DIOS
SALVE
LA RAZÓN
BENEDICTO XVI,
GUSTAVO BUENO, WAEL FAROUQ,
ANDRÉ GLUCKSMANN, JON JUARISTI, SARI NUSSEIBEH,
JAVIER PRADES, ROBERT SPAEMANN, JOSEPH H.H. WEILER
«No actuar según la razón es contrario
a la naturaleza de Dios» (Manuel II Paleólogo)
Diversos intelectuales de primera línea, provenientes de diferentes países, tradiciones religiosas y posiciones culturales, se dan cita en este libro para recoger el desafío planteado por Benedicto XVI en su célebre lección magistral en la Universidad de Ratisbona en septiembre de 2006: ampliar la razón. Desde diferentes perspectivas, coinciden en proponer un nuevo humanismo que integre de manera nueva la relación entre fe y razón.«En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a esta amplitud de la razón» (Benedicto XVI)
Presentación
UN TESTIGO EFICAZ: BENEDICTO XVI
JAVIER PRADES
El libro que presentamos se ocupa de tres realidades decisivas para la vida «buena» personal y social: Dios, la salvación, la razón. Nada menos. No hay muchos problemas que afecten a los hombres de cualquier época más que éstos. Como llenan bibliotecas enteras, es imposible abarcarlos. Nos conformamos con señalar algún lugar por el que abrir la discusión. Empezaremos por el final.
¿Está perdida la razón? Cuando se proclama que la razón debe ser salvada es porque se supone que se ha perdido a sí misma, ha frustrado, de modo provisional o definitivo, su finalidad y su naturaleza más propia. Quizá muchos de nuestros contemporáneos ni siquiera aceptarían esta suposición. Si hay algo en lo que confían llenos de seguridad es precisamente en la razón, que identifican con una cierta ideología cientifista. Serían más bien otros los aspectos de la vida social o personal que estarían perdidos. Quienes piensan así reflejan una «mentalidad moderna» que sigue teniendo notable peso en nuestra sociedad.
Para localizar las raíces de esa mentalidad, conviene so brevolar, aunque sólo sea, ese proceso clásico de Occidente que es la génesis de la modernidad y su evolución. Muchos especialistas han documentado con detalle este recorrido cultural, filosófico y teológico tan complejo y a ellos remito1. Al decir que la razón se ha perdido se alude al hecho de que la (pos)modernidad ha acuñado un concepto tan débil de razón que la despoja de los atributos que un día la convirtieron en símbolo del mundo moderno. ¿Cómo era la razón moderna? Se caracterizaba por reivindicar una capacidad de conocer (y de poder) que no se subordinaba a nada ni reconocía límites ajenos a ella misma. Se ha dicho que era una razón ab-soluta, en el sentido etimológico de la palabra (absolutum: suelto de, desligado), por dos motivos2.
En primer lugar, la razón buscaba su fundamento desligándose de la experiencia sensible, que inducía a tantos errores, y de toda interferencia de las pasiones. Así se separaba ineludiblemente de la esfera afectiva y de la libertad, y con ello también de la condición histórica y social del ser humano, no menos expuesta a la mutabilidad de lo contingente.
Aunque ambas, razón y libertad, se reivindican como las grandes conquistas del mundo moderno, no obstante, han procedido desde el principio de la modernidad en paralelo, como externas la una a la otra. El saber no se dejaba contaminar por la voluntad, precisamente porque la condición de su universalidad residía en la pretensión de ser neutral y objetivo. Sin embargo, la libertad y la dignidad de la conciencia ofrecían el motivo de legitimación del sistema público de la razón, reivindicando así su primacía en la civilización naciente. El modelo teórico del mundo moderno no consigue pensar unidos el saber y la libertad, cuyo ejercicio se consideraba sin embargo como el distintivo de la época.
La razón se absolutizaba, además, en una segunda acepción radical, porque se llega a concebir como el horizonte total y completo de todo acceso a la realidad. A partir de la primera separación mencionada, seguirá un proceso en el que cada vez iba a costar más percibir desde dentro del dinamismo de la razón una procedencia (de dónde) y una remisión (hacia dónde) más allá de sí misma. Tendríamos pues, al final, un saber absoluto, que se fundamenta sobre sí mismo en cuanto que se separa de su relación intencional con la realidad (sensible, racional y afectiva) y en cuanto que no admite ninguna instancia superior, ninguna autoridad, señaladamente la de Dios.
En un primer momento todavía se va a aceptar una cierta existencia de Dios, bajo dos condiciones: que no intervenga en la historia, y que quede, lo mismo que la metafísica, fuera del ámbito de lo estrictamente racional, que es la ciencia. En passant se puede discutir si la modernidad como tal se identifica sin más con esta concepción de la razón absoluta, por tanto inmanentista, que estamos describiendo. No faltan voces que reivindican la existencia de líneas minoritarias de pensamiento moderno, independientes de esta que llamamos aquí «la» razón moderna porque ha sido predominante3. En todo caso, esa razón, liberada de las ataduras de la tradición, de la religión o de la costumbre, podía por fin explicarse en sí y por sí. Podía pues ofrecer un saber universal tanto en el campo de las ciencias naturales y sociales como en el de la ética e incluso en el de la religión, dentro de los límites de la razón.
Perseguía un ideal de «autocercioramiento» que ha acompañado muchas adquisiciones de la investigación científica y de la reflexión filosófica o política de los últimos siglos, de cuya importancia para nuestro bienestar actual hay que dejar constancia. No es de extrañar que una razón así entendida llegara a ser venerada como una diosa, cuya omnipotencia nacía de su emancipación frente a toda instancia exterior. Sobre ella se apoyaba una civilización que avanzaría indefectiblemente hacia mejor. Bertrand Russell y Stefan Zweig, dos personajes poco afines, coincidían en que era casi imposible explicar cómo era aquel mundo a los que no lo conocieron: confiado, sólido, destinado a un progreso continuo. Un mundo que pereció para siempre, a juicio de ambos, en los campos de batalla de la Gran Guerra4. Y todavía faltaban la Segunda Guerra Mundial, la Shoah, los Gulag. La historia de la cultura europea ofrece un catálogo inabarcable de filósofos, ensayistas, literatos, pintores, cineastas, políticos… que a lo largo del siglo XX han ido arrancando a la razón moderna los atributos que casi la convertían en divina.
En una especie de aceleración uniforme, han ido superándose unos a otros en el empeño de destituir a la razón de aquellas características. Esta insistencia «deconstructiva» identifica el punto al que ha llegado una «razón que quería dar razón sólo a partir de sí misma». Si la razón moderna se caracterizaba por algo era sobre todo por la conquista de su autonomía radical que superaba los modelos de fundamentación heterónoma típicos de épocas premodernas. Y sin embargo su pretensión está muy lejos de haberse confirmado, como muestran las críticas que ha ido sufriendo, desde dentro de su propia «tradición». Quizá el único punto —decisivo al fin y al cabo— en el que la (pos)modernidad no renuncia a su matriz moderna es precisamente el de la reivindicación del carácter absoluto de su capacidad deconstructiva, lo que algunos llaman el carácter «deponente» de la racionalidad posmoderna5. A lo mejor por eso nuestros contemporáneos posmodernos no acogerían de buen grado la sugerencia de que la razón vive una condición negativa. También por este motivo, no será desmedido hablar de un extravío de la razón (pos)moderna.
Tras un camino largo y difícil, cuyo esclarecimiento excede el cometido de la presentación de un libro y la capacidad de quien escribe, lo que sí resulta claro es que una razón de este tipo se acaba reduciendo a un mero hecho aleatorio y vano, si nadie puede atestiguar su necesidad y garantizar su poder de alcanzar la verdad. Degradada de su condición divina, hoy es cada vez más habitual reducir la razón a un puro factum, a un dato neurobiológico, al modo de un sofisticado mecanismo cibernético, o considerarla como un puro hecho sociológico, resultado de la autorregulación impersonal de las estructuras sociales. En ese caso, no podría asegurarse a partir de sí misma un sentido propio. La mera contingencia experimental no puede fundamentar la razón. Éste es, a mi juicio, el diagnóstico decisivo: la razón (pos)moderna se concibe de tal manera que no puede dar razón de su sentido. No puede afirmar su sentido a partir de las premisas que ella misma establece. La actividad racional no sería entonces más que la mirada inmóvil de una cosa, de un «sujeto» (¿u objeto?) que se ignora a sí mismo. Esa parálisis no afecta sólo a las discusiones de gabinete académico, sino que ha tenido y tiene enormes repercusiones en la vida de nuestras sociedades.
Cuando la dimensión racional y la dimensión afectiva-volitiva se separan desde su origen, salen perdiendo tanto una como otra. La razón «pura» que aparecía como la gran herramienta especulativa para llegar incluso a la identificación soberana de lo racional y lo real acaba por menguar hasta una simple racionalidad instrumental. Hoy es muy reconocible en la tecnociencia aplicada a la economía y la política, donde no sólo las respuestas, sino incluso las preguntas sobre el sentido carecen de él. Y la esfera afectiva, desenganchada de toda referencia racional, se erige cada vez más en un ámbito privado, gobernado (es un decir) por el puro sentimiento. No es tampoco extraño que muchas manifestaciones de la libertad sean mera reacción de violencia ante un orden de la razón instrumental que no es capaz de contemplar las exigencias y preguntas humanas.
Ni la globalización financiera-tecnológica ni el mercado de masas, por una parte, ni la reducción de la política a mero pragmatismo de poder nacional o supranacional, por otra, pueden resolver esta situación en la que, de hecho, se excluye un fundamento, un sentido del sentido. Más que nunca resultan proféticas las advertencias de Hannah Arendt sobre la importancia de la razón en el campo de la convivencia social: «La preparación [para el totalitarismo] ha tenido éxito cuando [...] los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción, y la distinción entre lo verdadero y lo falso»6.
¿Por qué hay que salvar la razón?
Para que interese salvar la razón habrá que comprobar no sólo que estaba perdida sino que merece la pena salvarla. A pesar de lo ya dicho, no parece ser una evidencia compartida socialmente. Muchos, en el mundo universitario o cultural, podrían mantener que si salvar la razón equivale a algo así como volver a abrir la pregunta por su sentido y por la verdad, entonces es mejor dejarla como está. En cambio, querrá salvar la razón quien considere que ésta es un bien. No un bien de cualquier tipo, sino un bien propiamente racional, porque la razón no es un hecho bruto, cuya utilidad es instrumental, carente en sí misma de significado y de valor. Si lo que hemos venido afirmando hasta ahora es correcto, el esfuerzo ímprobo de la razón, en su acepción dominante, para certificar su propio sentido y utilidad ha fracasado. Entonces, una de dos, o hay que resignarse a la opresión económica y política de la razón instrumental, cuyas consecuencias sombrías podemos imaginarnos enseguida, o es necesario «salvar la razón».
Si acogemos la segunda opción, podemos pasar adelante y preguntarnos:
¿Quién puede asegurar el valor de la razón? ¿Quién fundamenta el sentido del sentido? El mito de la edad adulta Para responder a esta pregunta, hay que retomar el segundo aspecto de la absolutización de la razón que habíamos mencionado. Ello nos obliga a volver atrás y rehacer un trecho del camino que ha llevado a disociar a Dios y la razón, aparentemente sin retorno. El episodio histórico no se refiere a la cuestión religiosa en general, sino a la revelación cristiana en sentido estricto.
Es un problema típico de Occidente en su lucha para emanciparse del cristianismo, y sólo podía nacer en un mundo modelado por el cristianismo. No parece mera coincidencia que casi al mismo tiempo surgiera la pregunta moderna sobre una «esencia del cristianismo» cada vez menos evidente para los propios cristianos7. De nuevo aquí, nos limitamos a algunas pinceladas8.
A partir de una combinación suma mente compleja de factores históricos y filosófico-teológicos, que viene desde la Baja Edad Media, llegó un momento en el que muchos europeos pensaron que la mediación de la tradición cristiana para acceder a la verdad era algo exterior, contingente, lo cual imponía a la razón un desvío inútil. Lo histórico no enseñaba nada universal, y la razón no debía esperar nada de los hechos contingentes de la historia si quería conocer verdades necesarias. Con el precedente decisivo de Spinoza, serán Kant y Lessing los grandes formuladores de esta «objeción» de la razón moderna contra la revelación cristiana —que ciertamente incidía también sobre las otras religiones positivas—.
