niñez y le dieron sus contornos propios. Las difíciles condiciones que hacían la vida muy corta implicaban una niñez fugaz y efímera. Pero con la paulatina superación de esas condiciones, la vida en general se alarga, y la niñez en particular emerge. Esto no significa, naturalmente, que el niño no haya existido antes como un conjunto de características fisiológicas específicas. Lo que se quiere decir es que es propio de la modernidad configurar a la niñez en sus características sociales como una etapa de la vida profundamente diferenciada -en su expresión, en su estética, en sus roles, permisos y prohibiciones- de la adulta. La modernidad diferencia al niño y, con ello, le otorga contornos más claros al adulto.

Todo esto ha sido visto con gran claridad a través de las investigaciones de Phillipe Aries, que pres­ tan especial importancia al arte. Hasta el siglo XII, el arte medieval no representó niños. Aries encuentra por fin en ese siglo, sin embargo, algunas obras religiosas que representan al niño Jesús a sus ocho años. Lo curioso es que nunca se trata más que de un adulto a escala reducida: nada diferencia en el arte al niño del adulto, con la excepción de su tamaño. Lo mismo se registra en el siglo XIII, como es el caso de la Bi­blia de San Luis o de un Evangelio de la Santa Capilla de París. En general, la infancia no se representa más que en el niño Jesús hasta el siglo XIV, en el que se extiende a la niñez de determinados santos. Con todo, las escenas no colocan al niño en un mundo de actividades y roles diferenciados de los adultos. En el siglo XV empezarán poco a poco a pintarse retratos de niños reales en momentos concretos de sus vidas, y la práctica se extenderá en el XVI y XVII. Será en este último siglo cuando los retratos de niños los considerarán en actividades propias de su edad: lecciones de lectura, lecciones de música, dibujando, etcé­tera. Con anterioridad a esta etapa, el niño parece ser un adulto a escala reducida, sumergido en ambien­tes indiferenciados.

Lo mismo puede decirse de la vestimenta, las diversiones y las costumbres en general. En la Edad Media, la forma de vestir no distinguía edades, sino jerarquías estamentales. El niño vestía lo mismo que el adulto, pero en pequeño. Habrá que esperar al siglo XVII para que se difunda una manera propia de vestir de la niñez, diferenciada del estilo adulto. La separación de las etapas de la vida por su ropa habla a las claras de la necesidad de tomar visible la diferencia. La creciente concurrencia a colegios difundirá y estabilizará el uso de uniformes para los niños. De hecho, las escuelas empezarán a dividir sus grados por edad y se convertirán en instituciones para niños, allí donde antes no existían estas separaciones. En cuantoa los juegos y las diversiones, hasta entrado el siglo XVII no existía una división clara entre lo que correspondía al mundo de los niños y lo que pertenecía al del adulto. Por un lado, los muñecos no eran exclusivos de la niñez: eran también piezas de colección del adulto, e incluso constituían poderosos instrumentos para la magia y la hechicería. Por otro lado, los juegos de azar, como cartas y dados, no eran ex­clusivos del mundo adulto: los niños también participaban en ellos, e incluso aún en el siglo XVIII, había colegios -como el College Oratoríen de Troyes- que permitían apuestas en juegos de azar.  Pero la dife­renciación tendrá lugar con fuerza a partir del siglo XVII, e irá dejando ciertas diversiones para la niñez, compartidas con las clases bajas.

Poco a poco se va delineando la idea de la niñez como una etapa de inocencia que requiere protección y supervisión del adulto. La inocencia separa ambos mundos. La inmersión del niño en el mundo del tra­bajo, tan propia de las duras condiciones de vida, va dejando paso a una inmersión en el mundo de la es­cuela, que prepara para la vida adulta. Al mismo tiempo, la relación del niño con el mundo de la sexuali­dad va siendo disciplinada por los pedagogos modernos, que promueven la separación de los sexos en las instituciones educativas, que restringen determinadas lecturas para la niñez, que proscriben ciertas pala­bras y que censuran determinadas bromas que no mucho tiempoatrás eran frecuentemente oídas y repe­tidas por los niños. De esta forma, estos verán, leerán y escucharán cosas distintas de las que el adulto ve, lee y escucha. El niño vivirá en el marco de su propia esfera simbólica. En efecto, la inocencia inherente a su mundo debe ser preservada en el proceso de formación que lo convertirá a la postre en adulto.

