CONTRA EL TOTALITARISMO BLANDO:
CANCELACIÓN WOKE; FEMINISMO RADICAL;
IMPOSICIÓN TRANS; HISTERIA CLIMÁTICA;
CORRECCIÓN POLÍTICA
El totalitarismo clásico de los Gulags soviéticos o los campos de concentración nazis sigue hoy vigente en algunas partes del mundo como China, Cuba o Coreo del Norte, principalmente, pero emerge de forma silenciosa otro tipo de totalitarismo que el autor lo ha bautizado como «blando».
Este totalitarismo blando no tortura al disidente, ni lo recluye en Siberia o Auschwitz, ni lo asesina. Es más sutil. Todo aquel que se muestre discrepante con las consignas del Poder se le cancela, se le invisibiliza, se le ridiculiza y se busca destruir su reputación por medio de las consabidas etiquetas (machista, racista, homófobo…), o se le expulsa de su empleo o cargo público. En definitiva, se le da muerte civil.
Esa ideología oficial se extiende por la sociedad, como si fuera una tela de araña, y todo lo impregna. Desde la escuela o la Universidad, pasando por los medios de comunicación, las plataformas de las Big Tech; el cine o las leyes ideológicas…
"La violencia brutal del totalitarismo clásico engendraba una mística heroica de la resistencia. El totalitarismo blando es más insidioso porque nos ata con la cadena de nuestros propios deseos y flaquezas. Su mensaje es seductor: ampliación constante de los “derechos”, supresión de toda desigualdad u opresión… Sobre todo, el wokismo desresponsabiliza al sujeto: si te ha ido mal, no es por tu culpa, sino la de esta sociedad machista, racista, homófoba, etc. Eres una víctima y tienes derecho a que la sociedad te compense por tus “sufrimientos”".
¿Por qué un libro contra el llamado Totalitarismo Blando?
Porque es un cáncer que puede destruir las sociedades occidentales.
De hecho, según leemos en la reseña, pudiera entenderse que usted, en cierta manera, acuñó el término. ¿A qué se refiere con precisión y que aspectos englobaría exactamente este tipo de totalitarismo?
No soy el acuñador del término, son ya varios los que han hablado de “soft totalitarianism” (por ejemplo, Rod Dreher en “Vivir sin mentiras”). Y se adelantó lúcidamente Benedicto XVI -entonces cardenal Ratzinger- en uno de sus libros-entrevista con Peter Seewald, “La sal de la tierra” (1997): “Está creciendo el peligro de una dictadura de la opinión, y los que no suscriben la visión común son marginados. […] Cualquier futura dictadura anticristiana sería probablemente más sutil que las dictaduras que hemos conocido en el pasado. Admitiría aparentemente la religión, pero sin que la religión pudiera intervenir ni en la forma de conducta ni en el modo de pensar”.
En la introducción del libro, me refiero al “totalitarismo blando” en estos términos: “Hay peligro de totalitarismo porque se va configurando una ideología oficial que es impuesta a la sociedad por numerosos canales: escuela, Universidad, medios de comunicación, plataformas de las Big Tech, publicidad y política de personal de las grandes empresas (“capitalismo woke”), cine, leyes ideológicas… Esa imposición no usa los medios brutales del totalitarismo del siglo XX: no se tortura al disidente, ni se le manda a Siberia. Pero sí se le “cancela”, se le invisibiliza, se le ridiculiza, se intenta destruir su reputación por medio de las consabidas etiquetas infamantes (“machista”, “racista”, “homófobo”…). O se le expulsa de su empleo o cargo público (y en este libro se alude a algunos casos resonantes)”.
La ideología oficial en cuestión incluye dos ingredientes principales: el “wokismo” (mezcla de feminismo, “antirracismo”, liberacionismo LGTB, antioccidentalismo, etc.) y el ecologismo radical, que últimamente ha asumido la forma del catastrofismo climático.
Al ser tan sutil, ¿es hasta cierto punto normal que muchas personas ni siquiera lo perciben como totalitarismo?
El bombardeo ideológico es tan ubicuo, que mucha gente llega a confundir las tesis woke y clima-catastrofistas simplemente con el sentido común. El adoctrinamiento en cuestión incluye también la idea de que sólo se puede discrepar de esas ideas “evidentes” si se es mala persona (machista, racista, etc.) o incluso se está enfermo (las “fobias” eran inicialmente enfermedades mentales, y el totalitarismo blando llama, por ejemplo, “homófobos” a quienes pongan la menor pega a la agenda del lobby LGTB y “xenófobos” a quienes piensen que la inmigración masiva no solucionará los problemas de Occidente, sino que los agravará).