La tradición remite a acontecimientos históricos particulares que la razón no está obligada a tomar en consideración porque no les reconoce valor universal. Por ello cuando la revelación cristiana pretende ofrecer el sentido universal de lo Absoluto, provoca a la razón, desafía su autonomía9. Para la razón ilustrada es una contradicción pretender, como hacen los autores sagrados narrando los hechos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, que la verdad universal de Dios se encuentre en algo parti cular cambiante. El presupuesto que subyace a este rechazo de la mediación testimonial, propio de la razón absoluta, es una concepción de Dios como «ser absoluto» abstracto e indeterminado. Quizá porque la razón moderna en el fondo imite la concepción de Dios que presupone.
¿Cuál es entonces la utilidad de la tradición?
Aunque la modernidad rechazaba la pretensión de la tradición cristiana, la podía aceptar todavía como sustituto provisional del ejercicio autónomo de la razón. Lo cristiano en la historia sería como un auxiliar de la evolución de la filosofía. Para Kant la revelación cristiana, exterior, agota su misión cuando llega la auto-fundamentación de la razón. Lessing considera que la religión histórica desempeña una función pedagógica, para guiar a la humanidad en su infancia y adolescencia hasta la vida adulta de la razón autónoma, sobre todo moral. Ahora bien, cuando uno es adulto se libera del pedagogo. La versión de Hegel es, en cierto sentido, diferente porque considera al cristianismo como la religión absoluta, pero la solución final es similar: se suprime el carácter histórico del cristianismo. En este caso, el cristianismo como forma histórica no sólo es algo del pasado sino que en cuanto tal es superado/asumido en su contenido, que es filosófico.
El cristianismo se resuelve en religión, y la religión en filosofía. Por eso es absoluto, pero al precio —diríamos nosotros— de no ser ya el cristianismo de la tradición apostólica. Como la tesis de Lessing se ha convertido en una interpretación muy común sobre la religión, y sobre el cristianismo en particular, volvamos a ella. Nos resulta familiar el «mito de la edad adulta».
Si examinamos la tesis de Lessing veremos qué es lo que le ha hecho tener tanto poder de convicción. Erige en sistema de la historia universal lo que constituye una experiencia común del aprendizaje de la razón: nadie se despierta espontáneamente al sentido, en su forma lógica, nadie aprende a hablar el lenguaje de la razón, sin una autoridad que responda y que atestigüe su verdad. Esta relación de autoridad es necesaria e insustituible, dada la separación que hay entre las exigencias de la vida natural y el carácter convencional del lenguaje —como expresión del sentido—, que en cuanto tal es inútil para el cuerpo. El sentido no corresponde a ninguna necesidad exigible en el orden biológico ni brota de ahí. Hay que empezar por creer en el sentido, es decir, por creer a los que dan testimonio de él (los padres respecto al niño).
Los padres y educadores ejercen una autoridad muy valiosa pero provisional, ya que representan una autoridad que luego surgirá de la razón misma cuando se desarrolle autónomamente. Después pueden y deben desaparecer puesto que su función se ha agotado. Del mismo modo debe desaparecer la tutela de la religión histórica una vez que la humanidad occidental ha llegado a ser adulta. Se advierte la semejanza entre la mediación del adulto en la educación y la de la tradición cristiana en la historia. Si las cosas quedaran así, un mismo motivo serviría para justificar la suficiencia de la razón y la superación irreversible de la tradición cristiana. Pero sigamos hasta el final el mito de la edad adulta para ver en qué concluye. Es verdad que la educación a la razón no puede ser sino educación a la libertad, que no debe depender sólo de los argumentos de autoridad exterior. Pero la búsqueda libre de la verdad no puede ser más que una continua exigencia de un fundamento de la razón, una pregunta por el sentido del sentido, como la cultura de Occidente siempre ha perseguido.
¿Por qué? Porque lo racional, lo conceptual, el sentido articulado lógicamente, no nace a partir de sí mismo y queda en sí mismo sin apoyo. Un modo de ejemplificar esta dificultad es examinar los motivos por los que la razón moderna rechaza el testimonio histórico como fuente de conocimiento fiable (Hume).
Dada la falibilidad de ese tipo de conocimiento, no se puede aceptar más que mediante la pretensión de ofrecer su fundamentación en el saber autónomo (experiencia empírica, evidencia o demostración racional). Pero ciertas corrientes contemporáneas de filosofía del lenguaje consideran ese intento inviable. Muestran cómo para justificar que un testimonio es fiable a partir de un conocimiento autónomo hay que servirse siempre de un lenguaje ya en uso, lo que implica la aceptación de uno o muchos testimonios como verdaderos. El saber testimonial está entonces implicado inevitablemente como condición de posi bilidad de toda justificación individual a posteriori del tes timonio10. Ya hemos mencionado antes el resultado de la pretensión de autofundarse, típica de la razón moderna. Ésa sería la traducción definitiva, realista, del mito de la edad adulta. Y lo mismo que la razón no puede pretender fundamentarse sobre sí misma en modo separado (ab-soluto), tampoco la historia del pensamiento y de la cultura occidental puede alimentar el mito de su autosuficiencia adulta, como resulta evidente en nuestra situación actual.
¿Cómo se salva la razón?
Cuando la razón está inquieta sobre su propio sentido, re-flexiona para descubrir su raíz, para encontrar su función y su destino. Bien mirado, busca «lo otro», ya que ella misma, en su pura autonomía, se acaba reduciendo paradójicamente a un hecho bruto del que nadie responde. En este caso, en efecto, la pregunta que se formula la razón: ¿para qué sirve la razón? sería una aporía irresoluble en la (pos)modernidad. Por un lado, para responder no basta remitir al hecho de que la razón existe y funciona, sino que se está preguntando por su sentido.
Por otro, si somos coherentes con la mentalidad moderna, el sentido de ese hecho que es la razón universal no se puede remitir a ningún acontecimiento singular propuesto por un testigo externo (los padres como testigos del significado de la razón del niño, la revelación cristiana como testigo del significado del mundo…). ¿Cómo es posible entonces que el sentido del sentido no sea en sí mismo un mero concepto de la razón? ¿Cómo lo otro respecto de la razón no será sino lo mismo que la razón?
La modernidad terminaría en una aporía porque no nos permitiría salir de la razón para establecer su sentido, y, a la vez, nos obligaría a quedarnos en el puro hecho de la existencia de la razón, en cuanto desprovista de sentido. La razón pura, encerrada en sí misma, no defiende sus prerrogativas más que confesando su impotencia para conocer de verdad: sería la incapacidad confesa del discurso racional para ser onto-lógico. Esta confesión delata un desconocimiento de la verdadera índole de la razón humana, en particular de su reflexividad tan apreciada en la época moderna. La re-flexión no es una reiteración fastidiosa de un desdoblamiento (la idea de la idea…) sino que el reflexionar, el tomar distancia, el retornar y retomar, sólo es posible y fecundo cuando la razón se descubre «ligada» a lo que no es ella: a la exigencia constitutiva que anima sus movimientos y la hace ser búsqueda de sentido. Dicho de otro modo, la razón no puede reflexionar si no descubre su relación necesaria con la unidad e integridad de la experiencia humana.
Existe un vínculo insoluble entre el orden de la razón, expresado en el lenguaje racional, y el orden del deseo que impulsa y provoca a la razón a su apertura a la realidad. Aquí aparecería el camino de reconciliación de la esfera de la razón, la esfera afectiva-volitiva (deseo) y la corporalidad, como primera instancia para salvar una verdadera reflexividad de la razón y una verdadera apertura de sus preguntas, más allá del encerramiento de la razón sobre sí misma. Si queremos salvar la razón lo primero que hay que recuperar es la unidad de la experiencia humana en todas sus dimensiones. Lo había recordado, con claridad francesa, Jean Guitton al decir que «es razonable aquel que somete la propia razón a la experiencia»11.
La experiencia humana elemental se caracteriza, en efecto, como un conjunto indisociable de exigencias y evidencias de orden teórico y práctico, que se despiertan y profundizan en el continuo intercambio con el mundo que nos rodea12. Esta visión de la razón humana, profundamente insertada en el conjunto de los demás dinamismos sensibles y afectivos, permite evitar las consecuencias negativas a las que abocan, por separado, una razón meramente instrumental y un dinamismo afectivo puramente sentimental. Por eso hay que apreciar aquellos planteamientos contemporáneos que despliegan la profunda unidad de la experiencia humana y consideran conjuntamente las propiedades trascendentales del ser. Confieren todo su valor a la unidad de la experiencia «estética» (pulchrum), la experiencia «dramática» (bonum) y la experiencia «lógica» (verum) como acceso a lo real13.
Ya la mejor reflexión cristiana remitía a la implicación recíproca del saber y de la plenitud afectiva, que es la felicidad —cuando no ha sido así es porque se vivían períodos de decadencia en la teología—. Por citar alguna voz sobresaliente, Agustín de Hipona piensa que el hombre no tiene otro motivo que le impulse a filosofar que no sea su felicidad, y Tomás de Aquino afirma que la verdad primera coincide con el fin de los deseos y las acciones humanas14.
¡Qué necesidad tenemos de encontrar pensadores cuya actividad racional nazca del deseo de la felicidad, y, sobre todo, encamine a ella! La pregunta sobre la salvación de la razón reclama un paso más. Si seguimos examinando el dinamismo de la razón que está inquieta y busca el fundamento originario del vínculo indisociable entre lo racional y lo afectivo-volitivo, nos encontramos con que la propia libertad no consigue alcanzarlo efectivamente. En rigor, le resulta imposible. Y aquí la cuestión desvela todo su interés.
La razón reconoce su sentido sólo si acepta que está ligada a «lo otro», primero al dinamismo afectivo-volitivo y a la corporalidad, que a su vez la abren a lo que ella no produce sino que encuentra en el mundo.
La razón no puede producir, ni tampoco aferrar por completo, el fundamento original de ese vínculo, del que depende su propio sentido. Este hecho se refleja a nivel antropológico en el carácter insuperable que tienen las tres diferencias elementales en las que vive todo sujeto humano: cuerpo-alma, hombre-mujer, individuo-comunidad. En estas tres «polaridades» el ser humano experimenta la unidad de identidad y diferencia, sin que pueda resolver uno de los polos en el otro, ni poseerlos separadamente por completo. La imposibilidad que experimenta la razón para alcanzar su propio origen da pie a dos consideraciones que tan sólo dejo apuntadas.
La primera la hemos mencionado en parte: el acceso al fundamento no puede ser puramente racional, sino que implica la totalidad del dinamismo humano, racional y afectivo-volitivo. El problema del «sentido del sentido» se convierte en un lugar privilegiado para mostrar la indisociable presencia de la libertad junto con la razón en el acceso al fundamento. Encuentra así salida una Ilustración siempre insatisfecha por su dificultad para mostrar la unidad de razón y libertad. En segundo lugar, la existencia en el hombre de una pregunta (racional-afectiva) como la que hemos venido describiendo, una «pregunta última», no es indicio tan sólo de la existencia de la pregunta sino de la existencia de la respuesta, es decir de un fundamento que no puede ser tan sólo pensado sino que aparece como «otro» respecto a la razón y le certifica su sentido.
El testimonio sobre el sentido de la razón, que busca su fundamento originario, no puede ser testimonio de cualquiera sino que tiene que ser del Fundamento mismo. Dicho de otro modo, sólo por un testimonio del Absoluto, la razón puede alcanzar de un modo pleno aquello que busca Reaparece aquí el tercer protagonista de nuestro título: Dios. El Fundamento, en cuanto «otro» respecto a la razón, da testimonio de sí mismo en la creación y en la historia, y así constituye y salva la razón. A fuer de ser pesado, recuerdo que los problemas que se plantean son enormes, por lo que me limito a algunas sugerencias.
Si se me permite expresarme así, para que Dios como Fundamento sea la solución y no el problema, hace falta que sea real, que exista como una realidad independiente de nosotros. No puede ser una mera idea que regula nuestros pensamientos, porque no nos sacaría del callejón sin salida en que terminaba la (pos)modernidad. Sólo un fundamento real, otro respecto a la razón y a la vez constitutivo de la razón en cuanto que es su horizonte propio, puede asegurar el sentido que busca la razón misma.
La tradición cristiana, católica, enseña que Dios es una realidad concreta y singular, un ser personal; es más real que cualquiera otra cosa que consideremos real. Su ser no es el de una mera idea universal, al modo de un género universalísimo. Cuando afirmamos la unidad divina, no tratamos sólo de afirmar que existe lo divino sino «este Dios»15. Y esa realidad una y única da testimonio de sí mismo en la unidad de la creación —a través de las cosas del mundo visible exterior y mediante la interpelación interior de la voz de la conciencia (Rm 1,18ss. y Rm 2,14-15)—. Dios creador, infinitamente libre, es la respuesta metafísica a la razón del hombre que busca su fundamento.
