Hoy damos las gracias a Hugo Chávez frías y a Nicolás Maduro por habernos sacado de aquella triste situación que vivíamos todos los venezolanos en la cuarta República y habernos traído a la maravillosa realidad del socialismo del Siglo 21.
Gracias Chávez
Gracias Maduro
Gracias Padrino López
Gracias Delcy Rodríguez
Gracias Maikel Moreno
por habernos despertado de aquella pesadilla llamada la cuarta república.
Yo nunca fui ni Adeco ni Copeyano, pero como quisiera volver a pasar hambre como en la 4ta República, cuando me comía en el desayuno yo sólo dos arepas con Cheez-Whiz, par de ñemas o las untaba con diablitos, mayonesa, a veces solo había panquecas con miel y mantequilla…
Mi mamá, pobrecita, sólo nos daba pasta con carne molida o beesteak, no faltaba la salsa de tomate, salsa Bechamel, papas fritas y queso blanco rallado (o Parmesano cuando se podía…)
Era horrible tener que discutir cual pasta comer (larga, plumita, tornillito, caracol, lingüini) era una locura, a veces nos veíamos obligados a terminarnos el plato de arroz con carne mechada, las caraotas, y el plátano ese full de queso y ¡para completar repetíamos!
Que arrechera y que pelazón pasar por la penuria de comernos ese pabellón cada semana.
Y dígame cuando traían esos pescados los domingos, no podía sentirme más pobre, tener que comer atún, carite, pargo, tajalí o curbina con arepa y tajadas o con ese coñázo de tostones, como los odiaba, que miseria pasar todo con cerveza o Coca Cola.
En las meriendas bebíamos Toddy, Taco, Choco, Ovomaltina, Chicha, jugo por garrafas, Tang, Kool-Aid, Crema de Arroz, Cerelac o cualquier pequeñez que encontrábamos en la despensa, era horrible ese verguero de enlatados guardados allí.
Y en Diciembre? no joda eso si era mamazon, pobremente siempre habían 100 hallacas, (cuando mínimo), pan de jamón, nueces, almendras, mani, pistacho, turrón, panetones, torta negra, ponche crema, pernil, dulce de lechosa y/o higos… y teníamos que escoger durante horas dónde estaba la ropa más bonita para ir a comprar los estrenos, nos veíamos obligados a beber whisky ahí todo viejo de 8, 10, 12, 15, 21 años, o mínimo 7 cajas de cerveza. Sin contar las horribles “cestas navideñas” que recibíamos o regalamos y que tenian; whisky, vinos, quesos de bola, jamón planchado, turrones, nueces, avellanas, frutos secos etc… eso sin contar los regalos como; agendas, bolígrafos finos, almanaques desde los más finos y decorativos hasta esos de cartera, que ya ni se ven.
Lo cierto es que esos días de Pascua 24 o Año nuevo 31 eran horribles de rumba y al otro día teníamos que preparar la sopa para los 10 que se quedaban amanecidos en casa y 10 más que nos llegaban a visitar.
A veces la pobreza hacía que pasáramos el 01 de enero en la playa
Como quisiera pasar hambre y trabajo otra vez como en aquellos infernales tiempos… ¡Nojoda!.
Los Evangelios dicen de Cristo que se entristece, que llora, ¡incluso que se enfurece y se indigna!, pero no llegan a decir nunca que sonría. Es como si hubiera asumido todas las expresiones humanas salvo la risa, lo cual ha hecho pensar prolijamente a los teólogos: ¿cómo es posible que Cristo, perfecto hombre, no haga algo tan específicamente humano como (son)reírse? ¿No es ya eso una broma? G.K. Chesterton terció en este debate afirmando que Dios había ocultado su alegría al hombre porque era algo demasiado grande para mostrárselo.
En Gracia de Cristo, Enrique García-Máiquez, que es chestertoniano para todo salvo para esto, contradice al maestro y sostiene, primero, que basta una lectura atenta de los Evangelios para imaginar las (son)risas de Jesús y, segundo, que Éste no sólo reía sino que fue, además, lógicamente, el perfecto humorista: no dejó ni uno de los géneros sin cultivar, ni siquiera los humores marrón y negro.
El autor glosa en este ensayo los momentos más luminosos, ¡los más desternillantes también!, de la vida de Cristo y nos muestra que los Evangelios pueden leerse como la mejor comedia jamás escrita: qué existencia tan graciosa, la de Jesús, y qué final tan insuperablemente feliz.
SANGRE DE CRISTO, EMBRIÁGAME
La risa ¿es seria o no? ¿Resulta irremediablemente mal vada o desdeñosa o cruel? Raro es el pensador que en los ú ltimos 25 siglos no haya echado su cuarto a espadas en este laborioso debate. Dentro de la gran controversia, se inserta la duda trascendental acerca de si Jesús reía y sonreía o no, que ha tenido partid arios y detractores dentro y fuera de la Iglesia, santos y doctores, escritores y artistas, en un lado y en otro. En una serie de tres artícu los titulada «Risas divinas», Juan Manuel de Prada hizo en 2017 un repaso de los defensores a ultranza de la circunspección del Redentor, y les dio un repaso. Yo llevaba unos años siguiendo las huellas de la sonrisa de Cristo, me encantó la coincidencia y admiré la complementariedad de enfoques. De Prada nos regalaba un comprimido trabajo de campo que ni mi falta de estudios patrísticos ni mi pereza me permiten.
Mi posición de partida es distinta. El gran Ramón Llull había dicho que «quien a Jesucristo no ama no tiene derecho a reír». Yo no diría tanto o, mejor dicho, tiendo a decirlo al revés: «Quien a Jesucristo ama no dejará de reír». No me conformo con el silogismo que discurre que Jesucristo era perfecto hombre y que el humor es una virtud humana, ergo Él tenía humor. No me sirve porque es un abstracto apriorismo aséptico y yo quiero verlo -también al humor- encarnado. Leo en los Evangelios situaciones concretas y frases literales con una sonrisa que acá y allá estalla en una carcajada. Este pequeño glosario sigue el hilo de esa hilarante lectura y nada más. En ningún versículo se avisa de que «Jesús rio», pero en muchos salta a la vista que predicó con el ejemplo. Importa estar a la que salta porque, como advierte Tomás Moro en "La agonía de Cristo", los circunspectos, «al no contar con la ironía, no aciertan a veces en el sentido real de la Escritura».
