Aquellos pupitres, aquellos pizarrones, aquellos maestros...
EL DESASTRE EDUCATIVO
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La reciente publicación del último Informe PISA ha vuelto a poner bajo el foco de la opinión pública la prolongada crisis del sistema educativo en nuestro país. Dejando aparte la distinción entre “regiones del norte” y “regiones del sur”, así como el factor del alumnado de origen inmigrante, los resultados de PISA ponen ante nuestros ojos una decadencia de la educación en España que, por cierto, se inscribe dentro de una caída general de los sistemas educativos europeos —incluidos los escandinavos— frente a la pujante ética del trabajo de los sistemas asiáticos. Dada la confusión de ideas reinante en tantos ámbitos de nuestra vida pública, nos parece que no vendrá mal reunir algunas reflexiones de fondo sobre el tema, referidas ante todo a la concreta situación de nuestro país.
Nuestros institutos hace tiempo que se convirtieron en “guarderías para adolescentes”.
Parafraseando una vez más la archiconocida pregunta de Vargas Llosa, podemos preguntarnos “cuándo se jodió la educación en España”. Para empezar, cabría referirse a esa popular —y certera— opinión según la cual nuestros institutos hace tiempo que se convirtieron en “guarderías para adolescentes”. Existe hoy un amplio consenso acerca de que, desde 1960 hasta la década de 1980, la educación pública en España cumplió eficazmente su función como “ascensor social”, permitiendo el progreso estrictamente meritocrático de los alumnos procedentes de las clases obreras y populares. No es que la situación existente hasta entonces hubiese sido perfecta, que no lo era; pero operaban una serie de factores positivos que compensaban de manera bastante digna otros posibles fallos del sistema.
Retrotraigámonos a la España de 1970. La sociedad todavía presenta un aspecto bastante informal, aún no fosilizado o anquilosado por las rigideces del burocratismo estatal. Tras terminar la educación básica, muchos adolescentes empiezan a trabajar y a formarse como aprendices en pequeñas empresas y talleres de todo tipo. Existe, además, una red público-privada de escuelas y academias de capacitación profesional. Las Escuelas de Comercio forman contables y peritos mercantiles. Aún no se advierten síntomas de la titulitis contemporánea. Los institutos de bachillerato conservan su prestigio. La universidad todavía no se ha masificado y devaluado. No pretendemos pintar una situación idílica, pero sí señalar que, en muchos sentidos, era bastante mejor que la que tenemos hoy.
Por otra parte, y como ha señalado entre nosotros Pérez-Reverte, el Bachillerato de 1957, vigente entre nosotros hasta principios de la década de 1970, cuando es sustituido por la Ley General de Educación o Ley Villar Palasí, sirvió para proporcionar durante más de quince años una excelente formación general a varias generaciones de estudiantes que luego fueron, durante décadas, la columna vertebral de las clases medias de nuestro país. Tampoco ahora pretendemos incurrir en una fácil idealización del pasado; pero es un hecho que, cuando echan la vista atrás, muchos brillantes profesionales españoles hoy ya más que sexagenarios comentan en sus tertulias de café lo bastante que se salía sabiendo de aquel bachillerato de seis años. Tal vez lo critiquen a la vez por motivos ideológicos, pero no dejan de reconocer —lo cortés no quita lo valiente— todo lo que le deben.
Por otra parte, y más allá del sistema educativo de enseñanzas medias stricto sensu, existía un conjunto de factores sociales y culturales que favorecía por aquel tiempo la formación de nuestros adolescentes. La entonces todavía amplia vigencia de tradiciones de todo tipo, así como de la vida rural y de vecindario. La existencia de miles de salas de cine. La influencia de Televisión Española en lo que cabe considerar su Edad de Oro (aproximadamente, 1966-1982). El maravilloso mundo de los tebeos. La época de las enciclopedias de papel en los muebles de salón y de los álbumes de cromos. Y todo ese universo de enciclopedias juveniles y clásicos ilustrados del que aún existen rastros en rincones olvidados de nuestras bibliotecas públicas y en las cada vez menos numerosas librerías de viejo, mina de tantos hallazgos reveladores para cualquier detective cultural.
