EL Rincón de Yanka: LIBRO "LO QUE ME DIO LA LUNA": JUGANDO CON LA LUNA SE DESCUBRIÓ por 🌕 ZAIDA BELÉN MARTÍNEZ 🌕

inicio














viernes, 8 de diciembre de 2023

LIBRO "LO QUE ME DIO LA LUNA": JUGANDO CON LA LUNA SE DESCUBRIÓ por 🌕 ZAIDA BELÉN MARTÍNEZ 🌕


Lo que me dio la luna: 
Jugando con la luna, se descubrió
🌕

Esta es la historia de una niña, que descubre su pasión por las artes escénicas, jugando en su jardín, con la sombra de la luz de la luna, soñaba con bailar en escenarios. Todas las noches hacia lo mismo, descubriendo diferentes imágenes, que con su cuerpo reflejaba en la sombra de la luz de la luna, era su mayor entretenimiento, además que la sombra de la luz de la luna, también jugaba con las hojas de los cambúrales, que daban unas sombras muy extrañas provocándole una sensación de miedo; esa misma emoción de miedo le permitió descubrir, que podía crear personajes para jugar asustando a sus amiguitos que le acompañaban en el jardín, haciendo las veces de público, eran innumerables las figuras creadas que se reflejaban como una película en las paredes con la sombra de la luz de la luna. 

Aquel particular juego de luces con la sombra de la luz de la luna, fue el escenario perfecto para representar personajes iluminados para ella con las sombras de las hojas y la sombra de la luz de la luna. Así fue como jugando descubrió sus talentos para la danza y el teatro que le acompañarán de por vida. En ese mismo jardín su madre y bajo la sombra de la luz de la luna un día le narro, la historia de cómo se conocieron sus padres, algo que le pareció mágico, creció creyendo en lo mágico del amor y para ella así lo ha sido. Porque siempre encontró sus amores desde lo mágico. Tan mágico como fue escribir el nombre completo de un amor que dejo huellas, sin antes conocerlo, algo verdaderamente extraño o sencillamente mágico, como también el hecho mágico de las coincidencias o paralelismo y recuerdos de vidas pasadas, haciéndose muchas preguntas sin ninguna repuesta, que le permitiera entender tantas coincidencias. Igualmente, el sorprendente sueño de escenas que se hicieran realidad convirtiendo todo en un hecho mágico. 

Esta historia está llena fantasías que son realidad, porque la vida es así, mágica y sorprendente.
Este precioso libro es un compendio de bellas historias sobre Venezuela y sobre lo que significa la venezolanidad... ¿Qué es para usted, Venezuela?: Lo que vivió en su infancia...
"Lo que me dio la luna" es una extraordinaria aventura que nos lleva a reencontrarnos con esa Venezuela que tanto añoramos y recordamos...

El Jardín

Entre mangos y un elegante cocotero que identificaba mi casa, entre camburales en un jardín productivo sembrado por mi padre, donde también mi madre sembraba flores pasé toda mi infancia. Siempre escuché la historia de que mi casa, la misma donde nací, había sido comprada con parte del dinero ganado por mi padre con un "quintico" de la Lotería de Caracas. La casa costó cinco mil ochocientos Bolívares. Mamá contaba, que cuando llegó a Valencia desde Caracas con mis dos hermanos mayores en el mes de octubre del año 1950, en la casa había más de cien matas de rosas y muchos lirios, los que ate­ soró y cuidó, con el afecto que sólo ella sabía darles a las plantas, aún recuerdo el jazmín, su olor tan intenso bañaba toda la casa, se podía llegar a ella orien­tándose por su perfume.

Un día mi papá, sembrando dos matas de mango, dio sendas instruccio­nes para su cuidado, dijo: "hay que sembrar árboles que den frutos y cuidarlos para que los pájaros tengan que comer". Al pasar el tiempo, los pájaros, mis hermanos y yo, comimos de sus frutos; también recibimos algún regaño si se nos ocurría tratar de tumbar el fruto lastimando la preñada planta. Mi padre siempre tuvo un vínculo muy especial con los árboles, sobre todo los frutales, era una manera de asegurarles la comida a los pájaros en la ciudad.

Nunca perdió la conexión con las plantas, a sus 96 años, aún conser­vaba esa misma inquietud de sembrar cualquier semilla, lo vi una vez sem­brando una semilla de cedazo, una especie de enredadera que crece silvestre en los patios de las casas de Venezuela, produce un fruto que no se come y hasta huele mal, pero al secarse sirve como esponja para restregarse el cuerpo; desde que los vio en las tiendas listos y arregladitos para bañarse, le pareció una buena idea cosecharlos. Todo envase le servía para germinar una semilla, cuidarla hasta verla nacer y finalmente trasplantarla para siempre en cualquier patio de vecino. Ese fue su mayor legado, dejar árboles en distintos lugares y muchas personas y pájaros aún comen sus frutos.

