HECHOS DE LOS APÓSTOLES, 2:
42 Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. 43 El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. 44 Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; 45 vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. 46 Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. 47 Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar.
COMUNIÓN Y COMUNIDAD
La comunión en y con la eucaristía está al servicio de la comunidad y tiene sentido en relación con la comunidad. Y eso desde un doble punto de vista. Quién celebra la eucaristía es la comunidad. La eucaristía es sacramento de la Iglesia, expresa lo que es la Iglesia, una comunidad de hermanos. Sin comunidad no hay eucaristía. No se trata de un rito que pudiera realizarse por creyentes solitarios. Se trata de un acto y una celebración eclesial. Por eso, la liturgia eucarística “habla” siempre en plural: te pedimos, te rogamos, ten misericordia de todos nosotros, nuestro pan… Supone además un permanente diálogo entre el presidente (que representa a Cristo) y la comunidad (que representa al pueblo que acoge y responde a Cristo). El diálogo es siempre comunitario.
Desde otro punto de vista tiene la eucaristía que ver con la comunidad. Pues si en la eucaristía nos unimos profundamente a Cristo, esto se verifica (se hace verdadero) en la fraternidad. Cuanto más se une uno a Cristo, tanto más solidario es. No hay unión con Cristo sin unión con los hermanos. Y el grado de nuestra unión con Cristo se mide por nuestra mayor o menor fraternidad. Se comprende ahora lo que San Pablo dice a los corintios: al comulgar con Cristo, siendo muchos, nos hacemos todos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan (1 Co 10,17). De ahí también la condición indispensable para poder recibir la eucaristía que san Pablo recuerda a los corintios: la ausencia de división y los sentimientos fraternos entre los asistentes (1 Co 11,17 ss). En efecto, sería una contradicción que unos cristianos divididos y en mala relación recibieran el signo sacramental de que forman un solo cuerpo.
LA EUCARISTÍA Y LA IGLESIA SON EL CUERPO DE CRISTO
Hay un dato muy significativo en la primera carta a los corintios, que nos obliga a pensar que hay una relación muy profunda entre la comunión en el cuerpo de Cristo y la realización de la comunidad fraterna. El dato es que tanto la eucaristía como la Iglesia se definen de la misma manera. Ambas son “cuerpo de Cristo”. El pan que partimos, dice San Pablo, es comunión con el cuerpo de Cristo (1 Co 10,16). Y, a continuación, utiliza el símil del cuerpo para explicar la pluralidad de miembros y funciones en la Iglesia que, no obstante la diversidad, forman una unidad en Cristo, y así termina defiendo a la Iglesia como cuerpo de Cristo (1 Co 12,12 ss. 27). Si la eucaristía y la Iglesia se definen por lo mismo, es una incoherencia participar en la eucaristía sin vivir a fondo la comunión eclesial. No cabe disociar la participación en el cuerpo, en la persona, del Señor, y la participación en su cuerpo eclesial, pues ambos son dos dimensiones de una misma realidad: Cristo.
El problema de la Iglesia de Corinto, en tiempos de san Pablo, y de muchas iglesias o comunidades cristianas en el nuestro, es que celebran el cuerpo de Cristo, pero no son el cuerpo de Cristo. No viven lo que el sacramento de la eucaristía pide y significa. Y esta incoherencia invalida la eucaristía, impidiendo que sea la cena del Señor. Sólo puede participar en la eucaristía el que antes ha colaborado en la edificación de ese mismo cuerpo de Cristo y en la superación de sus problemas y quebrantos. No se puede estar en comunión con el Señor como cabeza de un cuerpo, olvidando el servicio fraterno a los miembros de ese cuerpo: “¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios?” (1 Co 11,22).
Viene bien aquí recordar un texto de san Agustín que me parece verdaderamente audaz: “Este alimento y bebida quieren significar la unión entre el cuerpo y sus miembros, el cual es la Iglesia santa… Si queréis entender lo que es el cuerpo de Cristo, escuchad al Apóstol; ved lo que dice a los fieles: vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Co 12,27). Si, pues, vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, lo que está sobre la mesa del Señor es símbolo de vosotros mismos, y lo que recibís es vuestro mismo misterio. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: El cuerpo de Cristo, y respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el Amén” (Sermón, 272).
La comensalidad tiene ese sentido profundo y ese significado de recuperarnos como seres humanos. “Así entendida, la Eucaristía está llamada a constituir nada menos que el centro de la historia humana en construcción. Lo humano, cuanto más humano, es más divino. Cuanta mayor densidad reconocemos al símbolo de compartir juntos el alimento, mejor construimos el “otro mundo posible”. (J.L.H. del Pozo).
Pensada, celebrada y vivida desde la vida de Jesús, la Eucaristía nos lleva inexorablemente al compromiso y a la radicalidad en nuestra vida. Ella no puede calmar nuestra conciencia, aquietar nuestro corazón y sumirnos en un espacio de adoración intima. La Eucaristía nos transforma en profetas serios, en servidores de los demás, en sacerdotes que unen, tienden puentes, van en búsqueda de los excluidos y empobrecidos por un sistema donde la gran mayoría de la humanidad no está invitada a formar parte de la mesa que nos tendió el Padre. Muy bien grafica Juan Luis cuando nos propone que en cada Eucaristía dejemos una silla vacía. Allí estarán presentes esos hermanos y hermanas que no pueden acceder a los bienes elementales de la vida.
“La comensalidad es una esperanza en construcción, una esperanza activa. La mesa es promesa. No es sólo gozo del presente, sino expectativa activa de futuro: la seguridad de un final de la historia que, no obstante, nos es garantizado sólo mediante nuestra lucha responsable. Esperanza sí, pero activa”. (Herrero de Pozo).
En el capítulo Sin justicia no hay eucaristía del libro “La alternativa cristiana”, José María Castillo analiza el término Parresía que transcribimos a continuación, pues nos aporta un elemento importante sobre el tema de la Eucaristía sobre los ejes de nuestra libertad y justicia. Dice: “La libertad y la audacia son características de la predicación apostólica. El nuevo testamento utiliza el término parresía para hablar de esta libertad y de esta audacia. Etimológicamente, esa palabra viene de pan y rema: «todo dicho». En la cultura de aquel tiempo, era un término político. Cuando el sistema era democrático, equivalía a la facultad de hablar libremente en el consejo municipal de la ciudad. Era, por tanto, la cualidad según la cual un sujeto podía decir todo lo que tenía que decir, con libertad, con claridad y sin cortapisas. Con este sentido aparece ese término en 28 textos en el nuevo testamento. Es la cualidad que caracterizaba la predicación de Jesús (Mc 8, 32; Jn 7, 26). Reviste el matiz de hablar claramente, de manera que lo que se dice se entienda perfectamente (Jn 10, 24; 16, 29). Y Jesús proclama que siempre ha hablado de esa manera (Jn 18, 20). En los Hechos de los apóstoles es la cualidad típica de la predicación apostólica (Hech 2, 29; 4, 13.29.31; 9, 27‑28; 13, 46; 26, 26; 28, 30‑31; cf. 2 Cor 3, 12; 7, 4; Ef 6, 19‑20; 1 Tes 2, 2). La predicación del mensaje cristiano comportaba un auténtico peligro, una amenaza. De ahí que fuera necesario hablar con parresía”.
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