Benedicto XVI comienza su biografía de Jesús apuntando que el saludo del ángel a María ya anunciaba muy claramente el pellizco de la alegría. «Conviene comprender -escribió el Papa- el verdadero significado de la palabra chaire: ¡Alégrate![...] La misma palabra reaparece en la Noche Santa en labios del ángel, que dijo a los pastores: "Os anuncio una gran alegría" (Lc 2,10)». Con chaire se marca en el pórtico mismo de los Evangelios «la conexión entre la alegría y la gracia. En griego, las dos palabras, alegría y gracia (chará y cháris), se forman a partir de la misma raíz. Alegría y gracia van juntas».
Con tal pórtico, abundan en los Evangelios las respuestas y las circunstancias provocadas por Jesús que demuestran esa jovialidad y hasta la retranca mediterránea de la personalidad del Maestro. Por supuesto, no se subrayan en el texto o en el margen con un «ja, ja, ja ,., mas al fondo se escuchan las risas y, sobre todo, se vislumbran las sonrisas. Eso basta para un buen lector. (Y además es más gracioso).
Me he ceñido a los Evangelios sin recurrir a añadidos imaginativos ni al comodín de los apócrifos. Vengo a recrearme en su sentido del humor, no a recrearlo. He seguido el orden de losevangelistas y, cada vez que di con la dulzura gozosa de Jesús, su piedad inaudita, su deliciosa astucia, su guasa amable, sus paradojas, su finura intelectual. .., anoté la ocasión, contextualizándola lo mínimo o extrayéndola de las entrelíneas.
Mis glosas dan por sentado que se conocen los episodios evangélicos o incluso que están recién leídos. Este modus operandi me dispensa de hacer una narración paralela, inexorablemente más torpe. También de abismarme en los laberintos de la sistematización de los tipos de humor, que es tarea académicamente interesante, pero cal vez con tradictoria con el humor mismo, que va por libre. He ido recogiendo, fiándome de mi instinto, lo que abraza la gracia de Cristo: ironía, delicadeza, retintín, sátira, ingenio, socarronería... Jesús se inclina por lo que Adán Buenosayres, el personaje de Leopoldo Marechal, llamó chumorismo angélico,., por el cual la risa sigue «el orden manso de la caridad,. y «Se dirige a los humanos con la sonrisa que tal vez los ángeles esbozan ante la locura de los hombres».
Claro que Cristo, tan por encima de los espíritus puros, suma a ese humorismo angélico una soterrada gracia encarnada, que nace de la sorpresa inconcebible de verse compartiendo nuestra naturaleza, tan cómica de por sí, si se piensa. Aquí anduvo -sobre las aguas o sobre la tierra, es igual de sorprendente- con su cuerpo sometido al tiempo, al sueño, al hambre y a un sinfín de limitaciones extravagantes para Dios. Leonardo Castellani resumió el trasfondo teológico: «El humor de Cristo traduce la inserción de lo eterno en lo finito, y desparrama lo finito. Podría destruirlo y aniquilarlo, pero no hace más que despatarrarlo; y por eso es humor». Jesucristo es la apoteosis del Deus ludens, cuyas delicias son jugar con los hijos de los hombres, y del que Daniel Capó nos habla en su libro "Florecer".
Un paso por detrás de los que dicen que no río nunca, vienen los que reconocen su risa, pero acusan a la lglesia de haber hecho oídos sordos. Qué diparate. El cristianismo y la Cristiandad han sido siempre como mínimo subconscientes de la gracia del Señor y de cómo lo transfiguraba todo. Puede apreciarse en la vida de tantos santos -imitadores de Cristo- jocundos. «Un santo triste es un triste santo», cinceló san Francisco de Sales. Y también se disfruta en innumerables obras de arte, simbolizadas en las gárgolas góticas de las catedrales europeas, por no hablar de tantas otras manifestaciones culturales, como las fiestas populares o los vinos, licores y cervezas monacales.
Jesús tampoco supuso ruptura alguna con la veta veterotesramentaria. «Quien lo hereda no lo hurta», reza el refrán, y Él es digno Hijo de su Padre, que, además de en la Creación, demuestra un extenso sentido del humor a lo largo y ancho del Antiguo Testamento. Esta mezcla de sarcasmo y de compasión del Levítico, por ejemplo, resulta desternillante: «No maldigas a un sordo ni le coloques nada delante a un ciego». Georges Mikes, reputado especialista anglo-húngaro en humorismo, contó: «Una vez oí a un piadoso y sabio no judío q ue la Biblia ordena a los judíos el sentido del humor». Mikes añadía que los Evangelios no han abolido ni una jota ni u na tilde de esta Ley y que la mejor definición de humor práctico del mundo es de Jesús: «Aquel que se exalte será humillado y aquel que se humille será exaltado».
La gracia bien puede definirse como «verdad con gozo»; y a Cristo se la vieron sus contemporáneos. No sotros la vamos a atisbar en el Evangelio, pero Flavio Josefo (primer testimonio histórico sobre Jesús, siglo 1, Roma) deja constancia de que fue recibido con un amor que ni la tremenda cruz ensombreció: «En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, porque fue autor de hechos asombros, maestro de gente que recibe la verdad con gozo, y atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Cuando Pilato, frente a la denuncia de aquel los que son los principales entre nosotros, lo había condenado a la cruz, los que antes le habían amado, no dejaron de hacerlo».