Por eso mismo, ¿se podría decir que es más eficaz que los totalitarismos tradicionales que provocan una fuerte resistencia?
De momento está siendo más eficaz, sí. La violencia brutal del totalitarismo clásico engendraba una mística heroica de la resistencia. El totalitarismo blando es más insidioso porque nos ata con la cadena de nuestros propios deseos y flaquezas. Su mensaje es seductor: ampliación constante de los “derechos”, supresión de toda desigualdad u opresión… Sobre todo, el wokismo desresponsabiliza al sujeto: si te ha ido mal, no es por tu culpa, sino la de esta sociedad machista, racista, homófoba, etc. Eres una víctima y tienes derecho a que la sociedad te compense por tus “sufrimientos”.
¿Quiénes están realmente detrás de estas imposiciones y cómo se coordinan para poder abarcar tantos ámbitos y en una misma dirección?
No creo que haya una coordinación central, sino una convergencia espontánea de diversos sectores: la izquierda necesitada de encontrar recambios para el socialismo fracasado, las grandes empresas deseosas de hacerse perdonar sus (legítimos) beneficios, los jóvenes necesitados de encontrar sentido existencial y una causa por la que luchar (el wokismo está secuestrando y encauzando en una dirección equivocada el noble idealismo juvenil; les dice a los chicos que deben luchar por los débiles y oprimidos, y que estos son las mujeres, las razas distintas de la blanca, los homosexuales…).
El término muerte civil parece muy duro y que no va con nosotros…¿Pero hasta que punto nos hemos acostumbrado a no poder expresarnos con libertad en el trabajo, en la vida social, incluso en la familia y lo asumimos como algo normal?
Sí, está ocurriendo. Sólo hablamos de asuntos ideológicamente delicados con gente que sabemos afín, y lo hacemos bajando la voz y echando una mirada de soslayo, si estamos en un lugar público.
Por la propia sutileza de este nuevo totalitarismo que todo lo impregna, ¿piensa que la mejor manera de combatirlo es con inteligencia y con serenidad?
Sí. Con serenidad, con constancia… y con información. Por eso en los últimos quince años ralenticé mi producción académica para volcarme en la batalla cultural contra el wokismo: desde mis libros y artículos, y ahora también desde la política.
¿Cómo ha sufrido en sus carnes, al ser un cargo público, este totalitarismo que denuncia en el libro?
Lo sufro -como el partido al que represento- a través del ninguneo y la demonización mediática. Tenemos que sufrir que nuestras posiciones sean tergiversadas y arrastradas por el barro. En el Congreso tenemos que aguantar que nos llamen todos los días fascistas, racistas y defensores del asesinato de mujeres. Me sacaron en todos los telediarios hace dos años, intentando ridiculizar mi discurso sobre el “cambio climático” (dije, entre otras muchas cosas, una obviedad: que muere mucha más gente de frío que de calor). En las redes sociales, la ración diaria de insultos “va en el sueldo”.
Francisco José Contreras. Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Diputado nacional (VOX). Autor de “La filosofía del Derecho en la historia", “Kant y la guerra", “Liberalismo, catolicismo y ley natural", “La fragilidad de la libertad” y otras obras. Editor de varios libros colectivos.
Los totalitarismos blandos
PODEMOS, NACIONALISTAS
Y OTROS ENEMIGOS DE LA DEMOCRACIA
¿Qué rasgos tienen en común el nacionalismo vasco, el catalán y el discurso de los populismos de izquierda que se aglutinan en torno a Podemos?
¿Es casualidad que todos ellos desafíen a legalidad democrática a la vez que se autoproclaman los verdaderos demócratas?
¿Estamos ante unos nuevos totalitarismos cuya fuerza residiría en su carácter voluble y blando que los presenta como inofensivos?
Iñaki Ezkerra analiza, con gran agudeza y profundidad, el escenario político actual en el que conviven los partidos tradicionales —demagógicos y a menudo hipócritas—, con los nuevos populismos de izquierdas que se presentan como alternativas a aquéllos cuando constituyen, junto con los movimientos secesionistas, un ataque a una democracia joven y no lo suficientemente consolidada como la española.