Si a todo lo anterior le añadimos una escuela primaria donde los alumnos aprendían realmente a leer y a escribir y donde apenas necesitaban algo más que las célebres Enciclopedias Álvarez, y si añadimos también unas Facultades de Filosofía y Letras de donde salían futuros profesores más que dignamente formados, resulta fácil comprender la existencia de todo un mundo que hoy, en muchos sentidos, puede antojársenos casi como un paraíso en el que, además, los maestros disfrutaban de autoridad y respeto, la estabilidad matrimonial era la regla y la presencia de la madre como ama de casa en el hogar constituían el eje vertebrador de toda la vida familiar. ¿Un mundo ideal? Pues no, en absoluto, ya que también existían muchos elementos criticables (por ejemplo, recuerdo el pavor que producía en mis compañeros de 1.º de EGB la vareta de don Ángel, con la que pegaba fuertes palmetazos de castigo en las palmas de las manos de sus aterrorizados alumnos); pero sí un pequeño universo en el que, si no existían otros factores desestabilizantes, podían desarrollarse de manera bastante razonable —también desde un punto de vista educativo— la infancia y adolescencia de los niños de aquella época.
Hoy todo lo anterior sólo es ya un lejano recuerdo. La LOGSE de 1990 supuso el final de todo un mundo. Se creó la malhadada ESO, se expulsó a los niños prematuramente de los colegios tras 6.º de Primaria, desapareció en su mayor parte el mundo de la caligrafía, el dibujo, los diccionarios, los copiados y los dictados. La ideología y la falta de sentido común entró en los libros de texto. Es entonces cuando los institutos se convierten en “guarderías de adolescentes” y los profesores de la pública empiezan a enviar a sus propios hijos a la privada (siguiendo el ejemplo de los ministros socialistas de Felipe González). Y después todo ha ido cuesta abajo, sumándose factores como el de los móviles y las pantallas (Catherine L’Ecuyer ya es completamente un tópico mainstream), el de un alumnado autóctono que llega a la escuela, cada vez más, desde un ambiente familiar enrarecido y el de una masa de alumnado de origen inmigrante que, en gran parte, está bastante poco interesado en aprender y va al instituto a pasar la mañana y a socializar.
Y bien: ¿qué hacer a partir de ahora? Existe un consenso cada vez mayor sobre la necesidad de volver a formas de enseñanza de tipo tradicional, alejadas del hechizo de las pantallas y las nuevas tecnologías. Escribir a mano, dibujar, hacer cálculo mental, tomar apuntes, buscar en el diccionario, leer cuentos y relatos de aventuras, hacer rotulaciones o trabajos manuales. Con años y años de gota a gota, haciendo este tipo de cosas en el aula y jugando a juegos de toda la vida en el patio, parece que no es posible equivocarse demasiado. Sin embargo, existen poderosas fuerzas que operan en contra de este retorno a la tradición y el sentido común anhelado hoy por tantos padres.
En primer lugar, la omnipresencia de los móviles, la as pantallas y las nuevas tecnologías en la vida de unos niños y adolescentes que ya han crecido en el universo de las redes sociales. Todo este conglomerado tecnológico dispersa la capacidad de atención de las nuevas generaciones, así como de los adultos en general. Y como, además, mueve miles y miles de millones de euros, cualquier intento de revertir nuestra lamentable situación educativa debe contar con la hostilidad de unas multinacionales tecnológicas que viven de vampirizar la atención de las nuevas generaciones, dentro de lo que se ha llamado precisamente una “economía de la atención”.
En segundo lugar, la ruina del antiguo estilo de vida comunitario. La vida del barrio, del vecindario, con un nutrido grupo de niños que se bajan todas las tardes a jugar a la calle, en un entorno no copado por los coches y el negocio urbanístico. Todo esto se encuentra hoy en día en proceso de extinción. La bajísima natalidad en Occidente, el ocio electrónico en casa, la desaparición de los vecindarios y de los lugares semiurbanizados donde poder jugar en la calle, la desaparición del tipo de televisiones públicas que existían en Europa en la década de 1970. Cualquier intento de reversión de la hecatombe educativa ha de chocar con un entorno social de familias de hijo único, parejas divorciadas, vecindarios vacíos de niños y espacios públicos donde ya no quedan espacios informales para jugar. El ocio electrónico online del hijo único en casa o las actividades extraescolares, así como unos deberes y tareas escolares muchas veces excesivos y donde también se ha perdido el sentido común. Todo esto opera también en contra de cualquier intento de dar un golpe de timón para cambiar el rumbo de la educación.