En cambio, sir Arthur Quiller-Couch, profesor de literatura en Cambridge, en su famosa conferencia «Ün the Art of Reading», expuso: «Asumo que si a un hombre corriente de mi edad se le preguntase qué le había ayudado mejor a soportar los golpes de la vida, si la religión o el buen humor, él, siendo honesto, sería lapidado por su respuesta». Lo cuenta Elron Trueblood, autor de "The Humor of Christ", que añade un punto en el cual el hombre corriente no rendría por qué escoger: «Es verdad que en la vida odinaria nos ayudan las dos cosas: el hu mor auténtico y la religión auténtica. En las enseñanzas de Cristo, van unidas». Qué bien lo ve alzarse don José Jiménez Lozano sencilla e implacablemente contra todos los pesimismos y ni hilismos del mundo:
«El pensamiento filosófico de Qoholet o Nietzsche no puede encontrar si no lo que hay en la realidad: el atroz vacío, el mundo que no pesa, el tarro de mermelada echada a estropear:
"humo de humo y todo humo'', como literalmente dice Qoholet. Y quizá a los mismos poetas un día u otro les espera ese destino: enfrentarse a una nada, a un agujero negro, el mismo que Teresita veía en su agonía y todos los místicos han conocido. ¡Ah!, pero Jesús cuenta historias de hombre, del sembrador o el pescador y la mujer que ha perdido una de las monedas de su tocado de novia, menciona los lirios y a los pájaros, y junto a un pozo mantiene una formidable conversación con una mujer no muy bien afamada. El mundo entero se ilumina, y se ilumina la vida de cada hombre en su trabajo, en su alegría y en su tristeza. Todo esto no sólo no es vano, sino que no será roído por el tiempo ni por los gusanos. Cuando Jesús ponía la mano sobre las cabezas de los niños para hacerlos un repelús, los veía viviendo para siempre; no destinados a la nada como Qoholet y los otros».
Así de sencillo, y ya podríamos em peza r a leer los Evangelios. Sin embargo, antes de entrar en materia, quisiera advertir de los riesgos que me acechan. Las posibilidades de degeneración de la teología, según san John Henry Newman, son «la hipersistematización, el fantasear, el dogmatismo y la mojigatería». Se conoce que este libro no es en absoluto de teología porque esas posibilidades no me amenazan para nada, pero sí otras...
"En Sanar un mundo fracturado", uno de los pensadores religiosos más respetados de nuestro tiempo lanza un apasionado alegato por restaurar la idea de la religión como una alianza con Dios en el engranaje de la vida ética y moral.
¿Cuáles son nuestras obligaciones para con los demás, para con la sociedad y para con la humanidad en conjunto? ¿Cómo dotar de sentido a nuestra vida en una época marcada por la incertidumbre y la inestabilidad en el ámbito internacional? En su característico lenguaje llano y sencillo, el rabino Jonathan Sacks responde a estas cuestiones compartiendo con nosotros las interpretaciones tradicionales de la Biblia, la ley judía y la teología, así como las obras de filósofos y especialistas en ética de otras culturas, al efecto de analizar qué engloba la moralidad y la conducta ética. El rabino Sacks cree firmemente que, visto el telón de fondo religioso y político de nuestros días, hoy es más importante que nunca retomar la idea esencial de que “es a través de nuestras obras como expresamos nuestra fe y la materializamos en la vida de los demás y en el mundo”.
“Inspiradora llamada a la acción social que traspasa las fronteras de las identidades nacionales y las confesiones religiosas”.
Estos relatos suceden en Moscú, Ginebra, Nueva York y París, pero todos se generan en la Buenos Aires de los años sesenta y setenta. A pesar de su conflictividad política y social, era una ciudad abierta, multicultural y muy al día de las novedades artísticas, donde comenzaban a flaquear las fidelidades a las doctrinas comunistas (los jóvenes optaban por el peronismo) y a decrecer la pasión, tan en boga, por el sicoanálisis clásico.
Sus personajes pertenecen a ese período: el moscovita dispuesto a arriesgar su libertad para asegurar el futuro de su único hijo; el joven abogado que viaja por vez primera a Europa y se enreda en una aventura sentimental; la fanática comunista que predica las virtudes de la militancia, pero la vida le ofrece otras respuestas; el maduro seductor que descubre su senectud, y los desatinos profesionales y humanos de un sicoanalista atípico ilustran este paisaje.
Un humor ácido atraviesa estos relatos que, además de entretener, plantean la fugacidad de las ideologías consagradas, hablan de verdades relativas y de las travesuras del azar.
Su libro es La historia de otros, todos ellos relacionados con el imperio soviético, en el que nació, Y nada es mentira, pues escribe novelas para contar la realidad de lo que le ha ido pasando. Por ejemplo, el primero de los cuentos de este nuevo volumen de sus historias tiene que ver con un soviético que va desde Moscú a Buenos Aires a vender sus sellos de enorme valor, o eso es lo que cree. Se encontró allí, después de un trayecto de fábula, en que aquella riqueza que había acumulado en Moscú no valía sino unos cuantos pesos.
En realidad esa fue una historia que tuvo otro desarrollo en la realidad, pero la fantasía es la materia en la que Abrasha envuelve su enorme capacidad de historiar lo que le pasó a el mismo, o a su familia. Hay que leer ese cuento, y todos los demás, para calibrar hasta qué punto realidad y ficción (lo que Mario Vargas Llosa llamó La verdad de las mentiras) se juntan en la mente, y en la escritura, y en la biografía, de este hombre tan singular.
EL MOSCOVITA DESESPERADO
Después del golpe militar de marzo de 1976, el Gobierno argentino, que teóricamente defendía los intereses nacionales, abrió las puertas a la importación masiva de productos extranjeros, lo que generó una nueva crisis económica y financiera.
En 1977 mi empresa comenzó a sufrir los efectos de la competencia foránea: estábamos, como siempre, al borde de la quiebra. Libre competencia significaba dumping, trampas, contrabando disfrazado, especulación financiera, destrucción de empleos, miseria y hambre.
Los militares encarcelaban a los subversivos, los secuestraban y asesinaban. También perseguían a los militantes de la izquierda tradicional, a los procastristas y comunistas, aunque mantenían excelentes relaciones comerciales con la Unión Soviética y sus satélites, a los que poco preocupaban los derechos humanos. En consecuencia, miraban a un costado sin ver ni opinar sobre lo que sucedía porque el bolsillo condicionaba sus flexibles convicciones ideológicas.
Decidido a luchar por la supervivencia de mi empresa (de productos químicos), intenté abrir nuevos mercados e incursionar en "EL MOSCOVITA DESESPERADO" los países del Este con la esperanza de encontrar alguna salida a mis ingentes dificultades. Me puse en contacto con colegas de Hungría, Checoslovaquia y la Unión Soviética; visité algunas empresas en Praga y Budapest con resultados esperanzadores, pese a las trabas impuestas por los burócratas corruptos que las administraban.
