HANS CHRISTIAN ANDERSEN:
EL GENIO SURGIDO DE LA NADA
Hans Christian Andersen nunca logró ser aceptado en la estricta sociedad danesa, pero tuvo por lectores incondicionales al pueblo más numeroso de la tierra: todos los niños del mundo
“Andersen se asemeja mucho a Shakespeare, es decir, al evocador de almas”. La opinión es de Eugenio D’Ors y seguramente muchos lectores la han de considerar un tanto exagerada. ¿Cómo se puede comparar a uno de los más grandes creadores de la literatura universal —el más grande, de acuerdo a Harold Bloom— con quien solo es famoso como autor de cuentos para niños? Y en efecto, hay una dosis de desmesura en la frase de D’Ors. Pero de igual modo, cabe que nos preguntemos si realmente conocemos la obra literaria del danés. Si la hemos leído en las versiones en las que, en aras de hacerla “asequible” al público infantil, se le simplifica y empobrece, la respuesta es categórica: no. Y no digamos si creemos conocerla a través de las adaptaciones de Walt Disney, en las que sus cuentos están tan desvirtuados.
El cine ha dado una imagen mínimamente veraz de su vida. En 1952, Charles Vidor realizó el filme Hans Christian Andersen, protagonizado por Danny Kaye. Quien mejor la ha contado es Jackie Wullschaleger, en su fascinante y encantador libro Hans Christian Andersen: The Life of a Storyteller (2001). Su lectura es doblemente recomendable, pues el propio escritor insistía en que “la historia de mi vida es el mejor comentario sobre mi trabajo”. Por otro lado, sus estudiosos sostienen que, para comprender el verdadero sentido de su obra, es necesario conocer su vida. Posiblemente eso fue lo que llevó a Andersen a interpretarla como un cuento en sus repetidas autobiografías: El libro de la vida (1832-1833), El cuento de mi vida (1846)…
Andersen nació en Odense en 1805. Era hijo de un zapatero inteligente y autodidacta, que murió cuando él tenía once años. Su madre era una mujer de origen campesino, analfabeta y supersticiosa, que tuvo una gran importancia en su futura trayectoria como escritor: le enseñó a amar el antiguo folclor natal y tenía una sólida convicción en el talento de su hijo.
De niño, Andersen fue lo que se dice un raro. Era torpe, más alto de lo común y de una fealdad casi grotesca. A eso se sumaba que era muy afeminado. En lugar de salir a jugar con los otros chicos, prefería quedarse en casa cosiendo ropas para muñecas y ensayando con sus títeres. Poseía un tosco teatrito de madera construido por su padre, quien talló los muñecos en pedazos de zuecos rotos. La abuela se encargaba luego de vestirlos con retazos de telas de colores.
Debido a su condición de “raro”, tuvo que soportar muchas burlas, lo cual dejó en él profundas marcas sicológicas. Probablemente, esa era también la razón por la cual su maestro le pegaba. Su madre lo inscribió entonces en la escuela judía de Odense y además hizo todo lo que pudo por educarlo y alentar su vocación por el arte. En ese sentido, puede decirse que era una mujer con ideas muy adelantadas para alguien de su procedencia social y de su época.
Andersen tenía una hermosa voz de soprano, que le permitió abrirse paso en las casas de la burguesía local. Allí acudía a cantar y recitar. También le pedían que cantase para los demás trabajadores de la fábrica donde empezó a laborar desde temprana edad. Eso no impidió que continuara siendo blanco de las burlas de sus compañeros, que lo desvestían para comprobar si, como pensaban, era en realidad una niña. Sin embargo, nada de eso logró hacer mella en su certeza de que le esperaba un porvenir brillante.
A los catorce años había logrado ahorrar una pequeña suma y convenció a su madre de que lo dejase probar suerte en Copenhague. Su plan era hacer algo en teatro, no importaba qué. Primero intentó hacerlo como bailarín. Se presentó en la casa de Madame Schall, la primera bailarina del país. “Improvisé tanto el texto como la música. Y para poder interpretar mejor la escena de danza con la pandereta, dejé los zapatos en un rincón y bailé en medias”, recordaría años más tarde. Por supuesto, la ilustre señora pensó que estaba loco e hizo que lo echasen.