Y, finalmente, las campañas de ingeniería social que llevan décadas en marcha dentro del sistema educativo. Si se quiere —como se quiere— implantar un verdadero Nuevo Orden Mundial en el mundo, es necesario crear un nuevo tipo humano, más dócil y moldeable que nunca. Y la escuela constituye un lugar privilegiado para esta nueva clase de ingeniería social y cultural. Crear jóvenes individuos sin más horizonte vital que una existencia solipsista y encapsulada, ya sin perspectivas reales de crear una familia y desarrollar una vida independiente propia. Unas nuevas generaciones prefiguradas en Japón por los hikikomoris encerrados en sus dormitorios y que ya sólo se relacionan con el mundo a través de internet. Sin futuro, sin ideales, sin proyectos, sin ilusión de vivir. Adaptados a la idea de vivir en un mundo-colmena donde sólo aspiran a una renta básica de supervivencia proporcionada por el Estado y a una conexión estable a la Red. Sin amor, sin familias, sin hijos. Con una oferta pornográfica infinita, con sexo virtual, en un próximo futuro con avatares y robots sexuales. Una masa humana a la que se pretende robar toda su energía espiritual y toda su alegría de vivir en beneficio de un Tecno-Estado Mundial de súbditos tecnológicos completamente dependientes.
Tales son, muy en resumen, los grandes enemigos con los que debe enfrentarse cualquier intento de crear un nuevo universo educativo para nuestros hijos. Y no olvidemos tampoco los propios intereses del establishment educativo en sí, cuya fortísima inercia y apego a las rutinas opera como un formidable factor de resistencia a cualquier cambio de verdadero calado dentro de la educación.
Así las cosas, creemos que sólo una situación de absoluta emergencia a nivel mundial puede sacudir los cimientos de un sistema podrido y que no va a regenerarse por sí mismo. Condición, sin embargo, necesaria pero no suficiente. Hace falta, además, una nueva mirada sobre el mundo, la voluntad de construir un nuevo mundo. Una nueva metafísica, una nueva mirada asombrada e ingenua ante el universo, ese enigma de belleza extraordinaria que nos interroga como la vieja Esfinge. Y es que, sin una verdadera voluntad de penetrar metafísicamente en el significado de las cosas —una estrella, la luz de la mañana, una ola del mar—, ¿qué tipo de educación puede haber después para unos niños que quieren saber precisamente eso: qué significa la estrella, la luz de la mañana, la ola del mar?
El futuro del mundo es de los niños, los locos y los poetas. Y tal vez lo sea también el futuro de nuestras escuelas y el de nuestro propio corazón.
LUISA JUANATEY Y SU 'ELOGIO DEL PROFESOR'
Cómo la educación española se echó a perder, contado por una profesora veterana
Tras más de 30 años de experiencia en la enseñanza que le han permitido asistir a toda clase de cambios, Luisa Juanatey realiza un acertado diagnóstico sobre los problemas que la aquejan
Cada vez que se publica un nuevo informe PISA, el reflejo natural de todos los españoles es el de llevarse las manos a la cabeza. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Qué hemos hecho mal? ¿Quién tiene la culpa de esto? Todos llevamos dentro de nosotros un seleccionador de fútbol, un politólogo y un experto en educación que no titubea a la hora de explicar qué es lo que ha ocurrido. Uno de los objetivos más frecuentes de nuestros dardos son, precisamente, los profesores, aquellos que en un pasado fueron respetados y que, súbitamente, fueron despojados de su autoridad en el aula.
“Hablo de los profesores de enseñanza secundaria y, más precisamente de los de mi generación, de los nacidos en un lapso aproximado de quince años y que en el apogeo de su juventud/madurez extrañamente pasaron de ser competentes a ser incompetentes de manera inopinada”, escribe la profesora retirada Luisa Juanatey (Santiago de Compostela, 1952) en Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor (Pasos Perdidos), un lúcido ensayo en primera persona sobre su trayectoria vital en la enseñanza desde los años ochenta hasta la actualidad, que es tanto un retrato de una generación que se propuso revolucionar la escuela heredada del franquismo como un certero diagnóstico de los problemas que aquejan a la educación española secundaria.
Si la enseñanza y el profesor no están valorados, no hay nada que hacer
“Lo que me propongo es que se valore al profesor como un elemento clave”, explica a El Confidencial la profesora de Lengua y Literatura que dio clase en institutos andaluces, madrileños, gallegos, valencianos y del País Vasco. “Si la enseñanza y el profesor no están valorados, no hay nada que hacer. Si enseñas algo que puede no ser útil en un sentido inmediato pero alguien lo aprende bien y eso se valora, le va a servir siempre y le va a enseñar a aprender”.