Cuando arribé a Moscú, me sorprendió una pésima noticia: el funcionario encargado de recibirme, con el cual había mantenido una copiosa correspondencia, tuvo que ausentarse por tres días. La burocracia estatal prorrogó mi visa y me autorizó a permanecer en la ciudad y en el hotel hasta su regreso. Mientras tanto ¿qué podía hacer en Moscú, además de pasear por los sitios turísticos convencionales?
Me alojaba en uno de los hoteles emblemáticos de la ciudad, orgullo del estilo arquitectónico estalinista, el Rossiya, una mole de miles de habitaciones amuebladas con pésimo gusto en las cuales, en mi caso, el baño, cuando funcionaba, gemía como un náufrago pidiendo auxilio y, además, olía como un cadáver insepulto. En esa época cada planta estaba a cargo de una especie de guardiana que controlaba los movimientos de los huéspedes y retenía las llaves de sus cuartos.
En el aeropuerto de París compré bombones y chocolates que me servirían para congraciarme con quien fuera necesario. Apenas entré a mi cuarto tuve la inteligencia de salir al corredor y regalarle una cajita de bombones a mi fornida guardiana, que, tras desplegar una sonrisa de sorpresa y agradecimiento, me reiteró verbalmente su gratitud con palabras que se parecían al inglés. A la noche repetí la operación con su colega: las infelices trabajaban doce horas diarias. Desde ese momento, ambas me amaron.
De noche, recostado en la cama sin conciliar el sueño, tuve una idea para darle sentido a mis tres días de holganza forzada. Mi familia, tanto por el lado paterno, los Gold, como por el lado materno, los Krasniavsky, eran oriundos o habían residido en Moscú. Mi tío Boris Krasniavsky, hermano de mi madre, abogado —en tiempos del zar un título inalcanzable para un judío cuyas posibilidades de estudiar estaban restringidas por numerus clausus— fue un destacado dirigente del Partido Comunista en los años de la Revolución, aunque posteriormente nos llegaron vagas noticias de que había sucumbido en la época de las purgas estalinianas: nunca supimos demasiado sobre su vida y destino.
Mi familia paterna abandonó Rusia antes de la Primera Guerra Mundial, en 1913, y también lo hizo una parte de la familia materna, y con ella, mi madre. Supuse que algún pariente de ambas familias habría sobrevivido a las hecatombes que padecieron los rusos, y sobre todo los judíos, bajo el dominio de Stalin y durante la invasión nazi. Me pregunté si tendría alguna posibilidad de encontrarlos. Pero ¿cómo y dónde?
Yo tenía la intención de visitar la Gran Sinagoga de Moscú y me había agendado su dirección porque suponía que en ese sitio podrían orientarme o facilitarme la búsqueda.
Al día siguiente, además de satisfacer una curiosidad turística, tendría la posibilidad de localizar a algún superviviente de mi familia, un intento que me ilusionaba.
A través de Irina, mi guardiana, contraté un taxi para recorrer la ciudad como turista y, fundamentalmente, para visitar la sinagoga. El chofer hablaba un inglés elemental, suficiente para entendernos.
Al llegar a la sinagoga, me pregunté en qué idioma iba a comunicarme con los fieles. Mi yidish era mísero, mi hebreo se limitaba a algunas oraciones que guardaba en mi memoria sin comprender su significado y mi ruso no superaba las cuatro palabras que retuve de los diálogos que mis padres perpetraban en ese idioma cuando discutían o secreteaban.
Al entrar a la sinagoga —un edificio antiguo algo abandonado—, me encontré con algunos ancianos perdidos en la inmensidad de un salón en cuyo fondo se destacaba un mueble destinado a preservar los rollos sagrados. Las oraciones matutinas habían terminado, o nunca acaecieron, porque a primera vista los presentes no alcanzaban el minián, los diez hombres necesarios para validar una plegaria colectiva. Apenas me vieron entrar, se produjo un repentino silencio. Yo me detuve cerca de la puerta sin saber a qué atenerme cuando uno de los viejos se acercó y me dirigió algunas palabras en ruso que no comprendí. Decidí hacerme entender como los constructores de la torre de Babel o, para estar más actualizado, al estilo Tarzán:
—Rusky niet, yidish a bisele, evreiski: shalom. (Ruso no, yidish un poquito, hebreo: paz).
—Sholom aleijem (La paz sea contigo) —me contestó el viejo y me hizo una pregunta cuyo contenido intuí:
—English —dije—. I speak English.
El rostro del viejo se iluminó con una sonrisa. Me hizo un gesto con la mano indicándome que aguardara y al mismo tiempo, con un vozarrón inimaginable en un cuerpo esmirriado, gritó:
—lankl, kum. Mir hobn a gast, an americaner. (Ven, lankl. Tenemos un visitante, un americano).
Entre la penumbra apareció un joven con barba. Lucía en la cabeza una kipá, y en la mano, un libro de oraciones. El viejo le dijo algunas palabras en ruso y el joven comenzó a hablarme en un excelente inglés:
—Permítame presentarme —dijo—, soy lankev Kuperman, y me siento orgulloso de ser un judío creyente de Moscú. Me dice Reb Kalman aue usted viene a vernos desde América. Muchos parientes?
—¿Cuánto tiempo se va a quedar en Moscú? —preguntó lankev.
—Unos pocos días, pero a partir de hoy a la tarde voy a permanecer en el hotel Rossiya, por si tienen alguna noticia. Ojalá puedan ayudarme.
—Si nosotros no lo ayudamos, nadie podrá hacerlo. Tal vez hoy mismo tengamos alguna novedad. Si alguien lo visita o se comunica con usted, lo hará en mi nombre. Recuérdelo: lankev Kuperman. Y no se olvide de apoyarnos con su contribución —añadió sonriendo mientras un viejo me acercaba una caja con una ranura en la tapa.
Saqué algunos dólares de mi bolsillo y los introduje en la caja ante la atenta mirada de los presentes.
Comencé a despedirme con la certeza de que mi esperanza estaba perdida, pero mis anfitriones no me permitieron retirarme.