En esos años, su única cualidad era su voz. Gracias a ella consiguió una beca en la Escuela Real de Coro, pero las clases terminaron por arruinársela. Pese a ello, no se desanimó. Como comenta Jackie Wullschaleger, “la desesperación por interpretar, su febril ambición, su implacable seguridad, todo ello ocultaba la comedia del exhibicionismo de Andersen y hacía que otras personas creyeran en él”. Ocurrió entonces un hecho anodino que resultó ser fundacional. Un día, una de sus protectoras se refirió a Andersen como poeta. Acerca de ello, él comentó: “Era la primera vez que alguien relacionaba mi nombre con la poesía. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Supe que, a partir de ese momento, mi mente estaría llena de literatura y de poesía”.
Un grupo de admiradores, encabezados por el poderoso empresario teatral Jonas Collins, determinó costear los gastos para que se dedicara a estudiar. Tenía en ese momento diecisiete años y tuvo que integrarse a una clase de chicos de catorce. En total, estuvo en la escuela de Slagelse cinco años. Tras ellos, en 1837 inició los estudios literarios. Escribió poemas, una novela romántica, una fantasía cómica y una pieza teatral que alcanzó cierto éxito. Pero aún estaba en una etapa de formación y entrenamiento, en la cual se dedicó a encontrar su propia voz.
Entre 1812 y 1815, fueron publicados los dos volúmenes de Cuentos para la infancia y el hogar. Sus autores eran Jacob y Wilhelm Grimm, dos profesores universitarios alemanes que realizaban investigaciones eruditas sobre la cuentística oral. Sus cuentos eran apasionantes y coloridos, pero no eran originales, sino transcripciones de narraciones populares. Más artísticos y personales eran los cuentos de hadas escritos por E.T.A. Hoffmann y Ludwig Tieck.
Escribir de la manera en que se cuenta a un niño
En 1834, Andersen comenzó a interesarse en los cuentos de hadas y se volcó en la tradición folclórica que recordaba de la infancia. Tuvo la suerte de que, entre las gentes de la zona rural de Odense, la antigua cultura popular aún se mantenía viva. Eso dio lugar a que en 1835 entregó a la imprenta el primer volumen de Cuentos para contar a los niños. Allí figuraban, entre otros, “El pequeño y el gran Claus”, “La princesa y el guisante”, “El yesquero”. Todos procedían de narraciones folclóricas que Andersen había escuchado contar de niño. Ahora él las reproducía o, más bien, las recreaba con tonos sencillos y, al mismo tiempo, estéticamente refinados. Una prosa simple, coloquial, llana que desentonaba con las normas de la época y se desmarcaba del lenguaje retórico y el contenido didáctico de la literatura para niños que a la sazón se escribía.
Al crear sus cuentos, Andersen pensaba en algo totalmente distinto a lo que hasta entonces se había hecho. A pesar de que procedían de narraciones y leyendas populares, esos textos le pertenecen. Es cierto que las historias eran conocidas, pero la forma en las que las da a conocer era nueva. Su prosa contiene una buena dosis de humor y las narraciones están redactadas con una pureza formal completamente novedosa. En un artículo publicado en The New York Times, Brooke Allen ha hecho notar que “en una época en que las historias infantiles eran exclusivamente morales y didácticas, él revolucionó el género con el humor, la anarquía y la tristeza de la gran literatura”. El propio Andersen definió esta nueva forma de escribir los cuentos en las palabras que le dijo a un amigo: “Los escribí de la manera en que se los contaría a un niño”.
Para él, eso no significaba en modo alguno simplificar ni reducir la literatura a un pobre remedo de los cuentos narrados por una abuela para hacer que sus nietos se duerman. Como muestra de lo que digo, copio a continuación el inicio de “El yesquero”, pues me eximirá de más explicaciones: “Por el camino marchaba un soldado: ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! Llevaba a su espalda su mochila y su espada al cinto, pues había estado en dos guerras e iba de regreso a su pueblo. En el camino encontró a una vieja bruja, tan fea que el labio inferior le colgaba hasta el mismo mentón”.
A aquella primera colección siguieron otras. En la tercera, aparecida en 1837, aparecen “La sirenita” y “El traje nuevo del emperador”. A diferencia de muchos de sus textos, el segundo fue redactado por Andersen a partir de fuentes literarias. En años posteriores vieron la luz “El patito feo”, “El ruiseñor”, “La reina de las nieves”. A esos títulos se sumó “El soldadito de plomo”, su primer cuento totalmente original, que impresionó profundamente a creadores tan distintos como Thomas Mann y George Balanchine.