Los tiempos modernos necesitan adultos. Por eso Kant requería «mayores de edad». Por eso Rous­seau forma a su Emilio casi en laboratorio para que se gobierne a sí mismo. Por eso los pedagogos moder­nos buscan la didáctica perfecta y una disciplina rigurosa. Con la progresiva retirada de Dios, el hombre coloca sobre sus hombros demasiado que hacer. Más bien, debe rehacer el mundo a su medida. Tal es el et­hos del mundo moderno. La teología ha perdido su puesto, pero distintas teleologías se disputan el vacío. Sin embargo, todas tienen en común algo: el progreso de la historia que conduce a un fin de libertad y rea­lización humana es responsabilidad exclusiva del mundo adulto.

III- Adolescentes

14 de diciembre de 2018. Se cierra la cumbre del clima de la ONU, que se había inaugurado doce días antes. La última intervención queda a cargo de Greta Thunberg, una adolescente sueca de 15 años. Se di­rige así a líderes de doscientos países: «Ustedes no son lo suficientemente maduros como para decir las cosas como son. Incluso esa carga nos la dejan a nosotros: los niños». A continuación, agrega que el mundo adulto está «robando el futuro» de los niños. Los adultos, señalados por el dedo acusador de la adolescente, no tienen mejor idea que irrumpir en un estruendoso aplauso.


De inmediato, la viralidad. La adolescente fue encumbrada en un abrir y cerrar de ojos como un ícono mundial por todos los medios de comunicación. Un año después fue coronada por la revista Time como «personaje del año». Importantes políticos, generalmente de izquierdas, se encargaron a su vez de difundir el caso de esta niña, tan «valiente» como «pura», que se enfrentaba al corrompido mundo de los adultos. Así, por ejemplo, Alexandria Ocasio-Cortez subía a sus redes un fragmento de la intervención de Thunberg: «¡Tienes que verlo!». Lo mismo hacía Bemie Sanders: «Esta activista de 15 años acaba de cri­ticar a los líderes globales por su inacción global sobre el cambio climático». Y desde España, Íñigo Errejón, uno de los fundadores del partido Podemos, decía: «Greta tiene 15 años. Nos hace reflexionar sobre la urgencia de frenar el cambio climático y proteger el planeta en el que vivimos».

A fines de septiembre de 2019, otra vez: Greta reapareció en la Cumbre de Acción Climática de la ONU. Los adultos le preguntan, frente a las cámaras, como si estuvieran frente a un auténtico genio:
«¿Cuál es tu mensaje parn los líderes mundiales hoy?». La adolescente responde: «Mi mensaje es que los estaremos vigilando. [...] Esto está todo mal. Yo no debería estar aquí. Debería estar en la escuela, al otro lado del océano.[...] Me han robado mis sueños y mi infancia con sus palabras vacías». De nuevo, los mismos adultos acusados aplauden, difunden, tuitean, postean y se hacen eco a lo largo y ancho del mundo a través de la prensa global.

Terminando noviembre del mismo año, la misma púber dirá en medios de comunicación que «niños y jóvenes de todo el mundo han hecho huelgas por el clima» que han conmovidoal mundo adulto: «Nos están invitando a hablar en los corredores del poder. En las Naciones Unidas, hablamos ante una sala llena de líderes mundiales. En el Foro Económico Mundial de Davos, conocimos a primeros ministros, presidentes y hasta al papa». El mundo adulto quiere escuchar a los púberes por fin. A pocos se les ocurre pensar que, en rigor, los utilizan. Así pues, continúa Greta: 
«La crisis climática no tiene que ver solo con el medio ambiente», sino que «los sistemas coloniales, racistas y patriarcales de opresión la han creado y alimentado. Necesitamos desmantelarlos a todos». Ecologistas, racialistas, indigenistas y feministas se articulan en una misma ecuación, en la que los socialistas coagulan la operación hegemónica. Previsible. Basta de Marcuse. La Nueva Izquierda ha adoptado a una quinceañera como su más importante referente en el siglo XXI. La agenda colonialista global de Naciones Unidas no podría estar más encantada.