—Por favor, no se vaya —dijo lankev—. Acompáñenos y comparta con nosotros un poco de leicaj y vodka, y cuéntenos cómo se vive en América. Por ejemplo, ¿a qué se dedica usted?
Volví a reiterarles que yo no provenía de Norteamérica sino de la Argentina, que era químico de profesión y dueño de una empresa que fabricaba productos farmacéuticos. lankev ejercía de intérprete porque todos me hacían preguntas sobre los judíos de que recibir a su visita en la recepción. Allí lo está esperando.
Me vestí y en el corredor aproveché la oportunidad para quejarme ante Irina, mi cancerbera.
—Es la ley —me explicó—, visita a cuartos, niet. Ni hombres ni mujeres, pero si usted me pide una compañía especial, tal vez se produzca un milagro —dijo acompañando la frase con una risotada pícara.
El hotel estaba repleto de prostitutas: eran los milagros a que se refería Irina. Otro tipo de visita resultaba sospechosa.
Bajé a la recepción excitado ante la posibilidad de encontrarme con un pariente. Pensé en la extraña historia de nuestro pueblo, disperso por el mundo, conviviendo con culturas y lenguas diversas, hábitos irreconciliables, tan diferentes los unos de los otros, y sin embargo algo indefinible nos unía, algo lo suficientemente poderoso como para hacernos sentir que compartimos una pertenencia común de la que ni tenemos conciencia, y en la cual la religión a menudo no jugaba ningún papel.
Me sentía inquieto ante el encuentro por temor a decepcionarme.
En la recepción, cerca de las cabinas telefónicas, merodeaban algunos hombres. ¿Cómo reconocer a mi visitante?
De pronto descubrí a un personaje de una altura sorprendente; en su boca exhibía una hilera de por lo menos 64 piezas dentales separadas por un espacio en el centro y enmarcadas por unos labios carnosos que me sonreían desde lejos. Imaginé que iba a encontrarme con un judío típico, con un personaje de Chagall o Bashevis Singer, pero era evidente que el mimetismo lo había transformado en un eslavo de cabellera rubia y ojos claros. Conocí en mis viajes a judíos hindúes con rasgos hindúes y a judíos chinos que parecían chinos, por lo cual el hombre que avanzaba hacia mí mientras abría los brazos en cruz con la intención de estrecharme podía ser un típico judío transformado en ruso por un sabio proceso osmótico.
Al fin de cuentas, en cualquier rincón perdido del mundo, los judíos argentinos siempre son identificados como argentinos natos, inclusive en Israel.
—Señor Gold —exclamó con efusividad itálica pero en un inglés correcto—, qué alegría conocerlo personalmente. El amigo Kuperman me habló tanto de usted que no pude frenar mis deseos de visitarlo hoy mismo. Venga conmigo, vamos a sentarnos en algún rincón para conversar porque, como usted sospecha, aquí las paredes escuchan y los vecinos también.
Mamerto Menapace es sacerdote católico y monje de semi-clausura (porque puede salir de vez en cuando) en la abadía benedictina ubicada a 22 kilómetros al sur de la ciudad de Los Toldos, en la provincia de Buenos Aires. De muy joven se erigió en un reconocido contador de cuentos camperos, a través de los cuales hasta hoy nos hace reflexionar sobre nuestra relación con lo sagrado, con la naturaleza y como seres en comunidad.
Mamerto llegó a aconsejar que para llegar a ser sacerdote argentino había que tomar mate y usar poncho –él luce uno rojo con guardas negras, que le regalaron hace muchos años-, dos recomendaciones que hay que entender de modo metafórico. Es decir, que lo importante para ser “profeta” en la tierra de uno, es hablar y vivir como la propia gente y además, hablar de modo sencillo para que entiendan todos.
Este cura gaucho es poeta, escritor y narrador de cuentos criollos, en su mayoría, en un lenguaje gauchesco y campero. Ha escrito 52 libros y llegó a escribir los salmos de la Biblia en versos criollos. Una vez, al aire en radio, Luis Landriscina le preguntó si su apellido se pronunciaba “Menapache”, a lo que él le respondió: “Si Usted me dice ‘Menapache’, yo a Usted lo debería nombrar como ‘Landrichina’” (risas). Y cuando se presenta suele ironizar con el humor que lo caracteriza: “Soy Mamerto, pero no ejerzo” (más risas).
Por la noche, antes de acostarnos, mamá dejaba preparada en un fuentón la harina para 4 ó 5 panes grandes. Además descolgaba del alero del rancho un pequeño atado, en el que estaba guardada la levadura reseca. En realidad era un pedazo de masa cruda e incomible que se había extraído de la que fuera destinada al pan horneado en la semana anterior.
Tomaba ese bollo de un color pálido amarillento, y endurecido por estar colgado del alero de la cocina, al aire libre y envuelto en aquel lienzo. Lo colocaba en una taza grande y de boca ancha, echándole un chorro de agua tibia, de la que había sobrado en la pava del mate del atardecer. Luego colocaba la taza sobre la plancha de la cocina económica ya sin fuego, pero con brasas. Ella tendría que conservar la tibieza de la levadura hasta el amanecer.
Y después nos íbamos a dormir.
Muchas veces acompañé a mamá en la liturgia del pan que se realizaba en los amaneceres. Ella me despertaba, y juntos íbamos a la cocina. Nos alumbrábamos con una lámpara de querosén y a mecha, con fino tubo de vidrio y pantalla lateral de hojalata brillante. Yo prendía el fuego amontonando ramitas y astillas sobre un marlo empapado en querosén. Y mientras calentaba el agua en la pavita renegrida, mamá amasaba la harina para el pan.
En un determinado momento, tomaba la levadura. Esta se había convertido en un bollo húmedo, hinchado y frágil. Lo desmenuzaba entre sus manos callosas, desparramándola por sobre la masa y nuevamente comenzaba el trabajo de amasar. Esta operación se repetía varias veces, hasta que masa y levadura quedaban totalmente confundidas en una sola realidad.
Por aquel entonces yo aún no sabía que ese poco de levadura era en realidad un poderoso hervidero de vida, que estallaría prodigiosamente al multiplicarse en la masa. Simplemente le creía a mamá. Me asombraba el cuidadoso respeto en ser fiel a cada gesto de esa liturgia del amanecer. Mientras todos los demás aún dormían, ella realizada aquellos gestos maternales, simples y eficaces.
