DENIS COLLIN
"Nación y soberanía (y otros ensayos)" cumple dos funciones. Por un lado, armar una defensa del soberanismo sólida, sin aspavientos ni estridencias, sin golpes de pecho, sobria. Por otro lado, dar cuenta de la paulatina emergencia de un totalitarismo de nuevo cuño que, silente avanza sin encontrar prácticamente resistencia. Un totalitarismo que poco tiene que ver con aquellos regímenes que se nos vienen rápidamente a la cabeza, sino más bien con una vigilancia global y capilar, capaz de penetrar en la consciencia colectiva toda, desnudando y profanando hasta nuestra más absoluta intimidad, la psique: reprogramándola. Este libro va directo a la línea de flotación del pensamiento woke/multiculturalista. ¿En qué sentido? Con la elegancia que caracteriza a Denis Collin, es capaz de escribir contra los agoreros que llevan 30 o 40 años anunciando la inminente muerte del Estado–nación, es decir, contra aquellos neoliberales acérrimos, pero también contra toda la patulea izquierdista que confunde el internacionalismo con la sumisión a una plutocrática gobernanza global.
Soberanía:
un concepto cultural clave
para el mundo que viene
Este libro que comentamos en Vozpópuli va directo a la línea de flotación del pensamiento woke/multiculturalista. ¿En qué sentido? Con la elegancia que le caracteriza, Denis Collin es capaz de escribir contra los agoreros que llevan 30 ó 40 años anunciando la “inminente” muerte del Estado–nación, es decir, contra aquellos neoliberales acérrimos, pero también contra toda la patulea izquierdista que confunde el internacionalismo con la sumisión a una plutocrática gobernanza global. Por poner un ejemplo, sostiene: “Una gran fracción de la extrema izquierda, que suele reivindicarse como marxista, defiende el globalismo en lugar del internacionalismo y expresa su descarado desprecio por las naciones (…) Pero no llamemos internacionalismo a esta propaganda a favor de la dominación mundial del capital”.
Y es que el propio Karl Marx fue meridianamente claro al reconocer que "la lucha de clases es internacional en su contenido, pero nacional en su forma". Porque, como bien arguye de nuevo Collin: “Entre el universal abstracto del cosmopolitismo y el particularismo de la tribu o el grupo étnico, la nación política, es decir, la nación organizada como Estado soberano, aparece, así como una mediación necesaria”. Quienes, por tanto, –independientemente de su pelaje ideológico– se empeñan en enterrar al Estado, lo hacen con claras intenciones… Algunos nos denominan nostálgicos a aquellos que defendemos la continuidad hoy de las conquistas del movimiento obrero en el siglo pasado.
Aún reconociendo que no se debe depositar una confianza ciega en el Estado burgués, ¿acaso no ha habido verdaderos avances sociales? La clase burguesa hoy mira de superar (Aufhebung) al Estado para deshacerse de esta ambigüedad, mira de destruir el Estado para eliminar el conflicto de clase de raíz. Como argumenta el filósofo italiano Diego Fusaro: “Hoy asistimos a un conflicto de clase gestionado sólo desde arriba. Es solo la clase dominante que hace la lucha de clases (…) tú puedes combatir si estás en el Estado y ves cara a cara a tu enemigo (…) recuperar el Estado–nación no significa ser nostálgicos del pasado”.
¿Estado o desarraigo?
En esta línea, coincide también Manolo Monereo en su artículo “El futuro de las ideologías y las ideologías con futuro” (2020) para quien: “El Estado nación es el lugar de la política y de la democracia. Es el lugar del conflicto de clase y redistributivo. Es el lugar del control del mercado, de la planificación del desarrollo y de la gestión de las políticas públicas. Es el lugar, también, de los derechos sindicales, laborales y sociales, de las pensiones (…) La vieja metódica marxista sigue siendo útil: partir de la realidad de sus contradicciones para cambiarla”.
El ciudadano del mundo, cosmopolita, aquel que no tiene un hogar fijo y deambula privado de todo vínculo, está abocado a entregarse a los brazos del consumo esquizofrénico
En definitiva, quienes deforman y distorsionan el mensaje de personas como Collin, Fusaro o Monereo, pretenden crear con ello la sospecha de que son en realidad agentes de la reacción, “guardianes del templo”, sin percatarse de que son ellos mismos quienes acaban haciéndole el juego al capital financiero transnacional con su “internacionalismo” de pandereta. La transterritorialización de los flujos sociales, la financiarización y uberización de la economía, la aparición de formas de “economía colaborativa”, el vaciamiento de las zonas rurales, el teletrabajo o el coworking, así como el cohousing, e incluso las impúdicas directrices del Foro de Davos, en definitiva, la diáspora ininterrumpida y la precarización general de la existencia humana son fenómenos que muestran una clara tendencia hacia el desarraigo.
El ciudadano del mundo, cosmopolita, aquel que no tiene un hogar fijo y deambula privado de todo vínculo, está abocado a entregarse a los brazos del consumo esquizofrénico. Quizá, como hace Collin, convenga volver a los clásicos. No por casualidad él comienza su itinerario en Aristóteles. Es en la Política donde el estagirita nos legó una de las más paradójicas verdades: que la esclavitud es aquella condición que se basa en la ausencia de vínculos y de hogar propio, por eso el esclavo puede ser abusado de cualquier modo y en cualquier lugar. Y que, a la inversa: la libertad es aristotélicamente aquella condición basada en la relación y obligación para con los hombres (conciudadanos), la ciudad (Polis) y las costumbres del lugar donde se vive (Patrios politeia).