El 14 de julio de 202 1, Olivia Rodríguez, una cantante pop de 18 años, es invitada a la Casa Blanca por Joe Biden y el doctor Anthony Fauci. El propósito consiste en animar a las personas a vacunarse con­tra el COVID-19. El cálculo es evidente: las personas estarán más dispuestas a seguir los consejos de una adolescente famosa que a escuchar a gobernantes y científicos. «Es importante tener conversaciones con amigos y familiares para animar a todas las comunidades a vacunarse», aleccionó Olivia frente a las auto­ridades del país más poderoso de Occidente. Seguidamente, tomó los selfis de rigor, y posó junto al presi­dente de Estados Unidos, un hombre de 79 años que se esfuerza por hacer gestos juveniles colocándose lentes oscuros de una manera pretendidamente graciosa. Biden postea la sesión fotográfica en su Insta­gram, y también sube un video en el que la adolescente dialoga con Fauci, y le explica cosas tan relevan­tes como qué es el Man Crush Monday.

Estos ejemplos, tomados entre tantos otros que podrían citarse, son una radiografía de nuestros tiempos posmodernos. La adolescencia domina la forma y el contenido de nuestra cultura; la nuestra es una sociedad adolescente. La transición entre la niñez y la adultez que supone la adolescencia se con­gela en un estado permanente que todo lo engloba. Atrapados en una transición que no transita, que está detenida, vemos desaparecer paulatinamente las fronteras que dividían los universos diferenciados del adulto y del niño.

Una parte de este fenómeno la vio venir en la década de 1980 el sociólogo norteamericano Neil Post­man. Mientras escribe su "La desaparición de la niñez", niñas de doce y trece años se encuentran entre las supermodelos mejor pagadas de Estados Unidos; los crímenes cometidos por menores de edad aumentan exponencialmente; la industria de ropa infantil adopta las modas de los adultos y las adecúa en escala; los niños que aparecen en televisión se asemejan a adultos en miniatura, como en las pinturas medievales; la sexualización de la niñez se extiende sin cesar; alcohol, drogas y tabaco abundan cada vez más entre niños y adolescentes; la farándula empieza a componersede niños famosos que despiertan fanatismos entre las masas; la política desarrolla la idea de «derechos del niño» como un rechazo al control del adulto; las diversiones y el humor se van indiferenciando progresivamente; los lenguajes. las actitudes y los comportamientos se mezclan por doquier.

Lo que mantenía separado el mundo adulto del de los niños era fundamentalmente la posesión de determinados conocimientos sobre la vida, sus secretos y misterios. De una manera bastante general, los grupos sociales se pueden definir a partir de la información que sus miembros comparten de forma exclusiva. Según la teoría de Postman, la imprenta ayudó a separar el mundo de la niñez del de la adul­tez, puesto que el acceso a los secretos estaba bloqueado por la adquisición de las habilidades lectoras, que el colegio se esforzaba por enseñar. Los adultos tenían asegurado, por así decirlo, el monopolio de ese universo simbólico. Convertirse en adulto era el resultado de la adquisición -mayormente a través de la lectura- de ciertos conocimientos sobre la vida y las responsabilidades que ellos entrañan.

Pero esto ha dejado de ser así. Los mundos vuelven a mezclarse gracias a las tecnologías electrónicas de comunicación; fundamentalmente, gracias a la televisión. Su efecto consiste en diluir la diferencia en­tre ambos universos simbólicos. Cualquiera accede a la televisión: no se necesita ninguna habilidad para ello. Las capacidades analíticas y reflexivas se estropean. El tipo de discurso que ella maneja penetra lo mismo en adultos que en niños. A estos últimos, además, les revela los secretos de la vida adulta: violen­cia, sexo, adicciones, tragedias. Otros tantos misterios también son derribados por la pantalla. Ya no queda información reservada al mundo adulto, y por eso, concluye Postman, las fronteras que lo separan del mundo de la niñez se desmoronan. Sobrevienen tiempos de uniformidad, de homogeneización, de igualitarismo. Pero, al final de su libro, Postman expresa su confianza en las novedosas tecnologías de la computación:

La única tecnología que tiene la capacidad (de preservar la niñez) es la computadora. Para programar una computadora, uno necesita, en esencia, aprender un lenguaje. Esto significa que uno debe tener control sobre habilidades analíticas complejas similares a las requeridas para una persona completamente alfabetizada, para lo cual se necesita un entrenamiento especial. 