Limpiaba cuidadosamente por dentro cuatro o cinco recipientes para repartir en ellos la masa. Recuerdo aún esas viejas fuentes, renegridas por fuera, sin enlozado en los lugares donde se veían los machucones. Y entre ellas, algún antiguo envase redondo de dulce de batata.
La cantidad de masa que se colocaba en cada una, no parecía mucha. Apenas un bollo que quedaba ocupando poco espacio en el recipiente. Luego colocaba los cinco moldes en el centro de la mesa y los cubría con cariño con un trozo de manta vieja, que se tenía para eso.
Recuerdo nítidamente ese gesto. Era casi como el que se hacía cada noche cuando se llevaba en brazos a un niño dormido, para dejarlo en su cama. No solo se cubría los moldes con cuidado, sino que se cerraba el par de ventanas, y se trancaba la puerta para evitar que hubiera corrientes de aire. Se echaba bastante astillas en la cocina, para que encendida, mantuviera la tibieza necesaria. En ese ambiente así preparado, algo misterioso iría sucediendo con los panes.
Y ya no había más nada que hacer. La cosa se haría por si misma. Cualquier manipulación hubiera sido un impedimento, y no una ayuda. Tendrían que pasar al menos un par de horas de espera inactiva.
Lo más frecuente era que nos fuéramos nuevamente a dormir. Al menos en invierno. Las urgencias vendrían recién con la luz de la mañana.
Cuando ya amanecía, la cocina era el centro de la reunión que se iba formando con el mate compartido, primer rito familiar de cada día. Desde allí partiría cada uno a su tarea: ordeñar, traer agua, atar los animales, limpiar.
Papá se conseguía un banquito petizón y se colocaba frente al horno, que elevaba su piso de ladrillos a un metro de altura, sostenido por cuatro patas de quebracho fuerte. Lo teníamos a la sombra de un paraíso, entre el portillo y la batea.
Encender el horno también era un rito. Y no cualquiera lo podría hacer bien. De ello dependería que el pan no saliera medio crudo, ni corriera el riesgo de quemarse. La ancha boca del horno se abría hacia el lado del rancho, y en su lomo curvo estaba el respiradero que apuntaba a la copa del árbol, por el lado de atrás. Para el horno no se podía usar combustible. Hubiera dejado mal gusto al pan. Se utilizaba leña seleccionada y cortada de antemano en trozos más bien chicos.
El fuego crepitaba en el interior, calentando las paredes, lo mismo que el piso. Cuando la llama terminaba de iluminar el interior, y solo quedaba un montón de brasas rojas, entonces comenzaban las urgencias.
Para ese momento algo misterioso ya había sucedido con la masa colocada en los moldes. Había crecido tanto, que ocupando todo el lugar disponible, sobresalía por los bordes, hinchando su lomo. Una corteza dura, como si fuera de piel fuerte, cubría toda su superficie. Ese crecimiento siempre me intrigaba, y más de una vez nuestros dedos infantiles se tentaban apretando aquellos lomos hinchados y tersos.
Pero el tiempo apremiaba. Hasta ese momento todo había tenido un ritmo quieto, incluido el largo tiempo de espera en que no había nada que hacer. Pero ahora, de repente, todo adquiría un sentido de urgencia.
Se retiraban del horno las rojas brasas, mediante un palo que tenía en su punta un fleje curvo de hierro. Se las arrastraba hasta la boca del horno dejando que cayeran al suelo, donde inmediatamente eran apagadas con un balde de agua. Calor, humo, vapor: todo se confundía por un momento, desdibujando la figura de papá que en ese momento presidía los ritos del fuego.
Esto se hacía rápidamente y con precisión, a fin de tener todo listo para la llegada de los moldes con la masa leudada. Desde la cocina partíamos los chicos llevando en nuestras manos aquello crecido en la espera del amanecer. Papá los iba colocando en el interior del horno, distribuyéndolos cuidadosamente en el piso caliente, empujándolos con aquella pala curva.
Luego se tapaba la boca del horno con una puertita de madera protegida por una chapa en su parte interior, y envuelta en una arpillera empapada en agua. Un palo afirmado en el suelo, apoyaba su otro extremo en la puerta a fin de mantenerla firmemente cerrada. Un ladrillo, también recubierto de bolsa mojada, cerraba el pequeño respiradero de la parte trasera. Se terminaban de apagar las brasas sacadas del horno. Aquellos carbones servirían luego para ser usados en la plancha con que mis hermanas componían la ropa limpia.
Por un rato aún se veía humear el suelo, junto con la boca y el respiradero del horno. Un olor especial inundaba el patio sombreado de paraísos. Y así todo entraba en la normalidad cotidiana, como si la cosa se hubiera concluido allí. Sabíamos que algo importante y misterioso sucedía dentro del horno, pero a nosotros ya no nos correspondía hacer más nada.
Estaba gestándose el pan.
Ni siquiera se volvía a abrir el horno para observar cómo se iba desarrollando la cocción. Mucho menos hubiera sido posible ya, añadirle fuego o quitarle calor. No cabía para ese entonces otra actitud que la de creer y esperar, al menos en cuanto al pan se refiriera.
Pero en todo lo demás, nuestras manos continuaban comprometidas con las tareas de cada uno. De nada hubiera servido contar al mediodía con el pan si no hubiéramos también ordeñado la vaca, barrido el patio o arado el campo. Había que tener preparada la comida para cuando los mayores regresaran de la chacra y los más chicos se estuvieran preparando para ir a la escuela. La vida continuaba por fuera con la misma intensidad con la que las cosas se desarrollaban dentro del horno. Y exigía la misma fidelidad.
Hacia el mediodía se daba finalmente el encuentro de ambas. Una media hora antes de la comida se abría el horno y se retiraban los moldes calientes, ayudándonos de un trapo para no quemarnos.
