EL Rincón de Yanka: LIBRO "HISTORIA DE UN VASCO": CARTAS CONTRA EL OLVIDO por IÑAKI ARTETA 👥🐍👿💣💥💀

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jueves, 7 de julio de 2022

LIBRO "HISTORIA DE UN VASCO": CARTAS CONTRA EL OLVIDO por IÑAKI ARTETA 👥🐍👿💣💥💀

Iñaki Arteta

HISTORIA
DE UN VASCO

Cartas contra el olvido 

A través de diferentes momentos y situaciones vividos en el País Vasco en su juventud, Iñaki Arteta trata de explicar a los jóvenes, de explicarnos y de explicarse, cómo fue posible que durante varias décadas ETA sembrara de muertos la incipiente democracia española con el beneplácito, cómodo o cobarde, de la mayor parte de la sociedad vasca y el apoyo de la ideología que justificaba los asesinatos.
Una alerta para los jóvenes actuales, fácilmente manipulables con soflamas de “libertad”, “independencia” y “paz”, que esconden acciones excluyentes de odio al vecino y superioridad de pueblos, ideologías o creencias.
PRÓLOGO

Yo no soy lo que me sucedió, 
yo soy lo que elegí ser. 
CARL GUSTAV JUNG

No me gustan los prólogos largos, si los leo, es con la ansiedad de llegar al verdadero contenido por el que he elegido el libro. Así que...
Para empezar, tengo que decirte algo muy básico. Lo que vas a leer es una expe­riencia personal, pero no única. Lo que te voy a contar lo han vivido, de una manera más o menos traumática, miles de personas en Euskadi. Personas veinticinco años mayores que yo, personas veinticinco años más jóvenes que yo.

Estas páginas son las piezas de un gran puzle. Vivencias dispersas, pero conecta­ das, en un lugar difícil. No fui policía, ni terrorista, ni infiltrado en ETA, ni siquiera un militante político comprometido. Solo fui un ciudadano normal de una familia normal que vivía en una sociedad de apariencia normal. Fueron ciudadanos nor­males los que formaron y se integraron en una banda terrorista, fueron ciudadanos normales los que apoyaron sus asesinatos, también los que se opusieron a ellos, y también lo fueron los perseguidos y los asesinados. Para un ciudadano normal pero contrario al terrorismo nacionalista, esos largos años fueron una intensa e inolvi­ dable pesadilla.

Abrí los ojos a la vida y todo eso estaba allí. Esta es la experiencia de un joven vasco en unos tiempos violentos. Ya sabes que el terrorismo no solo ha afectado a Euskadi, ha sido un drama para todos los españoles de bien, pero la geografía, como tantas veces, es muy relevante. Fue en Euskadi donde nació y floreció el terrorismo ultranacionalista de ETA y fueron hijos de Euskadi sus militantes asesinos. También un gran número de sus víctimas.
En esta pequeña y bonita comunidad de dos millones de personas resultó impo­sible, para varias generaciones de vascos, obviar su existencia. Fuimos testigos del primero al último día de la persecución y el asesinato, y ante eso, lo mejor y lo peor del ser humano emergió en la cotidianidad. Se dieron actitudes honrosas y actitu­des deleznables, quizá hubo más miseria que heroicidad, y todo sin alejarse mucho del vecindario.

Con los documentales que he dirigido en los últimos veinte años de mi vida he pretendido llenar de cruda realidad los vacíos, no solo de mi propio pasado, sino del de toda mi generación, respecto a la realidad de las víctimas. Aquellos inocentes atacados hacia los que no tuvimos la decencia mínima ni el valor suficiente para acercarnos.
Intento que en estas páginas veas a través de mi mirada. Déjame ser tus ojos para que puedas acercarte a otro tiempo. Permíteme que mi memoria te sirva. Esta es una experiencia personal de testigo privilegiado. Yo me eduqué en el mundo nacio­ nalista. Mi cultura, el paisaje emocional en el que nací y crecí era nacionalista. Una realidad que poco a poco fui cuestionando, primero desmontando mi cultura pri­migenia, después intentando aislarme del miedo físico. Pero lo que más me costó fue superar el miedo a la incomodidad social.

Estas vivencias no se han expresado en público lo suficiente. Te lo voy a contar desde el punto de vista del niño, del adolescente y del joven que fui, inmerso en una sociedad caótica en la que se celebraba el asesinato. Te parecerá una exageración, pero no. Una sociedad afectada por un virus extraño que la radicalizó hasta llegar a amparar los ataques de un terrorismo loco. Unos lo hicieron con fervor, los más con miedo, otros con inhibición, muchos con naturalidad. Con una terrible naturali­dad. Vivimos situaciones críticas y terribles de las que fue posible -¡oh, milagro!­ mantenerse al margen. Esa consumación de la inhibición fue el imprescindible riego del que se alimentó el terrorismo en mi tierra. De manera que en la pista de juego solo quedaron ellos, con sus armas, dominando el terreno. Unos pretendidos árbitros simulaban poner orden, repartir culpas, mientras los que caían eran los del otro equipo. Qué se le va a hacer. Las nueces primero.