Este es el gran desacierto de Postman. Se le escapa la posibilidad de las interfaces gráficas, que harán innecesaria la posesión de conocimientos de lenguajes informáticos. La computadora será muy pronto una especie de televisión interactiva, que orienta al usuario mediante imágenes. Más importante todavía: con la llegada de Internet, el quiebre de la diferencia entre emisor y receptor hará de los niños y adoles­centes productores de contenido, y ya nomeros espectadores. Esa computadora que para Postman repre­sentaría la conservación de la niñez, cuando se conecta a la red de redes da paso a la comunicación de masas como un ida y vuelta, y la cacofonía digital termina de mezclar e indiferenciar el mundo adulto del mundo de la niñez.

La televisión permitió la recepción indiferenciada de información. Internet permitirá, a su turno, la emisión indiferenciada. Aquella, a pesar de lo que cree Postman, mantiene todavía un privilegio para el mundo adulto: la producción de contenido. Los niños pueden mirar televisión e incluso aparecer en ella, pero no diseñan la programación, no establecen el guion, no digitan ninguna estrategia comunicacional. En cambio, en el mundo digital, emisión y recepción se confunden. Los niños ingresan al mundo de la comunicación de masas muchas veces como productores de contenido.

Lo que queda tras la consumación de este proceso es la síntesis: el adolescente. Etapa de transición entre la niñez y la adultez; ni una cosa ni la otra; desarrollo inconcluso; a veces más parecido al niño, a ve­ces más al adulto: el adolescente contiene en sí a su tesis y a su antítesis, en un equilibrio ahora petrifi­cado, que desde hace ya algún tiempo no va a ningún lado. Así, fue un error pensar que los niños se pare­cían cada vez más a los adultos: a lo que se parecen cada vez más es a los adolescentes. De la misma ma­nera, también fue un error pensar que los adultos habían sido sustraídos por un proceso de infantiliza­ción: a lo que aspiran, en lo que de todas maneras constituye un claro proceso de regresión, es a la adoles­cencia. En algunos países han empezado a denominar esto último «juvenismo».

Lo adolescente es lo indiferenciado; lo que todavía no ha llegado a ser aquello a lo que tiende, pero que ya ha abandonado el lugar en el que se encontraba. La inestabilidad se expresa en la voz,en los cam­bios corporales todavía a mitad de camino, en las recurrentes crisis de sentido y de personalidad, en el ve­llo aún desprolijo y discontinuo, en los tambaleos del andar y el escaso control sobre sí. La autonomía, si bien se reclama, aún no coagula: le falta la responsabilidad que viene aparejada al autogobierno. Lo ado­lescente adolece: sufre la carencia de esa llegada que estabiliza lo que se es. Es en este sentido en el que ni­ños y adultos ingresan en la lógica adolescente, adoleciendo de maneras distintas del lugar que la ya vieja modernidad les había asignado, e incorporándose al reino de la indiferenciación, la inestabilidad y la dis­continuidad. Los procesos de masificación, que todo lo uniformizan,llegan ahora al extremo de hacer estallar incluso las diferencias entre las etapas de la vida, hundiéndonos aún más en el «infierno de lo igual».

Nuestra sociedad digital es una sociedad adolescéntrica. El adultocentrismo, tan propio de la moder­nidad industrial, ha quedado atrás en la historia. Quien fija la forma y el contenido de la cultura hoy es el adolescente, porque domina los dispositivos que la determinan. Los medios digitales han sido cruciales para lograr este efecto: encuentran en el adolescente su mejor usuario. Las características psíquicas y cul­turales de estos últimos se articulan bien con los requerimientos del mundo digital: pasión por lo nuevo, adaptabilidad tecnológica prácticamente automática, compulsión publicitaria de la propia vida, deseo irrefrenable de ser visto, inestabilidad entre la necesidad de pertenencia y la de una individualidad au­téntica, crisis identitarias recurrentes, valores y gustos efímeros. No es casualidad que quienes en mayor medida utilicen las redes sociales y mejor se desenvuelvan en el mundo online sean los adolescentes. Por empezar, fueron ellos sus mentores: Mark Zuckerberg tenia 19 años cuando ideó Facebook. Tampoco es casualidad que, cuando una red social pasa a ser utilizada mayormente por adultos, pierde de inmediato popularidad, como ocurrió con el mismo Facebook.