Éste es un ensayo valiente, inteligente y necesario que, sin caer en discursos apocalípticos, brinda una visión total de la degradación de nuestro orden de libertades.
Palabras preliminares
¿Qué peculiar rasgo tienen en común, a primera vista, el nacionalismo vasco, el catalán y el discurso de los populismos de izquierda que se aglutinan en torno a Podemos, es decir, los tres conglomerados ideológicos que con más virulencia impugnan hoy el sistema constitucional español y son una verosímil amenaza para este? La característica más genuina y llamativa que los une y les da un innegable aire de familia es que, pese a compartir todos ellos algo más que unas obvias reminiscencias totalitarias, todos se reclaman de una forma particularmente pertinaz y cansina como los puros, los genuinos, los verdaderos demócratas. Más aún, no solo apelan, con machacona insistencia, a esa condición democrática que se atribuyen a sí mismos como «incuestionable», y que no les vendría dada por unos hechos que la desmienten, sino que niegan categóricamente tal condición a quienes se atreven a contrariarlos: a los políticos, a los artistas, a los intelectuales, a los periodistas, a todo aquel que no se identifica con ellos en la ilusión de provocar la voladura del Estado o de amagar con ella permanentemente. A todo el que no es de los suyos o no muestra una patética indulgencia, un signo de rendición ante su amenazador proyecto, le niegan la condición democrática y, antes que a nadie, al propio Estado, por supuesto, pese a que este haya desistido de muchas de sus prerrogativas a favor de ellos y se haya prodigado en las más generosas cesiones. Sí.
Cuando alguien contraría esa contemporizadora consigna y delata los componentes totalitarios que poseen el populismo izquierdista o los nacionalismos vasco y catalán, a menudo se piensa que se trata de una hipérbole producida por una reacción emocional e impulsiva de rechazo a los desafíos que protagonizan estos; de un exceso verbal e irreflexivo con el que se quiere responder a las bravatas de ese populismo y de esos nacionalismos. Se piensa que se está participando de la misma visceralidad y arbitrariedad que se desea denunciar. Y, sin embargo, no se trata de un «insulto» vehemente, precipitado, irreflexivo, sino de un riguroso y meditado «diagnóstico». A poco que se detiene la mirada en esas ideologías y en quienes las representan, se comprueba que sus referencias, sus raíces, sus comportamientos, sus ideas y sus características corresponden a un totalitarismo de manual. Otra cosa es que no dispongan de la misma capacidad destructiva que los totalitarismos clásicos, porque, para empezar, se hallan en un contexto absolutamente distinto al que permitió el desarrollo de aquellos. Se encuentran en la paradoja de que la misma democracia que los frena, los atenúa y los contiene es la que los respeta, los alimenta y los protege. Este hecho y otros hacen que no se pueda hablar de ellos en los mismos términos en los que hablamos de las tradicionales versiones totalitarias de referencia (obviamente no son Hitler ni Stalin) y que nos veamos obligados a matizar todo lo que sea preciso para esbozar su retrato.
Pero es, a la vez, por esa precisión y por esas matizaciones que nos imponen por lo que no podemos dejar pasar por alto la gravedad de los legados ideológicos que han heredado de lo peor del siglo XX y que lucen con una obscenidad y una euforia ciertamente alarmantes. Este nuevo totalitarismo intentaría actuar, ante las resistencias que pueda ofrecer la sociedad democrática, a la manera en que actuaría lo que el politólogo norteamericano Joseph Nye ha definido como el «poder blando» en relación con la política exterior norteamericana. El soft power de Nye consiste en una inteligente y pragmática renuncia a la utilización de los tradicionales medios coercitivos de carácter militar o económico, es decir «duros», para dar paso a las buenas formas de persuasión diplomáticas, culturales o ideológicas. Trasladada al ámbito de la política en general y a la cuestión que nos ocupa, esa «blandura» que ya es una figura recurrente en el debate ideológico (hablamos no solo de «formas blandas de poder» sino también de «líderes blandos», de «estrategias blandas», de «imagen blanda», de «blandos discursos»…) se traduciría en el despliegue de «amabilidad política» no solo gestual sino conceptual del que se sirven Podemos o los nacionalismos periféricos para incidir en el presente español.