Nací y crecí en tierra vasca, como todos mis antepasados desde hace más de tres­ cientos años. Importa el dato porque la violencia terrorista hizo que muchos acabá­ ramos repudiando la cultura en la que crecimos. Complicado, te lo aseguro, no se hace en dos días.
En ciertos momentos y lugares cuesta entender el profundo significado de palabras como «libertad» o «dignidad». En Euskadi no. Lo que cuesta es ejercerlas, sobre todo cuando se tienen intereses personales, laborales o económicos que invitan a la comodidad o a perpetuar la sonrisa condescendiente, porque, a pesar de las cir­ cunstancias, siempre se puede estar bien. Pero algunos aprendimos a discriminar, a discernir, a detectar apariencias y egoísmos, a percibir la falta de piedad, la miseria moral. Tarea a contracorriente cuando se está dentro de la tribu y estar en la tribu es el bien. Afuera reinan el frío y el silencio. Y se vive peor.

Como mucho, lo que se podía escuchar eran frases como «esto no puede ser... No pude durar mucho», «a nadie le gusta esto», «no es para tanto», «todo se arreglará», «hay que dialogar», «no hay derecho a lo que ha hecho la Policía»... A aquellos que dicen que al terrorismo lo venció la sociedad vasca yo les digo que el terrorismo ha­bría durado quinientos años de haber sido por la sociedad vasca en su conjunto. Hubo valientes, claro, pero en la misma cantidad que en cualquier otra situación extrema: pocos. Siempre hay pocos valientes. El terrorismo terminó porque se les aconsejó cerrar «la empresa» para abrir otra con nombre diferente. Una mano de pintura blanca para seguir vendiendo el mismo producto.

Lo que cuento lo viví muy de cerca, primero sin atención, bajo los efectos sedan­tes de la cultura de la secta; más tarde, aún con resaca, conseguí abrir los ojos y en­ tender muchos comportamientos. Los mecanismos sociológicos y psicológicos que se han entrelazado durante estos cincuenta años en torno al terrorismo tienen un fundamento humano clonado de muchísimas situaciones históricas anteriores. La voluntad de imponer ideas totalitarias a cualquier precio, de homogeneizar sociedades, de eliminar disidentes, está en el género humano. Es lo peor del ser humano. Los vascos hemos participado en estos años terribles de terrorismo en un experi­mento diabólico extremo, que ahora se llama de «ingeniería social», sin estar preparados para ello, porque los experimentos son, como para las cobayas, así, inesperados.

Las situaciones de abuso político o social, la permisividad con algunos tipos de violencia, la gestión del miedo, la impiedad con los que sufren están siempre laten­tes en nuestras sociedades modernas, aunque creamos que a estas alturas podemos esquivar esas tremendas encrucijadas. Nunca estaremos a salvo de fatuos salvado­res de patrias envueltos en banderas, pueblos, religiones e ideologías benefactoras a las que nos querrán convertir por nuestro bien. Frente a esto solo cabe desear la exis­tencia de una masa de ciudadanos responsables y valientes sosteniendo el muro de la ley y los valores cívicos y morales.

Con el paso del tiempo he ido descubriendo que lo que vivimos fue mucho más terrible de lo que entonces percibíamos. Es frecuente que, mientras ocurren situa­ ciones dramáticas, el ciudadano de a pie procure, como sea, simular una vida nor­mal. Es la supervivencia, muchas veces, lamentablemente, a costa de no ser ni va­liente ni justo con los más desfavorecidos. La tarea de protegerse para no ser seña­lado y la de alejarse de los círculos peligrosos merma las energías morales. En esto consistió una parte importante de nuestra tragedia.

Lo que uno comía o bebía, con quién comía o bebía y dónde lo hacía, a qué dedi­caba su tiempo libre, qué periódico leía o qué radio y música escuchaba... En eso consistió -y aún consiste- la delicada existencia en el País Vasco. Ese era el campo en el que se decidía quién era afecto y quién sospechoso de no serlo. Ahí se jugaba uno el porvenir (hace unos pocos años, la vida), un contrato, la continuidad en un trabajo, la posibilidad de progresar. Ahí emergía el dilema de la libertad personal.

Hay pendiente en nuestro país un ajuste de cuentas con aquel tiempo convulso, y solo se producirá cuando exista -al margen de que el discurso público lo fomente o no- una generación de jóvenes que se interese por esas piezas del pasado que nos situaron, a los que fuimos jóvenes entonces, en graves encrucijadas y que entienda el valor de la reflexión, no solo para conocer la verdad, sino para asumir que elegir bien es una clave moral que únicamente depende de cada cual y que irremediable­mente tiene una trascendencia social.
El pasado, el personal y el social, es tenaz, no nos abandona, por la sencilla razón de que guarda, y no exactamente en la superficie, muchas de las claves de nuestro presente.
Las páginas de este libro pretenden hacer reflexionar sobre la obligación de tener conciencia del presente y de que nuestra dejadez puede ser la causa del triunfo de actitudes perversas.

Me he planteado escribir la historia de la sociedad en la que he vivido como parte de la historia de mi vida privada. Una larga carta del joven que fui al joven de hoy que quiere saber. Porque creo que es con la suma de experiencias particulares como se construye la verdadera historia. Esa historia real del ser humano que se aprecia con más precisión en el subsuelo de las intensas vivencias personales.
Es en lo cotidiano, amigos, donde uno debe utilizar esa herramienta tan nombrada, de significado tan manido y etéreo que es la libertad. Es en los círculos más cercanos donde uno se expone a la disyuntiva de qué debe hacer y qué le conviene no hacer, qué decir y qué callar. La libertad es uno mismo y su almohada. La noche, la soledad, entre los miedos.