Su preocupación por emplear un estilo llano que hiciera comprensibles sus textos, no impide que por ellos circule la propia historia de su autor. El ejemplo más obvio y seguramente el más citado es “El patito feo”, que constituye una alegoría de la existencia de Andersen. La frustración personal que sufrió antes de ser reconocido, también está presente en los personajes que luchan “por llegar a algo”. Así lo definió él en “La reina de las nieves”, que para Ana María Matute es “uno de sus cuentos más bellos y reveladores de su personalidad”. Apuntemos, en fin, que hay narraciones de una profunda tristeza, como “El abeto” (en otras traducciones, “El pino”), que Andersen redactó cuando era un anciano.
El escritor danés hizo hablar a tazas, cucharillas, agujas, soldaditos de plomo, ratoncillos, guisantes, margaritas, pelotas, trompos, caracoles y rosales. Figuras inanimadas, cito de nuevo a Ana María Matute, a las que dio alma imperecedera. A través de ellas, expresó además las emociones más primarias y dolorosas con un extraordinario control estético. Y, como comentó Brooke Allen, “a su manera simple y sin pretensiones, nos dijo tanto sobre la condición humana como cualquier otro escritor o filósofo”.
Con su obra para niños, Andersen logró finalmente que se le reconociese como “el genio surgido de la nada”. No obstante, conviene señalar que tuvo más éxito en el exterior. En la estricta sociedad danesa de su tiempo, no fue totalmente aceptado. La intelectualidad de Copenhague, personificada por la familia Collins y, en particular, por Edvard, el hijo de Jonas Collins, lo consideraba un “contador de cuentos”. Solo los lectores infantiles lo comprendían, lo valoraban y lo aceptaban sin reservas.
Ya famoso para siempre, Andersen pasó el resto de su vida entre estancias y viajes. Estos últimos aparecen descritos en sus libros Bazar de un poeta (1842), En Suecia (1851), España (1863) y Visita a Portugal (1866). Asimismo, son dignas de mencionar sus novelas Solo un músico (1837), Las dos baronesas (1848), Ser o no ser (1857) y Pedro el afortunado (1870), todas de inspiración autobiográfica.
En la última etapa, su faena literaria estuvo dirigida al público adulto. Sus textos se hicieron más alusivos y sofisticados, y anticiparon algunas de las ideas freudianas y surrealistas de lo inconsciente. En su vida personal, en cambio, no demostró igual madurez. De acuerdo a Wullschaleger, era dócil y sumiso con la aristocracia de las cortes europeas. El poeta Heinrich Heine habló de su “servil falta de seguridad, algo que aprecian duques y príncipes. Andersen corresponde exactamente a la idea que un príncipe tiene de un poeta”. De igual modo, un testigo lo describió como “un niño, según el ideal de la infancia; extremadamente sensible, por completo egoísta, con una vanidad inocente. Constituía el centro de su vida, de sus intereses, sus preocupaciones y sus propósitos”.
Cuando murió en 1875, la aristocracia y la intelectualidad que le volvieron la espalda por fin se dieron cuenta de que había desaparecido un gran escritor. A su entierro asistieron integrantes de la realeza, con quienes Andersen no tuvo ninguna relación. Desde entonces, su nombre ocupa un sitio privilegiado en el panteón literario y sus historias andan de boca, aunque muchas veces quienes las repiten ignoran de dónde vienen y quién las creó. Asimismo, en el año 1956 se instituyó el premio Hans Christian Andersen, que se considera el Nobel de la literatura infantil y juvenil.
Son numerosas las publicaciones de sus cuentos que existen en nuestro idioma. Desafortunadamente, de ellas no son muchas las que realmente le hacen justicia, debido a las traducciones defectuosas o a que se trata de adaptaciones de escasa calidad. En ese sentido, podemos congratularnos de contar con una edición como Los mejores cuentos de Andersen (Editorial Verbum, Madrid, 2012, 170 páginas). Firma las versiones Eliseo Diego, lo cual es ya un doble sello de garantía. Primero, porque están hechas por un gran conocedor del género infantil y juvenil. Y segundo, porque Diego es además uno de los mejores poetas hispanoamericanos del pasado siglo. La conjunción de esos dos atributos asegura que difícilmente puedan leerse en castellano unos textos que superen en belleza y excelencia a las de estas versiones.