Un día lo vi desesperado corriendo por el patio de la casa, dando gri­tos, perdiendo la serenidad que lo caracterizaba; por error, en vez de agua, le había echado a una planta el kerosene que estaba en un envase, corrió bus­cando agua para remediar el daño que le había hecho a su arbolito, la regó todo lo que pudo y con una pala sacaba la tierra de alrededor de la raíz, bus­cando salvarlo; creo que la planta intuyó su buena intención y la equivocación porque el árbol creció sin problemas y nos dio y sigue dando los mejores nís­peros del vecindario.

Mi padre había guardado con mucho celo una semilla del árbol frondoso de níspero de un vecino y al vender la casa, fue talado sin que los vecinos pudieran hacer nada para salvarlo, todos se quedaron con la tristeza de ver que aquel árbol frondoso que tantos frutos nos diera tuviera ese triste final.

Aquel árbol de níspero era muy viejo, tan viejo como los primeros due­ños que habían nacido, crecido y envejecido por varias generaciones desde los años de mil ochocientos, sólo quedaba la generación de los sobrinos lejanos y herederos de las ahijadas o protegidas por aquellos viejos, que cuando yo los conocí ya tendrían sesenta o setenta años, pero lucían como de cien, sin em­bargo, el níspero se veía joven, con vigor y dando frutos, aun así los nuevos dueños de la casa lo sacrificaron sin dolor. Los vecinos y mi familia vimos todo aquello como un gran acontecimiento, primero tumbaron la casa, des­ pués los obreros se comieron los frutos y luego el sonido de la caída de uno de los árboles más frondosos que he visto, así fueron cayendo los otros, hasta quedar todo desolado, los recuerdos de antaño quedaron hechos polvo.

Después levantarían, como en efecto se construyó, un gran local co­mercial con lo cual también empezaría a cambiar la fachada del vecindario, abrir camino a la zona de tiendas en la que se convertiría aquella tranquila ca­lle, la misma de cuando llegaron mis padres y que para la época era la última calle con nomenclatura de la ciudad de Valencia.

A pesar de lo intrincado entre locales comerciales, el ruido de carros y el monóxido; en la que fue mi casa donde nací, el níspero de mi padre sigue allí dando frutos como una suerte de vida.

¡Mi Casa! Mi casa tenía un jardín, un jardín muy grande, tan grande que en las noches de luna llena jugábamos a ver quién era más valiente y se atrevía a caminar de punta a punta, entre las diferentes plantas y arbustos sin que nos diera miedo; nunca lo logramos. A propósito mis hermanos mayo­res contaban cuentos de muertos y aparecidos. ¡Es que la luna también ac­ tuaba jugando con su luz!, dando sombras de figuras extrañas y de terror entre las hojas de los camburales que acompañaban las solicitadas historias que nos llenaban de verdadero terror. Mi madre acudía a tranquilizarnos, diciendo: "Sólo son plantas mis hijos y la luz de la luna hace esas sombras; no tengan miedo, ya verán mañana a la luz del día que allí no hay nada."

Mi Mamá

¡Mi madre! Mi madre tenía un timbre de voz entre seda y ronco, aún puedo escucharla, siempre tan dulce, tan comedida, su espíritu de libertad se quedó en mí, una herencia que le agradezco a ella y al universo y tantas otras características de mi madre que hago esfuerzos por imitar; su dulzura, su ma­nera de relacionarse, su sutileza natural, su discreción, eran notorias. Sus ojos podían hablar, hasta su perro "Peluquín" con tan solo mirarlo la comprendía, una mirada profunda que podía ser escrutadora, pero sin juzgar, era como el reflejo de lo que quería prohibir, pero que dejaría a tu elección.

Un día, el padrino de mi hermana Cecilia el señor Mejía, al que termi­namos todos llamándole "compadre", llegó a casa como siempre, con dulces y con su guitarra para cantar sentado a la sombra de los mangos; entonaba can­ciones de su tierra, Lara, un pueblo musical por excelencia. Un día de tan­tos, trajo en sus manos un regalo especial para mi madre, un librito de Metafí­sica escrito por "Conny Méndez", cantautora venezolana que después de com­poner canciones dedicadas a su país, empezó a regalar libritos de Metafísica donde enseñaba entre otras cosas, a ver a Dios en la tierra y no en las alturas, sin barba, una energía que está dentro de cada quien, un Dios que no castiga, donde cada persona es responsable de sus propios actos; hablaba de una vieja ley, que para muchos era nueva, la ley de causa y efecto.
Ese librito le dio a mi madre más sabiduría de la que ella ya tenía en su vida y al parecer de vidas pasadas. Pienso que fue el mejor regalo que recibi­mos todos, ese obsequio trajo a mi casa otro concepto, "La Fuerza del Opti­mismo", para enfrentar diferentes problemas que se presentan y que son parte de la vida misma.