1
El papelito 

Es más fácil creer que saber. 
Josep Pla 

No te quejes, todos nos hemos encontrado en este mundo con unos padres no elegidos, en un entorno al que hay que amoldarse, en una geografía y una historia en la que una parte será presentable y la otra, no tanto. La generación de vascos a la que pertenezco nos encontramos además con una compleja situación político-cultural-sentimental que enrareció nuestro crecimiento. Debes saber que en mano de los padres está transferir, además de una tradición familiar, la lengua y las costumbres más cercanas, las historias de las que, consciente o inconscientemente, quieren que sus hijos sean legatarios y guarden en su memoria. Por eso te voy a contar cómo eran las que yo me encontré. 

En un cajón en la parte derecha del único armario de tres puertas de su habitación, mi padre guardaba utensilios de su profesión de delineante: escuadras y cartabones, Rotrings, un compás, lápices Faber Castell, reglas milimetradas… También un gran estuche de herramientas con llaves inglesas, alicates, destornilladores, tenazas, tan limpias y pulidas que daba pena usarlas. Creo que nunca se sacaron de allí. Debajo de todo aquello, en lo más profundo del armario, aprisionado por aquellos materiales pesados, mi padre escondía un pequeño papelito del tamaño de un recordatorio de difuntos que muy de vez en cuando aireaba. Una vez vi cómo lo escondía. Era un dibujo geométrico de rayas con colores muy vistosos. Más tarde supe que era una bandera, y poco después que se trataba de la bandera de los vascos, llamada ikurriña, y que, como yo era vasco, era mi bandera. Me lo dijeron sin grandes discursos. Eso sí, esa bandera estaba prohibida por Franco, lo que constituía una humillación, una injusticia y una gran pena que generaba mucha rabia. 

Para sortear aquella prohibición uno debía cuidarse mucho de no exhibirla más allá de la sala de estar de casa bajo la amenaza de pena de cárcel segura. Con apenas diez años, enseguida asumí el alcance del peligro: si ves que tu padre tiene miedo, algo gordo puede ocurrir. 
¿Y si un día cualquiera, al abrir la puerta de casa, te encontrabas con la Policía de sopetón? ¿Qué podría hacer? Imaginé a policías descomunales con rostros infrahumanos vestidos de gris oscuro entrando en la casa, empujándonos, pisoteándonos mientras rebuscaban violentamente en cajones y armarios hasta llegar al dichoso armario, donde terminarían encontrando el papelito del demonio, la adorada y perseguida bandera de los vascos. 

No me daba la imaginación para diseñar el final de aquella situación, que no podría terminar sino en una enorme pero difusa tragedia. Pasó mucho tiempo hasta que comencé a preguntarme si no era demasiada precaución para tan poco delito. Jamás tuve noticia de nadie detenido, juzgado o condenado por tener una ikurriña en casa. Ni grande ni pequeña. Supongo que la Policía tenía otras ocupaciones más comprometidas. Escuché en alguna conversación de adultos pronunciar la palabra «clandestinidad», nunca resistencia, palabra que conocía bien porque era el nombre que se les daba a los franceses vestidos de paisano y con boina que les hacían inteligentes jugadas a los nazis en las películas de la Segunda Guerra Mundial que nos ponían en el colegio. 

Luchadores con escopetas, sin uniforme, mucho más astutos que los astutos nazis. Y, además, franceses, que entonces era mucho. No me encajaba un héroe de la resistencia detenido por ocultar un símbolo tan diminuto. Los que yo veía en esas películas luchaban en la calle, les disparaban, se la jugaban y huían continuamente. Algunos incluso morían. 
Los nacionalistas que se decían «en la clandestinidad» soportaban el sambenito de «flojos» frente al franquismo, cuyo fin se vislumbraba dada la edad del dictador. Y así serían considerados a ojos de muchos de aquellos cuyos hijos se encuadraron en ETA. Por esa mezcla de vergüenza y admiración había que respetar a esos jóvenes y entender sus decisiones, incluso las más agresivas. 

Hasta 1969, en mi casa no hubo televisión, pero sí en la de mis abuelos paternos, que vivían en la misma escalera, justo en la puerta de enfrente. En Nochevieja, después de cenar en nuestra casa, pasábamos a la suya a ver las campanadas todos juntos. Tras sonar la última, mi padre tenía la costumbre, animado por el vino de la cena, de levantar una copa y gritar: 
«¡Gora Euskadi Askatuta!» (¡Viva Euskadi libre!). No era un grito como cuando metía un gol el Athletic, que no te importaba que te oyeran los vecinos o los de la calle de al lado. Mi padre elevaba la voz con un énfasis especial, algo dramático, como con sordina. Nunca nos tradujo esas tres palabras, que formaban parte del total de diez que conocía en euskera, de manera que me costó adivinar en qué consistía la euforia mágica de aquel momento. Aquellas palabras prohibidas, que solo se pronunciaban cuando estaba seguro de que no traspasaban las paredes del hogar, ocultaban un mensaje cifrado, un espíritu, algo místico que no necesitaba traducción. 

