EL Rincón de Yanka: LA POSPOLÍTICA, ¿EL FIN DE LA POLÍTICA COMO LA HABÍAMOS CONOCIDO?

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viernes, 23 de diciembre de 2016

LA POSPOLÍTICA, ¿EL FIN DE LA POLÍTICA COMO LA HABÍAMOS CONOCIDO?

LA POSPOLÍTICA, 
¿EL FIN DE LA POLÍTICA 
COMO LA HABÍAMOS CONOCIDO?


En los últimos años se ha venido discutiendo sobre los desafíos y posibilidades de la política en una era posmoderna marcada por la pérdida de certezas colectivas (la familia, el sindicato, la religión, el partido político, la clase social, entre otros) y la pérdida de un sistema antagónico al demócrata-liberal, en lo político, y capitalista-neoliberal, en lo económico.Aunque de diferente índole, todas ellas anunciaban la llegada de una nueva manera de entender lo público y lo privado, y por lo tanto, nuevas formas en las que el individuo se relacionaba con su ciudad, el mundo laboral, lo espiritual, el Estado, el mercado, etc.

Las narrativas que entonces explicaban muy bien las contradicciones y que a su vez ofrecían ciertos horizontes colectivos como el liberalismo, el marxismo, u otros enfoques, dejarían de convencer y aglutinar a tanta gente conforme transcurría el siglo XX. Ya sea por totalizante, por utópico o porque obviaba las opresiones de grupos más específicos de individuos y grupos diversos, los grandes proyectos emancipadores que extendían derechos y libertades universales han sido cuestionados por grupos particulares que luchan por sus propios derechos, adelantando sus intereses específicos y promoviendo la construcción de sus propias culturas e identidades. A la vez, se desplazaba la gestión de los bienes comunes y el debate económico a una esfera de lo técnico-no-ideológico que resuelva los problemas.
En el siguiente artículo se pretende exponer por qué ciertos autores como B. Arditi, C. Mouffe o S. Zizek hablan de un escenario pospolítico, y por qué esto significa la muerte, a la vez que la posibilidad, de ‘resurrección’ de la verdadera política.
Del fin de las ideologías y la política moderna

Las ideologías son visiones particulares de observar la realidad y categorías que surgen en contraposición a un sistema ideal. Las ideologías no son malas ni buenas per se, sino que son prácticamente inevitables dado que el ser humano tiende a imaginar un mundo ideal en sus dimensiones social, política, económica y cultural, es decir, trasladan unos ciertos episteme y ethos que se resuelven en favor de cierta concepción de lo ideal. En general, en base a la ideología, una persona o un grupo de personas presentan un plan de acción (programa político) para acercarse a ese sistema ideal. Sin embargo, las ideologías o “paquetes de ideas” no tienen que ser tomadas o aprehendidas enteramente. Si te consideras de izquierda y estás de acuerdo con la reducción de la desigualdad entre seres humanos, no tienes por qué necesariamente estar en contra de la tauromaquia o a favor de la creación del Estado de Palestina, aunque algunas fuerzas intenten homogeneizar y hacer pensar lo contrario. En líneas generales, se entiende que cada vez que una persona decide hacer política, lo hace pensando y anhelando un mundo mejor. La política es el conjunto de acciones que responden a una estrategia para transformar o conservar el sistema social con el objetivo de acercarlo a una concepción particular de sociedad ideal.

Para no ahondar demasiado en un debate sobre los tipos de ideología, en qué se diferenciaba un socialista, un liberal y un fascista (las ideologías predominantes a mediados del siglo XX) se debía pensar en la jerarquización de valores fundamentales: la “igualdad”, la “libertad” y el “orden” dentro de cada una de estas ideologías. Por ejemplo, una persona de izquierda tenderá a preferir la igualdad sobre la libertad, y la libertad sobre el orden, mientras que un fascista preferirá el orden a la igualdad, pero la igualdad a la libertad. Así, cada una de ellas posee un programa político y una idea más o menos clara de su sociedad ideal en el plano económico, político y cultural.

No obstante, en el último tercio del siglo XX, el consenso suscitado por la democracia liberal como sistema de organización “menos malo” ha dejado al fascismo herido de muerte en Occidente durante mucho tiempo. No sólo esto sino que en ese siglo lleno de victorias económicas y culturales de los EE.UU. y con la supresión de la Unión Soviética pareció que las personas que se reconocían como “de izquierda” quedaron huérfanas de modelos fuera del marco capitalista. Con esto en mente, Fukuyama escribe “The End of History and The Last Man” (1991) cuya tesis parte de la idea hegeliana de que el motor de la historia y los procesos sociales es la lucha entre grupos de hombres con distintos intereses por la pertenencia y gestión de los recursos materiales, el materialismo histórico. El mundo ideal en el imaginario colectivo mundial no tiene ya enemigo, y tendrá siempre que ver con el capitalismo y los EE.UU. 

