EL Rincón de Yanka: PREGUNTAS SOBRE LA DIFERENCIACIÓN HISTÓRICA DEL NAZISMO CON EL TAMBIÉN EXECRABLE COMUNISMO

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lunes, 1 de junio de 2015

PREGUNTAS SOBRE LA DIFERENCIACIÓN HISTÓRICA DEL NAZISMO CON EL TAMBIÉN EXECRABLE COMUNISMO


 KOBA EL TEMIBLE

LÚCIDA CRÍTICA DE MARTIN AMIS AL ESTALINISMO

Los porqués de 'Koba el Temible'


¿Por qué? 

¿Por qué no existe sino indignación y estremecimiento ante lo que significan Dachau, Buchenwald o Auschwitz y, sin embargo, palabras como Slovki, Vorkutá o Kolymá no nos dicen absolutamente nada? 
¿Por qué “todo el mundo ha oído hablar de Himmler y Eichmann” y “nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzeryinski”?

Sin pretender erigirse en autoridad académica ni aportar material historiográfico que no se conociese ya, Amis traza un boceto de la geografía del terror estalinista compendiando (aunque no es éste un libro sólo de citas más o menos ordenadas o de referencias bibliográficas) textos como los Solzhenistsyn o Robert Conquest y relatos como los de Shalamov o Eugenia Ginzburg, entre muchos otros. Y lo hace con el estupor de quien no comprende por qué la mayor parte de los intelectuales europeos y americanos, desde los años 30 hasta hoy, cerró los ojos ante lo que estaba ocurriendo en uno de los regímenes más salvajemente brutales que haya conocido la humanidad.

Hay varios nombres", continúa Amis, "para designar lo que ocurrió en Alemania y Polonia a principios de los años cuarenta: Holocausto, Shoá, Viento de la muerte (...) No hay nombres para designar lo que ocurrió en la Unión Soviética entre 1917 y 1935 (aunque los rusos, simbólicamente, hablan de 'Los Veinte Millones' y de la 'Stalinschina', la época de Stalin). 

¿Cómo habría que llamarlo? 
¿La Carnicería, el fratricidio, la Matanza del Espíritu? 
No. Llamémoslo 'Dsachtó'. Llamémoslo Por Qué.

Martin Amis, Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones

En Koba el Temible Martin Amis responde a dos preguntas cruciales sobre el comunismo. 

La primera, ¿por qué la mayoría de los intelectuales de Occidente creyeron en este sistema como solución a los problemas del mundo, ciegos a los testimonios irrebatibles de su verdadera naturaleza? Y luego, ¿cuál fue esta verdadera naturaleza? François Furet dedicó muchos años a intentar explicar este "hechizo colectivo". El resultado fue El pasado de una ilusión. Y lo hizo a partir de una paradoja de su propia vida: en 1956, mientras los tanques soviéticos reprimían a sangre y fuego la revuelta de Budapest, él solicitaba su ingreso al Partido Comunista de Francia. ¿Qué clase de "aldea Potemkin" mental se apoderó de nuestros cerebros, se pregunta, y nos hizo ver, donde había esclavitud, progreso de los trabajadores, donde había censura, el triunfo de la cultura, y donde había delirio persecutorio, el paraíso en la tierra?

El comunismo está asociado a palabras como Sendero Luminoso, Gulag, pacto Ribbentrop-Molotov, Pol-Pot, Iagoda, Muro de Berlín,  (Fidel y Raúl Castro, Hugo Chávez) vocablos de un verdadero Diccionario del Horror. Y sin embargo, las personas más preparadas del mundo libre adoraron sin tapujos a este becerro de oro de las utopías. ¿Por qué? Para Furet la respuesta hay que buscarla en la transferencia de sacralidad que, desde el mundo religioso, se hace al mundo político, de suerte que el comunismo se vuelve una religión laica, verdadero opio del intelectual. A su vez, Tzvetan Todorov ha estudiado por qué el nazismo recibe su justa condena y no sucede así con el comunismo, cuando sus males son equiparables. La razón es que el credo comunista enmascara en un ideario positivo universal (la justicia universal, la igualdad, el Hombre Nuevo) los límites acotados de su utopía (que en realidad es para el proletariado y sus líderes), frente al credo nazi, que los explicita: la utopía es para los alemanes arios, seguidores leales del führer.

Propaganda

Pero este vacío léxico no es más que un vacío innoble en el recuerdo de lo que fue el siglo XX. Y no es casual. Es el resultado, entre otras cosas, de una compleja estrategia de propaganda organizada por los bolcheviques, con especial cuidado y dedicación, desde el instante mismo del triunfo de la Revolución de Octubre. Su objetivo: organizar a los intelectuales.

En 'El fin de la inocencia' (Tusquets, Barcelona, 1997), Stephen Koch explica en qué consistía esa red de información desplegada por todo el continente europeo y EEUU, que "controlaba periódicos y emisoras de radio, dirigía compañías de cine, creaba clubes de libros, tenía revistas, patrocinaba giras de publicidad, empleaba a periodistas y encargaba libros".