La autodenominación de «democráticos» (como la de «moderados» o incluso «democratacristianos» que han manejado los «peneuvistas» vascos o los convergentes catalanes durante lustros) forma parte de esa estrategia blanda que a veces no puede disimular la agresividad de sus raíces o que se combina alternativa y conscientemente con esta. Pero denominar como «blandos» a esos estofados ideológicos de tardías reminiscencias totalitarias no equivale a indultarlos en absoluto, sino a delatarlos en lo que tienen de peligrosamente dúctiles y de sinuosos, tanto en las formas como en los contenidos. Es reparar en cómo apelan a todos los tópicos de la corrección política; en cómo edulcoran todas las referencias a ideologías fuertes a las que, por otra parte, no renuncian (leninismo, sabinismo...); en cómo se moldea esa viscosa y venenosa goma dogmática que ya los constituye estructuralmente; en cómo tratan de aligerar su peso, de limar sus aristas, de travestirse y reblandecerse en nombre de la eficacia; de hacerse amables al tacto. Son blandos porque no pueden ser duros; porque ya no se estila; porque la plastilina ideológica, la gelatina buenista es lo que hoy vende. Confieso que me produce la misma o muy parecida irritación quien banaliza la innegable carga de odio totalitario que ciertamente hay en el populismo llamado «bolivariano», o en el de nuestros nacionalismos secesionistas, que quien ve por todas
partes frentes populares y guerras civiles, los fusiles de Paracuellos y las guillotinas del Reinado del Terror. Confieso que estas páginas nacen, en buena parte, de la indignación que me inspiran esos dos manoseados discursos y de la profunda incomodidad que experimento cuando alguien pretende identificarme con alguno de ellos, con el vaticinio distópico del llanto y crujir de dientes o con el eterno «aquí no pasa nada» que, por desgracia, solo ha dejado de escucharse cuando al final «ha acabado pasando algo que no es poco». Nacen de esos dos sentimientos encontrados; del enojo que me causa que me den hecho el discurso de la inminente caída en el abismo y de la necesidad de matizar, de comprender, de denunciar el alcance, la gravedad y el peligro reales que tienen esos «monstruitos totalitarios» de nuestra democracia. He omitido premeditadamente en el título del libro el término «populismo» porque ya está demasiado manido y, en contra de lo que pueda parecer, ha llegado un momento en el que tranquiliza, banaliza, quita hierro al fenómeno; mete a Beppe Grillo, a Margaret Thatcher o al regionalista cántabro Revilla en el mismo saco que a Perón, Chávez o Maduro. Como hay populismos y populismos, esa palabra hoy ya no denuncia nada. De hecho, hay incluso quien la reivindica o ve como reivindicable el mal al que esta alude.
No es en absoluto ajeno a esa tendencia un libro como En defensa del populismo, del español Carlos Fernández Liria, que deja entrever algunos escrúpulos frente al término, pero que lo acaba asumiendo en coincidencia con La razón populista del argentino Ernesto Laclau. Esta asunción de una expresión claramente despectiva que invoca un fenómeno a todas luces detestable nos brinda una pista sobre el carácter indigente y espurio de su apología. Como nos recuerda Enrique Krauze, el populismo remite directamente a la demagogia, en la cual veía Aristóteles la causa de las revoluciones en las democracias. Que los apóstoles del populismo posmarxista asuman el término y no se molesten siquiera en idear otro más digno que lo reemplace solo puede interpretarse como una estrategia retórica de hacer de la necesidad virtud: no están dispuestos a renunciar a la rapidez y facilidad con las que esas «paraideologías» prenden en la sociedad, como el vendedor de «comida basura» no está dispuesto a renunciar a las vísceras, los cartílagos y la grasa en la masa con la que hace las hamburguesas. Como el vendedor de «comida basura», el populista sabe que lo es, pero ostenta su condición en un alarde de arrogancia y en un truco de magia comercial por el cual vende esa carne grasienta como un producto bueno y deseable. La expresión «política-basura» nunca podría haber sido más justa y acertada para definir un hecho como el populismo. Pero, por más que a sus apologistas les parezca hábil darle la vuelta a la denostación y convertirla en reivindicación, el carácter infame de lo que defienden queda al descubierto para quien tiene un mínimo olfato, no ya ético, sino estético y unos elementales escrúpulos políticos.