El hombre debe pues modificar su comprensión de lo universal, a la luz de la singularidad del ser divino. En efecto, que el sentido universal de la razón sea Uno singular (Dios), limita definitivamente los poderes del saber especulativo ab-soluto, y le «fuerza» a abrirse a la espera, a la escucha de una revelación histórica. Si el Fundamento es Uno singular, para conocerlo de verdad, para saber Quién es, será necesario escucharlo, si libremente quisiera desvelarse (como Platón había presentido en su Fedón). Aquí ya no estaríamos en una religiosidad genérica, de tipo creatural, sino en la expectativa de la realidad singular de un acontecimiento histórico. Ésta es, en el fondo, la más profunda espera de la razón misma. ¡Qué conmoción han experimentado tantos hombres, filósofos o no, cuando han oído anunciar la efectiva realidad de ese acontecimiento en la historia! El Logos de Dios se ha hecho carne y habita entre nosotros (Jn 1,14). Podemos conocer y amar personalmente a Aquel que es el fundamento de nuestra razón, fuente y fin último de nuestro deseo de felicidad.
Dar testimonio de la razón
Para salvar la razón hay que dar testimonio de ella, en favor de ella. O, quizá más radicalmente, hay que utilizar siempre la razón en forma testimonial. Ello supone que debemos educarnos a esa modalidad plena del conocimiento de la realidad en la que la libertad está intrínsecamente implicada. Especialmente cuando está en juego el conocimiento y la decisión a favor del Fundamento, que se manifiesta a través de la realidad. En efecto, el primero que suscita nuestro testimonio es Dios mismo. Él interpela sin cesar nuestra capacidad cognoscitiva y moral por medio de su iniciativa que se manifiesta en la realidad exterior e interior. Así atestigua su Presencia siempre fiel y con ello mantiene viva nuestra razón y nuestro deseo según sus dimensiones originales, solicitándolas a un acto de asentimiento libre. El Padre, que no deja de dar testimonio de Sí a través de las criaturas, se hace presente en la historia por medio de su Hijo que es la Verdad en persona (Jn 14,6) y ha venido para dar testimonio de la Verdad (Jn 18,37). Es el Testigo fiel (Ap 1,5). No sólo: por el testimonio del Espí ritu de la Verdad (Jn 15,26) permanece en la historia y en lo más íntimo de los corazones.
Así, a través de la unidad de la historia de la salvación (creación y encarnación redentora), los hombres somos convocados personalmente a dar testimonio del Dios vivo y verdadero. Aunque suene algo chocante, la lección que podemos aprender es que la razón no se fortalece en un puro «razonar», sino utilizándola para conocer la realidad, de tal manera que demos testimonio de su valor y de su sentido. Esa tarea la cumple la razón cuando está ligada, arraigada en el vínculo profundo de la experiencia humana elemental en su unidad e integridad: razón, afecto, libertad, corporalidad, relación con los otros y con el Otro. De este modo puede recuperar la modernidad un valor que le fue muy querido: la capacidad de juzgar por sí mismo con certeza, y de defender la propia libertad, sin depender acríticamente del criterio de una autoridad externa.
Un valor, por otro lado, que está en los inicios mismos de la civilización occidental, desde que Sócrates preguntaba a sus conciudadanos sobre la consistencia de sus propias convicciones. Los occidentales nunca hemos podido abandonar la tarea de dar razón de nuestras creencias, de preguntarnos por su verdad. Por poner sólo un ejemplo del siglo XIX, la pasión con la que John Henry Newman anunciaba la fe le llevaba a valorar tanto la razón que podía rescatarla de sus estrecheces empiristas o racionalistas. Únicamente de este modo hacía justicia al mismo tiempo a la fe católica y la salvaba de reducciones doctrinalistas o fideístas. Su vida, con el episodio tan recordado del brindis a la conciencia y al Papa, es un caso admirable de encuentro crítico entre la educación humanista (liberal) que había recibido en la juventud y su pertenencia inclusiva a la tradición católica16.
Precisamente para quienes aman la razón, según las características que la identifican en Occidente, resulta tan luminosa la figura del papa Benedicto XVI. Ha emprendido una tarea infatigable de dirigirse a los areópagos de la cultura (pos)moderna para salvar la razón dando testimonio en favor de ella: Universidad de Ratisbona, Universidad La Sapienza de Roma, Universidad Católica de Washington, ONU en Nueva York, Collège des Bernardins en París… Al dar testimonio hace resplandecer la razón en acto ante sus interlocutores y ante el mundo. Cada vez que se expone ante la comunidad universitaria o política describiendo la condición propia del hombre, en sus dimensiones racional, moral, jurídica o política, estimula de nuevo el ejercicio de la razón y de la responsabilidad moral de todos. Sólo si un hombre da testimonio razonable y libre, puede obtener de sus interlocutores una respuesta igualmente razonable y libre.
Así está sucediendo con muchos pensadores, de las más variadas tendencias de Occidente, que han acogido con respiro humano y satisfacción intelectual la trayectoria pública de Benedicto XVI. Como es también evidente, en el gran proceso del mundo todo testimonio puede suscitar rechazo y persecución hasta la muerte (Jn 14,17; 15,18-25). Algunas reacciones airadas, como las de La Sapienza, muestran la diferencia esencial entre un ejercicio de la razón y de la libertad que las hace posible, y otro que las encierra en la esterilidad.
En su importante «Discurso a la Curia romana» de 2005 el Papa nos ha ofrecido un criterio hermenéutico de gran valor para emprender el diálogo con la modernidad europea17. A él remito para percibir los matices con los que lee la relación entre la Iglesia y el mundo moderno.
Puede ser un magnífico complemento de la Lección de Ratisbona. A la luz de estos textos, y de otros similares como la Lección de La Sapienza, resplandece también la actitud del teólogo Ratzinger que en sus largos años de actividad académica y pastoral ha apelado siempre a algunos posibles «aliados» modernos en su esfuerzo por defender la razón humana. Pensemos en sus abundantes referencias a la mejor racionalidad científica contem - poránea, no contaminada de la ideología cientifista, a la hora de percibir los límites éticos y epistemológicos del saber científico, necesitado de una fundamentación extracientífica. O en su continua disposición para comparar su pensamiento con representantes agnósticos del mundo laico como Pera, Habermas o Flores D’Arcais. Siguiendo sus huellas se podrán encontrar en el mundo (pos)moderno interlocutores en la tarea de dignificar la razón.
No faltan filósofos, científicos y hombres de cultura que advierten la imposibilidad de aferrar por sí mismos el fundamento de la propia razón, y que reconocen, con todos los matices del caso, la condición de estructural desproporción en la que estamos puestos. Pienso en autores que siguen reivindicando la legitimidad de la pregunta por el sentido de la vida y del lenguaje, o en hombres que han gritado su sentimiento de injusticia o de dolor ante tanto sufrimiento como hay en el mundo y en nuestros corazones, que anhelan una salvación real. Ciertas líneas de filosofía contemporánea siguen ofreciendo valiosas críticas a la reducción instrumental de la razón tecnológica y enriqueciendo la descripción de distintas dimensiones de la vida corporal y espiritual del hombre y de la comunidad. Serían botones de muestra de un posible diálogo crítico con autores y tendencias que provienen de aquella modernidad que hemos considerado fracasada en su empeño principal pero que ha dejado tantos puntos de progreso en la comprensión adecuada de la razón humana18. No es necesario decir que en este trabajo de reivindicación de la razón caminamos con los hombres sinceramente religiosos para los que la creencia en Dios ayuda a purificar la razón, y especialmente con los muchos y destacados representantes de la gran tradición del realismo cristiano en filosofía y teología.
El libro
La existencia misma de este libro es una prueba de la bondad del método elegido por el papa Benedicto. Sus tomas de posición han suscitado la intervención de los colaboradores, de los cuales cabe destacar a la vez sus marcadas diferencias en cuanto a concepción filosófica y religiosa, y su sorprendente coincidencia para contribuir a la reflexión sobre los temas que ha suscitado el Papa.
La coincidencia se hace unanimidad a la hora de apreciar favorablemente la figura del Pontífice y su modo de actuar. El libro reúne a hombres creyentes junto a hombres agnósticos o ateos; a hombres de Occidente junto a hombres de Medio Oriente; a hombres cristianos junto a hombres judíos y musulmanes. Además de los autores que intervenían en la edición original, Ediciones Encuentro ha propuesto a dos pensadores españoles que comenten la Vorlesung de Ratisbona. Jon Juaristi acierta a identificar enseguida con brillantez algunos de los méritos de la intervención papal en el ámbito académico alemán.
Gustavo Bueno declara meridianamente su materialismo filosófico y ofrece los criterios que le llevan a mantenerlo. Después reflexiona sobre la relación entre Dios y la razón, y viceversa. Acaba con una motivada reivindicación del papel del Dios del catolicismo en defensa de la razón, frente a desviaciones de tipo supersticioso, gnóstico, nihilista o fundamentalista.
No podemos menos que compartir una por una tales denuncias, a favor de esa razón y de la civilización que la ha acompañado. En el clima cultural de nuestra España es inusitado encontrar una postura así, que por ello mismo desvela —sit venia verbi— un espíritu libre y amante de la razón. Para concluir, me permito recordar aquella historieta bien conocida del padre Brown. Cuando descubre que Flambeau es un falso sacerdote, éste se admira de que haya descubierto su impostura. El simpático detective le resuelve enseguida la duda:
«… Debo confesarle a usted que otra condición de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote. —¿Y qué fue? —preguntó el ladrón alelado. —Que usted atacó la razón y eso es de mala teología»19.
Madrid, septiembre 2008
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1 Por citar algún clásico: C. Dawson, T.S. Eliot, R. Guardini, P. Hazard o G. de Lagarde. En perspectiva teológica siguen teniendo gran vigencia algunas intuiciones de H. de Lubac. Una reflexión interdisciplinar e interconfesional en: M. Ureña-J. Prades (eds.), Hombre y Dios en la sociedad de fin de siglo, Unión Editorial-Publicaciones Universidad Comillas, Madrid 1994.
2 Véase A. Scola, La experiencia humana elemental. La veta profunda del Magisterio de Juan Pablo II, Ediciones Encuentro, Madrid 2005.
3 A. del Noce, «L’idea di modernità»: VV.AA., Modernità. Storia e valore di un’idea, Morcelliana, Brescia 1982, pp. 26-43.
4 B. Russell, «El filósofo pacifista. Entrevista de R. Wheeler para Wisdom, NBC (1951)». S. Zweig, El mundo de ayer, El Acantilado, Barcelona 2001.
5 G. Bontadini, Saggio di una metafisica dell’esperienza, Vita e Pensiero, Milano 31995.
6 H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, vol. 3, Alianza, Madrid 21987, p. 700.
7 El debate se abre con Schleiermacher y pasa por Feuerbach y Harnack, en ámbito protestante, hasta los católicos Guardini y Adam en el siglo XX, por indicar algunos nombres.
8 Retomo libremente en lo que sigue algunas tesis de C. Bruaire, «Témoignage et Raison»: E. Castelli (a cura di), La testimonianza, Istituto di Studi Filosofici, Roma 1972, pp. 141-149.
9 J. Ratzinger, Fe, Verdad, Tolerancia. El Cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005, pp. 80-81.
10 C.A.J. Coady, Testimony. A philosophical study, Clarendon Press, Oxford 1992.
11 J. Guitton, Arte nuova di pensare, San Paolo, Cinisello Balsamo 1991, p. 71.
12 L. Giussani, El sentido religioso, Ediciones Encuentro, Madrid 1998.
13 H.U. von Balthasar, Trilogía (en 16 vols.), Ediciones Encuentro, Madrid 1985-1998.
14 De Civitate Dei, XIX, 1, 3. Summa Theologiae II-II q. 4 a. 2 ad3
15 Summa Theologiae I q. 11 a. 3. c. Tomás explica la unidad singular de Dios apelando a la analogía con la unidad singular de este hombre, Sócrates.
16 J.H. Newman, Carta al Duque de Norfolk, Rialp, Madrid 1996.
17 Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005.
18 La encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio señala los posibles puntos de encuentro entre el realismo cristiano —sobre todo en su gran tradición occidental aristotélico-tomista y agustiniana— y algunas contribuciones de la filosofía moderna y contemporánea.
19 G.K. Chesterton, La inocencia del padre Brown, Ediciones Encuentro, Madrid 1995, p. 42.
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¡Dios salve la Razón!
El mejor homenaje que, como expresión no meramente retórica de mi admiración, creo poder rendir a S. S. Benedicto XVI, con ocasión de este mi comentario, amablemente pedido por la Editorial Encuentro, a la lección magistral por él pronunciada en la Universidad de Regensburg el martes 2 de septiembre de 2006, es el presente ensayo de «traducir» esa relección a las coordenadas del materialismo filosófico que profeso.