Con el transcurrir de los años, mi madre conoció a la escritora "Conny Méndez" y compartirían numerosos encuentros en la experiencia filosófica y en pasatiempos como la organización de la "Feria de las Flores" en Burbusay, un pueblito muy cerca de Boconó, estado Trujillo, Venezuela. Conny fue una mujer con una filosofía sencilla y muy práctica, que a través de sus libros dejó respuestas a interrogantes sobre las leyes de la vida y el universo. Mi madre hasta la hora de su muerte practicó esa metafísica, fue un legado para sus hi­jos, así entendimos que la muerte es simplemente una transformación, un es­tado evolutivo del ser. 

¡Mi madre! Mi madre fue pocas veces a la escuela, sin embargo aprendió a leer y escribir, había que caminar mucho para llegar a la más cercana, su casa quedaba en la "Hacienda Pino", hoy, "Los Corales"; la es­cuela quedaba en el pueblo de Caraballeda, no sólo por la lejanía dejó de ir, sino que estaba obligada a trabajar en las labores de la hacienda. Siempre se sintió mal por no haber podido estudiar, por eso creo que buscaba en los pro­gramas de radio y en los periódicos el aprendizaje que no logró tener en la escuela.

Afortunadamente lo que aprendió en el poco tiempo que logró asistir a la escuela, a pesar de las dificultades, la distancia y las bromas que le hacían los muchachos que encontraba en el camino, dejó una impronta en ella. Muchas veces nos contó a mis hermanos y a mí que ella se escondía debajo del catre donde dormía y allí debajo juntaba vocales y consonantes para compo­ner palabras y escribirlas en un cuaderno, antes de que la encontraran y la mandaran a lavar en el río ollas negritas de hollín. Por el contrario, ella nos estimulaba a todos a estudiar, e incluso con mucho esfuerzo mandó a mis her­ manas menores a prepararse en el extranjero.

Muchas veces y cada vez que íbamos de vacaciones a casa de la abuela en "Las Quince Letras", andando de paseo por "Caraballeda", en el estado Var­gas, ella recordaba el sitio donde llegó años atrás con toda su familia; por una oferta de trabajo que le hicieron a su padre, mi abuelo, como capataz me­cánico de la "Hacienda Pino". Llegaron luego de un largo viaje desde El Con­sejo, estado Aragua, con sus siete hermanos, cinco varones y tres hembras; Lucia mi madre, Rosa, Cecilia, José, Napoleón, Alí, Armando, Miguel, des­pués nacerían Luis y José Francisco "Chalo".

El único recuerdo agradable, divertido, de lo difícil que fue para mi ma­dre ir a la escuela, era un episodio que relató muchas veces: Encontrándose con una amiga de la infancia "Margarita Escobar", una mujer de raza negra, alta, robusta y más buena que un pan, entre risas recordaban y contaban: "Ella es la amiga que me acompañaba a la escuela y nos defendía de todos los mu­chachos negros de Caraballeda, que cuando íbamos en camino, nos lanzaban piedras a mis hermanas y a mí." Mi madre y mis tíos eran muy blancos y los negros los veían diferentes y en su afán de defenderse del "blanco explota­dor", les tiraban piedras a mi madre y a mis tías, solamente por andar por lo que consideraban sus tierras.

Uno de mis tíos, Luis, aún dice que aquellos negros nunca habían visto a un blanco y eso les asustaba. Margarita, que desde hacía mucho tiempo se sentía libre y dueña de esos campos, donde sobraban árboles con muchos frutos, se reía recordando las travesuras que ella y mi madre les ha­ cían a los negritos para que no volvieran a molestar; un día armaron una tác­tica y empezaron a lanzarles palos a los nidos de los pegones para que los in­sectos buscaran la cabeza de esos muchachos y se les metieran entre el cabe­llo, mientras ellos peleaban con los pegones en sus intrincado pelo, ellas ter­minaban de pasar por el camino que las llevaba a la escuela. Mis tías y mi ma­dre podían durar mucho rato riéndose y recordando el episodio, yo creo que fue lo peor que hizo mi madre en su vida.