Por si fuera poco, el libro cuenta con un regalo adicional: el maravilloso ensayo “Secretos del mirar atento: En torno a Hans Christian Andersen”, incluido al final y redactado por el propio Diego:
Es con asombro, pena, terror, con lágrimas y alabanzas y un enorme desconcierto que volvemos a
detenernos junto a la niñez de Hans Christian Andersen. Pues si nos inclinamos, dolorosos, a la minúscula
habitación que era toda su vida, a los mugrientos remiendos de los muebles y a los harapos de la
penumbra, una voz vibrante nos interrumpe y advierte: “Pero de las paredes colgaban cuadros, sobre la
cómoda había hermosas tazas y estatuillas de vidrio… Pero la pequeña habitación me parecía grande y
rica”. Y si esta ráfaga de ilusión nos consolase, y si nos convenciera el poderío del deseo, la propia voz
vendría a sacudirnos, seca ahora y sorda cuando nos diga de cierto juglar miserable:
“Un día oí que los muchachos de la calle lo seguían, gritando y burlándose de él ruidosamente.
Atemorizado me escondí detrás de una escalinata para esperar que pasaran. Porque yo sabía que era de
la misma sangre y de la misma carne que aquel loco”. Y si luego, alzando la vista a su heroica escapada a
Copenhague, y como para olvidarnos de esta carne y de esta sangre demnasiado sombrías, intentamos
distraernos viéndolo, desmesurado niño de doce años, saltando y trastabillando y enredándose entre sus
remos en exceso largos, mientras declama y danza ante Madame Schall seguro de conmoverla, hasta
que la actriz lo pone en la puerta fríamente, convidándolo, para consuelo, a una cena que no ha de
comer nunca, y nos parece que tocamos ya la piedra monda de la tristeza; a poco, cuando lo miremos
marchar por la más mezquina de las calles del más corrupto de los barrios, va a herirnos el júbilo de las
transfiguraciones: ¡allí, a grandes trancos, en su raquítico traje de la confirmación, pasa el Inocente!
Pues la desesperanza y la ignorancia, el vicio y la locura, presidieron su nacimiento y no bastaron a
tocarlo. Zapatero del último orden, menudo, ansioso siempre, no alcanzó su padre más que a esos pocos
libros que, encima del banco, habían de ser la ingenua admiración del niño. Grande en cambio y pacífica,
menesterosa de letras, la madre trataría de restañar la casa que se iba en penurias, cultivaría el jardín
que había en el solo tiesto del alero, y luego, mientras la hija mayor se ocultaba del vergonzoso y frío
crepúsculo de las desheredadas, acogeríase por fin a la burda ternura del aguardiente. Coronado de
hierbas silvestres, su abuelo era aquel viejo que provocaba la colérica burla de los escolares; su abuela
tejía finísimas patrañas en tanto cuidaba de los enajenados del asilo: no faltó en su historia ni una de
esas melodramáticas desmesuras que sólo los pobres abundan. ¡Ah, diremos, pero Hans Christian
Andersen era un genio! No podría ser peor, es cierto; pero la inteligencia abriga, basta. Y
equivocándonos así perderíamos una irremplazable aproximación al abismo de la creación poética, ya
que sus amigos no dejaban de tener razón si a veces el bochorno los hacía rehuirlo. No sólo por la
patética distancia que mediaba entre su orgullo de trágico y los aplausos que las mejores familias de
Copenhague le prodigaban por cómico, en aquellas tristísimas recitaciones suyas; ni por los errores de
bulto, los vacíos y desgracias de sus primeros dramas y versos; sino porque realmente había en él una
simplicidad extraña, un hálito de criatura elemental soplando sobre su irresponsabilidad grotesca; de
modo que hacía reír, exasperaba, tocaba también los nervios con el helor de lo remoto o lo ajeno. Como
tampoco erró el filósofo Kierkegaard cuando, desde los tronos, potencias y dominaciones de su genio, le
deshizo por juego y en público las ingenuas ideas. Pues no eran éstas, no, el secreto y la fuerza de Hans
Christian Andersen.
Un primer atisbo de su verdadera naturaleza lo hallamos en su primera obra de cierta importancia, cuyo
interminable título esconde, minucioso, un sabor de ironía romántica: Panorama desde el canal de
Holmen hasta el extremo este de Almaguer. Dos veces al día el joven Andersen debía emprender la larga
caminata: hasta la casa de su maestro y luego de regreso; y si a la ida se preocupaba con sus deberes de
estudiante, la vuelta quedaba en cambio prodigiosamente libre. Pero no para soñar, como nos sería fácil
imaginarnos; sino –y he aquí lo decisivo– para el simple, gratuito, absoluto acto de mirar tan sólo. No
importa a qué figuraciones románticas al estilo alemán hubiese conducido el paseo a pie: Andersen las
había hallado, las había visto, en el espacio que va del canal de Holmen al extremo de Almaguer. Allí,
sólo allí, en aquel espacio y no en otra parte cualquiera de la tierra.