Y dada la riqueza de cuestiones que ésta Vorlessung remueve, intentaré mantenerme siempre en la perspectiva definida por el título del libro que Edizioni Cantagalli utilizó para publicar, en 2007, la lección del Papa, traducida al italiano y acompañada de comentarios de Andrè Glucksmann, Wael Farouq, Sari Nusseibeh, Robert Spaemann y Joseph Weiler: Dio salvi la Ragione.
De qué Idea de Razón y de qué Idea de Dios hablamos
No faltará quien afirme que el enunciado optativo ¡Dios salve la Razón! carece no sólo de verdad, sino de sentido, puesto que no es fácil advertir qué tenga que ver la Idea de Dios (ya sea la Idea de Dios como clase vacía, del ateo; ya sea la Idea de Dios de la teología = de Aristóteles, de Marción, o de Calvino) con la Idea de Razón, y menos aún con la «salvación», que implica el supuesto de una razón «caída» o en constante peligro de caer, de «despeñarse».
Pero a quienes ponen en duda o niegan la verdad o el sentido del enunciado que da título al presente ensayo, también cabría advertirles que ni su Idea de Dios, ni su Idea de Razón, fuera de cualquier peligro de caer, no son las únicas ideas que todos comparten. Y esto es debido, sin duda, a que los términos «Razón» y «Dios» no son términos unívocos que podamos dar por sobreentendidos. Tienen significados muy distintos y aún incompatibles los unos con los otros.
Y esto hace imprescindible, si no se quiere dar por consabido lo que acaso ni siquiera saben quienes sobreentienden el sentido de la expresión «¡Dios salve la Razón!», comenzar declarando, en el momento de iniciar la exposición del enunciado titular, cuáles son los significados de la Idea de Razón y cuáles los significados de la Idea de Dios que seleccionamos dentro del «conjunto disponible» de significados de Razón y de Dios, si no queremos dejarnos arrastrar por un torbellino verbal, acaso muy erudito, de frases ambiguas, imprecisas, retóricas y aún aparentemente profundas, que cada cual podrá interpretar ad libitum.
Me propongo, en consecuencia, «poner mis cartas boca arriba» en lo que se refiere a las Ideas de Razón y de Dios que parece preciso seleccionar en el momento de comenzar nuestra tarea.
I. Sobre la Idea de Razón de la que hablamos en el comentario a la lección de Regensburg
En nuestra tradición histórica han ido apareciendo, y de un modo no gratuito, diferentes Ideas de Razón, a veces equívocas e inconexas, otras veces emparentadas, y muchas veces enfrentadas entre sí o, por lo menos, no fácilmente encadenables unas a otras: «razón lógico-formal», «razón geométrica», «razón calculadora», «razón política», «razón económica», «razón emocional», «razón de la sinrazón» de la que tanto gustaba Don Quijote, &c. Parece pues evidente que la Idea de Razón no se nos ofrece como una Idea simple, luminosa, transparente, clara y distinta, sino como una Idea compleja, opaca, oscura y confusa.
Se hace preciso, por tanto, dejar de lado cualquier intento de definición de la Idea de Razón mediante otra Idea supuestamente equivalente, que acaso nos viniera dada a través de otro idioma: Λόγος, Ratio, Ragione, Vernunft...
Comenzamos previniéndonos de la probable hipóstasis de la Idea de Razón, inducida por la forma gramatical sustantiva en la que se expresa en muchos idiomas. Y nos prevenimos acogiéndonos a su forma adjetiva (logística, racional, vernunftliche...), según la cual la Razón nos remite, antes que a alguna entidad sustantiva (acaso simple, el Espíritu, la Razón Pura, Dios...), a algún tipo de estructura o proceso de la que se predica como atributo («estructura racional», «proceso racional», «animal racional», «conducta racional», «conducta raciomorfa»).
Pero ninguna sustancia simple, ni Dios ni el Alma espiritual, son racionales en su simplicidad; y cuando definimos al hombre como racional, es porque la racionalidad la predicamos de un animal humano, y acaso también de un animal no humano, de algún primate, de algún vertebrado o incluso de algún insecto del que pudiéramos pensar que, si no es racional (como el perro de San Basilio), sí al menos es raciomorfo.
Para el análisis de la Idea de Razón necesitamos la contribución de otras varias Ideas, por lo menos de dos y, a partir de ellas, de otras dos, y aún de otras dos acumulativas involucradas entre sí. Aquí ensayaremos brevísimamente el análisis de la Idea de Razón que consideramos pertinente para nuestro propósito por medio de los tres pares de Ideas siguientes: A) el par de Ideas Materia / Forma, B) el par de Ideas Términos / Relaciones, C) el par de Ideas Todo / Parte.
A) Materia / Forma
Acaso el par de Ideas Materia / Forma sea el que más propiamente sirve para internarnos en las estructuras o procesos que llamamos racionales, y esto debido acaso sencillamente a que estos procesos o estructuras racionales, lejos de ser entidades simples, son entidades compuestas de materia y forma, son entidades hilemórficas. Por supuesto, no tomamos aquí el hilemorfismo a la manera de la metafísica aristotélica de la sustancia; la composición hilemórfica de las entidades reales la derivamos (como acaso el mismo Aristóteles la derivó) de determinadas transformaciones tecnológicas de materiales tales como la arcilla (moldeada según diversas formas, en las técnicas o en las artes cerámicas) y posteriormente como los metales (en la metalurgia, desde el eneolítico). La «racionalidad hilemórfica» de las técnicas o artes cerámicas o metalúrgicas nos lleva de inmediato a la involucración de la racionalidad hilemórfica con las operaciones «quirúrgicas», es decir, con las transformaciones, directas o inversas, con los productos de transformaciones, con las transformaciones idénticas (que no por ello dejan de ser transformaciones), con los grupos de transformaciones; por consiguiente, la «racionalidad hilemórfica» implica directa o indirectamente la actuación de los sujetos corpóreos operatorios, pero no como sujetos considerados desde su cerebro o desde su sistema nervioso, sino desde los órganos con musculatura estriada capaces de operar sobre los objetos del exterior.
La estructura hilemórfica que atribuimos a cualquier entidad racional da cuenta de las dos grandes sustancializaciones que suele recibir la idea de racionalidad en función de las cuales se construyen las dos principales teorías clásicas (teorías límite, y erróneas desde nuestras coordenadas) de la racionalidad: el formalismo (lógico o psicológico) y el materialismo (sustancialista, no actualista). Las teorías formalistas de la racionalidad intentan reducirla a la condición de una forma pura, acaso compleja (como pudiera serlo, en la tradición aristotélica, la forma silogística), pero sin materia; las teorías materialistas sustancialistas de la racionalidad pretenden reducirla a algún tipo de materia categorial (cuantitativa, principalmente), definida precisamente por su racionalidad intrínseca.
Como versiones clásicas del formalismo de la racionalidad citamos al formalismo lógico y al formalismo psicológico. El formalismo lógico cifra la racionalidad en una supuesta estructura puramente formal («válida para cualquier Mundo posible») capaz de conformar cualquier materia de cualquier Mundo real. El formalismo psicológico adscribe a la racionalidad la condición de una «facultad subjetiva» propia de los hombres –y acaso de otros vivientes no humanos, ni siquiera linneanos–, que les permite hacer discursos o razonamientos, a los cuales tanto Aristóteles como Kant les atribuían una estructura silogística (no podemos olvidar que la «Razón Pura», reinen Vernunft, según Kant, es el ejercicio de una racionalidad sin materia que consiste precisamente en la actividad de los silogismos categóricos, hipotéticos o disyuntivos, los cuales segregarían respectivamente, como Ideas vacías, las Ideas de Alma, de Mundo o de Dios).
El racionalismo materialista sustancialista entiende la racionalidad como atributo intrínseco de alguna entidad material categorial, o universal, en el sentido del «panlogismo materialista», según el cual «todo lo real es racional» en el sentido del logos natural: la idea συνέχεια, ‘coherencia’, del estoicismo antiguo o medio (apud Alejandro de Afrodisia, De Anima, 131, 2, en Arnim, Stoicorum veterum fragmenta, II, 448).
Ahora bien: tanto el formalismo como el materialismo sustancialista pueden ser derivados, como teorías, del racionalismo hilemórfico, pero no al revés; es decir, el racionalismo hilemórfico no es una «síntesis ecléctica» de formalismo y sustancialismo, sino que son el formalismo o el sustancialismo los que resultan de una hipóstasis de los componentes hilemórficos de la realidad. El formalismo algebraico del álgebra booleana de clases contiene ya, como materia, a los propios símbolos A, B, C... de clases lógicas (A es el signo patrón de la clase de las menciones de A), y el supuesto racionalismo intrínseco de alguna sustancia material contiene, en rigor, las múltiples formas de las partes extra partes constitutivas de esa sustancia.
Cuatro corolarios pertinentes para nuestro comentario se deducen del esbozo de análisis de racionalidad propuesto por medio de las Ideas de Materia y Forma.
Corolario 1. La racionalidad no puede ser predicada de Dios, del Dios de la Teología natural de Aristóteles y sucesores. Del Dios de la Teología natural, en cuanto entidad simple (Acto Puro, sin composición hilemórfica, por tanto) e inmóvil (que no admite, en consecuencia, transformaciones en su seno), no se puede predicar la racionalidad. Aristóteles se arriesgó a asimilar al Acto Puro y Motor Inmóvil con el pensamiento humano; pero se trataba de una asimilación analógica, que destruye su propio fundamento porque mientras el pensamiento humano es el que procede discursivamente «por composición y división de objetos», el pensamiento divino no necesita de objeto exterior alguno que pueda dividir o componer. Es autista, porque el «único objeto» digno de sí mismo es su propio pensamiento (kai estin he noesis noeseos noesis, Metafísica, XII, 9, 1074b 34). Por este motivo, desconocemos el contenido del pensamiento divino («sólo Dios es teólogo») y sólo podemos decir de ello algo negativo, a saber, que Dios no es racional.
Dios no necesita hacer silogismos, no necesita del discurso, su «pensamiento» no tiene nada que ver con el pensamiento racional. Se me permitirá recordar aquí que este corolario de la teología aristotélica fue reconocido por la tradición cristiana que incorporó la teología natural de Aristóteles, principalmente en la tradición del tomismo ortodoxo: In scientia divina nullus est discursus (dice Santo Tomás en I/XIV/VII/r; también en I/XIII/XII/c, en I/XIV/V/3, &c.). El cardenal Cayetano, en su Comentario a la Summa, I, XIV, VII, dice: Scientia Dei nullo modo est discursiva... Discursus secundum succesionem consistit intelligendo unum post aliud: sed Deus omnia videt in uno quod est ipse: ergo non discurrit intelligendo unum post aliud... (Lyon 1575, pág. 85). Y Juan de Santo Tomás (Quaestiones disputatae, XVI, III, Lyon 1663, pág. 381): Unde proprie Deus non cognoscit ex causis, sed per causas, & in causis, quia ly ex dicit vel cognitionem desumptam a rebus, vel unam cognitionem deductam ex alia aut succedentem post aliam quod pluralitatem cognitionum importat, ...
Dios no es racional, en la tradición aristotélica escolástica, ni su pensamiento ni su esencia tienen que ver con la Razón. Otra cosa es que la Teología natural «intelectualista» atribuya al Acto Puro una naturaleza suprarracional que contiene virtualmente a la Razón; pero también puede atribuirle una naturaleza extramental, no reducible a la «lógica intelectual», un pensamiento no racional, no sometido a la «lógica humana», en la tradición del voluntarismo de Avicebrón, de San Pedro Damián o del propio Duns Escoto (al que Benedicto XVI cita expresamente en su lección, pág. 18), o de Pascal, del que luego hablaremos.
Corolario 2. La concepción hilemórfica de la racionalidad no incluye, desde luego, la violencia de sangre, pero tampoco la excluye. Y esto es lo que parece querer decir la sentencia del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, que la lección de Regensburg cita (pág. 13), y que dio lugar a una reacción totalmente desproporcionada y desajustada en el mundo mahometano: «Dios no se complace con la sangre; no obrar conforme a la razón, σύν λόγω, es contrario a la naturaleza de Dios.» Podría defenderse esta sentencia pacifista, pero no en nombre de la Razón atribuida al Dios de la Teología natural aristotélica. Y no porque la Razón incluya la violencia, sino sencillamente porque no la excluye. La violencia no es, por sí misma, irracional o racional, porque la violencia, en cuanto materia de una transformación racional, puede asumir una forma racional. Porque la materia de la racionalidad hilemórfica no se reduce únicamente a la palabra, al discurso verbal o escrito.
