un escalofriante reflejo de la España
partidocrática y liberticida de hoy.
Si hay una sensación que prevalece sobre la inmensa mayoría del metraje de 'La cabina', incluso por encima del agobio y la claustrofobia, esa es la de aislamiento. Estar atrapado en ese féretro metálico silencia por completo al personaje de López Vázquez —de hecho, no volveremos a escucharle hablar después de que se despida de su hijo durante el primer acto del relato—, privándole de toda comunicación con el exterior.
Esto es tan sólo una de las muchas analogías presentes en 'La cabina' que relacionan su contenido con los efectos que una dictadura tiene sobre la sociedad. En este caso, se alude al poder censor de este tipo de regímenes, su capacidad para coartar —y anular— la libertad de expresión, para convertir a algunos miembros de la población en una suerte de parias cuya palabra carece de valor alguno y, en última instancia, para sesgar las vidas de quien atenten o pongan en duda sus intereses.
La cabina telefónica sobre la que pivota el filme se muestra férrea, irrompible e impenetrable por parte de un ciudadano de a pie que mercero representa a través de los pocos personajes que prestan su ayuda —infructuosamente— al protagonista: los trabajadores, el manitas y el hombre que pretende hacer una exhibición de fuerza. Individuos que destacan entre la masa que puebla la plaza atendiendo pasivamente al espectáculo y entregados al pan y al circo con los que el estado oculta sus atrocidades.
'La cabina' también ofrece una representación algo más frontal y directa de la actitud y competencia del estado a través de las fuerzas que aparecen durante la primera mitad de la cinta. Estas son la policía y el cuerpo de bomberos; cuyos miembros, además de incompetentes, se muestran desafiantes y déspotas tanto con el hombre atrapado como con las personas que se agolpan en la plaza disfrutando de la función.
Además de estos, se encuentran los operarios de la supuesta compañía telefónica; uniformados con una vestimenta verdosa que apunta a un paralelismo con instituciones como el ejército o, incluso, la Guardia Civil Española. La mano ejecutora de la represión que captura al opositor y acaba con su vida tras un largo camino hacia un cementerio de sinrazón. Una especie de fosa común industrializada. Otra de esas cunetas dejadas de la mano de Dios a la que únicamente se llega después de recorrer los rincones más deteriorados del país.
Cuarenta y seis años después de su estreno, esta maravilla firmada por Antonio Mercero continúa siendo tan ácida, mordaz y crítica como el primer día; pudiéndose adaptar a la perfección su discurso y analogías a los tiempos que corren.
Por un lado, 'La cabina', tristemente, mantiene prácticamente intacta su reivindicación política al vernos sumidos en un escenario en el que la libertad de expresión se está viendo duramente coartada. Esta lectura podría transformar al personaje de López Vázquez en el rapero o el tuitero de turno cuyas letras o mensajes condensados en 280 caracteres irritan particularmente a un estado que ha hecho suyo el poder legislativo, condenando estas conductas con herramientas como la ley mordaza —nueva identidad para la cabina telefónica—.
Junto a esta idea, el mediometraje proyecta con un sorprendente acierto los comportamientos de la sociedad en la era del smartphone y las redes sociales. La del espectador carente de empatía que, frente a la tragedia, opta por sacar su teléfono móvil y grabar sin intención alguna de intervenir. La del individuo atrapado en una burbuja de redes sociales que, aunque debería ayudarle a proyectar su voz y comunicarse con el resto del planeta —al igual que una cabina—, tan sólo le enmudece y le priva de una interacción "real", reduciéndole a un avatar y, casi, a la nada.
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