¿Habría modo de presentar como respetable un libro que se titulara En defensa de la demagogia o La razón demagógica? A todas esas razones que podrían explicar la desfachatez escasamente intelectual de la apropiación de un término que remite a una clamorosa lacra, puede añadirse la de la ya reseñada función eufemística de dicha expresión ocultando un mal mayor como es el totalitario. Y es que lo característico del populismo antisistema de Podemos, como de los nacionalismos del País Vasco y de Cataluña, que curiosamente también han jugado en diferentes momentos a la pose antisistema y también presentan rasgos populistas, es su totalitarismo genético, práctico y fisonómico.
La verdad es que, en lo que se refiere a esos casos concretos, el uso del eufemismo en general para referirse a ellos ha encontrado una entusiasta receptividad en los medios de comunicación y en quienes han hecho una escuela del arte de no llamar a las cosas por su nombre en aras de la táctica política y del tacto diplomático. Precisamente esta reflexión lo es también sobre esos estériles tacticismos y sobre esa prudencia mal entendida. Va contra esas desaconsejables claudicaciones en el lenguaje que derivan en una peregrina «diplomacia del pensamiento». Va contra la inexactitud semántica y contra la desmemoria que late en esas prevenciones. Gran parte de esta reflexión se adentra en el campo abonado que ha permitido el desarrollo de esas feas herencias. La sociedad no es inocente.
¿Qué rasgos populistas había en ella, tanto a su izquierda como a su derecha, para que creciera tan a gusto el monstruo? Confieso que esa ha sido mi gran dificultad para escribir estas páginas. Desde su inicio, tenía claro que el populismo debe inspirar prevención y en su modalidad totalitaria debe inspirar directamente miedo. Pero, según me iba centrando en la tarea de describirlo, me iba dando cuenta de que los rasgos que reconocía en él como más peligrosos y nefastos ya estaban de alguna manera latentes y manifiestos en la propia sociedad que le ha dado cobijo. Un ejemplo: cuando, tras las elecciones del 20-D, se produjeron las tensiones entre el sector de Errejón y el de Iglesias a causa del debate interno que se dirimía en esa formación política sobre la conveniencia de pactar o no con el PSOE en torno a la investidura de Pedro Sánchez, y cuando Iglesias se quitó de en medio a Sergio Pascual, afín al sector disidente, coincidí en una tertulia en la que alguien asociaba esa defenestración con los clásicos procedimientos comunistas y las purgas estalinistas. No solo me pareció una referencia fácil.
Es que no hay un partido en España en el que no se hayan producido esa clase de movimientos o similares. La denuncia del populismo izquierdista y totalitario que late en Podemos requiere una mirada algo más detenida que la de esas facilonas referencias. Hay demasiado populismo en toda nuestra política como para no sentir que la crítica a este fenómeno que ha irrumpido hoy con fuerza en la vida española nos compromete, nos obliga a mirarnos al espejo y a hacernos algunas preguntas incómodas: ¿qué es lo que nos inquieta de Pablo Iglesias y los suyos realmente? ¿Su populismo, que perdonamos en los otros, o las modificaciones que pudieran introducir en el sistema aunque no fueran de carácter totalitario? Si el populismo se define por ofrecer soluciones simplonas a problemas complejos, ¿quién está libre realmente en nuestra política de ese defecto?
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La invención del totalitarismo democrático
Solo ellos son los demócratas. El totalitarismo, como el infierno sartreano, son los demás. Para hacer aún más insólita la extraordinaria descompensación que existe entre ese implacable dedo acusador que dirigen arbitrariamente a su alrededor y la indefensión —a menudo voluntaria inhibición— de los acusados, durante cuatro décadas se ha repetido hasta la saciedad como un dogma doctrinal, desde las instancias políticas y desde los medios de comunicación, que la reclamación secesionista es «una opción totalmente legítima y democrática mientras no vaya acompañada de la violencia», afirmación que supone una renuncia a la tarea obligatoria de desvelar el carácter traumático, dramático y violento que la simple idea de la secesión tiene por sí misma, hasta el punto de que quienes la abanderan necesitan recurrir infalible e inevitablemente a un discurso que es, en el más literal de los sentidos, auténtico «terrorismo conceptual».