La racionalidad no tiene, como si fuera su materia única, el lenguaje, o los movimientos de la laringe, en diálogo con otras laringes: también las manos humanas son órganos de racionalidad cuando manipulan las cosas del mundo. Sería irracional pretender evitar que un hombre sordo o distraído que va a ser atropellado por un camión sea advertido por un discurso racional a través del cual se le haga saber el peligro inminente que corre: lo racional será, acaso, darle un violento empujón que despeje la vía, aún a riesgo de provocarle algunas heridas, que siempre serán un mal menor respecto del atropello mortal. Si la violencia se excluye de cualquier tipo de proceso o estructura racional, desaparecería la racionalidad constitutiva de las obras de ingeniería que requieren intervenciones violentas sobre el medio, pero sin embargo racionales (las llamadas «explosiones controladas», por ejemplo); habría también que borrar de la historia de la razón humana la estrategia y las tácticas que dirigen las batallas históricas, que sin perjuicio de su furiosa violencia son específicamente humanas, es decir, racionales. La estrategia de Aníbal en la batalla de Cannas, o la de Napoleón en Austerlitz, no serían entonces operaciones racionales por cuanto incluyen la violencia de sangre. Como la incluía la cruzada del papa Urbano II, la primera Cruzada, que condujo a la toma de Jerusalén el 15 de julio de 1099; más discutible sería la racionalidad de la quinta Cruzada, la promovida por Inocencio III, cuyo proyecto de conquista de Egipto fracasó.
Corolario 3. La Paz política o religiosa no expresa la condición originaria de un orden racional. La Paz es el resultado de un conflicto, de una guerra, por la cual un orden previo ha sido conculcado; un resultado mediante el cual alguna de las partes en conflicto logra poner (no necesariamente restaurar) un orden nuevo, y por eso la Paz es siempre la Paz de la Victoria, de una victoria siempre precaria sobre la que no cabe, por tanto, edificar una Paz perpetua efectiva (no utópica).
Corolario 4. La conformación (transformación) racional de un material dado no agota a ese material. Y no tanto porque en él subsistan siempre contenidos irracionales que «se resisten» a ser racionalizados, sino porque lo irracional, en cuanto tal, no procede tanto de una materia amorfa (no conformada racionalmente) sino de la confluencia eventualmente contradictoria de cursos diversos de conformación racional, a la manera como la irracionalidad o inconmensurabilidad de la diagonal del cuadrado con cualquier fracción de su lado fue un resultado sobrevenido a la «confluencia» del proyecto de establecer la medida con números fraccionarios racionales y con el teorema de Pitágoras.
La racionalidad de un proceso operatorio discursivo específico no siempre es, según esto, armónica (sinfónica) con las racionalidades de otros procesos operatorios confluyentes, entre los cuales puede mediar diafonía.
B) Términos / Relaciones
El par de Ideas Materia / Forma mediante el cual hemos esbozado nuestro análisis de la racionalidad operatoria, está involucrado en el par de Ideas sintácticas Términos / Relaciones. En efecto, los términos pueden desempeñar el papel de materia de unas relaciones capaces de conformar la racionalidad del conjunto (sin perjuicio de que, a su vez, las relaciones dadas puedan constituirse en materia de otras estructuras racionales más complejas, a la manera como las razones entre segmentos de un plano pueden dar lugar a las razones dobles). Las formas racionales, en tanto asumen el papel de relaciones, permiten redefinir las relaciones (o razones) entre términos (de clases dadas) como razones entre esos términos. Ahora, la Razón es el logos (la ratio) entre los términos relacionados según un cierto tipo de relaciones matemáticas, aquellas mediante las cuales definimos los números racionales a/b. Razones o logoi que, a su vez, pueden componerse racionalmente en relaciones de ana-logía o proporcionalidad (a/b = c/d).
Ahora bien, como las relaciones racionales entre términos han de ser finitas (determinadas) –no cabe hablar de proporción entre términos que no mantengan entre sí una razón o proporción finita, en cuyo caso estas relaciones serían arracionales o estarían «fuera de razón» (el caso de m/∞)– la razón habrá de entenderse como una relación seleccionada o recogida entre otras relaciones posibles, y esta connotación de la racionalidad (del logos) se corresponde con el sentido originario del verbo legein, en su sentido de recoger, seleccionar para componer, ensamblar. Si de un cestaño podemos decir que es una obra racional –es decir, dotada de logos– es porque hemos seleccionado los mimbres según criterios objetivos (que se imponen a la subjetividad corpórea operatoria) y los hemos entretejido en proporciones adecuadas, y por eso diferenciamos un cestaño bien hecho (con arte o técnica) de un amasijo caótico de ramas cortadas.
De este modo podremos apreciar como caso particular, pero no necesariamente originario, de estructuras dotadas de logos, al discurso de palabras (al logos como palabra, verbum, sermo), al discurso de palabras entretejidas con otras pronunciadas por otros hombres (diá-logo), en torno a lo cual gira la metáfora, utilizada por Varrón, que concibe al habla, al diálogo, con las piezas de una tela entretejida por el sastre, sartor, interpretando el sermo como sartum (De lingua latina, VI, 64). La definición aristotélica del hombre como «animal que tiene logos» significa tanto «animal que razona» (que discurre silogísticamente) como «animal que habla»; lo que no puede darse por evidente es que la racionalidad proceda exclusivamente del lenguaje.
Como corolario principal del análisis de la racionalidad mediante la idea de relación entre términos establecemos la naturaleza alotética de la racionalidad y, en consecuencia, la imposibilidad originaria de una racionalidad autotética. Este corolario presupone la tesis de que la idea de relación es siempre alotética, es decir, no reflexiva, lo que significa que las llamadas relaciones reflexivas, o no son reflexivas o no son relaciones, salvo en situaciones límite contradictorias (como pueda serlo la situación «clase vacía»). Según esto, si una persona es racional lo será en el proceso de interacción con otras personas, pero no en su sublime «soledad autista»; por tanto, el Dios de Aristóteles no puede recibir tampoco por esta vía el predicado de racional, porque el Dios de Aristóteles no puede hablar consigo mismo ni con el Mundo, al que no ha creado y al que desconoce. En consecuencia, cuando se aplica el logos a alguna persona divina es porque está en relación con otras personas divinas; situación que las religiones monoteístas-unitaristas, tales como el judaísmo o el islamismo, no pueden contemplar, y sí en cambio la religión católica, por su dogma del Dios trinitario de la Revelación que estudia la Teología dogmática (y que no cabe confundir con la Teología natural).
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la que se denomina Logos o Verbo Divino, es precisamente la que cumple la misión de Segunda Persona en cuanto Dios que habla a los hombres a través de Cristo (Francisco Suárez dice en De Trinitate, 9, 2, 7: Sermo autem in rigore significat orationem compositam. Et ideo aliquid curiose adnotarunt Sermonis vocis magis accomodari Christo, ut est persona composita, Verbum autem propie dici de ipsa persona divina, secudum se, quamvis illa etiam sermo dici possit quia in sua simplicitate eminenter continet omnia quae longo sermone dici possunt). Y para muchos hombres Dios es precisamente el ser divino que nos habla, más que el ser que permanece eternamente «dialogando consigo mismo». Pascal: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo.»
C) Todo / Parte
Por último, para completar el análisis de la racionalidad que estamos bosquejando, apelamos a un tercer par de Ideas, el constituido por las de Todo y Parte; par involucrado ante todo con el par B –Términos y Relaciones: un sistema de relaciones entre términos denominados partes es un todo, ya sea distributivo, ya sea atributivo– pero también con el par A –Forma, Materia–, sin que ello quiera decir que exista una correspondencia biunívoca de la forma con el todo y de la materia con las partes, puesto que la forma también está presente en las que llamamos «partes formales» de un todo dado (es decir, con las partes que implican la forma del todo, sin necesidad de ser semejantes a él, a la manera como los fragmentos de un jarrón quebrado o las macromoléculas constitutivas de un cromosoma pueden ser partes formales del jarrón o del cromosoma, es decir, no meras partes materiales de caolín o de aminoácidos respectivamente).
Si la forma racional tiene la estructura de un todo, es en la medida en que éste consta de partes formales y no sólo de partes materiales. Pero tener «estructura de totalidad» equivale a decir (según la doctrina holótica que aquí presuponemos) que el todo racional ha de ser finito, es decir, que su dintorno ha de estar rodeado por un entorno o medio, delimitado por un contorno no siempre preciso (la finitud que podemos asignar a las totalidades en cuanto resultantes de operaciones de totalización no implican la finitud del número de partes de esa totalidad: el todo constituido por un segmento de la recta real es divisible en infinitas partes correspondientes a los números fraccionarios, racionales o irracionales).
El corolario principal que deducimos es este: que el Universo no puede recibir el atributo de racional (como tampoco lo recibe el Dios de la Teología natural). En efecto, el Universo no es un todo efectivo (aunque se nos presente, en cuanto omnitudo sustantiarum, como resultado de una totalización de los fenómenos), porque el Universo no tiene entorno, y por ello no tiene contorno o bordes. El orden racional que atribuimos al Universo habrá que referirlo a diversas regiones categoriales del mismo (matemáticas, físicas, biológicas, etológicas, históricas, institucionales), pero no a su conjunto. Esto no quiere decir que las relaciones intercategoriales, dadas en el Universo, sean irracionales. Quiere decir que su racionalidad, si se constata, será en todo caso distinta o análoga a la racionalidad constituida en el ámbito de cada categoría.
II. Sobre la Idea de Dios de la que hablamos en el comentario a la lección magistral de Benedicto XVI
«Dios», como «Razón», se dice de muchas maneras. No son lo mismo los dioses del politeísmo, que vinculamos a las religiones que llamamos secundarias, y los Dioses de los monoteísmos, que vinculamos a las religiones que llamamos terciarias (las religiones que llamamos primarias no están vinculadas a los dioses, sino a ciertas entidades protodivinas que denominamos númenes).
En cualquier caso, el Dios del monoteísmo no se vincula propiamente a ninguna religión, aún cuando las religiones monoteístas se vinculen a Él. Esto se debe a que el Dios del monoteísmo es acaso originariamente, antes que una idea religiosa, una idea filosófica, prefigurada, con antecedentes, por Platón, en el Timeo, como un Demiurgo que, sin embargo, no es el creador del Universo, pero sí el organizador de sus materias eternas (agua, aire, tierra y fuego) en una esfera cósmica gigantesca y admirable, sin que por ello el Demiurgo asuma ninguna connotación religiosa ante los hombres o ante los demás vivientes. Sin embargo, tal es nuestra premisa, el verdadero fundador del monoteísmo filosófico habría sido el más grandes discípulo de Platón, Aristóteles, porque Aristóteles habría sido el fundador de la Teología natural. El Dios de Aristóteles tampoco es el creador del Universo eterno; es su Primer Motor inmóvil, pero sobre todo es Acto Puro, «ocupado enteramente en hacerse presente por el pensamiento ante sí mismo» (Metafísica, 1072 b 25). El Acto Puro, por tanto, no conoce siquiera al Universo, ni a los hombres, y, menos aún, desde su distancia infinita (fuera de toda proporción), puede amarlos o ser amado por ellos (Ética a Nicómaco, VIII, 1159 a 1-10). La divinidad no tiene necesidad de amigos (Ética a Eudemo, VII, 12, 1245b, 14-19). El Acto Puro, el Dios aristotélico, carece, según esto, para los hombres, de significación religiosa, al menos si entendemos la religión como una relación con el Dios del amor, con el Deus charitas est de San Juan («el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor», Primera Carta, IV, 8; «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene. Dios es amor y el que está en el amor está en Dios», IV, 16).
El Dios de Aristóteles, el Dios de la Teología natural, influye (suponemos) en el judaísmo y en el islamismo mucho más de lo que influyó en el cristianismo; y esta diferencia puede servir para dar cuenta de las dificultades específicas que tuvieron que afrontar las religiones monoteístas judía e islámica al enfrentarse con instituciones constitutivas de las sociedades en las cuales actuaban (por ejemplo, las dificultades suscitadas por su iconoclastia o por su concepción teocrática del Estado).
Esta diferencia permita afirmar también que el cristianismo representa una auténtica subversión de la Teología natural aristotélica, porque el Dios de los cristianos ya no es una «Sublime soledad», sino una Trinidad de tres Personas Divinas, la Segunda de las cuales, además, se une hipostáticamente con el hombre a través de Cristo (lo que representa una blasfemia para los mahometanos que, por ejemplo, en el siglo VIII llegaban a Covadonga a luchar, según cuentan los propios historiadores musulmanes, contra los «politeístas»). Por contra, muchas de las herejías que fueron surgiendo en el curso del desarrollo del cristianismo, podrían interpretarse como efectos de la influencia que seguía ejerciendo el Dios de Aristóteles, el «Dios de los filósofos» (desde el arrianismo de la antigüedad y de la Edad Media –una herejía del cristianismo, según San Juan Damasceno– hasta el arrianismo moderno –en la forma del unitarismo de Miguel Servet o de Isaac Newton–).