Nos sumergimos con Juanatey en los abismos del sistema educativo español a partir de algunas de las claves que nos ayudan a entender qué ha ocurrido durante las últimas décadas.
La LOGSE, un antes y un después
El 3 de octubre de 1990, el PSOE aprueba la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, que sustituye a la Ley General de Educación, vigente desde 1970. Con ella se propone llevar la educación a todos los rincones del país, pero para Juataney, que en su día recibió la reforma con esperanza y algo de candor, supone el principio del fin de la escuela española. “Cada vez había más institutos y era una ley de izquierdas que garantizaba la educación hasta los 16 años”, rememora la autora. “Pero lo trastocó todo porque, fundamentalmente, devaluó la enseñanza”.
¿De qué manera? Al principio, a base de conceptos que servían para llamar de otra forma a realidades que ya existían. “Pusieron en circulación palabras como motivación, como si no lo fuésemos suficientemente, o como si no fuese un estímulo tener una enseñanza pública para todos”, explica. El profesor pasó a ser un docente que tenía, entre sus funciones, motivar a los alumnos, algo que siempre habían hecho aunque quizá no se llamase de la misma forma.
“Empezó a darse una depreciación de la idea de autoridad, a la que añadían cosas como que no se podía expulsar a un alumno de clase, de lo que no abusábamos, pero que era una herramienta”, rememora la profesora. “En lugar de que la sociedad ayudase a trasladar a los niños un sentido de las normas (no se puede interrumpir al profesor, no se puede molestar a los compañeros), se produjo lo contrario”. Es el caso de la irrupción de los pedagogos, expertos en psicología que pasaron de súbito a saber mejor que los anticuados profesores lo que estos debían hacer en las aulas en las que vivían día tras día. O la obligación tácita de aprobar a los alumnos, aunque no cumpliesen los mínimos exigibles. “Empezó mal y mal ha seguido, a pesar de que todos hemos tenido algún grupo que trabajaba bien. Pero eso no es un sistema público de enseñanza que se basa en la igualdad”.
El profesor no es el modelo del deportista esforzado y triunfador al que continuamente están expuestos los alumnos
Fue la izquierda quien, en apariencia paradójicamente, impulsó este cambio, aunque tampoco el Partido Popular hizo nada por revertirlo, más preocupado por las privatizaciones. “Ahora es muy difícil volver atrás”, se lamenta la autora.
El día que el profesor dejó de tener razón
Entre la confluencia de factores que explican la evolución del sistema educativo español de las últimas décadas, Juataney encuentra la raíz en el descrédito del profesor, que pasó en menos de 20 años de ser un severo y a veces despótico dictador a verse desposeído de toda credibilidad. “Los adolescentes viven en una constante incitación, la sociedad de consumo tiene una cantidad de estímulos perenne que les da una serie de cosas muy dinámicas y móviles, pero también superficiales”, explica la profesora. “La figura del profesor como grupo social encarna esos valores de no tratar de ser famoso, de no triunfar, de no tener dinero o un gran coche, ni es el modelo del deportista esforzado y triunfador al que continuamente están expuestos los alumnos”.
Los profesores, recuerda la autora, no tienen mayor ambición que la de transmitir su conocimiento ejerciendo su autoridad pero siendo conscientes de que, tanto sus alumnos como ellos, lo ignoran casi todo. “Otra contradicción fue lo de que el aprendizaje no debe ir de arriba abajo”, recuerda. “¡Qué absurdo! ¿Los que nacen después enseñan a los que nacen antes? Ese absurdo se ha propagado: los profesores están anticuados, no se adaptan, no se reciclan…” La escuela pública española fue durante mucho tiempo un paradigma de igualdad, en el que había tantas mujeres como hombres (o más) en un clima de respeto y compañerismo.
De repente cambió todo, y te encontrabas con que nada más entrar en clase había grupos que te recibían con un rechazo absoluto
En el debe de la sociedad española hay que añadir pequeñas decisiones promovidas desde las nuevas instancias de la autoridad educativa, como el desprecio de la memoria (“que es valiosísima para aprender; imagínate ir a la autoescuela y decir que lo que quieres es aprender distraídamente y jugando”) o el esfuerzo. “Esforzarse, luego memorizar tras haber entendido y leído, manejar textos, poner en práctica… esto es lo que te permite aprender”, explica Juanatey.