A Willy Münzenberg, el hombre que puso en marcha aquel emporio de 'agitprop', no le costó convencer a Stalin, aunque sí a Lenin en 1921, que lo aceptó a regañadientes por el odio que sentía hacia los "humanistas burgueses". El principio de Münzenberg era bien sencillo: "Debemos evitar ser una organización puramente comunista y atraer a la gente de buena voluntad". Y esta gente de buena voluntad, escritores, intelectuales, periodistas, actores, directores de cine... gente, en fin, famosa, prestigiosa e independiente se encargaría de propagar la idea de un rostro amable del régimen y asegurar al mundo entero que en la patria de los soviets todo iba bien y se estaba gestando la verdad de la Utopía. Algunos de estos prominentes hombres viajaron hasta la URSS para contarlo.


H.G. Wells entrevista a Stalin

Resulta ahora estremecedor leer la entrevista ('Las grandes entrevistas de la historia', Aguliar, Madrid, 1997) de H.G. Wells a Iósif Stalin, publicada en 'The New Statesman and Nation', el histórico semanario laborista de Londres, en octubre de 1934, cuando ya eran visibles los resultados de la colectivización llevada a cabo entre 1929 y 1933.

"En tanto que crimen contra la humanidad, eclipsa al Gran Terror", dice Amis, que recuerda que "Stalin mató alrededor de cuatro millones de niños durante la colectivización y arruinó al país para el resto del siglo". Sin embargo, Wells, tras la entrevista al tirano le comenta: "Aún no he podido apreciar lo que han hecho en su país, porque llegué ayer. Pero ya he tenido ocasión de ver rostros felices de hombres y mujeres saludables, y estoy convencido de que aquí está ocurriendo algo de proporciones muy considerables. El contraste con 1920 es sorprendente” (Igual que Gabriel Márquez y otros intelectuales con el Castrismo Comunista y Chavista).

Y sin embargo, esta complacencia no fue sólo producto de la propaganda, sino de la necesidad de identidad que toda vida que se quiere épica requiere para autoafirmarse. ¿Y quién no quiere estar siempre en el bando de los buenos? Amis cuenta cómo en 1941, cuando su padre, en cuya memoria está escrita la obra, se afilia al Partido al que será fiel durante 15 años, había ya más que indicios suficientes de lo que ocurría en la URSS: "En 1931 había protestas públicas en Occidente contra los campos de trabajo soviéticos. También había informes convincentes sobre el violento caos de la colectivización y sobre el hambre de 1933 (...) Y estaban los procesos de Moscú de 1936-1938, que se celebraron delante de periodistas e informadores extranjeros y que pudo seguir todo el mundo".

Y hay más: "Agosto de 1939: el pacto nazi-soviético. Septiembre de 1939: invasión-reparto nazi-soviético de Polonia (y otro pacto: el Tratado sobre Fronteras y amistad germano-soviético). Noviembre de 1939: anexión de Ucrania occidental y de Bielorrusia occidental. Junio de 1940: anexión de Moldavia y Bucovina. Agosto de 1940: anexión de Lituania, Letonia y Estonia, y asesinato de Trotski".

Estalinistas y fascistas

Su padre, como algunos otros, decidieron un día dejar de creerse la versión estalinista y pasaron, irremediablemente, a ser considerados fascistas. Como aún hoy es habitual escuchar en conversaciones entre gentes más o menos cultivadas para referirse a quienes hacen crítica del socialismo. Con tanta ignorancia como simplismo. Con tanta eficacia, por tanto. Como se ha calificado también al libro de Amis.


Porque es curioso que un libro que se limita a comentar parte del material ya publicado sobre la contribución sangrienta que ha significado el comunismo en la historia de la humanidad siga generando controversias ideológicas. De la misma forma que hay quienes niegan el Holocausto nazi y son considerados unos locos fanáticos o peligrosos, callar durante años lo que para la historia de la humanidad ha significado el comunismo es ponerse en el papel de estos fanáticos que siguen queriendo que la realidad no enturbie los placeres de un sueño que configura su identidad política y personal y que, según dicen, les mantiene unidos a la esperanza.

La función de la utopía

Tal es la función de la utopía: permitir soñar con la bondad del hombre, incluso cuando la historia ha demostrado ya lo contrario. Lo que ocurre es que muchos prefieren hacerse la pregunta de si ha sido el comunismo algo más que una increíble colección de crímenes o, fundamentalmente, un movimiento de lucha contra la liberación del hombre. Según el 'Libro negro del comunismo', la cifra total de muertos en regímenes comunistas a lo largo del siglo XX se acercaría a los 100 millones de personas: 20 millones en la URSS; 65 millones en China; un millón en Vietnam; dos millones en Corea del Norte; dos millones en Camboya; un millón en Europa Oriental; 150.000 en América Latina; 1,7 millones en África y 1,5 millones en Afganistán.