También había algo de extraño e incomprensible en algunas de las conversaciones que escuchaba a los adultos de la parte nacionalista de mi familia. Porque no ocurría nada visiblemente malo; nada dramático alteraba la paz austera de nuestra casa, pero una inquietud contenida latía sotto voce. Me costó entender el significado de la palabra «clandestinidad» en boca de mi padre, lo que alumbró en mí algo bastante incompatible con la vida familiar que llevábamos. Íbamos a todas partes sin escondernos y en nuestro entorno no había nadie que pareciera ser perseguido o que llevara una vida «rara», como de espía o similar. 

La actividad social de los adultos —mi padre con sus amigos y mi madre con sus amigas— era bastante corriente y pública: se tomaban sus vinos o sus cafés en los locales del centro y se les observaba relajados, simpáticos y dicharacheros. No había miradas preventivas ni señas misteriosas del tipo «por ahí se acerca un tipo raro», «ojo, policías», que tan bien conocía por las películas de espías. 
Sí que se hablaba mal —por costumbre— de Franco y de sus ministros, que eran la personificación del demonio; tampoco salía bien parada la Policía secreta y menos aún la Guardia Civil. La Policía era el brazo armado del dictador y, aunque su presencia en las calles no era nada exagerada, se recelaba de ella aun cuando los agentes estuvieran a doscientos metros de distancia. Esa antipatía se nos transmitió intuitivamente, porque, sin ninguna instrucción, dabas por segura su falta de humanidad o de piedad; eran policías, tipos malos, altos, corpulentos y con cara severa, no personas corrientes en el interior de un uniforme. 

Jamás imaginé a un policía vestido de paisano con sus hijos, besándoles por las noches o comprándoles regalos por sus cumpleaños. Como su uniforme, todo en aquella época tenía un viscoso look gris oscuro, cuando no incoloro. Algo tristón barnizaba las fachadas de las casas, los letreros de las cosas, la ropa que veías en los mayores, los colores de los coches. Pero vivíamos tranquilos. La realidad era como la televisión: en blanco y negro, pero divertida. Para que entiendas el papel jugado por las familias en la conservación y reproducción de los discursos nacionalistas es básico que te hable de la mía. 

La mitad de las celebraciones familiares de Navidad las hacíamos con mi familia materna, es decir, mis padres y mis dos hermanos, más mi tía A (hermana de mi madre), el tío Jo (su marido) y los abuelos (Aitite y Amama). En aquellas reuniones sí corría la esencia mística nacionalista que sin grandes discursos fue introduciéndose en mi cabeza. Todos los elementos de la vajilla de aquellas ocasiones especiales tenían grabada una pequeña ikurriña en el borde. Comíamos y cenábamos en un ambiente amable y distendido, y en la sobremesa se cantaban algunos villancicos en euskera. El único de todos que podría ser capaz de enlazar algunas palabras en esta lengua era mi aitite, que, aunque nadie sabía por qué, llevaba muchísimos años sin practicarla. Tampoco se la enseñó a sus dos hijas (nunca he conocido la razón), que no pronunciaron en euskera nada más allá de buenos días, buenas noches y ¿qué tal estás? 

Esa actitud con el idioma supuso para mí una gran incógnita: ¿qué razón habría para que unos padres no enseñaran a sus hijas la que había sido su primera lengua? Mi amama era de Plasencia de las Armas (después Soraluce), un pequeño pueblo de la Gipuzkoa interior. Imagino que su primera lengua sería el euskera, aunque no lo sé con certeza porque nunca la oímos hablar en ese idioma. 

No hay ninguna constancia histórica de que, en aquellos primeros años del siglo xx, cuando nacieron mis abuelos, estuviera prohibido el uso del euskera. De cualquier forma, nada impide que los padres hablen a sus hijos, en su propia casa, en el idioma que prefieran, normalmente en el que mejor se expresan ambos. Sin embargo, la mítica familiar, enraizada en todo el País Vasco, aseguraba que había sido el propio Franco quien nos había robado el euskera a los vascos. 
La maldad de la España ganadora de la Guerra Civil era una continuidad de las seculares afrentas que el Pueblo vasco había tenido que sufrir a lo largo de su historia, y la persecución del euskera, la plasmación más gráfica de su obsesión contra todo «lo vasco». 

«Victimismo» es una palabra que comenzó a emplearse hace no muchos años, pero el concepto es una viejísima herramienta para la defensa sentimental sin argumentos. Inaugurada la democracia y estrenados los partidos políticos, nuestro padre nos afilió a los tres hermanos al Partido Nacionalista Vasco, sin preguntarnos, como quien hace socio del Athletic a su hijo nada más nacer. 
Supongo que en el partido necesitaban abultar la afiliación y nosotros nos dejamos, no nos pareció mal. Yo conservé el carné durante muchos años, aunque mi actividad militante fue escasísima. Creo que nos pasa a todos cuando entramos en la adolescencia: uno se busca a sí mismo en los demás, sobre todo en los adultos y, preferiblemente, lejos de sus padres. Yo tuve la suerte de tener muy cerca a dos tías y a sus respectivos maridos, que se convirtieron, cada uno por sus propias razones, en mis modelos favoritos. Tíos que te tratan como a un hijo, de modo que tú les correspondes tratándoles mejor que a tus propios padres. 