Pero cualquiera que fuera el grado de dificultad que la Teología dogmática cristiana planteaba a la Teología natural, lo cierto es que esta Teología dogmática resultaba estar más cerca de una religión soteriológica que veía a Dios como Verbo Divino, o Logos, a un Dios cuyas Personas podían ya «hablar entre sí» y amarse, así como podían hablar y amar a los hombres.
Desde este punto de vista habría que mirar con gran recelo la tendencia a englobar, como especificaciones de un mismo género de religión (incluso como especificaciones accidentales) a las tres religiones monoteístas o, como suele decirse desde Max Müller, a las «tres religiones del Libro». Porque el concepto filológico de «religiones del Libro», circunscrito a las «tres Leyes» o a los «tres Órdenes de vida» –el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Corán, a los que se refiere Benedicto XVI en la pág. 12 del texto de referencia– no constituye, ante todo, un criterio adecuado para contraponer las «tres religiones monoteístas» a otras religiones que también tienen su libro propio (los Vedas hindúes, el Zendavesta pérsico, el Tao chino, el Popol Vuh maya...), como viene a reconocer S. S. Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio, §72; pero tampoco para mantener las diferencias esenciales entre las tres religiones monoteístas, diferencias que quedan oscurecidas por su ecualización en un componente oblicuo, al menos para el cristianismo católico, a mil leguas de distancia de ese «fetichismo del Libro», como única fuente de la Revelación, del que algunos acusan a Lutero.
El Libro, para los católicos, no es, en efecto, tradicionalmente al menos, no ya la fuente única, pero ni siquiera el único canal por el cual llega a los hombres la Revelación, dado que el canal principal es la palabra hablada de Cristo (que no escribió libros), transmitida a los Apóstoles, que, a su vez, la predicaron a los fieles, incluso a millares de fieles analfabetos, en una tradición ininterrumpida (muchas veces se ha dicho que el «fetichismo de la lectura» se desarrolló antes en ambientes hebreos o musulmanes, después luteranos, que en los ámbitos católicos). En cualquier caso, el concepto de «religión del Libro», de Max Müller, toma su origen, según algunos filólogos (como el profesor Guy G. Stroumsa, de la Universidad Hebrea de Jerusalén), de una expresión del Corán, ahl al-kitab, literalmente «gentes del Libro», expresión con la cual el Corán se refería normalmente a los judíos, pero también a los cristianos, o a ambos a la vez (los judíos no se llamaban a sí mismos gentes del libro, pues su escritura sagrada tenía un nombre específico, la Torá). Como dice Stroumsa, el singular kitab se refiere o bien a un término genérico (cada comunidad posee un libro diferente) o bien a un libro individual (las diferentes comunidades han recibido el mismo libro celestial). Si el autor coránico hubiera pretendido enfatizar el hecho de que tanto judíos como cristianos tenían su propio libro, habría dicho ahl al-kutub (en plural). Esta ambigüedad parece estar reconocida en la forma como Benedicto XVI introduce la cita del «docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo».
¿Cuál es el alcance que podemos dar, en consecuencia, al concepto de «religión del Libro» para englobar a las tres religiones monoteístas en cuanto tales? Sin duda el alcance de un concepto orientado a ecualizar a las tres religiones, por la característica de aceptar un único Dios omnipotente, poniendo entre paréntesis (abstrayendo) las diferencias que cada una de estas religiones, pero principalmente las diferencias del cristianismo católico con las diferencias que las otras dos religiones del libro consideran, sin duda, esenciales. Y es entonces cuando podemos comenzar a ver el alcance del concepto «religiones del Libro» de Max Müller. Un alcance que llega precisamente hasta la idea de la Religión natural de la Ilustración, tal como fue escenificada en el drama Nathan el sabio de Lessing. Por ello, la alegoría «ilustrada» de los tres anillos que Lessing habría desarrollado (a partir de una alegoría de Boccaccio) no satisfizo ni a judíos, ni a cristianos ni a mahometanos, porque ella contenía un principio demoledor de los contenidos más positivos de cada una de las religiones.
¿A quién simboliza el Padre que en el drama de Lessing deja sus tres anillos (los tres Libros) a sus hijos, los judíos, los cristianos y los mahometanos? Esta cuestión, planteada desde una perspectiva metafísica, podría recibir acaso dos tipos de respuesta: la primera diría que el Padre es Dios, el Dios de la Religión natural, el Dios de los filósofos; la segunda diría que el Padre común es la Humanidad misma, el hombre racional y maduro (que Lessing vio, al parecer, simbolizado en Moisés Mendelsohn).
Pero si planteamos la cuestión «quién es el Padre» no desde una perspectiva metafísica (teológico natural o humanístico trascendental), sino desde una perspectiva filosófica positiva, la respuesta que se nos impone es esta: el padre es Aristóteles.
¿Qué tiene que ver Dios con la Razón y qué tiene que ver la Razón con Dios?
Si tenemos en cuenta las consideraciones expuestas en el precedente §1, concluiremos que estas dos preguntas capitales no pueden ser respondidas del mismo modo, en general. Las respuestas dependen obligadamente de la Idea de Dios o de la Idea de Razón con las que se trabaje.
I. ¿Qué tiene que ver la Razón con Dios?
Mucho tiene que ver «la razón» con el Dios de los filósofos, si es que es el razonamiento, la razón, la que ha llevado a los hombres a concebir la Idea de Dios. Una razón que según algunos habría llevado a los hombres, ya desde los estadios más primitivos de su desarrollo individual (como sostuvo Abentofail en su Filósofo autodidacto), o ya desde los estadios primeros de su desarrollo social, como defendió la llamada «Escuela de Viena» (dirigida por el padre W. Schmidt) al aplicar la hipótesis según la cual los llamados entonces «pueblos naturales» (pigmeos, andamaneses, aruntas...) alcanzaron, por razonamientos muy similares a los que Santo Tomás utilizó en las cinco vías, la Idea de un Dios único, omnisciente, &c.
Pero también la razón tiene mucho que ver con el Dios de los filósofos cuando éstos son entendidos, no ya en sus estadios primitivos, sino en los estadios propios de las «épocas civilizadas». Tal sería el caso, por ejemplo, de los razonamientos que condujeron a Platón a dibujar la figura del Demiurgo y, sobre todo, los que condujeron a Aristóteles a establecer, en el libro VIII de su Física, la idea de un Primer Motor inmóvil (Física, 258b, 4-10), y a identificarlo después con la Idea de Dios en los libros de Metafísica (algunos de los cuales ya hemos citado en el párrafo precedente). La razón académica, refinada, apoyándose en la materia recogida por los sentidos, procede, según Santo Tomás, por cinco vías distintas (la vía del movimiento, la vía de la causalidad, la vía de la contingencia, la vía de los grados de perfección y la vía de la finalidad), hasta llegar a establecer la necesidad de un Primer Motor, de una Causa incausada, de un Ser necesario, de un Ser perfectísimo, y de un Fin del Universo, ideas que confluyen en el Ser al que «todos llaman Dios»: quod omnes dicunt Deum (S. Th., I, q. II, art. III). Y, según Kant, la razón pura silogística, es decir, actuando sin necesidad de apoyarse en materia alguna sensible, sino ateniéndose a la pura forma de los silogismos disyuntivos, nos lleva a poner a la Idea de Dios, en cuanto forma pura que se nos ofrecerá como «Ideal de la Razón».
Pero poco tiene que ver «la Razón» con aquello que Pascal designo como «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (designación que aparece también citada en la lección de Regensburg, pág. 21). Un Dios que tiene que ver más que con «la razón», con «el corazón», con esas «razones del corazón» que la razón no comprende. Pascal viene a decirnos, en efecto (y lo dice, nos parece, con plena justificación, si se refiere al Dios de Aristóteles o al de Descartes), que el Dios de los filósofos en realidad nada nos manifiesta a los hombres, porque «es el corazón el que siente a Dios, y no la Razón» (Pensamiento 268), porque «la fe es un don de Dios; no penséis que es un don del razonamiento» (Pensamiento 269), y, sobre todo, cuando Pascal confiesa: «No conozco a Dios sino por Jesucristo» (Pensamiento 547).
Sin embargo, también es cierto que en los siglos del cartesianismo fue decantándose una «idea mundana» de razón que, dejando de lado cualquier complicación escolástica, sobre si la razón tenía o no una estructura silogística, retenía su condición general de «facultad espiritual intelectual» que capacita a los hombres para alcanzar conocimientos superiores, claros y distintos (no oscuros, confusos o mitológicos); y paralelamente una Idea de Dios como poseedor de un Entendimiento infinito que, silogística o intuitivamente, se manifestaba en el Universo creado por él. Y por tanto en la propia razón humana que, en consecuencia, habría que considerar, al modo platónico, como un reflejo o participación del Entendimiento divino.
II. Y, ¿qué tiene que ver Dios con la Razón?
Muy difícil es determinar qué tenga que ver Dios con la Razón, ante todo cuando nos referimos a la llamada Teología voluntarista, de larga tradición (Avicebrón, Algacel, Pedro Damián, Scoto, Descartes, Calvino, Pascal, Schopenhauer, Unamuno), para la cual Dios es tan distinto del hombre que su «lógica», si la tiene, nada tiene que ver con la vulgar lógica de los hombres, orientada a las más prosaicas tareas del ajuste racionalista tales como las de encajar las cien piezas de un carro o las cláusulas de un contrato de compraventa.
Pero también es muy difícil determinar qué tenga que ver Dios con la Razón cuando nos referimos al Dios de la llamada Teología intelectualista, la de Aristóteles (que concibe a Dios como un «Pensamiento del Pensamiento») o la de Santo Tomás de Aquino (que concibe a Dios como el Ipsum intelligere subsistens). En efecto, sin perjuicio de su denominación, la Teología natural intelectualista, como ya hemos dicho, niega que el intelligere divino pueda asumir la forma racional. Y por ello, y sin perjuicio de que esta teología se considere fruto del «razonamiento natural», concuerda con la Teología voluntarista en el hecho de resistir de cualquier modo a la equiparación del Entendimiento divino con la razón humana. Cabría decir que, en el terreno de la Teología práctica, Duns Scoto se mantiene muy próximo a Santo Tomás de Aquino.
Pero mucho tiene que ver Dios con la Razón cuando nos referimos al Dios cristiano, al Verbo Divino que se hace Hombre en la Persona de Cristo, para salvar al Género humano de la degeneración y aún de la destrucción derivada de su pecado original (cualquiera que sea el concepto que de este pecado se mantenga).
¿Cómo podría dejar de lado a la razón humana el Dios salvador del Género humano, salvador del hombre concebido como animal racional, si es que el pecado original también habría debido afectar a su razón natural?
Parece indudable que la misión salvífica del Dios cristiano hecho hombre habrá de orientarse también a la salvación de la razón humana. Porque la razón humana también habrá sido afectada (según algunos teólogos, que siguen de cerca a San Agustín, quebrantada), y de muchas maneras, por el pecado original.
La cuestión estriba, por tanto, suponemos, en reconocer que, desde el punto de vista de la Teología dogmática del cristianismo tradicional, Dios salvador ha de tener, entre sus misiones especiales, la misión de «salvar a la razón». La cuestión estriba en la dificultad de reconocer, desde el materialismo filosófico, la posibilidad misma de una racionalidad que haya de ser salvada de una supuesta degeneración original y constante, la posibilidad de dar algún sentido a esa «degeneración de la razón natural humana», y a la supuesta necesidad de algún tipo de ayuda externa que sea capaz, si no ya de regenerarla totalmente, sí al menos de salvarla de su destrucción total.
Sólo si, desde posiciones no teológicas, sino materialistas, podemos reconocer algún sentido al proceso de «degeneración de la razón», podremos entender, incluso atender –es decir, tomar en serio, «dar beligerancia»–, a la fórmula teológica que reconoce a Dios como un principio de salvación de la razón humana degenerada.
Y no encierra mayor dificultad, a nuestro juicio, desde el punto de vista del materialismo filosófico, reconocer, no ya la posibilidad, sino la realidad efectiva, de una «degeneración de la razón humana» cuando esta razón humana se considera a escala individual, a escala psicofisiológica: los médicos, los psiquiatras o los psicólogos conocen bien los trastornos de la conducta racional, los «delirios de Capgras», los delirios esquizofrénicos, las demencias juveniles o seniles. También son bien conocidos los remedios religiosos –incluyendo aquí a los exorcismos (cuando se supone que la obsesión o la posesión diabólica es la causa de los trastornos)– que se han arbitrado durante siglos para intentar salvar el juicio de tantas y tantas personas a quien la enfermedad les ha hecho «perder la razón».