En el lenguaje de los medios, aún hoy, sigue teniendo más importancia el mito que las cifras, y no es extraño el uso de la palabra comunista con sentido absolutamente positivo cuando se quiere alabar de alguien su implicación en la lucha por la libertad. "Parece", viene a concluir Amis, "que 'Los Veinte Millones' no tendrán nunca la dignidad fúnebre del Holocausto. Esto no es, o no sólo es, una muestra de la asimetría de la tolerancia. No sería así si en la naturaleza del bolchevismo no hubiera algo que lo permitiera".

Quizá ese algo fue lo único que Hitler no pudo apropiarse. En sus conversaciones con Rauschning ('Hitler me dijo', Librería Hachette, Buenos Aires, 1940), el Führer no tiene dudas: "Aprendí mucho del marxismo, no tengo por qué ocultarlo. No hablo de esos fastidiosos capítulos sobre la teoría de las clases sociales o el materialismo histórico, ni de esa cosa absurda que llaman 'el límite del provecho' u otras pamplinas por el estilo. Lo interesante e instructivo en los marxistas, son sus métodos (...) Todo el nacionalsocialismo cabe en él. Fíjese usted: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, las demostraciones de masas. Todos esos nuevos medios de la lucha política han sido casi todos inventados por los marxistas. 
Me bastó apoderarme de ellos y desarrollarlos y así tengo ahora el instrumento que necesitábamos (...) Lo que queda del marxismo es la voluntad de construcción revolucionaria, que ya no ha menester de apoyarse en muletas ideológicas y que se forja un instrumento de poder implacable para imponerse a las masas populares y al mundo entero. De una teleología de base científica, sale así un verdadero movimiento revolucionario, provisto de todos los medios necesarios para la conquista del poder".

Amis demuestra cómo Stalin en el fondo es un continuador de la lógica del terror impuesta por Lenin, no alguien que desvirtuó su legado, y estudia su personalidad enferma, sus relaciones familiares rotas —condenas a muerte incluidas—, el suicidio de su esposa, el abandono de la madre, la acechanza y la burla cruel de su círculo íntimo de poder, que debía serle fiel hasta la ignominia, pese a que, uno a uno, sus integrantes van cayendo en la sospecha, desterrados o fusilados, al libre arbitrio de su paranoia. Por otro lado, revisa su actuación como líder de la URSS, las intrigas palaciegas y los absurdos del culto a la personalidad. Y claro, sus crímenes, todos sus crímenes. Para Amis, éstos rivalizan con los de Hitler, por una razón esencial: ambos dictadores comparten la lógica de la culpabilidad colectiva, no individual. En el caso de Stalin, su odio genérico se centró en los campesinos rusos, que se negaron a la expropiación de sus tierras, y en los ciudadanos de las diversas nacionalidades del arco iris soviético, en especial los georgianos, como él, y los ucranianos, sospechosos todos, en bloque, de actividades antisoviéticas. Además, Stalin representa, como Hitler, un caso enajenante de gobernador que decreta las cosas y, por simple triunfo de la voluntad, deben cumplirse. De ahí los costos humanos demenciales de una industrialización decretada desde el Kremlin, con mano de obra esclava, muchas veces para rendir cero frutos, como el canal del Ártico al Báltico, que costó cientos de miles de vidas y no sirvió para nada.

Trato aparte merece la Segunda Guerra Mundial, ya que del triunfo de la URSS nace buena parte de su legitimidad exterior para la posguerra y su aura de respetabilidad. Primero, vale la pena recordar que Stalin pactó con Hitler al inicio del conflicto y que invadió de manera simultánea Polonia al tiempo que ocupó los estados bálticos. Después, desoyó los mensajes de la futura traición nazi, tardando casi una semana en responder, con un costo incalculable en vidas humanas. Su actuación como estratega fue más que discutible, para empezar, en tanto responsable de haber depurado el Ejército Rojo, dejándolo sin mandos ni capacidad operativa; luego, por la represión generalizada y la multiplicación de los campos de trabajo en plena guerra; y, finalmente, por tomar, siempre, las decisiones militares sin considerar el costo en víctimas. Después de la victoria, su figura es más que discutible no sólo porque se apoderó de la mitad de Europa, ante la pasividad (o los ojos bien abiertos) de sus aliados, sino también al condenar de manera sistemática a todos los soldados rusos que habían caído prisioneros de los alemanes o habían entrado en contacto con occidentales.

Si una vida humana lo es todo, ¿por qué veinte millones no significan nada?, se pregunta Amis, aceptando la cifra de Conquest como el total que costó la dictadura de Stalin. Amis quiere explicar el peso de cada vida, lo definitivo de una simple muerte injusta o innecesaria. Por ello explica la dolorosa enfermedad y la muerte de su hermana, y cómo ese vacío lo sigue dominando. Lo hace para que el lector atento lo extrapole a los veinte millones de seres humanos sacrificados en el altar de la Revolución.

Amis escribió este libro por impulso moral, con la voluntad de explicar su historia intelectual y, a través de ella, el descalabro intelectual de Occidente. Es un libro con los recursos de un autor de ficción, una biografía con los "trucos" de un novelista, que mantiene fija la atención de los lectores. 
¿Sabremos los demás entonar un mea culpa parecido? ¿Sabremos, desde nuestra tradición, extraer las conclusiones correctas?