Una y otra vez este llamado soñador vuelve a sorprendernos, y lo que al principio parece una invención
fantástica hallamos luego que procede en realidad d euna mirada increíblemente intensa. Una aguja rota
al fondo de un arroyo, y sobre ella, allá en lo alto, ramitas girando, trozos de periódicos, desechos: de
aquí un enigma poético, es decir, una situación que al advertirla nosotros parece que va a cedernos un
fragmento de la única respuesta angelada ancestralmente desde lo hondo del ser, pero que enseguida se
transforma, a su vez, en interrogante, como toda buena respuesta de la Sibila. Apela entonces el poeta a
la astucia y descubre, como médula del enigma, esa fábula del patético, absurdo, grotesco y espléndido
orgullo de la aguja de zurcir, que a semejanza del hombre, de quien es criatura, no se entera nunca de
cuando pierde, y desde el fondo de su desastre mira compasivamente cómo el periódico de ayer cruza,
arriba, hacia el olvido final de que saliera. Cuandos e cierra la historia nos hallamos donde estábamos
antes: una aguja rota al fondo de un arroyuelo, y sobre ella, allá en lo alto, ramitas, varillas girando,
trozos de periódicos, desechos: la fábula no ha sido más que el esfuerzo de acomodación de la pupila. Así
sucede también con “El abeto” y su tránsito desde la menuda gloria de las luces navideñas a la
desolación del pudridero: el espectáculo del arbolillo reseco, con alguna que otra desvaida guirnalda aún
inútilmente alabándolo, conduce, a través de la imponderable catástrofe que se esconde en cada fin de
fiesta, al espectáculo de la disolución última de un arbolillo reseco. “Puedo pasar horas y horas en
silenciosa contemplación –anota Andersen en sus memorias–, pero no malgasto mi tiempo”. ¿Y quién le
argüiría en contra? Pues semejante capacidad de mirar –de un mirar absoluto, suspensas las otras
potencias del alma, en un acto de suprema atención–, semejante capacidad de mirar es en sí misma el
don de ese conocimiento oscuro pero inmediato de las cosas que algunos llamamos poesía.
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Hace varios años, la novelista Ana María Matute dedicó un artículo al escritor danés. Quiero concluir estas líneas con las palabras con que ella finalizó aquel hermoso texto: “Como no entendió al mundo, ni a los hombres, ni a las mujeres, los inventó. Hubo de expresarse en una lengua conocida por muy pocos, aprendió a leer y escribir muy tarde. Pero tuvo por lectores incondicionales al pueblo más numeroso de la tierra: todos los niños del mundo. Que se tenga noticia solo él y Peter Pan no crecieron jamás”.
VER+:
Al hablar de mis cuentos, Grimur Thomsen sabe identificar con breves palabras la cuerda exacta que produce la vibración más profunda en mi obra; y no es casual que la mayoría de los ejemplos que cita para ilustrar su significado y su esencia, estén tomados de mis historias, es decir de las narraciones más tardías:
«La narración se erige en divertido juez sobre el mundo real y el de las apariencias, sobre la esencia verdadera y la envoltura vana. Una doble corriente atraviesa la escritura: una corriente de superficie, que se burla de todo, que no deja títere con cabeza, zarandeando sin el más mínimo respeto tanto a pobres como a ricos; y luego una corriente profunda, que con justicia y verdad pone todo “en su sitio”. Este es el verdadero humor, el humor cristiano». No podía explicarse de forma más clara lo que yo perseguía con mi obra.
El cuento de mi vida se despliega ahora ante mis ojos como una bella y reconfortante historia: hasta el mal terminó en bien y el dolor se transformó en alegría, yo no hubiera podido inventar nada más aleccionador. Me siento un elegido de la fortuna, tantas de las personalidades más nobles de mi tiempo me han dispensado su simpatía y afecto, muy pocas veces ha sido defraudada mi confianza en la gente. Los días de amargura y tristeza portaban también en sí un germen de ventura. Lo que yo consideré oprobio por parte de cuantos con mano dura forzaron mi desarrollo, ha dado también buenos frutos.
En nuestro caminar hacia Dios se disipan los recuerdos amargos y tristes y queda sólo lo hermoso, como el arco iris que luce sobre la nube negra. Espero que la gente me juzgue con indulgencia, como yo juzgo a todos en mi corazón.
El relato de una vida tiene siempre para las personas buenas y nobles algo de
la santidad de la confesión; entrego estas páginas tranquilo, en ellas he contado, con la sinceridad y confianza con que uno habla a los amigos, el
cuento de mi vida.
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