La ideología ha muerto, la historia ha acabado, asegura Fukuyama. Pero, ¿la política también?


















¿Qué es “la política” 
y “lo político”? ¿Qué no lo es?

Si algo nos enseña Gramsci cuando nos habla de hegemonía cultural es que precisamente las clases dominantes definen qué es política y qué no lo es en un determinado espacio-tiempo, presentando esto como una verdad absoluta a los dominados a través de las denominadas ‘instituciones neutrales’ como los medios de comunicación. Si estamos de acuerdo con esto, podemos decir por tanto, que van a existir prácticas que van a ser catalogadas como “con contenido político” mientras que otras prácticas van a ser etiquetadas como “sin o con escaso valor político”. Un buen ejemplo de esto es cuando desde ciertas instituciones se nos dice que hacemos política en nuestro día a día, prácticamente desde que nos levantamos por la mañana hasta cuando compramos café en el supermercado, como si cada pequeña decisión individual pudiera tener una repercusión social o económica significativa. Al mismo tiempo, se dice que participar en una manifestación o militar en un partido político de clase ya no es hacer política, que está desfasado o que es demasiado violento.

Los que dominan intentar hacer ver que el conflicto (o “lo político”) no es política, y menos desde una lógica transversal de clase. El discurso hegemónico ha intercambiado, a través de la apropiación de su explicación, la carga política de determinadas prácticas.

Chantal Mouffe, en “En torno a lo político” (2007), lo diferencia muy bien. La política son las prácticas, discursos e instituciones que tratan de establecer un cierto orden y organizar la coexistencia humana. Consiste en domesticar la hostilidad y atenuar el antagonismo. Lo político, en cambio, es inherente a la vida cotidiana, a las relaciones humanas, crea antagonismo y hostilidad en las relaciones sociales. Se constituye a partir de identidades políticas y colectivas en confrontación.
La pospolítica, o la política posmoderna, como la muerte de la ‘verdadera política’: mi derecho a ser diferente
Desde su comienzo, en la Francia y los EE.UU. de la década de los sesenta, la política de la diferencia consistió esencialmente en una reivindicación de la igualdad para grupos subordinados. Por ejemplo, los afroamericanos (agrupados en torno a las panteras negras), las mujeres y las feministas, o la comunidad gay, entre otros, exigieron su reconocimiento como minoría reprimida y en posición de desigualdad, así como derechos que intentasen superar esa situación. Para algunos autores como Best y Kellner, esto se explica debido a que:
“las visiones utópicas de la política moderna fueron difíciles de sostener y fueron rechazadas a favor del cinismo, el nihilismo y, en algunos casos, un giro hacia la derecha, o fueron revisadas y recortadas drásticamente a proporciones más ‘modestas’. El énfasis moderno en la lucha colectiva, la solidaridad y la política de alianzas cedió a una fragmentación extrema, a medida que “el movimiento” de los sesenta se dividió en varias luchas competitivas por derechos y libertades.”
La lucha política de estos grupos subalternos, especialmente de aquellos que reclamaron el “derecho a la diferencia*” sin perder otro tipo de derechos, se dejó de hacer desde una lógica de clase. Se desechó –en parte como requisito para negociar con la clase dominante– que la pugna política se estableciese en términos de una clase social trabajadora y eminentemente negra, femenina, migrante y de diferente orientación sexual (los oprimidos, precarios o empobrecidos) con intereses y demandas incompatibles a las de la clase propietaria que en su mayoría era blanca, masculina y racista. La política liberadora posmoderna consistió en dialogar, en unos términos de “negociación”, para que las clases dominantes cedieran o dejaran de reclamar para sí determinadas cuotas y espacios de poder de decisión a los que ellos denominan las “minorías”.Los derechos y sitios antes reservados a los hombres blancos heterosexuales pueden ser ocupados ahora por mujeres, gays o ecologistas (ver más en Best y Kellner, La política posmoderna y la batalla por el futuro, 1999).