En los últimos tiempos, a los adolescentes se los ha empezado a designar como «nativos digitales». Los números son elocuentes. El 40 % de los adolescentes argentinosde entre 13 y 17 años pasa las 24 ho­ras del día conectado a Internet; el 50 % permanece conectado hasta la hora de dormir y solamente 1 de cada 10 navega menos de 3 horas diarias. El 98 % de los adolescentes en Argentina tiene al menos un per­fil en alguna red social. En Estados Unidos, ya en 2018 el 95 % de los adolescentes poseía un teléfono inteligente. Además, el 80 % duerme con ellos, el 50 % no desconecta sus dispositivos jamás, y usa cua­tro pantallas al mismo tiempo. En promedio, los adolescentes norteamericanos envían 500 mensajes dia­rios a través de los sistemas digitales. En la Unión Europea, a su vez, el 94 % de los jóvenes usa diaria­mente Internet, frente al 77 % de la población general. Asimismo, la brecha en el uso de las redes sociales, para el año 2019, fue del 30 % en favor de los jóvenes frente a los adultos. Este tipo de datos lleva a una socióloga a afirmar que «Internet es la actividad más importante en la vida de los adolescentes». Visto desde otro ángulo, que los adolescentes sean «nativos digitales» solo puede significar que los adultos son extranjeros digitales en un mundoregido por Internet.

Un neurocientífico francés se escandalizaba en el año 2019 tras haber estudiado distintos números en torno al tiempo que los jóvenes occidentales le dedican al uso de las pantallas:

A partir de los dosaños de edad, los niños de los países occidentales se pasan casi tres horas diarias de media delante de las pantallas. Entre los ocho y los doce años, esa cifra asciende hasta alcanzar prácticamente las cuatro horas y cuarenta y cinco minutos. Entre los trece y los dieciocho años, el consumo roza ya las seis horas y cuarenta y cinco minutos.

La informática resulta en general mucho más fácil de dominar para la juventud que para los adultos. Son los jóvenes los que suelen configurar los dispositivos de sus padres, instalar aplicaciones y enseñarles a usarlas. La asignatura «informática» en la escuela carece hoy de utilidad real; los alumnos superan a los maestros antes del comienzo mismo de las clases. Así, la brecha etaria en asuntos informáticos es más que significativa. En la Unión Europea, por ejemplo, el 81% de losjóvenes de entre 16 y 29 años informa­ron que alguna vez habían realizado tareas informáticas básicas, como copiar o mover un archivo o una carpeta. Los adultos estuvieron 20 puntos por debajo de aquel porcentaje. Además, los jóvenes duplica­ron porcentualmente a los adultos en lo que concierne al conocimiento y uso de lenguajes de programa­ción, por no abundar en otras actividades como comprar y vender productos en línea.

En nuestro mundo posindustrial basado en la economía digital, Internet trasciende el mero campo de la diversión y el ocio: Internet se convierte en el fundamento mismo del sistema social. Penetra la economía, la política y la cultura: trabajamos, compramos, vendemos, producimos, invertimos, comunicamos, asistimos a eventos artísticos, musicales y teatrales, leemos libros, diarios y revistas, hacemos campañas políticas y trámites estatales desde el mundo onlíne. Estas dimensiones -económica, política y cultural- ya no pueden ser consideradas al margen de las tecnologías digitales, y esa es la prueba más clara de la índole estructural de Internet para nuestro mundo. Pero en las redes sociales en particular, y en Internet en general, lo que sobresale es la vida adolescente. Ellos dominan la red. La cultura -y con ella la política y la economía- absorben sus representaciones, sus lenguajes y sus prácticas. Si el mundo onlíne determina en una medida más que significativa hoy la cultura, el adolescente, más que nadie, determina hoy el contenido del mundo onlíne.