Pero no es de la racionalidad trastornada o degenerada a escala individual de lo que nos importa hablar aquí (en el momento de referirnos a los efectos salvíficos que específicamente pudieran atribuirse a la religión cristiana), ni tampoco de los efectos salvíficos que puedan ir asociados a determinados «remedios religiosos», en general, sin excluir a priori los exorcismos. Tales efectos salvíficos –en los casos en los que se produzcan, puesto que sabido es que en la mayoría de los casos los resultados de la aplicación de remedios religiosos a las «enfermedades subjetivas de la razón» son contraproducentes– intentarán ser explicados siempre apelando a mecanismos naturales, fisiológicos o psicológicos, actuando a través de las ceremonias religiosas, y en ningún caso atribuibles no ya a la acción soteriológica directa de Dios, como «salvador de la Razón», pero ni siquiera a la acción soteriológica de la religión cristiana, en cuanto contradistinta de las otras religiones del libro, o de otras religiones, incluso secundarias, en general. A escala de los trastornos individuales de la razón nos parece imposible disociar racionalmente los «principios médicos activos» incluidos en los tratamientos religiosos y l os incluidos en los tratamientos quirúrgicos, farmacológicos, fisiológicos o psicosociales.
A lo que nos referimos es a la posibilidad de reconocer procesos de «degeneración de la razón» que puedan ser definidos a escala histórica (social, por tanto), y en función de los cuales la acción soteriológica de la religión (o del Dios revelado que actúa por su mediación) pueda ya atribuirse precisamente y específicamente al cristianismo, más que a las otras religiones del libro, o a cualquier otra religión, incluidas las secundarias.
Mientras que los «trastornos de la razón», considerados a escala individual, se clasifican mediante conceptos taxonómicos nomotéticos genéricos y distributivos (que desbordan, en virtud de su forma, la adscripción a alguna religión determinada, puesto que en todas las religiones hay dementes de tipo semejante, como en todas las sociedades hay débiles mentales congénitos, de características taxonómicas similares), los trastornos de la razón que cabe delimitar en determinadas épocas históricas, es decir, las desviaciones, si puede llamarse así, de una racionalidad que ya hubiera cristalizado en alguna tradición institucional, permite y requiere un análisis llevado a cabo mediante conceptos idiográficos o, al menos, específicos. Y esto significa, que si en el curso de estas desviaciones de la racionalidad, delimitadas a escala histórica, puede reconocerse la acción soteriológica de una religión precisa que, como la cristiana, apela a Dios como norma de la salvación, ya podremos conceder que encierran algún sentido las palabras de quienes ruegan a Dios que «salve a la Razón», y no ya tanto en los términos teológicos o cuasimilagrosos del exorcista que se refiere a una racionalidad subjetiva y genérica, indeterminada por tanto, sino en los términos histórico positivos del analista que se refiere a desviaciones o trastornos específicos de una racionalidad ya especificada y definida en términos positivos, dentro de coordenadas culturales y sociales precisas, y susceptibles de recibir la influencia correctora de instituciones también precisas, y, entre ellas, la influencia de esa «institución divina» característica que es la Iglesia católica.
Suponiendo «ya en marcha», in medias res, a partir de una determinada época histórica, instituciones cuya racionalidad pueda considerarse ya refinada y evolucionada, dentro de sus coordenadas históricas –como puedan serlo determinadas instituciones tecnológicas (arquitectura, música, ingeniería), políticas, militares, comerciales o científicas–, podremos también hablar, y hablamos de hecho, de desviaciones –metafóricamente, de enfermedades o trastornos– de la racionalidad de estas instituciones. Desviaciones debidas ya sea a factores externos (como pudiera serlo la caída de la capacidad de consumo de un mercado hasta entonces en alza, que transforma a las industrias productoras de los bienes correspondientes al mantener «inercialmente» su ritmo de producción, en instituciones irracionales desde el punto de vista económico) ya sea a factores internos (como pueda ser el caso de las crisis de superproducción, en las cuales la irracionalidad de la empresa productora no deriva de la caída o déficit sobrevenido al mercado, sino del exceso de producción de bienes determinados por el «automatismo racionalizado» del crecimiento de los ritmos de producción), o a la confluencia perturbadora de cursos racionales que fluían independientemente.
Entre las múltiples figuras de las desviaciones de la racionalidad que afectan a instituciones racionales históricamente consolidadas en el sentido dicho, nos referiremos aquí a cuatro tipos de desviaciones o trastornos característicos:
A) Desviaciones o trastornos de orientación supersticiosa, en el sentido amplio que incluye por ejemplo a la magia negra o a la magia blanca –«teurgia»–, a los fetiches, a los talismanes, amuletos, conjuros, encantamientos, hechicerías, sortilegios, horóscopos, adivinaciones... que renacen con inusitado vigor en las sociedades industriales de nuestros días. Si hablamos aquí de supersticiones es para recoger los «bucles» o «divertículos» (no sólo individuales, sino grupales, propios de bandas, heterías, sectas) que generan desviaciones de la «corriente central» de alguna racionalidad que discurre por los cauces ordinarios. En efecto, la utilización del término «superstición» implica, suponemos, que el componente irracional que suele atribuirse a la superstición aparece como una desviación, bucle o trastorno sobrevenido (en su propio ejercicio) a determinadas conductas o instituciones normales o canónicas, y que las supersticiones no son, por tanto, expresiones de un «fondo irracional», acaso inconsciente, emanadas de la supuesta «mentalidad prelógica» de la «naturaleza humana». Las supersticiones serían «episodios» que surgen en el curso de los procesos mismos de desarrollo de las conductas o instituciones normales, racionales o raciomorfas (la llamada por B. Skinner «conducta supersticiosa» de las palomas, o de otros animales, sería sólo un concepto puramente metafórico, resultante de la interpretación de tal conducta supersticiosa como si ella tuviese una función causal para el animal que la practica).
B) Desviaciones o trastornos (de orientación mitológica o ideológica delirante) que, sin perjuicio de sus componentes racionales, conducen a figuras que podrían llamarse monstruosas o irracionales, por relación a otros cánones de racionalidad que hayan sido institucionalizados como tales, por ejemplo, el canon de la causalidad material, el canon de la demostración geométrica, &c. El «sueño de la razón produce monstruos»; pero no por ser monstruosos o delirantes los grandes relatos míticos (pongamos por caso, el relato de Cronos devorando a sus hijos), dejarán de ser «productos de la razón», productos mito-lógicos, productos enfermos, si se prefiere; a la manera como los tumores malignos de un organismo son también productos vivientes segregados por este organismo cuyo desarrollo se mantiene dentro de la norma de su especie.
C) Desviaciones de orientación escéptica o nihilista, en versiones suyas tales como el relativismo, la trivialización o el «posmodernismo». Si estas desviaciones pueden considerarse como trastornos de la racionalidad es porque afectan, en principio, a la racionalidad misma, y en consecuencia determinan una «crisis de confianza» en las expectativas de las instituciones consideradas racionales. Crisis que puede derivar de muchos factores, endógenos o exógenos.
D) Registraremos también, como desviaciones de la racionalidad, los dogmatismos o fundamentalismos institucionales, es decir, aquellas situaciones en las cuales determinadas corrientes de racionalidad no pueden mantener una coexistencia recurrente con otras corrientes instituidas de su mismo género, y se declaran incompatibles con ellas, tendiendo por tanto a reducirlas, a neutralizarlas, o incluso a destruirlas. Lo que ordinariamente conocemos como dogmatismos o fundamentalismos podrían redefinirse acaso como resultantes de las tendencias de algunas corrientes institucionalizadas específicas a reducir, neutralizar o desbordar a las otras especies de su mismo género mediante el mecanismo de bloqueo y de impermeabilización ante el reconocimiento de sus componentes racionales. El fundamentalismo islamista de nuestros días, por ejemplo, podría definirse como incompatible con las otras «religiones del libro», cuando declara el Yihad contra ellas.
En qué sentido puede decirse que el Dios del Catolicismo salva a la Razón de la superstición, del delirio mitológico, del escepticismo o del fanatismo
Los efectos salvíficos respecto a la Razón que cabría atribuir al Dios de los cristianos los enmarcamos, obviamente, no tanto en la perspectiva de una Teología de la Redención del Género humano, cuya naturaleza racional hubiera sido quebrantada, si no destruida, por el pecado original, sino desde la perspectiva de la historia positiva de determinadas sociedades mediterráneas (con antecedentes muy diversos, aunque convergentes), pero de radiación universal, en las que ya sea posible hablar de una racionalidad institucionalizada según líneas entrecruzadas (tecnológicas, políticas, geométricas, filosóficas, &c.).
Los límites del espacio que corresponde al presente comentario sólo permiten trazar algunos breves esbozos destinados, más que a otra cosa, a dar cuenta de la dirección por la que creemos podría proseguirse la búsqueda de resultados más precisos. En cualquier caso nos atendremos a los cuatro tipos de «desviaciones de la racionalidad» de los que hemos hablado.
A) El Dios de los cristianos y su papel salvador de los extravíos de la razón por los cauces de la superstición
Las desviaciones o trastornos de la racionalidad institucional han sido algunas veces señalados como tales. En la época imperial de la Antigüedad, por ejemplo, y como consecuencia del cosmopolitismo alcanzado por algunas grandes ciudades, las religiones más diversas –sacerdotes de Cibeles, mitraismo, culto de Atis...– se extendieron y las prácticas mágicas se hicieron cada vez más abundantes (como si no hubieran existido las escuelas griegas de los escépticos o los académicos), y, según algunos investigadores, se pusieron al servicio de algunas personas extraordinarias que las utilizaron para sus fines, como pudieron serlo Simón Mago samaritano, o Apolonio de Tiana. El mismo Jesús se habría servido, aunque con suma prudencia, de algunas artes mágicas (Morton Smith, Jesus the Magician, Nueva York 1978). Las iglesias cristianas tuvieron que enfrentarse con estas supersticiones, y las «racionalizaron» estableciendo límites, dentro de sus principios teológicos que permitían neutralizar o desactivar tales supersticiones mediante la apelación constante a un Dios omnisciente, omnipotente y bondadoso, capaz de hablar a los hombres corrientes, como pescadores o artesanos.
La misma interpretación cristiana del concepto de superstición podría servir de prueba de esta actitud racionalizadora de todo aquello que resultase superfluo en la «economía de la Redención». No hace falta aquí tratar de encarecer la superior racionalidad de la dogmática cristiana respecto de sus alternativas coetáneas; aún concediendo a los críticos la existencia de componentes supersticiosos de muchas prácticas utilizadas por los cristianos, bastaría tener en cuenta la progresiva extensión de sus normas y la asunción de su disciplina, para atribuir a estas prácticas la condición de «principios de racionalización», es decir, para dar cuenta de su capacidad para erigirse en criterios de «organización del caos». Por decirlo así, una superstición, cuando alcanza una universalidad y funcionalismo normativo constante y parsimonioso que le permite alcanzar la victoria sobre otras supersticiones múltiples en caótica ebullición, se constituye a sí misma como canon eficaz de «racionalización del caos».
El cristianismo, al oponerse a las supersticiones, estableció un canon de racionalidad que salvó en los siglos sucesivos, y en numerosas ocasiones, a la razón de la «hemorragia supersticiosa». La misma conducta de los inquisidores (sobre todo en la Inquisición española) representó en muchas ocasiones un principio de racionalidad ante la pululación de fenómenos patológicos –aquelarres, posesiones y obsesiones diabólicas, brujerías...– que habitualmente se atribuían a Satán, o ni siquiera. Frente a los ardides perversos de los Genios malignos capaces de aterrorizar a los hombres, el Dios cristiano ofrecía una garantía de economía, de sobriedad y de seguridad entonces inexpugnable. No nos parece, en resolución, que esto justifique atribuir a Dios, a cualquier Dios en general, la función salvífica de la Razón, porque ello equivaldría a justificar la «nostalgia», por ejemplo, de la racionalidad de Traloc o de otros dioses aztecas o mayas, que inspiraban desde sus pirámides los horribles sacrificios humanos (y de cuya racionalidad o funcionalismo relativo, sin embargo, no cabe dudar, desde el punto de vista estrictamente antropológico).
El Dios que sucedió victoriosamente, y arrasándola, a la «razón azteca» o a la «razón maya» fue el Dios que los cristianos españoles llevaron a América; y decimos esto a sabiendas de que podrá irritar a tantos indigenistas y algunos «teólogos de la Liberación», ocupados en husmear en las religiones precolombinas las «semillas del Verbo».