¿Mi hijo no estudia? La culpa es del profesor
Al mismo tiempo que los docentes perdían su autoridad y se veían desprotegidos ante unos alumnos cada vez más cargados de razón, la sociedad encontró un culpable propicio para todo aquello que estaba ocurriendo… Y que volvía a ser el propio profesor, tildado de acomodaticio y vago. “De repente cambió todo, y te encontrabas con que nada más entrar en clase había grupos que te recibían con un rechazo absoluto”, rememora Juanatey. “Desde todas partes empezamos a oír que éramos unos vagos. No lo éramos, simplemente no aspirábamos a grandes cosas: lo pasábamos bien preparando las clases”.
“De la noche a la mañana llegó lo de que no servíamos para nada, que éramos material de desguace, ¡pero éramos los mismos que el año anterior!”, recuerda, a pesar de la voluntad de adaptación de los profesores, que introdujeron poco a poco cambios como el rediseño del aula. Pequeñas alteraciones que funcionaban si los alumnos estaban dispuestos a aceptarlas, pero que “es muy distinto si lo primero que tienes que hacer es decir a los chicos que no pueden estar espachurrados sobre el pupitre, que hay que traer el cuaderno, que así no se puede trabajar, que les pidas que no se vayan a la construcción porque son jóvenes y te respondan que eso era en nuestros tiempos… Esa clase de ambiente nos desprestigió, porque empezaron a prevalecer valores que iban en contra de todo esto”.
Juataney habla del reciente ejemplo de las reformas llevadas a cabo por los colegios jesuitas de Cataluña para ilustrar por qué la educación en nuestro país es, desde hace 20 años, cada vez más clasista: “Si tú me das una clase de gente que en su casa tiene libros, que oye un vocabulario determinado y trata ciertas cuestiones, que viene a aprender y que van a mandarlos a Estados Unidos después del bachillerato, se pueden hacer maravillas. Pero también he dado clase en barracones como los que hay en la Comunidad Valenciana. ¿Qué hacemos, el modelo de los jesuitas con los chicos metidos en un cajón de obra? ¿Con quién lo hacemos, con los que han tenido suerte y estudian en un aula mejor? Esto no es un sistema público de enseñanza”.
Padres malcriadores para niños malcriados
Los alumnos no cambiaron de comportamiento, hábitos y costumbres por sí mismos. Ni siquiera únicamente por la ley ni por los medios de comunicación, aunque ambos favoreciesen el nuevo sistema de valores: los padres tuvieron mucho que ver. “Fue esa moda de que a los niños no se les puede contradecir, que tienen que ser creativos y libres”, explica la autora. “Fíjate ahora que los que lo defendían son los mismos que se han enamorado de la expresión ‘poner límites’. Pero era lo que decíamos todo este tiempo cuando nos ponían verdes por hacerlo. Poner límites es establecer normas, sancionar”.
Los nuevos alumnos, así como sus padres, empezaron a entender que podían exigir lo que quisieran. Entre todas esas cosas, recibir un aprobado sólo por ir a clase a diario: “Llegó un momento en que todos empezamos a aprobar más de lo debido, sabiendo que habíamos enseñado la mitad que antes”. En una esclarecedora anécdota del libro, Juanatey recibe la visita de un padre después de que su retoño proteste por haber obtenido un dos. El padre, tras releer la prueba, no tiene ninguna duda: “Yo le habría puesto un cero”.
Parece que el profesor es alguien a quien se le exige que complazca al niño y que le apruebe
El ambiente, alentado por Consejos Escolares, inspectores, medios de comunicación y autoridades políticas, favorecía esa percepción en la que el niño tenía la sartén por el mango. “Si a los padres se les hubiese inculcado que el niño viene a respetar al profesor y a aprender unas asignaturas y no se les hubiese dicho que estas estaban anticuadas, que el profesor no era un monigote que se tenía que quedar callado cuando el Consejo Escolar decidía que un niño podía escuchar música con auriculares, habría sido muy distinto”. No son las únicas razones: un mayor número de alumnos entró en la escuela, al mismo tiempo que los padres y, sobre todo, las madres, podían pasar menos tiempo con sus retoños.
“En el colegio me gusta que los niños se diviertan”, recuerda Juataney que decían algunos padres. “Yo considero que los profesores deben hacer esto, aquello, lo de más allá… ¿Pero usted ha estado alguna vez en una clase? ¿Usted sabe lo que le toca al profesor hoy y que todo eso tiene que hacerlo en una situación en la que no se le valora ni respeta, y además el niño dice que no vale porque no es divertido?”. Una situación que dio una nueva definición de lo que debía ser un profesor: “Alguien a quien se le exige que complazca al niño y que le apruebe”, explica la autora con sorna.