Sin embargo, este tipo de “negociación”, dice el filósofo esloveno S. Zizek en “En defensa de la intolerancia”, se adapta perfectamente a la idea de la sociedad despolitizada porque “tiene en cuenta” a cada grupo y le confiere su propio status (como víctima) en virtud de las discriminaciones positivas, lo que se celebra como “política postmoderna”. Literalmente señala que la pospolítica se trataría de: “tomar reivindicaciones específicas resolviéndolas negociadamente en el contexto “racional” del orden global que asigna a cada parte el lugar que le corresponde”. Lo que no es otra cosa que la muerte de la verdadera política.

El politólogo paraguayo B. Arditi lo ilustra muy bien. El autor señala que se está avanzando hacia una política de identidades, en la que los intereses pasan más por un reconocimiento de la diferencia que por el reclamo de, por ejemplo, una seguridad social que mejore las condiciones de vida para los individuos que componen la sociedad. La política-reivindicación de la diferencia de diferentes sectores funcionaría como un mosaico compuesto de pedazos de piedra, vidrio u otros materiales de diversas formas y colores (partidos y movimientos sociales autoreferenciales con liderazgos personalistas), que sin el yeso que los sostiene (este yeso suele constituirse “en contra de” en lugar de “a favor a”) no daría una apariencia de unidad compacta. Se trata de liderazgos fragmentados que no se encuadran en la lógica de la disciplina partidaria ni de los programas de gobierno, que por lo tanto no presentan programas que invoquen a una multitud. No aspiran a apelar a una voluntad general disruptiva con el orden establecido creándose así sub-comunidades políticas.

De esta manera, los códigos y simbología construidos dentro estos grupos complican no la interacción social ni el intercambio cultural sino la lucha política en común. No existe, en apariencia, un nexo a través del cual entroncar sus demandas como mujeres feministas, sindicatos de trabajadores del cacao y café, grupos LGTBIQ organizados, expatriados o jóvenes afrodescendientes más que la demanda de la participación política para sí que facilitaría –a priori– la de los demás. No existe un programa político conjunto porque, como decíamos antes, no existe y se estigmatiza una ideología alternativa que congregue y antagonice con el neoliberalismo más allá de propuestas como el capitalismo con “rostro humano” que sólo parece haber funcionado en Europa a costa de las utilidades generadas en el sur global y de una deuda pública y privada crecientes.
La verdadera política: nosotros, lo universal contra ‘ellos’, lo particular
Si seguimos la definición dada de la ‘verdadera política’ podemos decir, como lo hizo Blair y su “radical centrismo”, que la pospolítica es aquella que renuncia a interpelar y luchar por un nuevo orden (o “ignora” que existe uno) a través del conflicto inherente entre grupos dentro de una sociedad, abandonando pues las “viejas divisiones ideológicas”. 

La paráfrasis del lema de Deng Xiao-Ping en los años 60’s lo condensa muy bien: “Poco importa si el gato es blanco o rojo con tal de que cace ratones.” Esto significa que lo importante no es la receta sino competir en el nuevo orden mundial, lo que necesita de ideas que funcionen. Este ultra-funcionalismo se vio también acompañado por la sustitución, en el ámbito de la política, de un tipo de ética que giraba en torno a lo justo/injusto a una que lo hacía en torno al productivismo, a lo políticamente correcto, y a lo estéticamente aceptable.

Para entender mejor esto, Zizek abría una conferencia en la Universidad de Buenos Aires diciendo que en la época de nuestros padres y abuelos, en las universidades se debatía si el mundo del futuro sería predominantemente socialista, capitalista o fascista. Hoy, es más fácil imaginar el fin del mundo que una alternativa al capitalismo, sentencia el filósofo. Este marco ha determinado lo que puede funcionar y lo que no. Por ejemplo, gastar demasiado dinero en cultura, sanidad o educación no funciona pues se entorpece el flujo de acumulación de capital. Así, nos alejamos del verdadero acontecimiento político, aquel que posibilita una transformación de las condiciones de vida de la sociedad.

La gestión económica y la relación propietario-trabajador que permiten esta transformación no es negociable desde que no es una demanda puntual. La pospolítica y sus agentes lo procrastinan aduciendo que “no es pertinente”, que “está fuera de lo técnico” o simplemente que es más costoso de enfrentar si mi objetivo es asegurarme una buena posición en una lista electoral. Zizek lo pone de la siguiente manera: “la pospolítica moviliza todo el aparato de expertos, trabajadores sociales, etc. para asegurarse que la puntual reivindicación (la queja) de un determinado grupo se quede en eso: en una reivindicación puntual (impidiendo la politización real) pues la situación se politiza cuando la reivindicación puntual empieza a funcionar como una condensación metafórica de una oposición global contra Ellos”, desplazándolos y aislándolos precisamente como un grupo minoritario que no representa a nadie más salvo a ellos mismos.