Esas personas de referencia trasmiten, consciente o inconscientemente, formas de ver o de afrontar la vida, rasgos culturales, morales e incluso políticos que pasan a ser los argumentos más relevantes en la incipiente cultura personal del joven. Por tanto, tengo que seguir hablándote de mi familia. Mi tío Jo, marido de la única hermana de mi madre, fue para mí un ser muy especial. Vivíamos bastante cerca, celebrábamos las Navidades juntos y pasamos varios veranos en la misma casa con los abuelos. Cuando tuvieron hijos, mis hermanos y yo los cuidábamos mientras aprovechábamos el tiempo repasando los apuntes del instituto, por lo que el contacto siempre fue constante y cariñoso. Mi tío no tenía una personalidad llamativa, su memoria no era prodigiosa y no era de esos que cuenta los chistes mejor que nadie. No destacaba por su don de gentes, aunque era muy simpático y caía bien, pero no por tener un verbo fluido. A distancia se le podría catalogar de una persona corriente, pero de cerca desprendía un magnetismo muy cautivador. No era de esas personas que desean que los demás le sigan, no; emanaba seguridad en sí mismo, pero no la seguridad ufana del chulito que quiere imponerse a los demás. Él no ponía ningún empeño en destacar, pero lo hacía suavemente, sobre todo en las distancias cortas y a medio plazo.

Cuando yo desperté a las personas adultas de mi círculo más cercano me lo encontré receptivo y entrañable, sin paternalismos. Su curiosa personalidad y su bonhomía seductora me atraparon. Cualquier comentario o reflexión que hiciera en mi presencia yo la anotaba inmediatamente como correcta, adecuada e inteligente. Su estilo personal era el espejo de lo que podía y debía ser yo, lo que era correcto, cómo me gustaría ser. Quería imitarle. Mi tío debía de saber que me gustaba estar con él, puesto que siempre estaba dispuesto a ayudarle en la tarea que fuera o a acompañarle a hacer cualquier recado. Me gustaba sentarme a su lado en las comidas y le observaba y le escuchaba hablar. Puesto que era ingeniero, nos hacía de paciente tutor en las asignaturas de matemáticas, álgebra o física. 
Me hacía reír y, con el tiempo, yo también a él. Una tarea típica entonces para la que se solicitaba voluntarios entre los más jóvenes de la casa era ayudar a limpiar el coche. Así pasábamos una tarde diferente. Como quien tiene la excusa de sacar al perro para dar un largo paseo. Había que desplazarse, normalmente fuera de la ciudad, a algún lugar que estuviera cerca de un río. 

La ecología no se había inventado todavía, así que no había problemas de conciencia en limpiar un coche con jabón ensuciando un riachuelo. Cada conductor tenía su lugar favorito. Yo siempre me ofrecía para acompañar a mi tío Jo en esas ocasiones. Me encantaba. Nos alejábamos de la ciudad en su Seat 600 blanco hasta que llegábamos a una zona boscosa por la que pasaba un pequeño arroyo. Cogíamos unos baldes de agua, echábamos jabón al coche, frotábamos con unas esponjas y después lo aclarábamos lanzando agua limpia sobre el techo. Mientras se secaba, dábamos un paseo por los alrededores, ascendiendo entre los árboles. Mi tío siempre canturreaba alguna canción. Un día aprovechó para enseñarme esta en euskera, idioma que apenas hablaba:

Ikusi mendizaleak 
baso eta zelaiak, 
mendi tontor gainera 
igo behar dugu. 
Ez nekeak, ez da bide txarra; 
gora, gora, neska-mutilak, a, a, a, 
¡Gu euskaldunak gara, Euskal Herrikoak! 
Hemen mendi tontorrean, 
euskal lurren artean, 
begiak zabaldurik, 
bihotza erretan. 
Hain ederra, hain polita da ta, 
gora, gora Euskal Herria, a, a, a, 
¡Gu euskaldunal gara, Euskal Herrikoak!

Mirad montañeros 
Los bosques y campos, 
A la cima del monte 
Hemos de subir. 
Sin sufrimiento, no es malo el camino. 
¡Arriba chicos y chicas! 
¡Nosotros somos vascos de Euskal Herria! 
Aquí, en la cima de la montaña, 
Entre tierras vascas, 
Los ojos abiertos 
Y el corazón ardiente. 
Tan bella, tan hermosa es… 
¡Viva, viva Euskal Herria! 
¡Nosotros somos vascos de Euskal Herria!

Cada verso me lo iba traduciendo pausadamente al castellano. Una estrofa cantada, su traducción, otra y su traducción. Repitió varias veces bihotza erretan (corazón ardiente), haciendo resonar la erre, dándole un énfasis algo teatral y rudo, como para hacerme reír. Aquello no era solo enseñar una canción a un chavalín; esa música alegre, esa letra pronunciada mientras caminábamos en una tarde soleada y de luz brillante rasgada por las ramas de unos árboles centenarios, era otra cosa para mí, una experiencia que envolvía algo mágico, un intangible poderoso y pegadizo, algo transcendente que, por supuesto, yo no llegaba a comprender, como una semilla queriendo encontrar en lo más profundo de mí un lugar para germinar. El amor incondicional a aquella tierra nuestra, Euskadi, consistía en el amor a lo vasco, una emoción tan natural como el amor a la familia. 

Ese sentimiento de pertenencia a algo sagrado, ancestral, vinculado poéticamente a una naturaleza concreta, palpable y perdurable —los árboles, la montaña, el río—, a eso que se transfiere imperturbable de generación en generación, a lo que siempre está ahí, nació allí en mí. En 1979, mi tío Jo salió elegido alcalde, lo que le convirtió en el primer edil nacionalista del pueblo en la recién estrenada democracia. Ocupó ese cargo hasta 1983. Pasó a ser un destacado miembro del Partido Nacionalista Vasco (PNV) e hizo una larga carrera política con importantes cargos públicos. 