En un mundo con centro en los adultos, cuya cultura era más o menos lineal y continua, eran estos los poseedores de los secretos y los misterios que se iban develando poco a poco a los niños en su proceso de maduración. Todo lo opuesto ocurre en nuestro mundo, tan discontinuo y rupturista, en el que los adultos no enseñan, sino que imitan, y buscan desesperadamente desentrañar los secretos de los más jó­venes. Adviene entonces una ideología adolescéntrica, que hace creer que los jóvenes crean mundo de la nada, que sus vidas y sus conocimientos notienen conexión alguna con el largo camino de la civilización. Desde que la cultura ya no implica ninguna acumulación, ninguna tradición, ningún atesoramiento, nin­guna herencia de algo que se recibe para conservarse en alguna medida y transformarse en otra, los secretos ya no remiten a lo que está atrás, sino a lo que está adelante. Esta es una curiosa forma de evitar una suerte de envejecimiento colectivo. 

La cultura ya no tiene base en largos procesos temporales que se van agregando y ajustando lentamente al cambio social, sino que se resuelve en el instante del clic: cul­tura sin raíces, cultura fast food. De esta forma, la cultura ya no crece, sino que aparece de repente con los golpes de creatividad individual que modifican el entorno material y simbólico de la sociedad, hasta que este resulte modificado,a su vez, por el próximo golpe de creatividad, y así sucesivamente. En consecuen­cia, desaparece la cultura como punto de encuentro de las generaciones, desaparece la cultura intergene­ racional común y surge la cultura como un punto de referencia más o menos ininteligible y conflictual en caótico movimiento.

En la sociedad adolescente, también parece cada vez más lejana la noción ilustrada de cultura, que la concebía como cultivo de las facultades del espíritu. Esto solo podría lograrse con el tiempo suficiente y con una formación cuidadosa y bien ejecutada:
Rousseau logrará que Emilio sea un hombre culto termi­nada por fin su adolescencia. El hombre culto de Kant es el hombre ilustrado, o sea, el «mayor de edad», que se ha atrevido a pensar por sí mismo. Pero hoy ya no se sabe siquiera qué significa «ser culto»: este tipo de lenguaje ha sido exorcizado, paradójicamente, de la cultura. En el preciso momento en que todo ha pasado a ser «cultura», nada puede seguir siéndolo en un sentido realmente significativo. Nuestra cul­tura del instante y el carpe diem no tiene tiempo para ningún cultivo, puesto que la duración se asemeja no al progreso, sino a la desactualización, de manera tal que todo lo que lleve tiempo genera rechazo. La cultura ha de consumirse, no cultivarse; la cultura como trabajo sobre uno mismo se desvanece: el diver­timento, y no la adquisición de ninguna autonomía, se convierte en el norte de lo cultural. Por lo mismo, ha caído la vieja división de alta cultura y baja cultura: hoy cualquier obra de pacotilla tiene la misma es­tatura cultural que una obra maestra del genio humano. La sola idea de una gradación cultural despierta malestar en la mentalidad relativista e igualitarista dominante. Las jerarquías culturales han sido derro­cadas por el gusto adolescente, que ya no es exclusivo de este grupo, sino que domina todo el gusto social. Lo nuevo es lo bueno; lo viejo es lo malo. Esta parece ser la única regla de lo que hoy llamamos "cultura".

Por donde se mire, los mundos etarios resultan difíciles de distinguir. Con pocas excepciones, los ele­mentos de la cultura se indiferencian y, con ello, se vuelven adolescentes. Así ocurre por ejemplo con el cine, que en los últimos años no ha podido ofrecer nada más que superhéroes al por mayor y películas animadas. El gusto por este tipo de películas afecta a todos por igual: no se sabe si son para niños o para adultos; configuran, por lo tanto, un gusto adolescente. Lo mismo ocurre con la música, que ya no es ca­paz de distinguir edades. Los géneros musicales, también mezclados entre ellos en productos cada vez más uniformizados, no se vinculan a ninguna edad en particular, como hace no tanto tiempo podíamos decir que ocurría, por ejemplo, con el rock y su estrecho vínculo con la juventud. La televisión, por su parte, ya no muestra ningún interés por lo que antes se llamaba «horario de protección al menor»: sus mismas publicidades presentan contenidos que hace algunos años solo se podrían haber emitido a partir de determinada hora de la noche. Incluso los canales para niños deciden hablar a su audiencia de temas como la transexualidad, la homosexualidad, el feminismo y otros tópicos de esta índole.