Un nuevo aroma llenaba otra vez el patio: el olor a pan recién horneado. Grandes, dorados, humeantes, eran transportados hacia el interior del rancho. Mientras se guardaban tapados con un lienzo los que tendrían que ir siendo consumidos durante la semana, se elegía uno de ello para la mesa de ese mediodía. Cortado en rodajas se compartía, acompañando el guiso fuerte o el estofado de papas, el puchero o la carne asada. Sin pan no hubiera habido comida, o al menos no se la hubiera considerado completa.
Tanto el que estaba en la mesa, como los que se guardaban, eran colocados en la misma posición en que habían sido hechos y horneados. El pan no podía ser colocado boca abajo, sino mirando al cielo. Quizá porque tenía algo de celestial, no se si en su origen o en su destino. Y hubiera sido una grave falta el tirarlo o negárselo a alguien. Ya no nos pertenecía privadamente. Pan cocido no tiene dueño.
Lo sentíamos claramente como un don. Un don sagrado que pedíamos con fe en el Padre Nuestro de cada día, al acostarnos y al levantarnos. Y sin embargo lo sabíamos tan nuestro como lo más cotidiano de nuestra vida.
Cuenta una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro, incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus burritos.
Luego de varios días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada dispersa.
Nuestro cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus hermanos?
Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible, porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos los granos ya bien maduros.
Otra vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.
Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia Egipto.
Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por sus hermanos.
En el camino hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha. Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.
Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.
Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para estar seguro del camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.
Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.
Y siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz hecha de años de cansancio y de caminos.
Y llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:
- Perdóname. Llegué demasiado tarde.
Pero desde la cruz se escuchó una voz que le decía:
Estaban acercándose a la fiesta de la Pascua: la Grande entre las fiestas. Y Jesús había resuelto decididamente ir a Jerusalén. Sabiendo que allí le esperaba la cruz y la muerte.
Pero quería cumplir la voluntad del Tata. Para eso había venido al mundo. Y nada, ni nadie habría de apartarlo de esta misión. Sabía que se acercaba la Hora. Esa que habían anunciado los profetas desde antiguo. Y la que el Viejo Simeón le previniera a María en el templo cuando acudieron a Jerusalén por primera vez.
Y allí se encontraba con sus discípulos. Como si estuviera esperando un signo que le hiciera ver lo que Él mismo deseaba ardientemente. Y el signo llegó. Aparentemente muy sencillo. Casi fuera de contexto.
Tal vez Él mismo no conociera la hora de una manera tan clara como nosotros nos la imaginamos hoy. No hubiera sido humano, y Cristo lo era plenamente y sin trampas. Pero tenía una sensibilidad alertada en la atenta escucha de la voluntad del Tata. Intuía por los signos la llegada del momento. Lo mismo que el vegetal, cuando algo bulle por dentro en el silencio de su madera verde y el llamado de la primavera lo encuentra alerta.
Unos paganos, griegos, querían conocer a Jesús. Tal vez se sintieron algo descolgados en esa fiesta estrictamente judía. Como no pertenecientes al Pueblo de Dios, al menos por la sangre, les estaba prohibida la entrada al templo. Pero querían conocer a Jesús. No se animan a encararlo directamente. Dos apóstoles harán de intermediarios: Felipe y Andrés, quienes fueron a decírselo al Señor.
Quizá en el secreto de sus noches de oración había presentido que su misión en la tierra terminaría con la glorificación cruenta de su muerte. Y que ello sería la apertura a todos los pueblos. La lámpara que había alumbrado solamente a Israel, al ser sepultada por las tinieblas, dejaría paso al Sol de justicia que alumbra a todas las naciones.
Ya se había encontrado premonitoriamente con los paganos. Allá en su infancia, como se lo contara su Madre, había sido visitado por los Magos, y los egipcios lo habían acogido como prófugo. Más tarde fueron el centurión y la cananea. Los samaritanos y los sidonios también lo habían encontrado y recibido. Pero en el fondo, todos estos sólo habían participado de las sobras desperdiciadas por los niños caprichosos de la mesa de Israel.
Ahora, en cambio, los paganos pedían verlo. Los pueblos que andaban en tinieblas buscaban la luz que viene de lo alto. Y Jesús se da cuenta de que ha llegado la hora en que la antorcha sea elevada y arda en plenitud, para que pueda atraer todo hacia Sí.
Es consciente de que ello significa morir. Y humanamente todo su ser rechaza el sufrimiento y la muerte. Quisiera esquivar esta hora, y hasta se siente tentado de suplicar al Padre para que la suprima, sabiendo que sería escuchado. Pero también sabe que ha venido justamente para esto. Ante el dilema, opta decididamente por la voluntad del Tata. Toda su voluntad propia se pone en tensión y en disponibilidad para que sea glorificado el nombre de su Tata que está en los cielos. Nuevamente el Padrenuestro le brota de los labios, lo mismo que en el silencio del cerro en sus noches soledosas. Pero aquí está entre los hombres y en el corazón de la ciudad donde mueren los profetas. No es lícito el silencio. Por eso grita:
—¡Tata. Glorifica tu Nombre!
Y la Voz del Jordán y del Tabor vuelve a hacerse trueno. Él–que–Es, está. Yo – estaré no defraudó a Moisés ante una misión condenada humanamente al fracaso. Nuevamente el Tata se compromete a hacer del fracaso humano su camino de liberación.
Si el grano de trigo entregado a la tierra no acepta morir, se queda solo. Si se entrega, se hará trigal.
Crean en la Luz. Si la antorcha no se quema, se queda sola y a oscuras. Pero si se consume y arde, alumbra a todo hombre que llega a este mundo. Y atrae todo hacia sí.
Los valores con humor Luis Landriscina y Mamerto Menapace
Anécdotas, sucedidos y reflexiones compartidas entre estos dos maestros de la cultura oral y tradicional de la Argentina. “Dios nos regala un don a cada uno. Para agradecerle el mío, es que pongo mi humor a su servicio.”
Luis Landriscina
“No le pidamos a Dios más maravillas, sino más capacidad para maravillarnos. Los valores ya los tenemos, lo importante es descubrirlos”.