Denis Collin acomete en este libro la difícil y valiente tarea de bosquejar una alternativa real al globalismo sin caer en lugares comunes ni recurrir a fidelidades nostálgicas. Este opúsculo es una exhortación a “defender una concepción razonable de la soberanía nacional, permitir que cada uno ame su país, sus tradiciones, su cultura sin cultivar la hostilidad hacia los extranjeros y reconocer el deber de hospitalidad y ayuda mutua hacia los desafortunados –principios morales que también están inscritos en nuestra larga historia– es la única manera de oponerse a los explotadores de la crisis, a los llamados identitarios incultos y a otros grupos violentos que se convertirán mañana en agentes de la destrucción de la civilización”.
Desde el comienzo de los tiempos modernos, la historia ha sido «secularizada». Donde esperábamos el fin de los tiempos y la salvación de la humanidad a través del reinado de Dios en la Tierra, donde esperábamos el apocalipsis, la revelación última, comenzamos a creer que los hombres, guiados por la razón, transformarían ellos mismos la Tierra en un paraíso.
El progresismo aparece como el cumplimiento de la soteriología cristiana. Kant no lo oculta: su «idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita» no es más que la reanudación bajo una forma nueva, conforme al espíritu de la Ilustración, de la esperanza cristiana. Hegel lo prolonga y Marx completa el ciclo: el comunismo es una nueva comunidad de santos.
Es fácil ironizar sobre estas filosofías de la historia que no son más que teleologías, es decir, teologías de la historia. ¡Las mentes fuertes no se dejan atrapar por esta trampa de tontos! ¡Pero es un poco fácil! Sin esperanza de tiempos mejores, ¿qué motivo tenemos para actuar contra la injusticia de este mundo? Podemos decir: «siempre habrá malos, siempre habrá maldad en el mundo y no podemos hacer nada al respecto, siempre será así». Pero si no podemos hacer nada al respecto, ¿cuál es el punto? ¿Que los malvados sean malvados, porque hagamos lo que hagamos, nada cambiará?. Dar el consentimiento al mundo tal como es no es otra cosa que otorgar el consentimiento al mal. Y este consentimiento al mal es una renuncia a nuestra libertad como hombres, a nuestra responsabilidad por el mundo. Todavía se puede ser un poco sartreano.
Sin embargo, en nuestra negación del mal, podemos jugar fácilmente con el alma hermosa. Rechazamos absolutamente cualquier compromiso con el mal, protestamos y asaltamos y exigimos la pureza absoluta de nuestras acciones y las de los demás. Como el campo de las buenas causas es, por desgracia, muy amplio, elegimos una que empujará a todas las demás a las sombras, una causa que nos dará una imagen orgullosa de nosotros mismos. El narcisismo moral es una enfermedad muy extendida que afecta a muchos belicistas dispuestos a luchar «por sus valores» hasta la última gota de sangre ajena. Como dice Jankélévitch, el purista es intransigente, está a favor de la libertad hasta el final, ¡si la libertad muere! Y el narcisismo moral es una de las variedades del purismo. A la inversa, el cínico que cree que el poder es justo abre sus brazos al mal y nos invita a amar a los malvados. Que el poder hace el derecho es, como ha demostrado Jean-Jacques Rousseau, nada más que un galimatías.
Estas dos actitudes simétricas se refuerzan mutuamente y ambas eluden la profunda diversidad de la naturaleza humana. Los buenos nunca son del todo buenos y los malos suelen ser incapaces de ser malos en todo momento, como había señalado mi querido Maquiavelo. Para hacer el bien, siempre nos vemos más o menos llevados a aceptar el mal. Para hacer las paces, que es bueno, tienes que negociar con tus enemigos, ¡hacer las paces con tus amigos está al alcance de todos! Añadamos que, si en el plano individual subjetivo todos deben esforzarse por hacer el bien, en la historia, es decir en la arena política, se puede, la mayoría de las veces, buscar sólo un mal menor. Lo que complica aún más el juego.
Las filosofías de la historia que creen en una especie de dinámica histórica ineludible, estas filosofías que no son más que una versión más o menos reelaborada del optimismo leibniziano (todo es lo mejor en el mejor de los mundos posibles( nos eximen de tener que asumir nuestras responsabilidades, ya que del mal siempre sale el bien, siendo el mal en Leibniz (siempre) sólo un mal relativo. Excusas como «no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos», ¡han encubierto tantos delitos!
En verdad, la historia no hace nada y no va a ninguna parte. En cada etapa siempre podemos elegir entre lo mejor y lo peor y la mayoría de las veces tomamos algún camino zigzagueante entre obstáculos. Pero tendremos que afrontar las consecuencias de nuestros actos. Los hombres hacen su propia historia. Desafortunadamente, el verdadero significado de nuestras acciones a menudo se nos escapa. Creemos hacer lo mejor y resulta que producimos lo peor. Nuestras acciones, de hecho, se entrelazan con las acciones de millones y millones de sujetos que también actúan según lo que creen que es lo mejor (al menos lo mejor para ellos. Porque si los hombres hacen su propia historia, la mayoría de las veces no saben qué historia están haciendo. Contrariamente a lo que piensan los filósofos un tanto tontos del liberalismo, cuando todos actúan pensando sólo en sí mismos, generalmente surge el caos. Porque si los hombres hacen su propia historia, la mayoría de las veces no saben qué historia están haciendo.
En resumen, no podemos, o ya no podemos a estas alturas, creer en el significado de la historia. Ya no está disponible para servir como justificación. Pero no estamos exentos de comprometernos, ya que, en todo caso, estamos comprometidos, ya que la indiferencia sigue siendo una elección, la elección por el orden existente. La esperanza en un mundo mejor es una elección moral que se nos impone.
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