También nuestra cultura material se ha indifernciado. Las vestimentas ya resultan indistinguibles, puesto que niños y adultos se visten como adolescentes. Silicon Valley y sus gurúes ilustran como nada este estilo que reniega de los trajes y las corbatas. Asimismo, el acceso a determinados objetos tecnológi­cos, que hasta hace no mucho estaba reservado al mundo adulto, hoy también corresponde a cualquier edad. Celulares, tabletas, computadoras, laptops: estos «juguetes de adultos» hoy son también -contra lo que suponía Postman- juguetes para los niños, que aprovechan en ellos distintas aplicaciones interacti­vas, el uso de redes sociales y juegos varios. Al mismo tiempo, los videojuegos, asociados al mundo de los jóvenes hasta hace no mucho, hoy trascienden esos marcos etarios y se convierten en una actividad labo­ral no solo para sus productores, sino también para sus usuarios: tal es el caso de los juegos NTF, en los que «trabajan» -jugando- cientos de miles de adultos. Rollers, tablas de surf, tablas de skate, wakeboards y snowboards... ha dejado de ser raro, hace algunos años ya, ver a adultos deslizándose en estos ar­tefactos del deporte extremo otrora exclusivo de los jóvenes. Es como si casi lo único que realmente sepa­rara estos mundos fuera la posesión de medios económicos de la que habitualmente gozan los adultos para acceder a estos «juguetes».

Si en el mundo adultocéntrico había que esforzarse para superar las carencias que lo detenían a uno en la «minoría de edad», en el mundo adolescéntrico, al contrario, el adulto representa carencias por do­quier: carencia de flexibilidad, carencia de creatividad, carencia de originalidad, carencia de adaptabili­dad, carencia de habilidades tecnológicas, carencia de onda, carencia de tiempo, carencia de energía, ca­rencia de vitalidad. El ingreso a la adultez es cada vez menos visto como plenitud (de las capacidades, de la inteligencia, de la responsabilidad) y cada vez más como pérdida. Lo único que tiene a favor, cuando existe, es un mayor nivel de ingreso económico. Pero ahí están las grandes celebrities e influencers adoles­centes, para mostrar al mundo que es posible ser muy joven y demasiado rico. Es así como, allí donde el mundo addto posicionaba al menor como metáfora de la carencia, el mundo adolescente coloca hoy al adulto por regla general en ese indecoroso lugar.Si ilguna vez el niño fue concebido como tan adulto in­completo, hoy el adulto es visto como un adolescente incompleto, pues le falta frescura y espontaneidad. (Ni qué decir de la vejez: si la adultez es carencia, la vejez es discapacidad y obsolescencia consumada). La «mayoría de edad» ya no es un valor; no hay que esforzarse por madurar, sino por detener el paso del tiempo, o, preferentemente, por lograr su marcha atrás.

Lo adolescente ha sido liberado de la edad, ha trascendido los marcos fisiológicos que lo definían; de esta manera, se convierte en la metáfora más apropiada de nuestra sociedad y su cultura.

Agustín Laje entrevistado por su reciente libro *GENERACIÓN IDIOTA*

Los adultos-adolescentes, el progresismo WOKE 
y la tiranía de los sentimientos | Generación idiota

En su nuevo libro Generación idiota, @AgustinLajeOk nos muestra cómo y por qué nuestras sociedades modernas reverencian hoy al adulto-adolescente, aquel que carece del conocimiento mínimo para la vida pública y cuyo interés es únicamente mirarse el ombligo. El idiota posmoderno vive para darse placer y se rige enteramente por sus impulsos emocionales, que para él son verdades absolutas.


"La forma inteligente de mantener a la gente en un estado de pasividad y obediencia es moverse siempre en el espectro de opiniones respetables, con enorme debate dentro de ese espectro, incluso animando a las personas más críticas y disidentes. De ese modo, la gente tiene la sensación de tener un pensamiento libre, mientras que, en realidad, sólo se refuerzan los preceptos del sistema dentro de los límites del debate acordados". Noam Chomsky

A vueltas con la idiotez

En tiempos marcados por el coronavirus resulta oportuno y casi constituye un deber moral pregonar a los cuatro vientos que la auténtica pandemia, la que de verdad ha puesto el mundo al revés, la que ha arrasado con lo divino y lo humano, la que ha socavado instituciones centenarias, la que ha envilecido a las multitudes, la que ha privado del intelecto a los intelectuales y de criterio ético a muchos profesionales y políticos, no es un bichito que, a lo más, alcanza a matar el cuerpo.