Los valores de una bella profesión
Seguramente, usted también haya escuchado aquello de lo bien que viven los profesores con sus tres meses de vacaciones al año (falso), uno de los colectivos más vilipendiados de las últimas décadas de la historia española junto a los funcionarios. Quizá porque paradójicamente no encajan en los cánones de la sociedad moderna –ambición, lujo, consumo– en los que se han criado las nuevas generaciones de alumnos. “Un profesor no tiene nada que ver con alguien que lleva marcas, que se somete a cirugía estética, o que aspira a tener un yate o ser famoso”. No, explica Juataney en el libro, los docentes no quieren un sueldo mayor, que los hagan catedráticos o que los inviten a opinar en los medios (donde, dicho sea de paso, raramente aparecen): quieren hacer su trabajo con dignidad.
La de profesor sigue siendo una profesión muy satisfactoria, pero los que empiezan ahora deben exigir más
Esto ha sido complicado en los últimos tiempos, una situación acentuada en los años inmediatamente anteriores al estallido de la burbuja inmobiliaria, tiempos en los que nadie necesitaba tener estudios para conseguir un buen sueldo. Pero, como recuerda la autora, una sociedad que piensa que la educación no sirve para nada es “una sociedad que se engaña”. “Si miras los terribles datos del paro, hay una gran diferencia entre los que tienen preparación y los que no. Prepararse sí que sirve, porque, y en esto estoy de acuerdo con los psicólogos, aprender siempre es aprender a aprender”. Por eso, toda una generación se encontró de repente sin nada, es decir, sin preparación, “y luego se dieron cuenta de que, aunque ya no haya rosas para nadie, tener estudios te favorece”.
Paradójicamente, se ha vuelto a completar el círculo, y muchos de aquellos a los que su entorno empujó a desertar de la escuela han vuelto a la misma en busca del esfuerzo, formación, crecimiento personal y riqueza intelectual que el colegio ofrece. ¿Y los profesores? Aunque la situación sea complicada, Juanatey insiste en que quiere concluir con un mensaje positivo. “Sigue siendo una profesión realmente satisfactoria, y me gustaría animar a todos los que tienen el deseo de ser profesores, así como decirles que exijan mucho: realmente es una vida buena la del profesor”. Y no, no se refiere al dinero, el prestigio, la adulación o la capacidad de influencia de la que carecen, y a la que, de todas formas, tampoco aspiraron.
Informe PISA:
La ignominia de los políticos
Cuentan que Aristóteles reprendió a su alumno Alejandro (Magno) por ser esclavo de la concupiscencia y la lujuria. Alejandro ideó una revancha por la reprimenda: convenció a la bella Phillys para que sedujera su maestro y exigiera, antes de acceder a sus deseos carnales, que se dejare montar por ella, como si fuera su jamelgo, todo ello por la noche y en lugar no concurrido, que se dejara embridar y asir del cabello como si fuera las crines de una yegua y que se dejara azotar las nalgas desnudas con una fusta. La irresistible Phillys sedujo al filósofo que a cambio del acceso carnal, obedeció a los deseos de la bella. Cuando cumpliendo con ellos, iba de aquella guisa, Alejandro salió a su encuentro. Aristóteles solo alcanzó a exclamar: “Advierte, Alejandro, los peligros de la lujuria que, si hasta un hombre viejo y sabio sucumbe a ella, cuanto más puede a ti dañarte”.
Heródoto nos transmitió que, de los 5 a los 20 años, los niños persas aprendían tres cosas: A montar a caballo, a tirar con arco y a decir la verdad. ¿A qué podía aspirar un pueblo así? Pues a tener por infame a quien diga lo contrario de lo que piensa, con la intención de engañar y a conquistar un imperio. Naturalmente.
Homero educó a los griegos y los griegos educaron a occidente. Aquiles fue el paradigma de la excelencia. El educador Fénix recibió la orden del padre de Aquiles de que le enseñara a “hablar bien y a realizar grandes hechos”, porque el que habla bien, ha tenido primero que aprender a pensar correctamente y no puede llegar a pensar correctamente sin templar su espíritu primero. Donde no existe retórica, solo aquel que domina su espíritu adquiere el hábito de hablar bien y es capaz de realizar hechos memorables.
Siglos después Platón y Aristóteles, siguiendo la enseñanza de Heródoto y de Homero, aprendieron a analizar a los pueblos examinando su educación. Occidente aprendió con ellos que el futuro de una nación está en manos de los maestros de escuela[1]. Ambos pensaron la forma de mejorar la sociedad, basándose en el estudio de la condición humana y ambos llegaron a la conclusión, irrebatida e irrefutable de que la educación es la herramienta precisa y necesaria para mejorar la sociedad, aunque no suficiente porque ha de acompañarse con un sistema de gobierno adecuado, como también veremos a lo largo de este texto.
Concluyeron que basta conocer la educación de una nación, para deducir de ella sus costumbres y sus leyes. Y viceversa: basta conocer las leyes para conocer el tipo de educación y las costumbres de un pueblo. Platón y Aristóteles concluyeron la obra de su vida apelando al cambio de la educación y de las leyes. Las costumbres, las leyes (y la forma de aplicarlas) son el reflejo de la educación española: ¡más nos vale aprender de los grandes, pensar en ello y sacar conclusiones!
Invito al lector a hacer un experimento que le tomará solo unos minutos: Tome el ranking del informe PISA, anote los resultados de los países europeos con un nivel de desarrollo semejante a España, (Reino Unido, Francia, Italia, Grecia, Alemania, Holanda, Bélgica, Portugal). Mire luego los resultados de esos países y los del nuestro en estos parámetros: productividad, competitividad, renta per cápita e índice de Gini que mide la igualdad. Observará que hay una correlación casi exacta. Sabiendo la productividad de un país desarrollado, puede usted conocer el resultado de su sistema educativo en el informe PISA. Conociendo el índice de igualdad (Gini), conocerá usted la calidad de la educación que tiene la población de un país. Ni que decir tiene que España está aferrada a los últimos puestos de los países comparables en todos los índices, con ímpetu, fortaleza y perseverancia. Para salir de ahí, hemos de mejorar la educación y el sistema político.
Invito ahora al lector, a volver a examinar el informe PISA y observar en sus primeros puestos a países emergentes como Estonia o Vietnam. Observe sus resultados en las futuras ediciones de PISA y haga una correlación con los índices de productividad, renta per cápita e índice de Gini. Verá usted una correlación casi perfecta entre la mejora de su enseñanza y su nivel de desarrollo económico y de igualdad aunque la correlación sea diferida: primero mejora la educación, luego la productividad y los demás índices. Su apuesta por la enseñanza, cuesta a estos países un enorme esfuerzo económico y social, pero saben que no existe mejor inversión. Tienen el triunfo asegurado.
Los países más respetados como Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca, no es que se esfuercen, es que se matan por obtener los mejores resultados en PISA, porque la educación garantiza un futuro cierto a las generaciones futuras. No dudan en modificar el sistema educativo y formar a los profesores de tal manera, que solo los mejores puedan acceder a un aula, pero con la puerta de la calle abierta, por si fracasan. Y no dudan en hacer exámenes a los alumnos, no para machacar a los infantes, sino para evaluar a los profesores y a los colegios. No toleran allí, la existencia de mediocridad en la enseñanza. Si un padre falta a la cita de un profesor va la policía a llevarle de las orejas ante él. Si un empresario no da permiso a un padre para acudir a esa cita referida a la educación de su hijo, tiene que dar cuentas a la policía. No hay experimentos con los profesionales mediocres ni con la desidia de los padres. Los ciudadanos de estos países exigen a sus gobiernos el número uno en el informe PISA y si el resultado es el puesto 5º del mundo (Finlandia), se declaran en crisis educativa que es tanto como una emergencia nacional. No ser el primero significa que otros países tienen asegurado el futuro de sus hijos y que el de los suyos es incierto. ¿Hay mayor problema para una nación?
Analicemos qué ocurre en España: un exultante Ministro de Educación, ha manifestado los “excelentes” resultados de España en el último informe PISA. Ha alabado nuestro sistema educativo con una satisfacción desbordante y ha proclamado que hemos obtenido “los mejores resultados de nuestra historia”, porque estamos parejos con la media europea. Estar entre los primeros del mundo no entra en proyecto alguno.
Si analizamos los gráficos que muestran la evolución de los resultados del informe PISA vemos que España no ha mejorado, sino que ha empeorado Europa, razón por la cual confluimos en la media. Para que el Ministro proclame alborozado que España ha igualado a Europa en calidad educativa, ha sido necesario que toda Europa fracase en ella. Motivo por el cual el Sr. Ministro ha comparecido exultante de gozo.
El Ministro, como la bella Phillys, ha montado a horcajadas sobre la Educación desposeída de autorictas y de dignidad. Cegados por la pasión por el poder, los políticos españoles no dudan en escarnecer la educación y utilizarla como armas en luchas infames.
Cualquier ciudadano responsable, al ver al Ministro en esas condiciones y por esos motivos, se alarma y si se preocupa por su nación, imprime los estudios sobre PISA, productividad, renta per cápita, informe sobre universidades de Shanghái, informes del índice de Gini sobre igualdad y sale corriendo a la oficina del Diputado de su Distrito, a fin de exigir que declare la alarma en la oficina, que publique en la web del Diputado de Distrito las conclusiones que aquí se exponen una vez verificadas por él, informe a las AMPAS, asociaciones de vecinos, culturales y educativas, que están en contacto continuo con su oficina, a fin de que trasladen a otros Diputados de Distrito la preocupación por la situación educativa en España y juntos interpelen al Ministro de inmediato, formen una comisión, den ruedas de prensa, conciencien a los ciudadanos y redacten leyes con un sistema de enseñanza adaptando los mejores sistemas educativos del mundo, para asegurar cierto bienestar a las generaciones futuras. Que trabajen con el mismo ahínco que trabajan los políticos finlandeses en la educación y que empiecen ya, mañana, porque se tarda unos 40 años en obtener plenamente los resultados de la reforma educativa de hoy.
Lo malo de la idea es que no hay Diputado de Distrito en España. Podía ir a un diputado de partido, pero solo trabaja para defender las denominadas “ideas del partido” que en este momento se dividen en dos: Los que quieren enseñanza pública y los que quieren enseñanza concertada. ¿Y PISA? ¿Y los exámenes nacionales a los alumnos para evaluar a profesores y a los colegios? ¿Y los cursos obligatorios para mejorar la preparación de los profesores? ¿Y los incentivos por resultados para los profesores? Ni una palabra de ello, se remiten “al diálogo”, “al consenso”, “ a “la negociación”, “al acuerdo”, ingredientes que debidamente mezclados y en proporción adecuada, constituyen el Bálsamo de Fierabrás para curar los males de la Nación, del Estado e incluso de las relaciones internacionales, ya padezcan afecciones del cuerpo, ya las padezcan del ánima, porque el Bálsamo de D. Quijote, sustituye a las ideas, a los proyectos, a la eficacia y a la penicilina.
No hay en España quien clame desesperada y apasionadamente por la educación. Los políticos llevan intentando cambiarla sin éxito 40 años. La pasión de los responsables no está puesta en mejorar el futuro de las generaciones que vengan cuando nosotros no estemos, sino en mantener o mejorar el poder y bienestar de su partido del que depende el poder y bienestar suyo. Para ello cifran la lucha en “la enseñanza pública”, “la privada” y “la concertada”, como si España fuera un ejemplo en alguna de las tres áreas. No llegan a más.
Solo nos queda la rabia contenida, el desconsuelo por el sistema, clamar por el Diputado de Distrito, grabar sobre las frente el Ministro de Educación que es y sobre los que han sido, la marca indeleble de la ignominia, en nombre de las generaciones futuras, aunque sean éstas las que les arrojen en su día por la cloaca de la historia, al pozo negro de la infamia.
Hoy hay que gritar con Demóstenes a D. Íñigo Méndez de Vigo y Montojo, que así se llama el arrogante Ministro de Educación:
“La educación española es un fracaso y te ufanas de ella, cuando debías, maldito, llorarla”
[1] Ortega y Gasset
Estos son los dos personajes que se cargaron el sistema educativo en España. Los dos, Maravall y Rubalcaba, ministros de Educación (por llamarlos de alguna forma después de su nefasta gestión) con Felipe González.Agradezcámosle, como se merece, tan gran aportación a las generaciones de los últimos treintimuchos años (España a la cola del nivel de educación en Europa (más de veinte años consecutivos), según el Informe PISA), dándole la mayor patada posible en el trasero, aparte de pedirle las responsabilidades por todo lo que tiene en la guantera: portavoz con el Gobierno de los GAL, manipulación del 11-M, chivatazo del bar Faisán, negociación con ETA, colaboración para que Bildu esté en las instituciones de Vascongadas y Navarra, ministro y vicepresidente del Gobierno que ha dejado 5.000.000 de parados, España en la ruína y el mayor desprestigio internacional de todos los tiempos y me dejo muchas otras barbaridades perpetradas o consentidas por el "candidato sucesor".Terrorífico currículum el del "amigo Alfredo Ppunto, montado en el coche oficial y vivendo del Presupuesto Nacional desde hace casi 40 años.
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