Y es que la enorme y profunda carga de violencia que anida en nuestros nacionalismos periféricos, como en el recién surgido populismo de izquierdas, no se queda en las formas, que, por cierto, pueden ser vandálicas en sus intimidantes, ostentosas y fastuosas escenificaciones colectivas, pero al mismo tiempo mostrarse exquisitamente caballerescas, teatralmente mansas y ridículamente jesuíticas cuando sus apóstoles son entrevistados individualmente en una radio o en una televisión. Dicha violencia entra de lleno sobre todo en el campo de los contenidos, cuando la grey ideológica de la que hablamos invoca a profetas y ejemplos del socialismo real, o falsos y quiméricos derechos colectivos —que, por pura definición, niegan los individuales y verdaderos derechos—; cuando nos repiten hasta la saciedad, y como un sacro dogma de fe, que entienden Euskal Herria y Cataluña como «sujetos históricos de derecho», con lo cual están dejando claro que para ellos el proyecto político —la patria, la nación, la tierra, la tribu, la etnia, la sangre, la lengua, la identidad popular, el rebaño, la independencia…— se anteponen a los individuos, a sus derechos como ciudadanos y a toda la legalidad que ampara a estos, es decir a la Constitución y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Ese modo de pensar lo justifica todo. No solo no repara en las consecuencias catastróficas de sus demandas secesionistas o populistas, sino que incluso desea esas catastróficas consecuencias, y las da por buenas si sirven para hacer más fácil y verosímil la realización de su siniestro ideal. Ese modo de pensar justifica, como un precio menor, el sufrimiento colectivo que pueden acarrear los impagos a servicios básicos, las imposiciones lingüísticas y culturales, el crecimiento del paro; la huida de las inversiones, de las entidades bancarias, de las pequeñas, medianas y grandes empresas, de las multinacionales, de los artistas e intelectuales con algún talento, de los docentes más preparados y de las editoriales, de la parte de la población menos integrada en su proyecto y más reacia a este. Justifica todos los daños y perjuicios que ayuden a hacer posible e irreversible su sueño, como justificó en su día la barbarie, las deportaciones, los expolios y los aniquilamientos masivos de seres humanos en nombre de las revoluciones, del progreso de la humanidad y de la dialéctica de la Historia.
Es un modo de pensar que ha tenido en el siglo XX un precio muy alto, y en él reside precisamente la razón sin alma del totalitarismo. Es un pensamiento que hunde sus raíces en las más siniestras interpretaciones de Nietzsche como un mesías del aristocratismo antropológico y, más directamente aún, en el idealismo hegeliano y su aplicación trágica, en el historicismo de Marx y en el de Spengler, es decir en los comunismos y en los nazi-fascismos. Que las tonterías de Romeva o de Junqueras, de Ortúzar o de Otegi, de Monedero o de Errejón tengan ese pedigrí truculento, no quiere decir que estos sean conscientes de ello, ni que se hayan empapado de esas lecturas. Se puede ser nietzscheano, hegeliano, marxista o espengleriano sin haber cogido en la vida un libro.
Se pueden soltar conceptos como bombas en una entrevista radiofónica o televisiva con una amable sonrisa, impostando las buenas formas y hasta engatusando penosamente a un presentador de cultureta superficial, crédulo y especialmente sensible a la piel de cordero, que, como se sabe, es el traje preferido del lobo feroz. Sí. Los nacionalistas y los populistas que se quedan tan anchos anteponiendo el proyecto más rupturista y traumático a las consecuencias que pueda tener en una economía, en la educación, en la convivencia o en las vidas privadas de los ciudadanos, comparecen infaliblemente en los medios de comunicación con una serenidad sospechosa de maestros zen. Los «Mases» y los «Iglesias», los «Urkullus» y los «Puigdemontes», como hace unos pocos años los «Pujoles» y los «Arzalluz», hacen gala en las emisoras y los platós de una calma espiritual y unos modales que les deben de situar interiormente ante el dilema de si son ellos mismos o el duque de Edimburgo; de si se hallan en el casting para un anuncio de Valium o si van a fundar una religión.
Saben bien a quién se dirigen: a una sociedad embrutecida por la telebasura que, por esa razón misma, rinde un supersticioso culto a la cortesía de caricatura, a la urbanidad de libro, a la falsa y acartonada educación. Como buenos goebbelsianos, son muy conscientes de que su fuerza está en la propaganda, en los medios de comunicación, y por esa razón tratan a sus entrevistadores con un servil respeto en las formas que se da de tortas con sus descabelladas ideologías del odio y del desprecio. Con esa pátina de moderación epidérmica que esconde una radicalidad irracional, cuando no criminal, dibujan en el mapa nuevas fronteras que debemos aceptar como propuestas cabales, ignorando o queriendo ignorar que la tierra y su reparto han sido, y son, la principal fuente de conflictos en la historia de la humanidad.