Creo en el Dios de Jesús y de María, el Dios de los bienaventurados, sencillos y sabios humildes como Abraham y Sara; Isaac y Rebeca; Jacob y Raquel. Y no el de los expertos racionalistas e ideologistas teólogos y entendidos escribas de todos los tiempos, El Mismo JesuCristo nunca los eligió ni como apostóles ni como discípulos. Ni antes ni ahora. Soy Venezolano, Maracucho/Maracaibero, Zuliano y Paraguanero, Falconiano; Soy Español, Gallego, Coruñés e Fillo da Morriña; HISPANOAMÉRICANO; exalumno marista y salesiano; amigo y hermano del mundo entero.
La Línea Editorial de este Rincón es la Veracidad y la Independencia imparcial.
¡¡¡ Que El Señor de La Comunicación, de La Amistad, de La Paz con Justicia, te bendiga, te guarde, te proteja, siempre... AMÉN !!! ________________________________
¡La Paz del Señor sea contigo!
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#YoTambiénSoyCristianoPerseguido
#NoEstánSolos: Ya estamos hartos de que los criminales exterminen a los cristianos solo por su fe. Ha llegado la hora de movilizarse y defenderlos. Basta de cobardía. Se valiente y osado frente a los asesinos y defiende con ardor tu fe y a los que son perseguidos por la horda. Coloca en tu página el símbolo creado por el movimiento en defensa de los cristianos perseguidos para la campaña mundial que se ha iniciado para que no nos olvidemos de todos aquellos que están siendo perseguidos y masacrados por ser cristianos. El símbolo del centro es la letra N del alfabeto árabe, con la que los yihadistas están marcando las casas de los Nazarenos, que es como ellos llaman a los cristianos. Juntos hagamos que no se olviden aquellos hermanos perseguidos en todo el mundo por amar a su Dios. #NoEstanSolos #PrayForthem #ن #YoTambiénSoyCristianoPerseguido #Iglesia #Kenya #Siria #Irak #Afganistán #ArabiaSaudí #Egipto #Irán #Libia #Nigeria #Pakistán #Somalia #Sudán #Yemen y otros...
EL SILENCIO CULPABLE
QUE LA LUZ BRILLE SOBRE TI, TIERRA FÉRTIL #SOSVENEZUELA
VENEZUELA UN PAÍS PARA QUERER Y PARA LUCHAR
“Nací y crecí en un lugar donde dicen ” Pa’lante es pa’llá”, donde se pide la bendición al entrar, al salir, al levantarte y al acostarte, donde se comen arepas, cachapas y espaguetti con diablito, donde se menea el whisky con el dedo, donde se respira alegría aún en las adversidades, donde se regalan sonrisas hasta a los extraños, donde todos somos panas, donde aguantamos chalequeos, donde se trata con cariño sincero, donde los hijos de tus amigos son tus sobrinos, donde la gente siempre es amable, donde los problemas se arreglan hablando y tomando una cervecita, donde no se le guarda rencor a nadie y donde nadie se molesta por tonterías, donde hasta de lo malo se saca un chiste, donde besamos y abrazamos muchísimo, donde expresamos con cariño nuestros sentimientos, donde hay hermosas playas, ríos, selvas, montañas, nieve, llanos, sabana y desierto, un país de gente bella, cariñosa y alegre donde se mezclaron armoniosamente las razas, donde el extranjero se siente en casa y donde siempre encontramos cualquier motivo para celebrar con los amigos. Nací y crecí en VENEZUELA, me siento orgulloso de ser venezolano y seguiré manteniendo mi espíritu venezolano en cualquier lugar del mundo”
¡NO TE RINDAS!
♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥ Si la angustia te seca, si la ansiedad te asfixia, si la tristeza te ahoga, si el pesimismo te ciega... llora, grita, comunícate, exterioriza tu dolor.... pero JAMÁS te rindas.
Levanta tu mirada, respira hondo... ¡LUCHA..! amig@...lucha ... PORQUE Sí hay salida. Sí hay sentido. Sí hay ESPERANZA. Levanta tus manos y pide ayuda.
No te des por vencid@...y poco a poco verás La Luz. NO te rindas amig@, lucha. NO ESTÁS SOL@.
PORQUE VERÁS QUE SÍ VALIÓ LA PENA... ♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥
LA FUERZA INVENCIBLE DE LA FE
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
"Ya veis que no soy un pesimista, ni un desencantado, ni un vencido, ni un amargado por derrota alguna. A mí no me ha derrotado nadie, y aunque así hubiera sido, la derrota sólo habría conseguido hacerme más fuerte, más optimista, más idealista, porque los únicos derrotados en este mundo son los que no creen en nada, los que no conciben un ideal, los que no ven más camino que el de su casa o su negocio, y se desesperan y reniegan de sí mismos, de su patria y de su Dios, si lo tienen, cada vez que le sale mal algún cálculo financiero o político de la matemática de su egoísmo.
¡Trabajo va a tener el enemigo para desalojarme a mi del campo de batalla! El territorio de mi estrategia es infinito, y puedo fatigar, desconcertar, desarmar y doblegar al adversario, obligándolo a recorrer por toda la tierra distancias inmensurables, a combatir sin comer, ni beber, ni tomar aliento, la vida entera; y cuando se acabe la tierra, a cabalgar por los aires sobre corceles alados, si quiere perseguirme por los campos de la imaginación y del ensueño. Y después, el enemigo no podrá renovar su gente, por la fuerza o por el interés., que no resisten mucho tiempo, y entonces, o se queda solo, o se pasa al amor, que es mi conquista, y se rinde con armas y bagajes a mi ejército invisible e invencible...."
(Fragmento de una página del discurso de Joaquín V. González "La universidad y alma argentina" 1918). ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
COMBATE Y DENUNCIA A LOS PEDÓFILOS (PEDERASTAS)
SEÑOR, TE PEDIMOS QUE PROTEJAS A L@S NIÑ@S, TE LO PEDIMOS EN EL NOMBRE DE JESÚS. AMÉN. ¡Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeñitos! Mejor le fuera que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos....... Lc 17,1-2 -- ÚNETE Y DENUNCIA --
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OBSOLESCENCIA ES LA planificación o programación del fin de la vida útil de un producto o servicio de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante o empresa de servicios, durante la fase de diseño de dicho producto o servicio, nos conduce al CONSUMISMO exacerbado, por culpa de algo evitable, destruimos recursos, planeta y dinero por algo que podríamos tener durante mucho tiempo.