La familia del tío Jo era nacionalista, mientras que la del tío J F (casado con la hermana de mi padre) era, como se decía entonces, «favorable al régimen». Mis tíos se conocían y eran amigos desde pequeños, lo que significa que las diferencias de adscripción política de sus familias no debían de pesar demasiado en aquellos años sesenta. Vivían muy cerca y fueron al mismo colegio. De adolescentes compartían amigos y en ese grupo conocieron a las chicas con las que años después se casaron. Su amistad ha continuado desde entonces, así como el respeto absoluto por las ideas del otro. El tío J F y la tía Mari Tere tuvieron cinco hijos, pero en su época de novios ya les debían de gustar los niños, porque a mis hermanos y a mí nos llevaron a mil sitios, incluido el pequeño bote de remos con el que nos alejábamos de la costa de Ziérbana hasta que llegábamos a un remanso donde ellos se bañaban mientras nosotros, muy formalitos, los observábamos desde la barca. 

También quería mucho a mi tío J F. Era muy buen tipo, campechano, cariñoso y divertido. Esparcía su simpatía natural allá por donde iba. Se reía «con todos los dientes», de la misma manera que su hermano, L A, el último alcalde de mi pueblo antes de la Transición. El tío J F no mostraba efusividad ideológica alguna y de él nunca salió nada parecido a un «relato» mitificador del franquismo. 

No recuerdo ninguna frase dirigida a justificar el régimen o la historia pasada; nunca intentó convencer a nadie ni dedicó comentarios despectivos a quienes pudieran ser sus opositores. A lo largo de los años, mi padre, mi tío J F y el tío Jo tomaron sus vinos, compartieron mesa y sobremesa en centenares de ocasiones, echaron sus partidas de mus, cantaron a coro las mismas canciones populares y jamás hubo una discusión política. Ni una. Su respeto no era forzado. No tengo la menor duda de que se apreciaban sinceramente y que la posición de cada uno respecto al «régimen» no era relevante en su relación. 

Mi tío J F fue concejal en el ayuntamiento cuando su hermano fue alcalde entre 1970 y 1979. Tras la muerte de Franco se alineó con los centristas de Unión de Centro Democrático (UCD). La tía A era la única hermana de mi madre y la esposa del tío Jo. Fue profesora de Historia durante toda su vida en el mismo colegio, por lo que centenares (quizá miles) de chicas del pueblo pasaron por su aula. Era una mujer encantadora, de conversación interminable y amena, dulce y generosa, además de muy divertida, ideal para adoptarla como segunda madre. 

Mi tía hablaba mucho del pasado. Ella era la portadora del relato de mi Aitite A, su padre. Mi aitite fue elegido concejal por el Partido Nacionalista Vasco en el municipio de Sestao (Bizkaia) en las extrañas elecciones del año 1936, justo antes de la guerra. Eso le llevó a la cárcel, recién iniciada la contienda, en la que estuvo aproximadamente dos años. Al salir perdió su puesto de trabajo en Altos Hornos, lo que le llevó a trabajar y a vivir a Sevilla (donde nació mi tía A) y años más tarde a Zaragoza. 
En la capital aragonesa mi querida tía A estudió Filosofía y Letras, y en la facultad coincidió con un sacerdote, diez años mayor que ella, llamado Xabier Arzallus, con quien hizo amistad. Arzallus visitaba regularmente a mi aitite para que le contara historias de la Guerra Civil, supongo que para recabar las impresiones directas de un auténtico testigo nacionalista, ya que su familia era carlista, y su padre, miembro de la guardia de honor de Franco. 

En 1970, con casi cuarenta años, Arzallus dejó de ser sacerdote para dedicarse a la política y formar una familia. Tuvo tres hijos. Cuando llegó la democracia, Xabier Arzallus se convirtió en el emblemático e indiscutible prócer del nacionalismo vasco en aquellos primeros años de resurrección del PNV, por lo que en las reuniones familiares era evocado con respeto reverencial. Lo que fuera que Arzallus dijera en un mitin o en una entrevista iba a misa. 

Durante sus treinta años de carrera política, sus declaraciones (en ese tono tan característico de las homilías) fueron el alimento intelectual básico de cualquier nacionalista de pro, dijera lo que dijera y sobre el tema que fuera. El gesto de enfadado perpetuo y su tono rabioso cuando hablaba del Estado español o de la «bota» de Madrid —que aplastaba a los vascos— como causantes de todos los males de «nuestro pueblo» hicieron mucho por engordar la bola de nieve de fanatismo que llevó a entender, justificar y tolerar el mantenimiento en democracia de la violencia ultranacionalista. El aparente «exilio» de mi aitite, rememorado en numerosas ocasiones en las reuniones familiares, no solo formaba parte del relato de su vida, sino que formaba parte también del «Gran Relato del Pueblo Vasco», una síntesis del sufrimiento de toda una colectividad supuestamente homogénea desde tiempos inmemoriales. 