Desde las expansiones imperiales del mundo antiguo hasta las dos guerras mundiales, la sangría balcánica o el actual conflicto sirio, la lucha por la posesión de la tierra se dibuja de modo recurrente como primer motivo o como trasfondo causal. Hasta detrás de los crímenes rurales y los incendios forestales que protagonizan los veranos está el litigio por la propiedad de un pinar o un lúgubre plan de especulación inmobiliaria. Incluso detrás de los casos de la llamada «violencia de género» que llenan en la actualidad nuestros periódicos, se encuentra como motivo un trozo de terreno, un piso o un apartamento por cuya posesión corre la sangre, es decir «la tierra como metáfora del espacio físico» y «definitivo factor desencadenante de la tragedia».
Basta que alguien compre una finca y mueva un mojón con la «inocente» intención de ganar un metro de jardín o de huerta para que haya tiros. Esta evidencia es lo primero que niegan los independentistas catalanes y vascos que desfilan amables, cordiales y solícitos por nuestras televisiones o emisoras de radio; los actores del Junts pel Sí o sus aliados de izquierdas, que, con angélica expresión y unos modales de gentlemen, andan moviendo fronteras en el mapa español como ayer otros las movieron en el mapa yugoslavo, mientras les escucha con respetuosa atención el mismo entrevistador que no tendría inconveniente en afearles una alusión escatológica o una salida de tono contra un colega.
Ese es uno de los graves problemas de nuestra democracia y de nuestros medios de comunicación: que ignoran o juegan a ignorar con demasiada frecuencia que existe una escatología política de efectos más nocivos que la física y que, con ese frívolo y laxo código deontológico, entrevistarían con respetuoso silencio y profundo interés a Hitler si les explicara con buen tono su concepción del Estado, mientras harían callar a Primo Levi si hiciera una airada y directa alusión a los excrementos ideológicos y filosóficos del nazismo; a la orina cientifista en la que se bañan las tesis serviles que halagan a la «raza aria», a la mierda moral del antisemitismo…
El mal está en la ideología, en las herencias totalitarias que hoy nos presenta troceadas y licuadas la papilla de la posmodernidad para hacerlas más digeribles. El mal está en el brebaje de tópicos marxistas que no reconocemos como tales impregnados en la nata de la sentimentalidad o la visceralidad de la demagogia. Está en los mismos orígenes «teóricos» de los nacionalismos vasco y catalán; en el racismo, la xenofobia y el antiliberalismo sabiniano que llegó a declararse enemigo del sufragio universal, así como en lo que se ha llamado «racialismo catalán» (¿por qué no llamarlo «racismo» directamente?) y que defiende similares tesis a las del sabinismo con idénticas conclusiones políticas desde el último tercio del siglo XIX; como aquel, pero con más número de teóricos y mayor entusiasmo paracientífico.
No es que ETA y Terra Lliure hayan matado a pesar de inspirarse en unas ideologías inocentes y beatíficas. Han matado precisamente por sus ideologías, y porque ya en ellas anidaba, latente, el mismo mal que despertó el terrorismo. Un racismo que no se queda en comportamientos particulares discriminatorios o en la adhesión a políticas reacias a la inmigración, sino que aspira a formar un Estado conforme a esos principios; una sociedad que se deja moldear por estos, y unos individuos que tratan de comportarse en sus existencias particulares según el ideal impuesto por el poder para ser «buenos vascos» o «buenos catalanes» no merecen otro nombre que «totalitarismo».
Aquí ya ni siquiera estamos en la clásica discriminación racial y ante las inhumanas políticas de apartheid, sino un paso más allá. Estamos ante la apuesta por un modelo de ciudadano que deberá ser imitado por los sujetos de la colectividad en sus vidas privadas y cotidianas, lo cual exige un control de su ocio, sus costumbres, sus relaciones y sus afectos, de tal modo que el Estado, o la «porción regional» de este que hoy lo suplanta en el poder autonómico, manda en su propia intimidad. Aquí ya no estamos ante el rechazo del inmigrante, sino ante la acuñación, fabricación e imposición de lo que es «un buen vasco» o «un buen catalán».