B) El Dios cristiano y su papel salvífico de los extravíos de la razón por la acción del «delirio gnóstico»
Compitiendo con la sobreabundancia de las prácticas supersticiosas del helenismo tardío, apareció una floración no menos superabundante de cosmologías y teologías delirantes, muchas de las cuales son clasificadas en nuestros días dentro del concepto de «gnosticismo» (Valentín, Saturnilo, Carpócrates, Cerdón, Marción, Teódulo...). Si tomásemos como canon de racionalidad institucional (en el «género literario» de las cosmologías o teogonías) a los modelos más sobrios establecidos en la tradición de la filosofía griega (Parménides, Demócrito, Platón, Aristóteles), cabría considerar a las cosmogonías y teogonías de los gnósticos como ejemplos eminentes de racionalismo extraviado y patológico, por no decir, como efectos de una fantasía paranoica mitopoiéticamente desbordada.
La lucha continuada de los teólogos cristianos contra el gnosticismo (San Ireneo, San Hipólito, Lactancio...) representa, en cierto modo, la victoria de un racionalismo más potente, actuando en el mismo campo del delirio gnóstico.
La teología dogmática que fue surgiendo a lo largo de los siglos, a partir de estos debates, en gran medida ateniéndose al canon racionalista de la filosofía griega (de Platón a Aristóteles o Plotino, el «antignóstico» por excelencia), y que culminó en los grandes sistemas de San Basilio, de San Agustín, pero sobre todo de Santo Tomás de Aquino, representó la victoria del canon racionalista trinitario, y no precisamente en el sentido de una mera recuperación de la filosofía griega. Porque la teología católica, precisamente en su proyecto de exploración de los dogmas revelados por el Verbo divino mediante «la razón» –es decir, mediante el canon racionalista establecido por los grandes filósofos griegos– logró transformar muchas de las ideas griegas en otras ideas que fueron precursoras de algunas de las ideas modernas más señaladas, pongamos por caso, la Idea de la Sustancia material con locación no circunscriptiva, es decir, incorpórea, implicada en la teoría de la transustanciación eucarística, y precursora de principios de la teoría electromagnética o de la física cuántica.
De hecho, la contribución de la Iglesia cristiana, o si se prefiere, de los científicos cristianos que ocuparon la primera línea en la evolución de la ciencia moderna o contemporánea, deja en ridículo a la visión que, desde la Ilustración principalmente, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX (Draper, por ejemplo), pretendió presentar al cristianismo, y en particular al catolicismo, como una corriente reaccionaria que frenó las posibilidades que en el Renacimiento se habrían abierto para reanudar el racionalismo antiguo (los famosos «casos» de Giordano Bruno y de Galileo). Porque el Renacimiento no puede entenderse al margen, precisamente, del aliento de la Iglesia romana (que a nuestro juicio no tendría por qué «pedir perdón» retrospectivamente por el caso Galileo u otros similares). Y porque ninguna otra religión del libro, y particularmente el Islam, puede ofrecer una relación de figuras de primera línea que fueron decisivas en las revoluciones de la ciencia moderna y actual, sin dejar de ser cristianas, más aún, siendo cristianas, y por serlo (después de la muerte de Averroes ningún científico o filósofo de primera línea puede citarse en el Islam).
No puede olvidarse que la Revolución copernicana, con la que se abre habitualmente la ciencia astronómica moderna, fue obra de un clérigo católico, el que le dio nombre, Nicolás Copérnico, ni puede olvidarse que la condenación de Galileo, por su copernicanismo, es una cuestión discutida en nuestros días, si es que esta condenación fue promovida antes por la voluntad de «distraer» la atención sobre el atomismo de Galileo –que ponía en peligro la teología eucarística de la transustanciación– que de declarar incompatible el geocentrismo con la Biblia. En cualquier caso, es totalmente discutible hoy la consideración del atomismo de Galileo como «el verdadero camino de la racionalidad científica» contemporánea, porque de hecho el atomismo tradicional obstaculizó la constitución de la Química, cuyo desarrollo, tras el descubrimiento de los isótopos, obligó precisamente a retirar la doctrina de los átomos indivisibles.
Y después de Copérnico, ¿cómo dejar de lado a la figura del padre Saccheri, el precursor de las grandes revoluciones representadas por las geometrías no euclidianas? ¿Y cómo dejar de lado a Gregorio Mendel, en la revolución genética? O también, ¿cómo dejar de lado al abate Lemaitre, en el proceso de la «revolución cosmológica» representada por la teoría del big bang?
Y en nuestros días, ¿acaso no puede seguir diciéndose que la racionalidad de la antropología o de la teología tomista es más sobria y, por así decirlo, más sana que la racionalidad de la antropología o teología cósmica desarrollada por algunos físicos eminentes de nuestros días, que enseñan en serio la «eterialización» de las personas, en el contexto de la teología cosmológica del «Punto ω» de Frank J. Tipler, por ejemplo?
Los peligros de una educación popular masiva desde supuestos estrictamente laicos, teniendo en cuenta la práctica imposibilidad de una educación filosófica materialista universal, son cada vez mayores. La supresión de la Inquisición y de otros controles comparativamente más racionales del Antiguo Régimen, permitió, sin duda, el desbordamiento, en la época industrial de los dos pasados siglos, de las corrientes más delirantes que actúan todavía en nuestro siglo, como puedan serlo el espiritismo, el mormonismo, el satanismo, el culto a los extraterrestres, la cienciología, la teosofía, la parapsicología, los horóscopos, las adivinaciones, quiromancias, profecías, escatologías, &c. Es de notar la progresiva expansión del recurso a un supuesto concepto «científico» que encubre gran parte de estas prácticas delirantes, a saber, el concepto dualista de «energía» («energía positiva», «energía negativa»), en función de la cual las más estúpidas actuaciones reciben una «explicación satisfactoria» por parte de sus agentes y de sus clientes. Los gobiernos que encuentran en el laicismo el cauce infalible para una educación racional ignoran, por completo, desde su panfilismo humanista, el estado de la cuestión, que afecta no solamente a los grupos analfabetos de nuestra sociedad, sino también a los grupos semicultos y aún a los que están provistos de una formación tecnológica especializada, incluso científica.
C) El Dios católico y su papel salvífico de los extravíos de la razón por los caminos del nihilismo
El escepticismo universal, el nihilismo, el relativismo, el subjetivismo psicologista, &c., podrían entenderse como los sumideros en los cuales terminan deslizándose múltiples corrientes de racionalidad que, tras enfrentamientos mutuos, han ido emulsionándose, complicándose, fragmentándose, y desviándose de sus propios cursos originarios.
Esta «etiología» que atribuimos al escepticismo universal parece dar cuenta ya del escepticismo griego resultante de los conflictos entre las escuelas presocráticas. Citaremos el caso de Gorgias, de Cratilo, de Pirrón, de Enesidemo o Sexto Empírico, o de tantos filósofos que se engloban bajo el rótulo de la «Academia media». Y acaso también podría aplicarse esta etiología a otras formas de escepticismo, el que asume, por ejemplo, la forma de fideísmo irracionalista, el de Algacel y San Pedro Damián, el de Francisco Sánchez el escéptico, el de Calvino, el de Hume.
En la medida en la cual este escepticismo universal, en cualquier época, pueda considerarse como una desviación que, en su grado límite, suele experimentar la racionalidad respecto del curso normal de su propia corriente, cabría ver también la fe en el Dios omnisciente y humano de la Teología cristiana como una medicina que ha salvado y aún puede seguir salvando a muchos grupos de personas de esa dolencia extrema de la razón, que no puede ser derivada de factores exógenos.
D) El Dios católico y su capacidad salvadora de los extravíos de la razón por la acción del fundamentalismo y del dogmatismo
Al fundamentalismo y al dogmatismo podrían atribuirse etiologías de sentido opuesto a las que hemos atribuido al escepticismo universal, porque ahora no estamos ante los resultados de un enfrentamiento entre diferentes corrientes racionales que corren el peligro de destruirse mutuamente, sino a un enfrentamiento en el cual una de las corrientes cree haber anulado a todas las demás, proclamándose intencionalmente como la única victoriosa, dando por supuesta su victoria futura. Y esto puede ocurrir porque las otras alternativas se dan por vencidas o por lo menos desfallecen en su propio impulso.
El fundamentalismo, en el terreno político o religioso, toma casi siempre la forma de un fanatismo despótico o tiránico que no encuentra fácilmente frenos adecuados. Tal habría sido el caso, en el pasado, del despotismo vinculado al Imperio romano, que no encontró límites hasta que fueron creciendo precisamente las comunidades cristianas, que extendidas por todas las capas sociales llegaron hasta el mismo palacio imperial de Constantino el Grande. La «Ciudad de Dios» agustiniana, la Iglesia, pudo ir creando un amplio recinto de libertad frente al despotismo totalitario de la «Ciudad terrena». Es cierto que, no mucho después, el cristianismo, convertido en religión oficial del Imperio, desplegó a su vez un fundamentalismo característico que estaba llamado a enfrentarse con el fundamentalismo islámico. Gran parte de los conflictos que llenan la historia medieval (la Reconquista, las Cruzadas) podrían definirse como conflictos entre el Imperialismo cristiano y el Imperialismo mahometano. Pero acaso quien supo trazar, ya en el siglo XIII, desde dentro, los límites del cristianismo ecuménico cristiano, fue Santo Tomás de Aquino, al establecer las relaciones entre la Razón natural y la Revelación sobrenatural, reconociendo la imposibilidad de imponer esta Revelación por la fuerza. Asimismo habría sido el cristianismo quien propició el modo general de relación de los Estados con la Iglesia, a través de la doctrina de las «dos sociedades perfectas», cada una en su género, frente al llamado «agustinismo político», pero también frente a la teocracia arriana o islámica.
La tolerancia, como criterio «racional» para evitar la destrucción de la propia racionalidad política o religiosa, que preveía su incapacidad en un momento dado para alcanzar la hegemonía incondicional, fue también la respuesta pragmática de unas iglesias cristianas frente a las otras, que habían alcanzado un poder equivalente, y que fundadas en los límites de la razón humana (establecidos por el canon de la omnisciencia divina) hizo posible que fuesen madurando fatigosamente diferentes ensayos de coexistencia pacífica, o al menos de guerra fría entre las diferentes confesiones. De hecho, en nuestros días, proyectos fundamentalistas similares a la Yihad islámica no se encuentran, ni de lejos, entre los cristianos de Occidente.
Por último, el fundamentalismo religioso en su forma de fideísmo dispuesto a acatar las revelaciones y mandatos de un Dios voluntarista irracional y atrabiliario, cuya lógica no tiene por qué estar sometida a la lógica humana –el Dios de Calvino, que Max Weber puso en los orígenes de un capitalismo movido por la desesperación– encontró su correctivo salvador en el Dios sensato, racional y «prosaico» de la Teología católica, en el Dios de la razón económica, del do ut des, que justificaba como recurso dotado de gran funcionalismo racional y económico, dentro de sus límites, incluso la «venta de las indulgencias»; de un Dios que está, en efecto, mucho más cerca del racionalismo económico desplegado en el curso del capitalismo moderno, tal como lo explicó no ya Max Weber, sino Carlos Marx.
El Dios trino del cristianismo tiene una estructura similar a la de las personas humanas que han desarrollado formas de racionalidad más potentes a través de sus instituciones históricas; de una racionalidad que no es solitaria ni autista, como lo es el Dios de Aristóteles o el de Mahoma; de un Dios que también es creador de un Mundo, que no es caprichoso o aleatorio, sino sometido a reglas que han sido contrastadas en el «Consejo divino», y sólo ante las cuales las grandes masas populares pueden mantenerse dentro de unos límites capaces de defenderse del pánico, del delirio, de la superstición o del horror. Un Dios que sin embargo mantiene las distancias respecto del Mundo, y por ello puede alterarlo o modificarlo, a través de la tecnología y de la ciencia; un Dios en el que se reconoce una razón política, una razón física, una razón tecnológica, muy próxima a las formas de racionalidad que históricamente se han desarrollado en los pueblos llamados «civilizados».
No es difícil comprender, por tanto, que es precisamente el Dios de los cristianos quien ha salvado a la Razón humana a lo largo de la historia de Occidente, y hasta qué punto tiene sentido afirmar que podrá seguir salvándola en los momentos impredecibles, pero inexcusables, en los cuales los contactos de las «sociedades occidentales» con las «sociedades orientales», o de cualquier otra estirpe, ponga a la racionalidad históricamente conquistada ante el peligro de sus mayores extravíos.
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