En su narrativa biográfica contrastaba el sentimiento de expulsión y abandono sufrido como perdedor de la guerra con la parte de sus vivencias fuera del País Vasco («en España», por así decirlo), cuando recordaba con emoción el maravilloso ambiente vecinal con el que mis abuelos se encontraron y que les permitió llevar una agradable y tranquila vida en aquellas lejanas y al principio inhóspitas tierras españolas. Tanto en Sevilla como en Zaragoza hicieron muy buenas amistades que mantuvieron toda la vida. Se contaba también que fueron las malas condiciones higiénicas de la cárcel las que hicieron que mi aitite padeciera unos problemas de estómago que se convirtieron en crónicos. De hecho, su salud fue bastante delicada hasta su muerte en 1983. Todo esto lo narraba la tía A en un tono conmovedor y dramático, con los ojos a punto de lágrima y la mirada perdida, lo que provocaba un silencio absoluto en todos los demás. 

Encuentro que hay muchos detalles importantes en este relato familiar que se han evaporado. En parte, es lógico. La memoria se va desprendiendo de pequeñas aristas, despejando las contradicciones incómodas hasta hacerlas desaparecer, y el olvido, a veces sin tener por qué ser malintencionado, moldea algunos relatos para hacer que encajen en una lógica más mitificadora. En el limbo del pasado quedan flotando sin respuesta muchas preguntas sencillas aunque transcendentales. No puedo expresar el peso que esto tuvo en mi formación y en mi personalidad, en ese primer dibujo que, cuando despiertas al mundo, te haces de la realidad más cercana. Porque ese relato constituye, de todo lo que sabes y has conocido durante tus primeros años, lo importante. La transmisión del relato familiar es la gran constante en la historia del ser humano. No solo aprendemos a hablar en nuestra propia casa gracias a nuestros padres, sino que nos constituimos en las personas que seremos gracias a —o a pesar de— lo que nuestros ancestros inmediatos nos transmiten en todos los ámbitos. Gratis et amore, buenos o malos estilos, visibles o invisibles. También se dice que cuando la cultura es reprimida y no puede ser expresada en público, la familia la cultiva en privado. La familia es considerada el principal agente de socialización.

En paralelo está la calle, los compañeros de clase o los amigos que vas haciendo, las informaciones que absorbes de cualquier lado y, cuando somos algo más mayores, los medios de comunicación. Es este cóctel, en diferentes proporciones en cada persona, el que hace que nos vayamos construyendo. Me atrevo a decir que sobre todo heredamos sentimentalmente lo que cogemos al vuelo. Una especie de —me lo invento ahora mismo— «herencia atmosférica», ambiental. 

No me cabe duda de que lo que me llegó de mis mayores provenía de sus mejores intenciones: 
estaban convencidos de que trasmitían a los jóvenes una manera de ser buenas personas, una forma sencilla y honesta de estar en la vida, enraizados y enlazados a una corriente ancestral de la que no teníamos por qué salirnos. Antes de llegar la televisión, la radio era lo más en cualquier casa. En la mía estaba situada encima de la nevera. Como en un altar. Desde allí se escuchaba permanentemente la música del momento, las telenovelas, los concursos, los programas religiosos y, naturalmente, las noticias. Hablo de finales de la década de los años sesenta. 

Cuando llegaban los informativos del mediodía, Radio Bilbao conectaba con RNE, que era la única autorizada para emitir las noticias del día —«el parte», se le llamaba—, siempre controladas y a favor del Gobierno. Como coletilla a alguna información flotaban en el aire algunos comentarios, irónicos o de enfado, que mi padre murmuraba entre dientes, como hablando para sí, ya que ni mis hermanos ni yo éramos interlocutores válidos para los asuntos de adultos y mi madre andaba a lo suyo. Aun así, recuerdo algunas quejas o insultos cuando se mencionaba a Franco o se escuchaba su voz. 

Me acuerdo de que también sonaba el himno nacional al final de las noticias. En ese momento, uno de nosotros tenía que ir corriendo hasta la radio para quitar el sonido y aminorar el enfado de mi padre. Un día, justo antes de empezar a comer, escuchamos: «En la tarde de ayer fue tiroteado un taxista cuando se disponía a…». Silencio en la cocina hasta que terminó la locución: «… todo indica que el atentado ha podido ser cometido por la organización separatista vasca ETA». Quizá fue esta la primera ocasión que escuché la descripción de un asesinato. Recuerdo tres cosas más de aquel día: la primera, la imagen de la radio (grande y blanca con algunas piezas en rojo), a la que me quedé mirando fijamente mientras duró la transmisión de la noticia; la segunda, la distancia —me pareció enorme— que me separaba del aparato; la tercera, la voz de mi padre, que susurró por detrás de mí: 

«Algo habrá hecho». Imagino que no pensaba que esa frase se quedaría grabada en mi memoria. Fueron solo tres palabras, y con los niños es habitual tener ese tipo de descuidos. Pero se equivocó. Este comentario, como te puedes imaginar, implicaba muchas cosas que no hace falta explicar, una constelación de impresiones que, sin darse cuenta, un niño graba y conecta con otras muchas con las que, en definitiva, se «cocina» una manera particular de entender el mundo. De entender el bien y el mal. Yo, que fui uno de tantos en recibir esa transfusión de sentimentalismo y desdén por el sufrimiento de «los otros», puedo asegurar que el poder de esa transmisión es inmenso, espectacular, y su influencia, como si fuera un virus incontrolado, favoreció la insensibilidad ante la terrible realidad que nos rodeaba. 

No es la escuela, no son los libros, no es la televisión, no son las películas, no es la música, aunque todo ayuda. Es, sobre todo y en primer lugar, la familia. (...)