La verdadera plaga, la que ha dejado tras de sí desolación y sombras de muerte, tiene que ver con el empobrecimiento mental de sociedades enteras que, por cobarde sumisión a autoridades que, hipócritamente, dicen velar por los intereses ciudadanos, han renunciado a las señas identitarias del ser humano para perderse en intensificaciones artificiales de las diferencias por motivos políticos e ideológicos, instigadas desde grupos de poder que negocian con las identidades tradicionalmente postergadas. El mundo ha antepuesto la seguridad y la paz del rebaño a la libertad personal que se adquiere mediante la lucha y la crítica al establishment.

Los sueños libertarios que inauguró la Revolución Francesa yacen arrinconados en los desvanes de universidades decrépitas: y eso, suponiendo que una Revolución que invitaba a empapar de sangre los surcos de los campos mereciera ser canonizada como modelo en el que fundar un Nuevo Régimen.

Un manto de imbecilidad se ha extendido, generoso, para cobijar a esos ejércitos desarmados que renunciaron a pensar por sí mismos y que ahora, como perros sumisos, lamen la mano que les da de comer. A todos esos pobres diablos, que constituyen la inmensa mayoría de nuestras sociedades contemporáneas, les invitaría a que acometieran la ímproba tarea de escribir un libro cuyo título debería remedar el que hace ya tiempo dio a la imprenta Félix de Azúa: Historia de un idiota contada por él mismo.

Mientras no adquiramos la capacidad de admitir los propios errores y de reírnos de nosotros mismos y de quienes haga falta, nuestra idiotez tendrá difícil cura. Y la primera tarea que se nos impone es llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan, y al vino a vino; y mafias a las mafias que regentan espacios académicos, profesionales y políticos. ¿Cómo se compagina el genuino espíritu universitario con la imposición de ‘verdades’ elaboradas a partir de mentiras mediante el recurso a un arsenal de mecanismos de pensamiento, como la unanimidad o el pensamiento de grupo? ¿Cómo sobrellevar con paciencia la cantinela repetida hasta el hastío de que la educación es competencia exclusiva del Estado y de que quien rehúsa plegarse a ese pensamiento único es un ciudadano pérfido que desafía el orden legal y da un ejemplo vergonzoso a sus hijos? ¿Cómo tolerar que los cuadros dirigentes de partidos políticos impidan la emisión de juicios críticos a integrantes de las mismas formaciones políticas, descalificando a quienes así se manifiestan como ególatras impulsados por personalismos o divismos?

La abulia se ha instalado entre nuestros jóvenes, convenientemente narcotizados para anular sus capacidades reflexivas y afectivas. Un chiste difundido estos días en las redes sociales se burla, malévolo, de la estulticia en que se ha logrado instalar a la juventud:
“acavo de terminar el vachiyerato. Lla puedo botar”. Y la tara emocional se revela en un comentario escuchado por quien redacta estas líneas a la profesora de un centro público de enseñanza, que explicaba así la escasa participación en un concurso de fotografía en que los chicos debían retratar a sus abuelos: “la verdad es que no hay mucha motivación; lo primero que preguntan es por los premios y no les interesó mucho”. A fin de cuentas, los abuelos son, como tantos productos del mercado, de usar y tirar: los mimos que recibimos de niños son agua pasada, y ahora, en la adolescencia, no queda tiempo para pensar en momias.

Si pregunto por quién pone el cascabel al gato, planteo tal vez un enigma indescifrable para algunos lectores poco ilustrados, desconocedores del significado de ese cuestionamiento. Pero me gustaría emplazar a los lectores algo más versados en el acceso a la palabra escrita a que resuelvan este angustioso interrogante: ¿quién desidiotizará a los idiotas? Porque, en verdad, el desidiotizador que los desidiotizare buen desidiotizador será.


VER+: