EL Rincón de Yanka: LIBRO "LOS JESUITAS": La Compañía de Jesús y la traición a la Iglesia Católica por MALACHI MARTIN 👿💥

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lunes, 12 de diciembre de 2022

LIBRO "LOS JESUITAS": La Compañía de Jesús y la traición a la Iglesia Católica por MALACHI MARTIN 👿💥


LOS JESUITAS
La Compañía de Jesús y la traición a la Iglesia Católica 

En "Los Jesuitas", Malachi Martin revela por primera vez la desgarradora historia detrás de escena de la "nueva" Sociedad mundial de Jesús. Los líderes y los engañados; la sangre y el patetismo; la política, las traiciones y las humillaciones; las inauditas alianzas y compromisos. "Los jesuitas" cuenta una historia verdadera de hoy que ya está cambiando la faz de todos nuestros mañanas.
La guerra entre el papado y los jesuitas es en realidad una guerra acerca de la existencia misma del Espíritu. Es una guerra acerca de lo sobrenatural como el elemento que define nuestra existencia y nuestro mundo. Los nuevos conceptos de los jesuitas acerca de la autoridad de la Iglesia y de su propósito en el mundo representan un cambio de naturaleza muy hondo. Para la Compañía de Jesús, la autoridad última en materia de creencias y de moral ya no radica en la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, con su papado y su jerarquía mundial, sino en el pueblo de Dios. Los resultados de este cambio son que, a la fecha, no hay un solo dogma, ni una sola ley moral capital del catolicismo romano que no haya sido desafiada ni negada por determinados jesuitas, empezando por algunos del más alto rango y de la máxima categoría intelectual. El maestro de teología en esta guerra es el hombre aceptado y celebrado como el mayor teólogo jesuita de los últimos cien años, Karl Rahner, S. J., que dedicó una vida de esfuerzos a cambiar la fe católica. Rahner dirigió la artillería pesada de su lógica y su enorme reputación hacia la sacrosanta autoridad de los Papas. Eligió como blanco las fórmulas de fe aceptadas desde tiempo inmemorial. Rahner se negó rotundamente a defender las enseñanzas de la Iglesia Católica acerca de la prevención de la natalidad, y lo mismo sucedió con todos los demás dogmas y reglas de la Iglesia Católica que había jurado defender.

LA GUERRA

Existe un estado de guerra entre el Papado y la orden religiosa de los jesuítas, la Compañía de Jesús, para dar a ésta su nombre oficial. La contienda entraña el cambio más ponzoñoso que se ha dado entre los clérigos católicos en el curso de los últimos mil años. Como ocurre con todos los acontecimientos importantes de la Iglesia católica romana, afecta a los intereses, vidas y destinos de millones de hombres y mujeres corrientes. A la manera de otros enfrentamientos de nuestra época, los jesuítas no se han declarado hostiles al Papado. 

Aunque las primeras escaramuzas comenzaron en el decenio de 1960, tardaron en conocerse los efectos de la continuada lucha, los cuales llegaron a tener gran importancia. Como quiera que los jefes del ejército eran los superiores de la orden, fue cosa sencilla situar hombres de sus mismas ideas en los cargos directivos de los órganos de poder, autoridad y comunicación dentro de la organización. Una vez lograda tal cosa, la gran masa de los jesuítas tuvo poco que decir en las decisiones extraordinarias que habrían de tomarse. 

En su momento, hubo rumores y augurios en torno a lo que sucedía. «Se está produciendo un golpe de Estado», escribió un jesuíta, al contemplar atónito «la facilidad con que está practicándose la disolución del orden establecido (en la Compañía de Jesús)». En ese momento, nos hallábamos ya en los años setenta; la guerra llevaba en curso casi un decenio, y semejantes alarmas eran de escasa efectividad. Pero, dada la obediencia estricta de los jesuítas (elemento mítico y probado por el tiempo dentro de la antigua estructura, que encontraron útil los nuevos dirigentes al tratar con los discrepantes de sus extrañas e insólitas actividades) al grueso de la orden no se le dio otra opción que seguir los cambios. He aquí las palabras de otro jesuíta: 
«Nos retorcieron la Compañía de Jesús debajo de nuestros pies, y [la] convirtieron en una entidad monstruosa utilizando el disfraz de propósitos encomiables». 

Puestas las cosas así, uno podría sentirse inclinado a pensar: suponiendo que exista un problema entre el Papado de Roma y los jesuítas, ¿cuál puede ser su gravedad? Llamémosle una guerra, si os parece. Pero, en realidad, ¿no será otra simple reyerta en el seno de la Iglesia católica romana? En un mundo que está siempre moviéndose a tientas en el umbral de su aniquilación, y en el cual la mitad de la población se muere de hambre mientras la otra mitad se encuentra ahogándose en el fango por alguna especie de injusticia, ¿qué importancia puede tener una discusión teológica? 

Acaso la misma que averiguar cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler. La realidad es que no se trata de una querella por pequeños detalles, ni siquiera una escisión teológica entre el Papado y los jesuítas que interese sólo a los estudiosos, a los clérigos y a los fieles. Como es sabido, tanto las decisiones del Papado como las de la Compañía de Jesús, tienen efectos que van mucho más allá de los confines de la Iglesia católica romana, y sobrepasan el cerca del millar de millones de hombres y mujeres católicos que hay en el mundo. Casi todo lo que ocurre en esta guerra incide, directa e inmediatamente, en las discordias principales que desgarran a cualqueir nación y pueblo de la Tierra. 

Se encuentra, por ejemplo, en el núcleo de la rivalidad entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Gravita ahora mismo sobre la suerte mísera o feliz de trescientos cincuenta millones de personas de Latinoamérica. Afecta al código moral público del profundo cambio que hay en curso; y al consenso nacional del pueblo norteamericano; a la inminente preponderancia en los asuntos de la humanidad de la República Popular China, a la frágil persistencia de una Europa occidental libre, a la seguridad de Israel, a la esperanza todavía precaria de que sobreviva una África negra recién nacida. Todas estas cosas, que pueden parecer inconexas, no sólo se hallan conectadas entre sí, sino que están y estarán hondamente influidas por las oscilaciones y el resultado de la colisión global entre el Papado y la Compañía de Jesús. 

Todas las guerras giran sobre el poder. En la guerra entre el Papado y la Compañía, el poder fluye a lo largo de dos cuestiones fundamentales y concretas. La primera es la autoridad: ¿Quién manda en la Iglesia católica romana de alcance mundial? ¿Quién establece la ley sobre lo que deben creer los católicos romanos y lo que deben practicar? La segunda cuestión es la finalidad: ¿Cuál es el objetivo de la Iglesia católica romana en este mundo? 

Para el Papado, las respuestas a ambas preguntas están claras y son bien sabidas. La autoridad para mandar y enseñar desciende a través de su estructura jerárquica desde el Papa a los obispos, los sacerdotes y los laicos. Y la única finalidad de la Iglesia en este mundo consiste en asegurar que todo individuo posea los medios para alcanzar, después de su muerte, la vida eterna con Dios. Se trata de una finalidad exclusivamente sobrenatural. Para muchos jesuítas, a su vez, la autoridad centralizada, la estructura de mando a través de la cual se ejerce y su finalidad son hoy inaceptables. Las prerrogativas tradicionales del presente, Papa, Juan Pablo II, o de cualquier Papa, son objetables. En lugar de la Iglesia jerárquica, están proponiéndose llegar a una Iglesia compuesta de comunidades pequeñas y autónomas («el pueblo de Dios», como se las conoce colectivamente, o «el pueblo de la Iglesia»), todas ellas asociadas de modo libre, solamente por la fe, pero no en absoluto por una sola autoridad centralizante como pretende ser la del Papado. 

En lugar de la finalidad sobrenatural de la Iglesia tradicional, la Compañía de Jesús ha situado la lucha aquí y ahora por la liberación de una clase de hombres y mujeres de nuestra sociedad de hoy, los millones de personas que padecen injusticia social, económica y política. La forma de hablar acerca de esta lucha de clases constituye una cuestión importante y delicada para los jesuítas. La nueva misión de la Compañía (porque se trata de esto, nada menos) los sitúa de súbito en una alianza fáctica y en algunos casos voluntaria, con los marxistas en su lucha de clases. El propósito de ambos es establecer un sistema politicosocial que afecta a las economías de las naciones mediante una redistribución global de los recursos y bienes de la tierra. Y, mientras tanto, alterar los presentes sistemas de gobierno en boga entre las naciones. Sin embargo, no le sería provechoso a la Compañía presentarse diciendo estas cosas como tema de su política institucional. 

Significaría perder la guerra antes de que las tropas estuvieran siquiera desplegadas por completo. Para revestir la realidad, la expresión habitual entre los jesuítas y otros que dentro de la Iglesia simpatizan con esta nueva misión, es una frase sacada del contexto del documento emitido en Medellín (Colombia) en 1976 por una Conferencia de Obispos Católicos: «Ejercer una opción preferencial en favor de los pobres y los oprimidos.» Nada de lo que llevamos dicho entraña que la Compañía de Jesús se haya vuelto oficialmente marxista en ningún momento. No lo ha hecho. Sin embargo, el hecho concreto es que muchos jesuítas desean ver un cambio radical en el capitalismo democrático de Occidente en favor del socialismo, el cual parece que saldrá inevitablemente con el olor mismo del comunismo totalitario. Y la realidad consiste también en que no faltan jesuitas aislados influyentes que se expresan habitualmente en favor de la nueva cruzada. 
Una breve miniatura de tres jesuitas (uno dedicado a la ciencia sociopolítica, un guerrillero apasionado y un formidable profesor de teología) bosquejarán rápidamente el amplio arco de ámbito totalizador que caracteriza el esfuerzo moderno de los jesuítas para ganar esta guerra. 

El primero, Arthur F. McGovern, S. J., es un apologista destacado y convencido del nuevo anticapitalismo jesuíta. En 1980 publicó un libro acerca de esta cuestión, Marxism: An American Christian perspective, y en muchas ocasiones ha exteriorizado claramente su modo de pensar. En esencia, McGovern dice que el marxismo era y es una crítica social, pura y simple. Marx sólo se proponía hacernos pensar con más claridad acerca de los medios de producción, de cómo la gente produce, y de los medios de distribución, de las personas que poseen y controlan los medios de producción. Respecto a estas cosas, no puede refutarse al marxismo como «no verdadero». 

Fueron Engels y Lenin quienes añadieron los ingredientes desagradables del «materialismo científico» y el ateísmo. Ustedes sólo tienen que leer los escritos inéditos del joven Marx para darse cuenta «de su faceta más humanística». Por consiguiente, concluye McGovern, debemos diferenciar la crítica social de Marx, que es acertada, de esos elementos extraños. Podemos aceptar su concepto de lucha de clases, porque existe. Significa revolución, pero «revolución no quiere decir violencia. Representa que hemos de tener una nueva forma de sociedad que no sea el capitalismo democrático tal como lo conocemos». 

McGovern ve en Jesús, tal como lo describe el Evangelio de san Lucas, el prototipo del revolucionario. Es «un Evangelio social», dice, que cita cómo Jesús apoya su causa: «He venido a predicar la buena nueva a los pobres, a libertar a los oprimidos, a redimir a los cautivos.» «Mirad —añade McGovern— cuántas veces habla Jesús de la pobreza, se identifica con los pobres, critica a las gentes que imponen cargas a los desfavorecidos.» Por tanto, está claro que Jesús reconoció la lucha de clases, y avaló la revolución. Consciente o inconscientemente, como la mayoría de los jesuítas modernos y muchos activistas católicos, McGovern ha dejado de lado catorce siglos de sustanciosa interpretación católica de la Biblia. Ha reiterpretado el Evangelio y la misión salvadora del Hijo de Dios en un sentido económico, relacionado con este mundo, en una forma no sobrenatural, no católica. Todo lo demás sigue por sí solo. Como quiera que la «nueva forma de sociedad» no puede ser «el capitalismo democrático tal como lo conocemos», los Estados Unidos, en su calidad de líder y exponente máximo de dicho capitalismo democrático, vienen a situarse en el centro del escenario. 

Ciertamente, en una fase tan temprana de la guerra como el decenio de 1960, cuando los jesuítas de los Estados Unidos elaboraron un documento acerca del «proyecto jesuíta de liderazgo nacional», su working paper fue explícito acerca de la intención que tenía de cambiar la estructura fundamental de Norteamérica apartándola de la propia de una democracia capitalista. «Nosotros, como jesuítas, debemos reconocer que participamos en muchas estructuras pecaminosas de la sociedad norteamericana. Por consiguiente, corremos el riesgo de pecar a menos que nos esforcemos en cambiar eso».

De la misma manera que una golondrina no hace verano, tampoco un McGovern (ni siquiera un «proyecto jesuíta de liderazgo nacional») puede hacer una guerra. Dejando a un lado su programa declarado; en todos los sentidos prácticos, la Compañía de Jesús está institucionalmente comprometida en esta lucha de clases. Su mensaje procede hoy de mil distintas fuentes situadas entre clérigos y teólogos que viven en los países de capitalismo democrático. Está entronizada en una teología totalmente nueva (la «Teología de la Liberación») cuyo manual fue escrito por un jesuíta peruano, el padre Gustavo Gutiérrez, y cuya galería de personajes incluye a un notable número de jesuítas latinoamericanos destacados, como Jon Sobrino, Juan Luis Segundo y Fernando Cardenal. Sus nombres no son escuchados en cada casa norteamericana, a la hora de las noticias de la noche; pero son personas de influencia internacional muy significativa para las Américas y para Europa.

Aun cuando el movimiento haya sido global desde el comienzo, fue sobre todo en la América española donde la extraña alianza entre los jesuítas y el marxismo empezó a tener importancia práctica. Allí, esta nueva misión jesuítica, comprometiendo nada menos que la transformación de la imagen sociopolítica de Occidente, se implicó en la vida de las gentes con mayor profundidad de la que habían previsto McGovern y otros teóricos como él. 

Rápidamente, docenas de jesuítas comenzaron a trabajar, con la pasión y el celo que han sido siempre típicos en ellos, por el éxito de los sandinocomunistas de Nicaragua, y cuando los sandinistas llegaron al poder, aquellos mismos jesuítas ocuparon lugares culminantes del Gobierno central y atrajeron a otros para que se sumaran en varios niveles regionales. Al propio tiempo, en otros países centroamericanos, los jesuítas no sólo participaron en el entrenamiento guerrillero de cuadros marxistas, sino que algunos se convirtieron ellos mismos en guerrilleros. Excitados por el idealismo que veían en la Teología de la Liberación y animados por la independencia inherente a la nueva idea de Iglesia como grupo de comunidades autónomas, muchos jesuítas decidieron que todo estaba permitido (incluso exhortado) en tanto que fomentase el concepto de la nueva «Iglesia del pueblo».

Tales hombres eran el sueño y el ideal de los teólogos de la Liberación propiamente dichos. Para ellos eran los luchadores, los técnicos, quienes sacaban la Teología de la Liberación de la teoría para ponerla en lo que ellos llamaban praxis (la preparación de la revolución del pueblo para la liberación económica y política). Desde esta praxis, los teólogos de la Liberación insistían: de «abajo, de las gentes del pueblo», vendría la teología verdadera que sustituiría a la antigua, impuesta autocráticamente «desde arriba», por la jerarquía de la Iglesia romana. 

El segundo nombre en el arco del nuevo esfuerzo jesuíta es Francis Carney, S. J., un hombre que ha sido el prototipo de la praxis, quizás el más difundido, si no el más famoso e influyente de todos los teólogos modernos jesuítas de la Liberación. Carney nació en Chicago, y allí se educó. En su provincia, recibió preparación para ser jesuíta y, a su término, se presentó voluntario para trabajar en América central, adonde fue enviado en 1961. Se sintió tan ligado a su compromiso que se hizo ciudadano hondureño. 

En el curso de los años, Carney bebió la Teología de la Liberación como un vino añejo. Se le conoció como adalid de los pobres y crítico acerbo, incansable, inmisericorde, de los Gobiernos y los Ejércitos, en particular los establecidos en Honduras. Su nombre y actividades eran conocidos y estaban asociados con las guerrillas instaladas en la selva. Ni siquiera cuando las autoridades del Ejército hondureño pusieron precio a su cabeza, los superiores jesuítas se movieron en absoluto para frenar las conexiones de Carney con la guerrilla. Ciertamente, Carney era sólo uno de los varios jesuítas que, en Honduras, Nicaragua, Guatemala y Costa Rica, estaban siguiendo el mismo camino con la bendición de sus superiores romanos y del país. 

Sentado feliz en una champa desvencijada, de sucio suelo en la ciudad nicaragüense de Limay, donde había buscado refugio temporal de la guerra de guerrillas hondureña, el jesuíta Carney, acababa, a sus cuarenta y siete años, de escribir su autobiografía a la luz de una vela. Era el 6 de marzo de 1971. En aquel momento, había pasado ya diez años de penalidades y trabajo en la América central, y le quedaban unos doce años más de vida. 
El «Padre Lupe», como le llamaban afectuosamente los indios, explicaba al mundo cómo había deducido los tres axiomas o verdades básicas de la Teología de la Liberación de los escritos de su compañero en la orden Juan Luis Segundo. Es una lectura lúgubre y entristecedora. 

El libro de Segundo, La gracia y la condición humana, mostró a Carney que «todo es sobrenatural en este mundo». Su otro libro, Los sacramentos, hoy, reveló al padre Lupe que «la Humanidad está evolucionando hacia una idea más correcta de Dios». Y Evolución y culpa le enseñó que «la dialéctica revolucionaria tiene que superar el pecado de conservadurismo de la Iglesia». Con el más melancólico de los cariños, Lupe había ya escrito a su familia en los Estados Unidos para informarles de lo que iba a hacer. 

La carta está reproducida en su autobiografía. Tenía que compartir la revolución con sus queridos campesinos hondureños, porque, según escribía, «no puedo soportar vivir con vosotros dentro de vuestro sistema de vida». El capitalismo, decía, en cuyos pecados todos los norteamericanos están sumergidos, era un mal tan repugnante como se consideraba el comunismo. Solamente la revolución armada podía erradicar el capitalismo y el imperialismo transnacional de Centroamérica... 

Ser cristiano es ser revolucionario. «Nosotros, los cristiano-marxistas, tendremos que combatir codo con codo en Centroamérica con los marxistas que no creen en Dios, para formar una nueva sociedad socialista... un modelo centroamericano puro.» Embriagado con el idealismo, cargado de ignorancia, de los teólogos de la Liberación, este jesuita llegó a la creencia de que «un marxista no es dogmático, sino dialéctico. Un cristiano no condena dogmáticamente a nadie, sino que respeta las creencias de los demás. Un cristiano anticomunista dogmático no es un verdadero cristiano, y un marxista anticristiano no es un verdadero marxista». 

Después de haber revestido la dura realidad del marxismo, tal como se ha conocido históricamente, de una grácil magia carente de toda base en la realidad tridimensional, Carney bosquejó para su familia su «modelo centroamericano puro». «Sin ser ni comunista ni capitalista...» el nuevo socialismo será «una hermandad de los hombres y mujeres de todo el mundo... y también una sociedad sin clases». Hablando teológicamente, «el universo del hombre es una evolución dialéctica hacia el Reino de Dios...». .Aun cuando todo el mundo «respete las creencias de los demás», Carney pudo permitirse ser más franco que McGovern al reconocer que... «dialéctico significa conflictivo, progresando merced a una serie de luchas entre gentes de ideologías contradictorias». 

En realidad, Carney se había convencido de que la finalidad de la lucha dialéctica era superar el «pecado» de conservadurismo que es el pecado peculiar de la Iglesia católica romana. El plan auténtico de Dios para la evolución del mundo y la sociedad humana se desplegaría en forma de conflicto y de revolución armada. El cambio propiciado de este modo sería completo, y se efectuaría de una sola vez «un cambio cultural-espiritual» y también «un cambio económico-social-político». Carney terminaba su autobiografía con una exhortación a cuantos creían en Cristo: «Desprendeos de todos los prejuicios injustos y anticristianos que tenéis contra la revolución armada, el socialismo, el marxismo y el comunismo. No existe tercera vía entre ser un cristiano y ser un revolucionario». Ésta fue su exhortación definitiva en favor de la praxis. Más adelante, en aquella primavera de 1971, con el acuerdo de sus superiores, Carney volvió a cruzar ilegalmente la frontera de Honduras para participar en la vida de golpes de mano y fugas de un comando guerrillero. 

Fue el comienzo de doce años de praxis con las armas en la mano en pro del «conflicto dialéctico» que estimaba como clave del futuro del catolicismo. De acuerdo con su superior provincial, el padre Jerez, que se hallaba entonces bajo cierta presión de Roma y del Vaticano, el padre Carney abandonó finalmente su pertenencia a los jesuítas. El acuerdo a que llegó con Jerez y los que estaban por encima de él, fue que podría retornar a la congregación una vez hubiera acabado la contienda. La Compañía, después de todo, era un simple convencionalismo. En un mundo donde todo era ya sobrenatural, como el padre Lupe escribió que le parecía, no había lugar para norma alguna de tipo concreto, ni tampoco quedaba sitio para una Iglesia romana infalible y autoritaria. La Iglesia era simplemente una parte de la humanidad, al mismo nivel que ésta en su relación con Dios, que aprendía como aprenden todos los hombres, y se movía junto con la población humana hacia el logro de la Utopía en la tierra. 

«Me causa dolor —escribió Carney—; pero quiero ser franco y no perjudicar a los jesuítas uniéndome a las guerrillas como un fugitivo desobediente de la Compañía, obligándola a expulsarme.» Tal como se ha visto con otros que han venido después de él, Carney no tenía que haberse preocupado por la desobediencia o la expulsión. De todos modos, aunque el padre Lupe no había conservado los rudimentos de su fe católica, mantenía por lo menos la viveza y la capacidad para tomar una decisión concreta. En setiembre de 1983, la unidad de comandos de Carney, compuesta por noventa hombres, fue borrada del mapa en una batalla con las tropas hondureñas de su antiguo enemigo el general Gustavo Álvarez Martínez, al cual había denunciado en público. 

Algunos de aquellos hombres sobrevivieron, y fueron hechos prisioneros y echados en un foso rectangular en la selva, detrás del campamento militar hondureño de Nueva Palestina. ¿Era Carney uno de esos hombres? Nadie ha podido aclararlo nunca. ¿Está muerto? Es lo más probable. ¿De agotamiento? Por lo menos, de agotamiento. ¿Fue interrogado? Seguramente. ¿Torturado? Cabe pensar que sí. ¿Pasó hambre? Es lo más lógico. ¿Está vivo todavía y prisionero en algún lugar de la selva? No parece posible; pero no se han dado nunca noticias definitivas sobre ello. Así es esta clase de guerra. No se trata ni remotamente del número de ángeles que pueden bailar en la cabeza de un alfiler. Es una lucha en la cual se derrama sangre regularmente y en gran cantidad. Los sacerdotes como Carney no son raras excepciones. 

Sin duda, no todos escriben testamentos de su conversión a la violencia revolucionaria para que el mundo los lea, y no todos han llegado tan lejos como para llevar la vida de combatientes de comando. Pero en los muchos y diversos papeles que representan en el escenario puramente político del mundo, todos y cada uno de los hombres como James Carney, son esenciales para el éxito de la Compañía en su guerra contra el Papado. El hecho vital para los jesuítas es ahora que nuestro mundo bipolar gira inexorablemente en torno del marxismo-leninismo soviético y el capitalismo de estilo occidental. El único combate que parece importarle a la Compañía de Jesús en este último cuarto del siglo xx es el que se desarrolla entre ambas esferas de influencia. Y, aunque la Compañía, en sí, no sea oficialmente marxista, es un hecho que los jesuítas sueltos que han sido y son marxistas declarados (porque el padre Lupe no estaba solo ni siquiera en esto) no son expulsados por tal razón de la Compañía ni se les hace objeto de censura o de silenciamiento. 

Más bien se realizan los mayores esfuerzos para protegerlos de ataques. Tan clamoroso se ha hecho este elemento que no hace mucho, cuando el papa Juan Pablo II conoció a un jesuíta indio que, según descubrió, no era marxista, exclamó sorprendido: «¡Así pues, no sois todos marxistas!» La guerra entre el Papado y los jesuítas parece, por tanto, ser de naturaleza política. Y en cierto sentido lo es. Pero entender, como hacen muchos jesuítas de la nueva misión, que su guerra contra el Papado empieza y acaba con el enfrentamiento marxista-capitalista por el poder, autoridad y dominación en el mundo, sería confundir los síntomas de putrefacción de la Compañía con la condición básica que permite que aquellos síntomas progresen y se multipliquen. Porque la guerra que han escogido librar no sólo acontece en el plano de la geopolítica, es también y sobre todo, una guerra acerca de la cuestión de la existencia misma del espíritu como dimensión básica del mundo de los hombres y las mujeres. Versa acerca de lo sobrenatural como elemento que nos hace humanos a cada uno de nosotros y que define nuestra existencia y nuestro mundo. 

A este aspecto, los nuevos conceptos jesuítas concernientes a la autoridad en la Iglesia y a la finalidad de ésta en el mundo representan un trastrueque de la más profunda especie. Para la Compañía de Jesús, la autoridad última en materias de fe y moralidad ya no está en la Iglesia católica romana, con su Papado y su jerarquía universal, sino en «el pueblo de Dios$>. Los resultados de esta modificación son que, hasta la fecha, no hay un solo dogma importante o una ley moral principal del catolicismo romano que no haya sido desafiado o impugnado por jesuítas individuales, comenzando por los de más alto rango y más distinguida calificación. 

Debido a las más diversas razones ellos han sido imitados y secundados por miríadas de grupos, tanto católicos como no católicos, a la hora de respaldar a esa nueva iglesia, «el pueblo de Dios», en contra de la Iglesia católica romana jerárquica. Pero son los jesuítas, quienes han abierto el camino y han establecido los más altos y continuados ejemplos en esta actitud modificada acerca del romano pontífice y los dogmas de Roma. Karl Rahner, S. J., profesor de teología, es el tercer nombre dentro del arco del nuevo esfuerzo jesuítico. Ha sido aceptado y homenajeado como el más grande teólogo jesuíta del último siglo. En esta guerra, Rahner llevó una vida de esfuerzo, con cuidado al principio; pero que se iba haciendo más estridentemente a medida que pasaba el tiempo, para cambiar la fe católica. 

Mientras Rahner no trabajó en áreas solitarias, su categoría, su temerario atrevimiento y su éxito le señalaron como dirigente de lo que podría describirse como manada de lobos de teólogos católicos que, desde 1965, han lacerado y desgarrado no sólo los flancos, sino la misma sustancia del catolicismo. Rahner era tan diferente de su compañero de orden James Carney como el frío lo es del calor. El contraste entre ambos es la mejor ilustración del viejo dicho de que una idea puede encender un infierno llameante en el corazón de algunos hombres y explotar en el cerebro de otros. Carney era un hombre de acción impulsivo y apasionado, en tanto que Rahner era un intelectual mediativo, reflexivo, quieto. 

El primero podía escribir, sin lógica pero con emoción, para justificar sus acciones ante los ojos de su familia y luego contar sólo con su amor para que le aceptasen como era. En cambio, Rahner escribía, daba conferencias y conversaba con sutil lógica y mente impasible para desmontar los principios más caramente mantenidos en la fe de sus lectores y oyentes. Carney se sublevaba contra Ja injusticia, se levantaba frente a la opresión, se lamentaba con pena de la miseria humana. Su munición y sus armas no sólo eran balas y fusiles, sino su profunda compasión, su cólera contra la injusticia y su negativa congénita a prestarse al más leve compromiso. Su corazón, dentro de su abrumadora agonía, guiaba su entendimiento. Rahner, por su parte, dirigió la artillería pesada de su lógica y su vasta reputación como teólogo contra la autoridad sacrosanta de los papas. Escogió como blancos las fórmulas de creencias largamente aceptadas e inmemoriales. 

Tenía armas distintas a las de Carney: la mente más aguda que darse pueda, una cultura verdaderamente enciclopédica, un humor acerbo y siempre despierto y una arrogancia intelectual indomable. «No toleraré nunca la injusticia», tenía como lema Carney. «No quiero servir», era el de Rahner. En un momento crítico y penoso de la historia moderna del pontificado, a propósito de la contracepción, Rahner rehusó paladinamente defender tanto la doctrina católica como al Sumo Pontífice, que pedía a los jesuítas, «como hombres del Papa», que le ayudasen en su desesperación. Lo propio ocurría virtualmente con todos los demás dogmas y normas de la Iglesia católica que Rahner había jurado respaldar. Sin embargo, su palabra parecía tan correcta que muchos la tomaron por más autorizada que la de tres papas sucesivos cuando se trató de interpretar la doctrina moral de la Iglesia católica. 

El propio Rahner realizó grandes esfuerzos para cumplir este papel de profeta moderno. Mientras viajaba por Europa y las Américas ataviado con su correctos trajes de hombre de negocios, se mostraba incansable en sus hirientes y sarcásticas críticas contra el Papado y la autoridad de Roma. En su libro: La unidad de las Iglesias: una posibilidad actual, el último que escribió antes de su muerte, en 1984, Rahner hizo la presentación más elocuente y explícita que jamás se hiciera de lo que se entendía por nueva actitud jesuítica acerca del Papado y de los dogmas definidos por la Iglesia. En colaboración con un colega de su misma orden, Heinrich Fries, y con el Imprimatur de sus superiores jesuitas, Rahner efectuó una propuesta devastadora y ofensiva para Roma. Dijo que, a fin de lograr la unidad cristiana, era necesario desechar toda insistencia sobre la infalibilidad papal como dogma y dejar de hacer hincapié en todas las demás creencias referentes al Romano Pontífice y al catolicismo romano que habían sido propuestas y definidas por los papas desde el siglo iv. 

Rahner proponía que la Iglesia católica tomase oficialmente el entero conjunto de normas referentes a la fe y la moral que había desarrollado y enseñado durante dieciséis siglos y las desenganchase de la vida cotidiana. El matrimonio, la homosexualidad, la ética de los negocios, la libertad humana, la piedad, cada esfera de la existencia humana, tenía que ser echada a la deriva de las corrientes cambiantes de la redefinición. Porque lo que la Iglesia había definido como básico y obligatorio para la conducta de los católicos, se convertiría, según el plan de Rahner, en optativo. La integridad de la persona de Cristo, el significado y valor de los siete sacramentos, la existencia del cielo y el infierno, el carácter divino de la autoridad de los obispos, la veracidad de la Biblia, el primado e infalibilidad del Papa, el carácter del sacerdocio, la Inmaculada Concepción y la Asunción de María, Madre del Señor, todo esto se echaba a la rebatiña ecuménica. 

Por encima y además de todo esto, empero, quedaban los principales objetivos de Rahner: los bloques de piedra que cerraban el paso: la autoridad pontificia que él quería desmantelar y la Iglesia católica romana que él quería reducir a una expresión idiosincrática más del mensaje de Cristo. En otras palabras, la autoridad práctica y la finalidad espiritual de la Iglesia, que son siempre las cuestiones de fondo en la guerra entre el Papado y los jesuitas, quedarían rechazadas y sustituidas por la especie de autoridad y la misión materialista que pudieran estar de moda. 

En el plano personal, es razonable suponer un hundimiento total de la fe católica en Rahner. Pero no se trata tanto del alma de Rahner como de la influencia práctica que él y otros muchos teólogos de mentalidad semejante tienen en la vida tal como se vive en nuestro mundo. Decir que Rahner, y Fries como colaborador, estaban expresando solamente el sentimiento antipapal que era corriente entre los teólogos católicos hacia 1984, equivale a callarse la mitad de las desgracias creadas por él. Rahner, ocupado en enseñar teología en una prestigiosa Universidad jesuítica durante la mayor parte de su vida, se convirtió, con el curso de los años, en un emblema de sabiduría teológica y de buen juicio para millares de personas que a su vez son ahora sacerdotes, profesores y escritores con autoridad, influencia y prestigio propios.

Se suele creer que semejante labor se desarrolla en torres de marfil. Pero hombres como Karl Rahner han ayudado vigorosamente a moldear el pensamiento y las costumbres de sacerdotes y obispos que están ahora situados en todos los niveles de los asuntos mundiales en todos los países. Y en tanto estén convencidos, incluso en un plano puramente personal, de que los Rahner de la Iglesia tienen razón y que el Papado está equivocado, no existe ninguna posibilidad en absoluto de que el conflicto se quede en los límites de lo teórico. Por el contrario, alcanza hasta las zonas más profundas del pensamiento, a creencias y sentimientos de millones de personas, que se dejan arrastrar por el corazón (y por la influencia directa o indirecta de teólogos como Rahner) hacia un mundo donde la naturaleza, el significado y la finalidad más entrañable de sus vidas como cristianos son redefinidos dentro de un marco puramente racional y materialista. 

Sin un gigante como Karl Rahner, se duda de si la Teología de la Liberación haría algo más que crujir, vacilar y tambalearse, o de si un Francis Carney se habría mostrado tan poco riguroso respecto de los escritos de Juan Luis Segundo. No obstante, debe decirse que Rahner no era un inventor ni los hombres de su generación se convirtieron en sus imitadores. Rahner no fue quien inició el grandioso viraje teológico en la Compañía de Jesús ni en la Iglesia católica. Su importancia no fue la de un innovador, sino la de un fiel y efectivo evangelista de una influencia perniciosa y destructiva que había estado difundiéndose a escondidas dentro de la Compañía durante decenios, antes de que él saliera a escena. 

Tanto si disertaba en Europa como si iba de un lado a otro del Atlántico, revestido del prestigio adquirido, inatacable en su autoridad, presentando siempre la imagen ingrata del materialista, dispuesto a cualquier enfrentamiento, sin respeto ante nadie, Rahner era el adecuado abanderado del autocanibalismo católico. Enseñó a varias generaciones cómo consumir su fe mediante la lógica, el escepticismo y la desobediencia. Tan íntegra era su devoción al punto de vista antipapal y anticatólico que podría decirse que él se convirtió en su encarnación. Y tan efectivo fue Rahner en mantener su categoría teológica dentro de su congregación, que otorgó a aquel punto de vista una respetabilidad nueva, tanto dentro como fuera de la Compañía y de la Iglesia. 

Ningún superior jesuíta, ni en su país ni en Roma, le frenó jamás. Después de haber sido una prueba palpable de la extraña corrupción acaecida en el seno de la orden jesuítica, Rahner murió como había vivido, en un aura de honor entre sus colegas y superiores. A pesar de sus diferencias, los tres hombres aquí bosquejados (el científico de la sociopolítica, el guerrillero entusiasta y el profesor de teología) tipifican exhaustivamente la aberración de la Compañía. Es cierto que, en esta época, la Compañía de Jesús no está sola en su guerra contra el Papado. 

Ha sido imitada y secundada por muchos grupos, católicos y no católicos, religiosos y seglares, cada uno con sus propias razones para abrazar la idea de que una nueva Iglesia, el «pueblo de Dios», ha sustituido a la antigua Iglesia católica romana jerárquica. Pero fueron los jesuitas quienes abrieron este camino, fueron ellos quienes establecieron los más altos y continuados ejemplos de esta nueva actitud acerca del Romano Pontífice y los dogmas definidos por Roma, y son ellos quienes continúan trabajando en los límites más extremos de lo que sólo cabría denominar como política religiosa. Y así fue cómo el presente padre general de la Compañía de Jesús, Piet Hans Kolvenbach, pudo presentarse ante los jesuitas que le eligieron como cabeza de la orden en 1983 (el año en que James Francis Carney desapareció en una batalla en la selva y el año anterior a que Karl Rahner volviera a Dios) y prometerles con solemne confianza que, entre otras cosas, su tarea consistiría en asegurar la demanda de justicia elegida por los jesuitas y no apartarse de ella por las «quejas gimientes de los Papas». 

Cuando se habla de que la Compañía de Jesús de hoy está en guerra con el Papado, e incluso antes de que nos demos cuenta de cuán extraño y turbador viraje representa esto para un cuerpo de hombres que deben la mayor parte de la fama que tienen a sus logros y su reputación como «los hombres del Papa», no debemos pensar que esta orden religiosa de los jesuitas sea simplemente una organización humana más. Semejantes organizaciones tienen su auge, su declive, se fosilizan y a la postre desaparecen. La Compañía de Jesús fue fundada en 1540 por un vasco oscuro llamado íñigo de Loyola, más conocido por Ignacio de Loyola. Los jesuitas de íñigo no pueden ser situados a la par de cualquier otra organización, por la sencilla razón de que no conocemos ninguna organización, aislada, que haya superado a los jesuitas en los innumerables servicios hechos a la familia humana, incluso por encima de los realizados al Pontificado y a la Iglesia católica romana. Iñigo era un genio raro. 

Si Leonardo da Vinci, contemporáneo de Iñigo, hubiera diseñado una máquina, hasta en sus tornillos y clavijas, que hubiera resistido todas las pruebas del tiempo y las circunstancias cambiantes durante un período de cuatrocientos veinticinco años, la máquina sólo se hubiera desbaratado a costa de destruir el diseño original, ello no constituiría una maravilla más grande que la Compañía que ideó Iñigo. Porque, tal como él la creó (el modelo del jesuitismo, su estructura funcional, su devoción al Papado, su carácter y finalidades) la Compañía ha resistido todas las pruebas del tiempo y las circunstancias excepto una: la perversión de la norma, papel y espíritu que él le asignó. De otro modo, habría quedado acreditada su extraordinaria durabilidad.

Ni siquiera Iñigo pudo prever el casi milagro de la organización de su Compañía, su meteórico y brillante éxito y su influencia universal en el mundo de los hombres, donde él la fundó. Durante los cuatrocientos veinticinco años siguientes, las decenas de millares que se sumaron a la Compañía de Iñigo establecieron un récord que, en su categoría, continúa sin ser superado en la historia pasada o presente, tanto de servicios a la Iglesia romana como a la sociedad humana en general. Mirando hacia atrás, un líder genial del siglo xx, Lenin, equivocado pero lleno de admiración por aquella obra, afirmó al final de su vida que si él hubiera tenido doce hombres como aquellos primeros jesuítas, su comunismo se habría extendido por el mundo entero. Aunque escasos en número, los principios básicos que íñigo estableció para su Compañía fueron catalizadores poderosos. 

En cuanto los hombres de la organización consagraron sus energías a la tarea mundial de la Iglesia romana, promovieron un fenómeno singular dentro de la historia humana. El pensador alemán del siglo XVIII Novalis escribió: «Nunca había surgido colectividad parecida en el curso de la historia universal. Ni siquiera el antiguo senado romano había establecido planes para la dominación del mundo con mayor certeza de éxito. Jamás había sido considerada con más amplio entendimiento la realización de una grandiosa idea». En todos los tiempos, esta Compañía será un ejemplo para cualquier colectividad que sienta una apetencia entrañable de extensión infinita y duración eterna». 

«Cuanto más universal sea vuestra obra —había dicho íñigo—, más divina resultará.» Al cabo de treinta años de haber fundado la orden, los jesuítas estaban trabajando en todos los Continentes y prácticamente todas las formas de apostolado y en el campo de la enseñanza. En el término de un siglo, los jesuítas eran una fuerza con la que había que contar en prácticamente todos los caminos vitales por los cuales los hombres buscan, y a veces obtienen, el poder y la gloria. No había continente al cual no hubieran llegado los jesuítas, no había lengua conocida que ellos no supieran o estudiaran, y en docenas de casos fomentaran; no existía rama de la educación y de la ciencia que no explorasen, ninguna tarea en las humanidades, las artes, la educación popular que no emprendiesen y que no efectuasen mejor que nadie; no quedaba forma violenta de muerte que no hubieran desafiado (los jesuítas eran ahorcados, arrastrados y descuartizados en Londres; sus entrañas eran arrancadas en Etiopía; eran comidos vivos por los indios iroqueses en el Canadá, envenenados en Alemania, azotados hasta perecer en el Oriente Medio, crucificados en Thailandia; matados de hambre en América del Sur, decapitados en el Japón, ahogados en Madagascar, sometidos a bestialidades en la Unión Soviética). 

En aquellos primeros cuatrocientos años, dieron a la Iglesia treinta y ocho santos canonizados, ciento treinta y cuatro hombres virtuosos declarados Beatos por la Iglesia romana, treinta y seis considerados «Venerables», y ciento quince a los que se tenía por Siervos de Dios (1). De éstos, doscientos cuarenta y tres fueron mártires, es decir que recibieron la muetre por causa de sus creencias. Vivieron entre los mandarines chinos y se adaptaron a ellos, y lo propio ocurrió entre los indios norteamericanos, las brillantes cortes regias - de Europa, los brahmanes de la India, los campos escuela de la Irlanda penitenciaria, los barcos de esclavos otomanos, los imanes y los ulemas islámicos, la dignidad y la sabiduría de los profesores de Oxford y las multiformes sociedades primitivas del África subsahariana. Y, dentro del largo catálogo de ofensas y calumnias que los hombres han elaborado con el fin de infamar a sus enemigos,' no hubo palabras bastante insultante para aplicar a los jesuitas, por efecto de aquella fijación que tuvieron desde el primer momento en favor de otro de los principios de Iñigo: ser «los hombres del Papa», precisamente los hombres del Papa. 

Thomas Carlyle escribió que Iñigo de Loyola era «la fuente envenenada de donde han fluido todos los ríos de amargura que ahora inundan el mundo». Semejantes insultos han quedado entronizados en los idiomas de la humanidad. El Webster's Third New International Dictionary, después de haber dado el significado básico de «jesuita» como miembro de la orden, proporciona las acepciones negativas: «persona dada a la intriga o la mixtificación; persona astuta». Términos que son amplificados por el Diccionario Dornseif, que expresa: «persona de dos caras, falsa, insidiosa, enredona, pérfida..., insincera, desprestigiada, deshonesta, mentirosa». Un proverbio francés afirma que «cuando se juntan dos jesuitas, con el diablo ya son tres». Un adagio español aconseja a la gente que «no confíe su mujer a un fraile, ni su dinero a un jesuita». 

Los enemigos perennes del Papado no han podido perdonar nunca a Iñigo y a sus seguidores en tanto éstos permanecieron en su misión de servicio al Papa, cumpliendo aquel sagrado voto de obediencia, incluso a costa del infortunio y la muerte. Todo ello, conforme al expreso deseo del fundador: «Esperemos —escribió una vez— que la orden no llegue a estar a salvo de la hostilidad del mundo durante mucho tiempo». En realidad, este deseo ha sido cumplido, porque los jesuitas eran en realidad hombres del Papa. Sus primeros objetivos principales fueron las nuevas Iglesias protestantes que pululaban por toda Europa. Precisamente, la cuestión vital que estaba en juego entre la Iglesia católica y los líderes de la revuelta- protestante (Lutero, Calvino, Enrique VIII de Inglaterra) era la autoridad del Romano Pontífice y el primado preeminente de su Iglesia católica romana. 

Los jesuitas llevaron la batalla a los territorios de los enemigos del Papa. Desarrollaron controversias públicas con reyes, debatieron en Universidades protestantes, predicaron en las encrucijadas y en los mercados. Se dirigieron a los senados municipales; adoctrinaron a los concilios de la Iglesia. Se infiltraron en territorios hostiles disfrazados y se movieron en la clandestinidad. Estuvieron en todas partes, abrumando a sus contemporáneos con su brillantez, su ingenio, su crítica, su ciencia, su piedad. El tema constante que tenían era: «El Obispo de Roma es el sucesor del Apóstol Pedro, sobre el cual Cristo fundó su Iglesia... 

Esa Iglesia es una jerarquía de obispos en comunión con el Obispo de Roma... Cualquier otra institución eclesiástica es una herejía organizada, hija de Satanás...» Todo el mundo se daba cuenta de la existencia de los jesuítas, en otras palabras; y todo el mundo sabía que eran obsesionados adalides de aquella autoridad y primado. Mientras fue vigoroso el ímpetu de los jesuítas contra los enemigos de Roma, su penetrante influencia en el catolicismo romano nunca ha sido igualada. 

Tuvieron el monopolio de la enseñanza en Europa durante más de doscientos años y contaron a los famosos y a los infames entre sus alumnos de todo el mundo (Voltaire, Luis Buñuel, Fidel Castro y Alfred Hitchcock entre ellos). Remodelaron de veras la doctrina de la teología y la filosofía católicas, de modo que volviera a ser clara y asequible incluso para la nueva mentalidad de la época naciente y turbulenta. Proporcionaron nuevos medios para la práctica de la piedad popular. Hicieron adelantar el estudio del ascetismo, del misticismo y de la misionología. 

Proporcionaron nuevos modelos para la educación de los sacerdotes en los seminarios. Generaron, mediante su ejemplo y la inspiración dada por su propia orden, toda una familia nueva de órdenes religiosas. Fueron la primera corporación de estudiosos católicos que se hicieron preeminentes en las ciencias seculares: matemáticas, física, astronomía, arqueología, lingüística, biología, química, zoología, paleografía, etnografía, genética. La lista de los inventos y los descubrimientos científicos efectuados por jesuítas llenó innumerables volúmenes en los campos más diversos: ingeniería mecánica, fuerza hidráulica, aeronáutica, oceanografía, hipnotismo, cristalografía, lingüística comparativa, teoría atómica, medicina interna, manchas solares, prótesis auditivas, alfabetos para sordomudos, cartografía. 

La lista de la cual se extraen al azar estas muestras, aturde a la mente por los infinitos conocimientos. Sus manuales, libros de texto, tratados y estudios ganaron autoridad en todas las ramas de la ciencia católica y seglar. Fueron gigantes; pero con trna sola finalidad: la defensa y propagación de la autoridad papal y de la doctrina del Papa. No se limitaron a las ciencias sus sorprendentes energías y talentos. También hicieron suyo cualquier campo de las artes. En 1773, tenían trescientos cincuenta teatros en Europa, y los trabajos escénicos de los jesuítas fueron la base inicial del ballet moderno. Fundaron el primer teatro del Continente norteamericano, en Quebec, en 1640. Enseñaron a Francia a hacer porcelana. Trajeron de nuevo a Europa la primera noticia que los occidentales habían tenido de las culturas china e india.

Tradujeron los Vedas sánscritos. Incluso las chinoiseries de la época rococó fueron extraídas de las publicaciones jesuíticas chinas. La sombrilla, la vainilla, el ruibarbo, la camelia y la quinina fueron innovaciones jesuíticas en Europa. Las hazañas de los jesuitas como exploradores y misioneros en el Extremo Oriente superaron a los sueños más atrevidos de sus contemporáneos y constituyen una epopeya que suena casi a mágica. Nombres de jesuitas estarán perennemente vinculados a lugares que para la mayoría de nosotros son puro vocabulario fantástico (Kambaluc, Cathay, Sarkand, Shrinagar, Cho Lagram, Cho Mapang, Manasarovar, TashiIhumpo, Koko Ñor, y el prolongado salto que se entraña en el nombre de Chomolongmo, conocido por nosotros como monte Everest). 

Antes de que se cumpliese un siglo de la fundación de la Compañía, los jesuitas fueron los primeros europeos que penetrarn en el Tibet y pasaron luego a China. El padre jesuíta Matteo Ricci fue la primera persona que demostró que el Cathay de Marco Polo era idéntico a China y no un país diferente. En 1626 el padre Antonio Andrade y el hermano Manuel Marquis abrieron la primera iglesia católica en el Tibet a orillas del río Sutlej, en el reino de Guge, en Saparang. El hermano Benito de Goes está enterrado en el extremo noroccidental de la Gran Muralla de China. La tumba del hermano Manuel Marquis está en Kamet, cúspide de la cordillera de Zaskar, que domina el paso de Mana, en el Tibet occidental, donde el buen jesuíta murió en 1647, después de un largo encarcelamiento en el puesto fronterizo. Otros jesuitas (austríacos y belgas) fueron los primeros europeos que alcanzaron Lhasa, el 8 de octubre de 1661 y contemplaron la construcción del palacio del Pótala, para el Dalai Lama Chenresik. 

El padre Grueber, austríaco, fue el primero en determinar acertadamente la posición de Lhasa, en los veintinueve grados seis minutos de latitud norte. Su labor y la de sus compañeros fue continuada por una serie de distinguidos tibetólogos jesuitas, que elaboraron diccionarios, estudios del idioma, mapas, investigaciones geológicas y tratados teológicos. Sus tumbas, como las de Benito de Goes y Manuel Marquis, puntúan un área que era tan remota y prohibida para sus contemporáneos como sigue siendo para nosotros las otra cara de la Luna. 

Esos hombres, y sus colegas en otros lugares, no fueron solamente «los solitarios y los valientes» ensalzados en un drama escénico de los años cuarenta. No tuvieron las mentes trastornadas por las dimensiones de la pobreza religiosa y de la pobreza económica, como les ha ocurrido a muchos jesuitas en los decenios finales de este siglo. No tenían por objetivo un propósito mundano y nebuloso como «la íntegra liberación del individuo humano». Eran gigantes que, hablando dentro de las proporciones, emularon las posteriores hazañas de Scott y Peary en los polos; de Hillary en el Everest y de los primeros astronautas en el espacio y en la Luna. Pero, por encima de esto, fueron misioneros jesuitas obedientes a la voz del Romano Pontífice. Vivían y trabajaban y morían siendo fieles a él, porque representaba al Apóstol Pedro, el cual simbolizaba a Cristo, en el que creían como salvador.

En el apogeo de sus esfuerzos, doscientos años después de su fundación, los jesuítas tenían una participación formativa y decisiva en la educación y ciencia de prácticamente todos los países de Europa y América Latina. Ejercían un importante papel en cualquier alianza política de Europa; ocupaban un lugar influyente ante cada Gobierno; poseían una gran capacidad de consejo ante los hombres relevantes y las mujeras poderosas. Jesuíta era el primer occidental que frecuentó la corte del Gran Mogol. Otro fue el primero en ser declarado funcionario mandarín en el palacio imperial de Pekín. La lista de los grandes de la historia asistidos por jesuítas se extiende páginas y páginas: Oliver Cromwell, Felipe II de España, Luis XIV de Francia, Catalina la Grande, el cardenal Richelieu, la reina Cristina de Suecia, María Estuardo, Napoleón, Washington, Garibaldi, Mussolini, Chang Kai Chek. 

Los jesuítas redactaron tratados, negociaron convenios de paz, mediaron entre ejércitos combatientes, concertaron bodas regias, emprendieron misiones arriesgadas de rescate, vivieron en lugares hostiles, como agentes clandestinos de la Santa Sede. Se hicieron pasar por criadores de cerdos en Irlanda, bazaaris en Persia, hombres de negocios en Prusia, payasos en Inglaterra, comerciantes marítimos en Indonesia, mendigos en Calcuta, swamis en Bombay. No había cosa en parte alguna del mundo que no estuvieran dispuestos a emprender, como decían, «a mayor gloria de Dios», y en obediencia al Papa de Roma. Estaban en todo país europeo, africano, asiático o americano donde fuera posible la más leve germinación del catolicismo. Su influencia estaba dedicada al desarrollo de la voluntad pontificia. Ser jesuíta significaba ser papista en el sentido estricto de este vocablo, antaño oprobioso.

El poder mundial de los jesuítas se hizo tan grande que la gente sencilla de Roma inventó un nuevo título para el padre General de la orden. Le llamaron el «Papa Negro», comparando su poder e influencia globales con los del propio Pontífice, y distinguiéndolos sólo por las vestiduras; completamente blancas del sucesor de Pedro, en contraste con la simple sotana negra del sacerdote ordinario que llevaron los sucesores de Iñigo siguiendo su ejemplo. Aquel apodo popular era una exageración, por supuesto. Pero los romanos estaban lo bastante cerca del centro de las cosas como para saber quién ejercía una impresionante porción del poder real existente dentro del Vaticano.

Como se había propuesto Iñigo, el poder del «Papa Negro» y su Compañía estaba sometido a la voluntad pontificia, incluso comprendiendo la extinción de la propia orden. En 1773, cuando el papa Clemente XIV decidió (correcta o incorrectamente) que había que tomar una decisión difícil entre la extinción del Papado o la de la congregación de Loyola, abolió .la Compañía de Jesús por su propia decisión personal y a solas.

Mediante un documento publicado oficialmente, dispersó a los veintitrés mil jesuitas y mandó al padre General y a sus consejeros a las mazmorras papales, al tiempo que imponía el exilio y la muerte lenta a millares que estaban desamparados sin ayuda ni apoyo en peligrosos lugares del mundo. El papa Clemente no explicó su decisión ni a los jesuitas ni a nadie. «Las razones las guardamos en nuestro corazón», escribió. Sin embargo, los jesuitas obedecieron, colaborando sumisamente en la muerte de su propia orden. Cuarenta y un años después, en 1814, el papa Pío VII decidió que el Papado tenía necesidad de la Compañía y por tanto la hizo resucitar. 

Los jesuitas renacidos volvieron a comenzar con renovado celo por la voluntad papal y aportaron inmensa cantidad de personas y enorme trabajo para asegurar que el I Concilio Vaticano de 1860 decretase que la autoridad infalible del Papa era artículo de fe y dogma revelado por la divinidad. El esfuerzo fue tan grande y afortunado, y tan odioso para muchos, que ganó para los jesuitas posteriores a la supresión, un nuevo epíteto: eran los «ultramontanos», la gente que respaldaba a aquel odioso obispo que vivía «más allá de las montañas» (los Alpes), allá abajo, en Roma. 

El desprecio que entrañaba esta palabra insultante denota claramente lo que los jesuitas defendían tan vigorosamente como siempre lo habían hecho: la antigua creencia católica romana de que, por decreto divino, el hombre que lleva en sí toda la autoridad de Cristo en la Iglesia ha de ser identificado mediante un vínculo físico con una localización geográfica en la Tierra, la ciudad de Roma. Ese hombre será siempre el obispo legal de Roma. Y el Vicario personal de Cristo. Los nuevos enemigos de esta creencia vivían principalmente en Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Austria, Suiza e Inglaterra. 

Eran obispos, sacerdotes, teólogos y filósofos. Hablando desde su vertiente de los Alpes, se denominaron a sí mismos «cismontanos» (de este lado de las montañas, del lado norte), y se opusieron a la autoridad y primado del obispo de Roma. Que el catolicismo romano centrado en el Sumo Pontífice haya florecido y se haya mantenido en la Europa occidental hasta el último cuarto del siglo xx se ha debido sobre todo a esos «hombres del Papa», a su celo, su devoción a la misión papal, su sabiduría y la evolución a la que indujeron la mentalidad católica. Porque en cualquier área que tocasen, los jesuitas introducían una nota de raciocinio, de discurso racional y la hacían fermentar con una fe resplandeciente y vigorosa. 

Para decirlo sencillamente, tomaron por asalto la mentalidad de los católicos del siglo xvi, la cual tenía todos sus amarres situados en una esfera precientífica y prenaturalista. Durante cuatrocientos años, contando durante ellos su propia extinción, los jesuitas cambiaron todo esto. Mediante sus métodos educativos y su intrepidez intelectual, hirieron posible que los católicos pudieran mantener su posición como hombres y mujeres creyentes y fieles dentro del océano de nuevas ideas y tecnología moderna que empezó hacia 1770 y no ha cesado desde entonces. Periódicamente, en el curso de sus más de cuatro siglos de existencia, los jesuítas fueron expulsados y proscritos de varios países: Francia, Alemania, Austria, Inglaterra, Bélgica, México, Suecia, Suiza. 

Tan vinculado estaba el nombre de jesuíta con la autoridad papal que su expulsión fue siempre un signo claro de que el Gobierno de aquel país se hallaba'decidido a eliminar la autoridad y la jurisdicción del Romano Pontífice. Y cuando se usó contra ellos la fuerza bruta, se escondieron o recogieron sus cosas y se marcharon, para esperar el día que pudieran volver. Siempre volvieron. Incluso cuando las cosas no llegaron hasta el punto de una expulsión concreta, nadie se llamó a engaño acerca de lo que representaban los jesuítas: el Papado. Muchas veces su actuación en favor del Papado fue tergiversada por sus enemigos. Al principio del siglo xix, en los Estados Unidos el odio que les tenía la oposición protestante, se expresaba rotundamente en la frase de «los jesuítas llevarán a Roma a dominar los Estados Unidos». 

La identificación con el Papado y su devoción a él habían sido voluntad e intención de Ignacio, su fundador, y fueron la condición sobre la cual el Papado había consentido que naciera la Compañía de Jesús. Con su vida y con su muerte, los jesuítas, en verdad, escribieron la historia como «hombres del Papa», tanto si eran el padre jesuíta Pedro Claver, que pasó su existencia entre los esclavos de Sudamérica, como el padre Matteo Ricci convertido en auténtico mandarín en la corte imperial de Pekín, o el padre Pedro Canisio, martillo de herejes, recobrando contra los protestantes provincias enteras y ciudades mediante su incansable e incesante viajar, predicar y escribir, o el padre W. Ciszek, languideciendo en el Gulag soviético durante diecisiete años, o el padre Jacquineau mediando entre los japoneses y los chinos en la guerra a propósito de Hong Kong, o el padre Agustín Bea, viajando clandestinamente a todo lo largo y lo ancho de la Unión Soviética en época de Stalin con el fin de obtener una adecuada imagen de su situación para ofrecérsela a la Santa Sede, o el padre Tacchi-Venturi llevando las negociaciones entre el dictador Benito Mussolini y el papa Pío XII. 

Sin importar quiénes fueran o dónde estuvieran o lo que hiciesen, cada jesuíta tenía clavada en la mente aquella sagrada estructura de la Iglesia de Cristo, anclada por Jesús en su Vicario personal, el Papa, y mantenida por la jerarquía de obispos y sacerdotes, religiosos y seglares en unión con aquel Vicario personal de Cristo. Y fuera cual fuera el año o el siglo en que trabajaba, cada jesuíta sabía que la Iglesia católica a la que había hecho voto de servir sometido al Papa, era la misma Iglesia que había existido en el siglo vi bajo Gregorio Magno, en el siglo xi bajo Inocencio IX y en 1540 bajo Pablo III.

Lo que mantenía su voluntad dispuesta a la tarea, por encima de grandes distancias en el espacio y en el tiempo era la legendaria vinculación jesuítica mediante la obediencia, consagrada por su voto especial: que todas y cada una de las tareas que emprendieran estarían puestas bajo la obediencia del Papa. Para los enemigos de los jesuítas, empero, era precisamente este servicio y esta obediencia al Papado lo que constituía la abominación jesuítica. Sus críticas nunca cesaron de acusarlos de haber distorsionado la filosofía humanista. Pero el escritor francés F. R. de Chateaubriand, que no era por cierto amigo de la Compañía, estuvo acertado en su juicio al decir que «la pequeña lesión que la filosofía cree que ha sufrido de los jesuítas» no merece ser recordada a la vista de «los inconmensurables servicios que éstos han prestado a la sociedad humana». 

La mentalidad y la imagen desarrolladas por los jesuítas alcanzaron su más brillante florecimiento en la primera mitad del siglo xx. Como resultado de sus esfuerzos, hubo un equivalente del Renacimiento en el campo del catolicismo social y cultural, haciendo posible que los católicos fueran hombres de ciencia, tecnólogos, psicólogos, sociólogos, estudiosos de ciencia política, dirigentes, artistas, eruditos, que mantenían una jerarquía propia incluso en las más recientes ramas de la ciencia, reconciliándolas a todas, empero, con su doctrina sólida como una roca. Muchas cosas dan testimonio de esto: la poesía y la literatura de un G. K. Chesterton y un Paul Claudel, la sociología militante de los católicos franceses, alemanes, belgas e italianos entre las dos guerras mundiales, en la floreciente misionología que transformó los territorios de misión en Asia y Africa; la temible escuela de apologética en Europa y en los Estados Unidos; la uniformización de las devociones populares y las normas eclesiásticas; el catolicismo vibrante de los estados norteamericanos; y, en suma, el respeto obtenido a la postre, aunque fuese a regañadientes, tanto de los anticatólicos como de los no católicos, todo ello era evidente en el catolicismo mundial del decenio de 1950. 

Durante la época de su máximo florecimiento, en la primera mitad del siglo XX, los contingentes de los jesuítas llegaron a su apogeo, treinta y seis mil trescientos ocho, de los cuales por lo menos la quinta parte eran misioneros. La influencia jesuítica en la política papal no había sido nunca tan grande, ni lo fue después, y el prestigio jesuítico entre católicos y no católicos alcanzó el máximo nivel. Sin embargo, había alguna raíz íntima que estaba pudriéndose tanto entre los jesuítas como en el cuerpo eclesial católico. Algún cáncer escondido, implantado decenios antes en esos organismos, había quedado detenido; pero no era benigno. Algunos síntomas ocasionales delataban su presencia: unas revueltas esporádicas de estudiosos jesuítas sobre una base individual; alguna que otra vez, abusos flagrantes en la liturgia , por parte de grupos individuales; muy de cuando en cuando, la confusión entre la actividad espiritual y la ventaja política. Pero nada hacía prever el cambio violento que amenazaba a la Iglesia, al Papado y a los jesuitas en el decenio de 1960. 

Para contemplar por entero aquel acontecimiento impar, es fascinante examinar qué tipo de carácter adquirió la Compañía de Jesús durante su esfuerzo de varios siglos, y cómo y por qué en el siglo xx se apartó de su finalidad originaria. No es que sea ésta la primera ocasión en que uno u otro grupo de la Iglesia se sale de las filas y declara la guerra al Papa; pero es la primera vez que la Compañía de Jesús se ha vuelto hacia el Papado con el claro propósito de acabar con sus prerrogativas, disolver el gobierno jerárquino de la Iglesia católica y crear una nueva estructura eclesiástica; y es la primera vez que la Compañía de Jesús, tanto corporativamente como por medio de sus miembros individuales, ha emprendido una misión sociopolítica. Iñigo fundó su Compañía de Jesús con un solo propósito: defender a la Iglesia y al Papado. 

El Pontífice que dio vida oficial a la orden en el siglo xvi convirtió aquella finalidad en misión de la Compañía y razón de su existencia. Como institución, ha estado siempre ligada a Roma. Sus miembros profesos se han mantenido vinculados al Papa por un juramento sagrado de absoluta obediencia. Durante cuatrocientos veinticinco años, han permanecido al lado del Papado, combatiendo en sus batallas, enseñando sus doctrinas, sufriendo sus derrotas, defendiendo sus posiciones, compartiendo su poder, fueron atacados por sus enemigos y constantemente promocionaron sus intereses por todo el mundo. Muchos los vieron, tal como ellos se veían, como «hombres del Papa», y los muchos privilegios extraordinarios concedidos por los pontífices durante siglos, eran símbolos de la confianza que otorgaban a la Compañía. 

Puede decirse que, como corporación, ésta no se apartó de tal cometido hasta 1965. En aquel año, el Concilio Vaticano II terminó la primera de sus cuatro sesiones, y Pedro de Arrupe y Gondra fue elegido como vigésimo séptimo Padre General de los Jesuitas, y con la viva expectación de un cambio producida por el propio concilio, fue adoptado por la Compañía, como institución, el nuevo perfil antipapal y de naturaleza sociopolítica que había estado floreciendo de modo encubierto durante más de un siglo. Este rápido y completo giro que dio un sentido inverso a su misión y a su razón de ser, no se debía a ninguna casualidad ni era ningún hecho fortuito. Se trataba de un acto deliberado para el cual Arrupe, como Padre General, proporcionó un liderazgo estimulante, entusiástico y habilidoso. 

Las impresiones, con todo, especialmente en lo que se refiere a grandes instituciones religiosas, no cambian con demasiada facilidad ni rapidez. La reputación ganada por la Compañía durante cientos de años fue el mejor camuflaje para construir debajo de él la nueva Compañía, harto diferente, que ha venido a nacer en los últimos veinte años. En efecto, su gloriosa historia ha conseguido hacer casi invisibles los hechos actuales y lograr que la nueva dirección de los jesuitas presentase ante el mundo su actual imagen como la última y más noble prueba de espiritualidad y lealtad ignacianas. Para la masa general de católicos, tanto eclesiásticos como laicos, era inimaginable que precisamente los jesuitas propagasen una nueva idea de la Iglesia, ni que emprendiesen una guerra, no ya con un Papa, sino con tres, denigrándolos, engañándolos, desobedeciéndolos, esperando que cada uno de ellos muriese, con la esperanza de que el siguiente les dejara las manos libres. 

De modo inevitable, la guerra jesuítica contra el Papado se ha intensificado durante el pontificado de Karol Wojtyla como Juan Pablo II. Este hombre carismático y tenaz ha llegado al solio pontificio con su vivida experiencia de los marxistas de Polonia. 

Todo en él, pero especialmente sus propósitos, su programa y su estrategia como Papa, hablan de un radical alejamiento de cuanto había estado de moda en Roma desde fines del decenio de 1950. Desde el momento de su elección, quedó claro que Juan Pablo II contaba con la oposición de muchos miembros de la burocracia vaticana que había heredado. Pero lo que estaba menos claro, incluso para veteranos observadores, es que tenía también enfrente a la Compañía de Jesús, y que su autoridad iba a ser violentamente desafiada como cuestión de programa. Nada de lo que Juan Pablo ha intentado desde que, en 1978, llegó a la cátedra de San Pedro, y lo ha probado todo, desde la persuasión hasta la confrontación, pasando por la intervención directa, ha disipado, ni siquiera suavizado, la resuelta actitud jesuítica contra él. Hasta aquí, los jesuitas han eludido los esfuerzos del Pontífice para acorralarles, y su ejemplo ha seguido siendo imitado en una escala cada vez más amplia. Pero, según va advirtiéndolo la Compañía, este Papa polaco no es otro Pablo VI. 

Rehúsa alzar las manos en muestra de profundo desamparo. Por el contrario, acaba de organizar una nueva campaña dentro de la guerra, esta vez en un terreno escogido por él. Tal como está aprendiendo Juan Pablo, los jesuitas serán tan listos y astutos en su respuesta a cualquier nueva ofensiva papal como lo han sido siempre en todo lo que han hecho. En realidad, fueron ellos, no el Papado, quienes dispararon la primera andanada en la postrera confrontación directa, dentro de un esfuerzo por arrebatarle la iniciativa al Papado y a la jerarquía romana. Fuere cual fuere el resultado de esta última campaña y de otras que seguirán con toda seguridad, no puede caber duda de que en nuestro tiempo aquellas cosas por las cuales pugna el Papado resultan inaceptables para los miembros de la Compañía de Jesús, y que aquellas cosas por las cuales ellos pugnan son enemigos del Papado y por tanto inaceptables para éste. Sin embargo, a pesar del hecho de que cada uno de ellos está en el polo opuesto del otro, quedan todavía poderosas semejanzas entre el Papado y la Compañía, y estas similitudes significan que la guerra entre ambos será ponzoñosa a un nivel y en un grado que pocas guerras alcanzan. 

La primera y más fuerte semejanza es el sentido inalienable de misión divina, que es el instinto impulsor tanto del Papado como de los jesuítas. Ambos pretenden estar actuando exclusivamente por el bien común del pueblo universal de Dios, y para la exaltación de la Iglesia que Cristo fundó en Pedro. 

La segunda consiste en que, como organizaciones de recursos humanos y de equipamiento, las dos tienen mano en las palancas de un inmenso poder mundial. Cada una aplica sus energías y recursos a situaciones específicas con finalidades particulares, concretas y definidas. Sin embargo, y ésta no es una tercera similitud, en el seno de la pasión y de la confusión aparente que siempre acompaña a la actividad humana, tanto el Papado como los jesuítas actúan en un plano de dimensión universal, con motivos que no son asequibles a la vulnerabilidad de los sentimientos humanos. Tanto el uno como los otros se aferran al valor de lo presente, del momento en que viven; pero ambos tienen memoria tenaz, ambos miden constantemente sus planes y sus acciones contra una imagen del futuro que desean ver realizado, y ambos parten de la creencia de que tienen el tiempo en su favor, que disponen de mucho tiempo. En este punto capital es donde puede atisbarse mejor el final inevitable de todas las batallas. 

Porque en la perspectiva de la Iglesia católica, así como en la perspectiva del jesuitismo ignaciano clásico, existe otra dimensión, otra condición de la existencia humana, que predomina por encima de esta guerra entre el Papado y la Compañía. Dos fuerzas cósmicas, el bien inteligente y el mal inteligente, personificados en Dios y Lucifer, están enzarzadas en una lucha a muerte por la sumisión de todos los seres humanos. Esta lucha se hace tangible (puede ser localizada e identificada) sólo en los múltiples detalles de situaciones humanas complejas. Pero por la misma regla de tres, todo lo tangible, toda situación humana, está coloreada por lo que es metafísico y eterno. 

En definitiva, en este plano es donde se está librando la guerra entre el Papado y la Compañía de Jesús. Y en este plano, es solamente el Papa quien cuenta con la divina promesa del tiempo. En el plano que ocupamos como espectadores de los acontecimientos contemporáneos, no somos capaces de prever qué semillas de bien pueden germinar en lo que debemos valorar como una zona de desastre. 

Estamos demasiado cerca de aquellos acaecimientos. Nos falta perspectiva, al igual que previsión. Vemos turbio a través del cristal de la Historia. No podemos por consiguiente saber qué cambios podrían abrirse en la Compañía de Jesús si fuesen suprimidos los actuales extremismos que hay en ella y que son la causa del abandono de la doctrina católica básica, de su sustitución por soluciones sociopolíticas y, por consiguiente, del abandono de la primordial vocación de los jesuitas de ser «los hombres del Papa». 

La oportuna reforma de la Compañía y un retorno a su carisma original parecen, humanamente hablando, improbables cuando se repasa la más benigna acusación contra su reciente situación.

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"Estas raíces ideológicas, no surgieron por casualidad entre los jesuitas, sino que procedían a su vez, de la deriva doctrinal de teólogos muy conocidos como Karl Rahner, quien llevó la teología hacia el relativismo moral con las consecuencias que tuvo; por otro lado por pensadores como Theilard de Chardin quien planteaba la teoría del evolucionismo; sin olvidar a otro muy conocido como Von Baltasar, quien fue derivando su teología hacia posiciones donde planteaba que, en función del amor de Dios, era probable que el infierno estuviera vacío, o también otros teólogos jesuitas como Murray, muy favorables a la línea actual que defiende Francisco sobre el ecumenismo, donde todas las religiones son verdaderas.

No debe sorprendernos por lo tanto que, ante todo este movimiento ideológico y doctrinal que dirigieron los jesuitas hace décadas, sean precisamente ellos quienes controlan la Iglesia en estos momentos de la historia. Y tampoco debe sorprendernos que el actual responsable de la iglesia, Francisco, sea precisamente jesuita. Esta elección de Francisco como responsable de la Iglesia, confirma por sí misma que, la deriva teológica y doctrinal hacia el socialismo popular que se fue infiltrando dentro de la Iglesia a través de los jesuitas, tenía sus orígenes en la deriva doctrinal de la influencia de muchos de sus teólogos. Por lo tanto, la teología de la liberación, no solo tenía sus raíces en esa infiltración del marxismo a través de la nueva generación de teólogos, si no que, a su vez, esta nueva generación de teólogos, eran ateos o agnóstico en su mayor parte.

A partir de ese momento se inició una clara deformación teológica y doctrinal en el ámbito intelectual, consiguiendo que, el marxismo se infiltrara en la iglesia a través de las cátedras en las universidades católicas y en los centros de enseñanza. Esta labor fue llevada a cabo por parte de conocidos teólogos jesuitas, como he citado antes, quienes, todos ellos muy próximos al relativismo moral consumaron esa deriva doctrinal y social que estamos viviendo en estos momentos.

Esto quiere decir que, la actual situación de la iglesia, es el resultado de la deriva doctrinal y teológica de los jesuitas. Por lo tanto, llevado todo esto a los resultados actuales que conocemos, no fue ninguna sorpresa la elección como Papa del jesuita Francisco para quienes ya conocíamos esta deriva doctrinal de la Compañía de Jesús. Dicho de otra forma y para que nos entendamos mejor, Francisco es el resultado de toda esta deriva doctrinal de la Compañía de Jesús, habiendo convertido el relativismo moral, en la nueva teología de la Iglesia católica, donde ya no existen verdades que defender.
Un breve análisis de esta situación nos lleva a percibir que, Francisco es un hombre de ideas muy fijas, formado “teológicamente” en el socialismo popular a través de la influencia marxista marcada por la llamada “teología de la Liberación”. Ahora bien, dicha teología, al menos en el caso de la iglesia argentina, se fue dividiendo en cuatro ramificaciones sociales, una de las cuales, es conocida como la “teología del pueblo”, la cual, es la línea social en la que se formó el actual Francisco. Conviene matizar sin embargo que, en esta formación hacia el socialismo por parte de Francisco, tuvo una influencia decisiva el padre Juan Carlos Scannone, también jesuita y argentino.

¿A qué viene todo esto?, pues se debe a las numerosas preguntas que me llegan y me preguntan sobre la reciente elección, por parte de Francisco, del nuevo arzobispo de Buenos Aires, un tal monseñor Jorge García Cuerva. Lo mismo que he afirmado antes de que, quienes conocíamos la deriva doctrinal de los jesuitas no nos sorprendimos de la elección como Papa de Jorge Mario Bergoglio, tampoco esta vez, nos ha sorprendido la elección de ese obispo argentino, cuya tendencia doctrinal y teológica, sigue exactamente la misma línea de quien, desde Roma, lo ha elegido como arzobispo de Buenos Aires.

Para ser malo, se requiere ser muy inteligente y por esta misma razón, nunca eligen a quienes pueden hacerles sombra". Damián Galerón.

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Hace un par de días me contaba una señora que, en la homilía del pasado domingo, el sacerdote habló sobre la importancia de cuidar y salvar el planeta. Habló tambien el cura del cambio climático global y del mucho calor que hace en la calle y, que debido a eso, a veces no llueve. Según me contaba la señora, dicho párroco tendrá algo mas de 50 años de edad
Me he quedado pensativo ante esa impresionante "profundidad teológica" del cura de turno, donde todo parece que, el disparate y la falta de sentido común se está adueñado de la Iglesia Católica.

Visto lo que hay, es evidente que, en Roma, en la Cátedra de Pedro, se han sentado los escribas y los fariseos imponiendo su Abominación Desoladora, de manera que ni entran ellos ni dejan entrar a los demás. Está visto que en la nueva predicacion, ya no es importante despertar espiritualmente a las personas y tratar de que corrijan su vida; ahora lo importante es darle una patada a Cristo y echarlo de la iglesia, imponiendo en su lugar los disparates de Francisco: "el cambio climático, la Ecologia y el Ecumenismo".

Admirado ante tantos hechos y evidencias, donde el absurdo se impone como norma, me he sentado a la sombra de la cabaña donde vivo a descansar un rato y, casi no dando crédito ante la locura que se va imponiendo, me he quedado largamente pensativo, diciéndome interiormente, "que venga el fuego y se lo lleve todo".

(Damián Galerón)

REGIMIENTO MILITAR DE ROMA: LA COMPAÑÍA DE JESÚS O JESUITAS. 
La compañía de Jesús o jesuitas son la mayor agencia de inteligencia de este mundo 
y el ejército de la Nobleza Negra sirviendo a las órdenes de su general superior o Papa Negro.

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