Iñaki Arteta presenta 'Historia de un vasco', 
libro que explica a los jóvenes el terrorismo etarra

Iñaki Arteta: 
«Intento entender cómo ignoré tanto tiempo el horror de ETA»

Federico Jiménez Losantos entrevista a Iñaki Arteta

Anestesia social vasca
Palabras sobre un fondo negro.

2.500 actos terroristas, 858 asesinatos, 2.600 heridos, 10.000 extorsionados y decenas de miles de expulsados en los 60 años de existencia de la banda terrorista ETA.
Euskadi y Navarra 2020, 9 años después del final de la actividad terrorista.
Es éste el propósito de la película de Iñaki Arteta. Llevar la cámara al auténtico corazón de ETA. Mostrar a la gente, no a los pistoleros. Enseñar los aplausos, no las bombas. Dar al silencio el papel que realmente tuvo. Porque eso es lo que acompañó a los gritos, los llantos y las detonaciones: risas, aplausos y silencios.

el año que marcó la cúspide criminal de la banda terrorista ETA. las cifras de fallecidos bailan, alrededor de 98 víctimas mortales y 22 secuestros. El cineasta Iñaki Arteta pondrá voz a las víctimas a través de testimonios en los lugares de los atentados. Una manera de purgar el silencio.
Dirigido por Iñaki Arteta, '1980' disecciona la historia del año en el que ETA cometió 200 atentados, asesinó alrededor de 98 personas y cometió 22 secuestros. El comienzo de 'los años de plomo' es el punto de partida del documental en el que tienen la palabra periodistas, políticos y principalmente los familiares de los asesinados, las víctimas de la banda que narran su experiencia y ponen sobre la mesa el estado en el que quedó su vida.
Iñaki Arteta es un incansable documentalista de los efectos del terrorismo sin maquillaje, con una obra dedicada a dar voz a las víctimas con filmes como 'Voces sin libertad', 'Trece entre mil', 'El infierno vasco', 'Contra la impunidad' o 'Bittor Arginzoniz, Vivir en el silencio'.
1980 fue el año en el que ETA buscaba cosas mas bestias para salir en la prensa, pero quizá la parte a la que no se atreve a entrar 'Patria' es la xenofobia integrada y el tratamiento de los inmigrantes obreros, que llegaban para ser explotados y crear un tejido empresarial, con grandes patronos mandando hoy, y que eran calificados como maquetos, y ramificaciones como Coreanos, e ignorantes a los andaluces. Algo que, por cierto, la serie de Gabilondo comparte con cierto personaje castellano, dibujado con brocha gorda como maltratador.
Lo más interesante de '1980' es cómo desmitifica los motivos de la violencia en un estado de derecho con futuro por delante, con el resultado de una actividad terrorista que suele contarse por muertos pero no cuenta el exilio y el silencio forzados por el sectarismo, persecuciones, pintadas, adoctrinamiento de la idea de la invasión, en ciclos sociales, ámbito familiar y cultural o detalles como no poner en una placa conmemorativa que un asesinado ha sido víctima de ETA, mostrando el etnicismo como causa última.


¿QUÉ SE CUENTA ACERCA DEL TERRORISMO? ¿EN QUÉ LUGAR DEL RECUERDO QUEDAN LAS VÍCTIMAS? ¿CÓMO VIVEN LOS QUE ASESINARON? ¿CÓMO SE LES CONSIDERA SOCIALMENTE? ¿ALGUIEN LES HA RECORDADO LO QUE HICIERON? ¿CUÁL ES LA HUELLA QUE EL TERRORISMO HA DEJADO EN EL PAÍS VASCO DESPUÉS DE SU LARGA Y DOLOROSA EXISTENCIA?
Tras el cese de la actividad terrorista de ETA se viene hablando de la llegada de la “normalidad” a la sociedad vasca. Pero más bien parece que esta “normalidad” consista en la aceptación colectiva de la preeminencia de los criterios nacionalistas del mundo radical, así como en la aceptación de su relato del pasado. La “normalidad” se visualiza en el trato de los partidos políticos, la prensa y la ciudadanía en general hacia los representantes de ultranacionalistas y a sus reivindicaciones ligadas al futuro de los terroristas encarcelados. Esta “normalización” es impunidad y olvido, pero, sobre todo, silencio. Un aluvión de preguntas permanecen necesitadas de respuesta.
Casi todos los testimonios recogidos en "Bajo el silencio" destilan ese relativismo moral que es uno de los daños más profundos que ha causado el terrorismo y que se condensa en esa terrible frase, expresada en algunos casos, pensada en otros, durante bastantes años tras un atentado: 
“Algo habrá hecho”. Una forma de retorcer el principio ético y moral de “el fin no justifica los medios”, que debe regir la vida de las personas y las sociedades.



EUSKADI: AMNISTÍA ARRANCADA 
Y
LOS HOMBRE DE ETA



VER+:
ASÍ MATABA ETA

EL TERRORISMO DE LA IGLESIA VASCA

“Es tan homicida el ojo que mira hacia otro lado como el que apunta con la mirilla del fusil; es tan culpable la mano que echa la persiana para no enterarse de lo que ocurre afuera como la que aprieta el gatillo”. W. Szpilman

“Quien acepta pasivamente el mal es tan responsable como el que lo comete. 
Quien ve el mal y no protesta, ayuda a hacer el mal”. Martin Luther King