El mal se hallaba en la doctrina que va de la comparación del español con el mono en Sabino Arana, hasta el RH negativo de Xabier Arzalluz y de la obsesión por preservar la «pureza aria» sin mezclarse con la inmigración de Enric Prat de la Riba, o las «diferencias entre cráneos catalanes y castellanos» que establecía Daniel Cardona, hasta el «estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual» en los que viviría sumido «el hombre andaluz» según las sesudas reflexiones de Jordi Pujol en su libro La inmigración, problema y esperanza de Cataluña, publicado en 1976. El mal está en todo ese sumidero de porquería teórica en la que cabían etnicismo, naturalismo, frenología y «prenazismo» obvio, al que se añadió durante la década de los sesenta, en el caso de ETA, el ingrediente marxista con su consiguiente licencia para matar.
La mezcla explosiva ya estaba hecha: el burgués y tontorrón racismo sabiniano combinado con el pragmatismo criminal de «las manos sucias» sartreanas. Es preciso entender que el terrorismo que ha asesinado en España en nombre de ETA, de Terra Lliure, del GRAPO o del FRAP, así como el de extrema derecha que, en cuanto a fines y medios violentos, iba más lejos que la acomodaticia, pacífica y apolítica mentalidad del franquismo sociológico y que se ahogó con la Transición, no lo han hecho por casualidad, sino por un credo ideológico según el cual los seres humanos, sus vidas y sus derechos no tienen ningún valor por sí mismos, sino como piezas útiles en el engranaje de sus delirios políticos.
La invención del «totalitarismo democrático» es la inestimable aportación de los secesionismos etnicistas y de los populismos de izquierda a la historia de las ideas y al pensamiento occidental. Hubo un tiempo no muy lejano en el que esa expresión que une dos términos escandalosamente antitéticos habría sido fácilmente entendida como un oxímoron, una contradicción in terminis y una ironía. Hoy no lo es gracias a una lógica que pertenece al 1984 orwelliano. No existe mejor referencia que esa novela distópica para explicar por qué clase de mecanismos un sujeto y una colectividad pueden llegar a conciliar en sus mentes dos conceptos absolutamente inconciliables, dos opiniones opuestas, dos creencias contradictorias de una manera consciente, pero sin sentir que están mintiendo.
El «doblepensar» de Orwell enseñaba a mezclar postulados incompatibles y a pronunciar mentiras sin violentarse, a «mentir sinceramente». Los nacionalistas vascos y catalanes, como los líderes de Podemos, saben perfectamente que están invocando conceptos y fetiches totalitarios, pero eso no les impide erigirse con convicción en depositarios de las esencias democráticas. No. No se llaman democráticos por cinismo, sino por su naturaleza ideológicamente promiscua, y por la complexión híbrida con la que están constituidos; porque perciben que hay una serie de valores que se han impuesto en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y que no pueden ir contra ellos, al menos frontalmente, lo cual no deja de ser, a fin de cuentas, un triunfo de la cultura democrática.
Como saben que esos valores se han asentado en las sociedades occidentales; que se han hecho demasiado populares e incuestionables, estas nuevas formas populistas del totalitarismo tienen que fagocitarlos, monopolizarlos y neutralizarlos haciéndolos suyos, «exclusivamente suyos». Este hecho tiene una doble lectura, positiva y negativa. Por un lado, el reconocimiento tácito de la democracia como un valor que no puede discutirse. Por otro lado, el surgimiento de inéditas estrategias para burlarlo, que, por tales, no resultan fácilmente reconocibles.
La aceptación grandilocuente de la democracia como condición previa del discurso político no les exime de su naturaleza ni de sus propósitos antidemocráticos. Indica que una y otros son más complejos, sofisticados y oblicuos en sus trampas que las versiones del monstruo totalitario clásico. Sea el de ayer o el de hoy, el totalitarismo es un hecho al que hay que enfrentarse y su diagnóstico no se puede aplazar, pero este ha de hacerse con la mayor prudencia y exactitud posibles, sin caer en tentaciones optimistas ni apocalípticas, sin exagerar su importancia ni tampoco quitársela. Que la blandura verbal y mental sirva las más de las veces a una causa perversa no quiere decir que la causa totalitaria tenga ganada la batalla. Que el totalitarismo pueda presentarse como blando, y ser blando, no quiere decir que sea inocuo.
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