Habiendo muerto mi madre y estando yo de visita en La Guaira, recor­dando las historias, le pedí a uno de mis primos mayores, Rafael Enrique y a mi querido tío Luis, que me llevaran a casa de la negra Margarita Escobar, me habían dicho que ella aún vivía y que hasta hacía poco todavía bailaba "La Burriquita", baile folklórico en los Carnavales de Macuto y las fiestas de Carapiedras a mis hermanas y a mí." 
Mi madre y mis tíos eran muy blancos y los negros los veían diferentes y en su afán de defenderse del "blanco explota­dor", les tiraban piedras a mi madre y a mis tías, solamente por andar por lo que consideraban sus tierras.

Uno de mis tíos, Luis, aún dice que aquellos negros nunca habían visto a un blanco y eso les asustaba. Margarita, que desde hacía mucho tiempo se sentía libre y dueña de esos campos, donde sobraban árboles con muchos frutos, se reía recordando las travesuras que ella y mi madre les ha­cían a los negritos para que no volvieran a molestar; un día armaron una tác­tica y empezaron a lanzarles palos a los nidos de los pegones para que los in­ sectos buscaran la cabeza de esos muchachos y se les metieran entre el cabe­llo, mientras ellos peleaban con los pegones en sus intrincado pelo, ellas ter­ minaban de pasar por el camino que las llevaba a la escuela. Mis tías y mi ma­ dre podían durar mucho rato riéndose y recordando el episodio, yo creo que fue lo peor que hizo mi madre en su vida.

Habiendo muerto mi madre y estando yo de visita en La Guaira, recor­dando las historias, le pedí a uno de mis primos mayores, Rafael Enrique y a mi querido tío Luis, que me llevaran a casa de la negra Margarita Escobar, me habían dicho que ella aún vivía y que hasta hacía poco todavía bailaba "La Burriquita", baile folklórico en los Carnavales de Macuto y las fiestas de Caraballeda, hasta había sido nombrada Patrimonio Cultural Viviente del Estado Vargas. Llegamos a una casita donde había mucha gente afuera, los hombres oían música para celebrar el domingo, bebiendo cerveza, no me importó quié­ nes eran, yo sólo quería entrar a ver a la amiga de infancia de mi mamá, tan­tos años escuché hablar de Margarita Escobar y ahora estaba en supuerta, en­tré, la casa estaba maltrecha, con las paredes sin pintar por muchos años, sin comodidades aparentes, un poco sombría, calurosa, pero acogedora, llena de afecto que estoy segura era obra de la negra Margarita. Estando adentro, vi todo con mucha curiosidad, me parecía mentira que estuviera en casa de la amiga de infancia de mi madre, la misma de quien tantas veces ella me habló.

Miré hacia un lado y de una de las habitaciones salió, su cuerpo ya no era tan alto, se veía debilitado por los años, con una voz que alguna vez fue fuerte y sonora; ya no se veía robusta, pero su dulzura estaba intacta, me hizo llorar , lloramos todos los que me acompañaron al ver aquella negra de cabellos blancos que le daban más color a su rosto y una inquieta mirada co­ lor gris, me preguntó: 
"¿Quién eres tú?", le respondí abrazándola, soy la hija de María Jesús Smith, de inmediato echó su cuerpo hacia atrás para ver en mi cara a su amiga, su voz recuperó su tono intenso y con un dejo de tristeza pero con fuerza pronunció emocionada el nombre de mi madre por lo menos tres veces, al decirlo le llegaban los recuerdos que todavía mantenía de su infancia, me emocioné al ver en ella el cariño por mi madre, me quedé pen­ sando todo lo que se puede recordar de la niñez cuando estamos viejos, enton­ces habló de mi madre y reprochó a los que nunca le avisaron de su muerte.

Me emociona recordar ese momento, reflexionando sobre el espíritu li­bertario que tenía mi madre, que no hay que nacer en cautiverio para buscar la libertad. Margarita Escobar, igual como la recordaba mi madre, estaba allí, diciendo cuánta falta le hacía la compañía de su amiga, ellas habían dejado de encontrarse en los caminos de Caraballeda hacia la "Hacienda Pino", para verse luego en algún o cualquier año de vacaciones con sus hijos y con vidas tan distintas a las que habían tenido de niñas. Era otra Venezuela la que ellas recordaban, otra que sólo yo podía dibujar en mi mente por sus cuentos y anécdotas, ellas eran narradoras innatas, con una sensibilidad especial. Así fue como contando cuentos me dijo que aún bailaba "La Burriquita" en los carnavales de Caraballeda. Me llevó a su habitación donde estaba guardada su burriquita, todo me parecía tan ingenuo, tan lleno de sentimientos de gente buena. Debieron haberla pasado muy bien de niñas y tenían muchos recuer­dos la una de la otra. La amistad cuando es verdadera dura por siempre.