Consecuencias no deseadas de la pospolítica: Trump, el falso antisistema

Así, señalan distintos autores empezando por Laclau y Mouffe, abandonar la política de clase y disolverse en las peleas de las minorías ha puesto a disposición –especialmente en Europa y EE.UU.– que las demandas que tienen que ver con un empleo precario o la falta del mismo para el conjunto de la sociedad sean recogidas y enarboladas por la derecha populista. Pero no porque proponga mejores alternativas sino porque, asumiendo sin tapujos el libre mercado, identifica más fácilmente al “enemigo externo”.

En Trump, por ejemplo, el enemigo fue la globalización y la inmigración. La derecha populista no es antisistema, sino que meramente critica los excesos del mismo para conseguir audiencia. Así que, si no se quiere cambiar todo para que todo siga igual, no se deberá de parar de atacar la desigualdad que sostiene y encrudece el resto de desigualdades. La desigualdad económica impide una igualdad de oportunidades a la hora de hacer uso de derechos y libertades que la política de la reivindicación de la diferencia buenamente ha traído.

Hoy, afirma Credit Suisse, el 1% más rico tiene tanto patrimonio como todo el resto del mundo junto. Entonces, ¿por qué dejar a los monstruos –de los que nos hablaba Gramsci– que emergen en tiempos de crisis las demandas relacionadas con el empleo o la seguridad? 
¿Por qué no proponer horizontes colectivos que tomen en cuenta el cierto individualismo y fragmentación social desde identidades más abiertas y aglutinadoras?

Nueva noción de ciudadano, viejo concepto de democracia

La propuesta de Arditi pasa por recuperar la idea de ciudadanía como identidad dual, soy ciudadano en tanto que pertenezco a un/os grupo/s particulares y en tanto que soy sujeto de derechos y libertades universales que facilitan mi participación y lucha políticas de manera transversal. En la misma línea, Peter Siller en “Partidos Políticos: ¡vuelvan a tomar la iniciativa!” dice que los mejores resultados y respuestas sobre los problemas importantes para todos (paz social, bien común, justicia) vendrán dados mediante la discusión de distintas opiniones que represente la voluntad general. Es decir, la voluntad general es hoy más que nunca heterogénea. Cada noción del bien común, cada respuesta “universalizable”, debería incluir los distintos intereses de los afectados. Y es que la articulación de intereses –el lobbismo en beneficio propio– es una condición previa para la democracia, que exige la igualdad de acceso de todos a la discusión.

Ésta es una explicación sin ánimo de lucro. Es este acceso de todos lo que está en juego. Y no va a hacerse efectivo sin una “radical repolitización” de la economía, señala Thomas Piketty. La repolitización (social) de la economía no sólo frenaría el tipo de gestión lobbista de los problemas de reconocimiento a la diferencia donde, por ejemplo, sólo los indios aymara podrán opinar de los problemas que se relacionan con los aymara, sino porque éstos –los problemas de la política de la diferencia– dejarían de ser percibidos como un problema de intolerancia para pasar a ser percibidos cada vez más como problemas de justicia y como problemas sistémicos (más relacionados a la explotación de unos sobre otros, desigual reparto de tierras y recursos, la mercantilización de la naturaleza, etc.). Tanto Arditi, con su propuesta ciudadana con base en las particularidades, como Siller, con su propuesta dialéctica-articuladora de aspiración universal, nos hablan de incluir a los otros como diferentes con sus particularidades identitarias e iguales a la hora de discutir la idea de una sociedad mejor, anulando la posibilidad de declarar la guerra inmediatamente cuando haya un conflicto de intereses, pero sin negar la existencia del conflicto en la sociedad en torno a las ideas de lo universal, de construir lo político y, sobre todo, sin cesar de buscar la voluntad general.
*Cabe señalar que la política de la reivindicación de la diferencia no es la única tipología de política que emerge en este contexto de pospolítica. Siguiendo la lógica de Mouffe sobre la política que emerge en el escenario de la globalización, donde se pretende la superación de la política tradicional influyendo particularmente en los partidos socialdemócratas, también se entiende el surgimiento de los movimientos antiglobalización y ecologistas dentro de este contexto.