EL Rincón de Yanka: 📙 AQUELLOS ESPAÑOLES Y ESTOS ESPAÑOLES: EPÍLOGO DE "IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA" POR MARÍA ELVIRA ROCA BAREA

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viernes, 27 de marzo de 2020

📙 AQUELLOS ESPAÑOLES Y ESTOS ESPAÑOLES: EPÍLOGO DE "IMPERIOFOBIA Y LEYENDA NEGRA" POR MARÍA ELVIRA ROCA BAREA

IMPERIOFOBIA
Y LEYENDA NEGRA 

EPÍLOGO


Aquellos españoles y estos españoles

Para Platón y Aristóteles la sabiduría es hija de Zauma, la sorpresa. Comienza, por tanto, el saber con el asombro y el maravillarse¹. Ojalá venga el lector de sumergirse en páginas plagadas de asombros, tantos y tan egregios que la impericia de la autora no habrá podido oscurecer su brillo. Está por un lado el hecho asombroso de la unanimidad en el prejuicio hispanófobo, capaz de atravesar lenguas, siglos y hasta religiones. Era esperable, ya que la imperiofobia en sus distintas manifestaciones vivía y vive sin ser molestada, plácidamente acomodada en el regazo de los que la albergan. Quienes sentirían un pinchazo moral sumamente molesto si se sorprendieran a sí mismos en algún desliz racista u homófobo, proclaman orgullosos su imperiofobia, actualmente bajo la forma habitual de antiamericanismo. 

La persecución o discriminación de los católicos no es un rasgo de intolerancia en Occidente. Desde la Ilustración al menos está sancionado que es más bien un síntoma de modernización. Así, nada ha empañado el título de «una de las naciones más tolerantes del mundo» que puede leerse ligado a Holanda en cualquier texto histórico para plebeyos o expertos, guías de viajes y documentos de todo tipo. Esto a pesar de que las leyes de discriminación de la población católica estuvieron vigentes hasta la invasión francesa. Otro excelso ejemplo de tolerancia es el Reino Unido, aunque sus leyes discriminatorias vivieron hasta mediados del siglo XIX. En Estados Unidos los católicos han sido discriminados hasta los años setenta de manera visible y sin disimulo. 

Es una cosa muy rara, pero los católicos no se defienden. Como no soy católica más que de refilón, esto no lo comprendo. Las causas deben estar en el subsuelo de la mentalidad católica y no llego a ellas. La actitud del protestante es radicalmente distinta, antes y ahora. El protestantismo es el triunfo de una verdad oculta, moralmente superior y arrebatada por Roma a los pueblos durante siglos. Esto no es una idea del pasado, sino un estado de opinión perfectamente vivo y actuante entre los protestantes de toda nacionalidad. Puede el lector entretenerse buscando en Google las páginas de algunas confesiones de reciente implantación en España y verá la virulencia del ataque. En cambio no encontrará esta actitud ofensiva entre los católicos, ni siquiera en los territorios misionales de la Iglesia católica. 
Durante una visita papal al Parlamento Europeo en 1988, el eurodiputado norirlandés Ian Paisley montó un escándalo inverosímil acusando a Juan Pablo II de ser el Anticristo. 

El asunto pasó bastante desapercibido. Si hubiera sido al contrario, hubiera habido altavoces proclamando la intolerancia católica como un mal perenne. De hecho los conversos actuales al protestantismo muestran la misma agresividad hacia el catolicismo de los padres fundadores. En definitiva, ¿cómo puede uno ver al Demonio paseándose tranquilamente por las calles y no reaccionar? No iremos muy lejos a buscar un caso ilustrativo. Lo tenemos en casa y es muy popular. El periodista César Vidal es un ejemplo fácil y bien visible. Su proceder insultante tiene la misma causa hoy que hace quinientos años: necesita ofender y denigrar para justificarse. Si los católicos no fuesen demoniacos y moralmente inferiores, ¿por qué me habría hecho yo protestante? He huido de los malos para estar con los buenos. 

Cuando España firma el Tratado de París en 1898, el país recibe la noticia como un mazazo. Cualquier periódico o gacetilla comarcal se hace eco día tras día de lo que se llama el Desastre, porque como tal se vivió colectivamente. ¿Qué fue lo que resultó tan insoportable? ¿Fue realmente un desastre? En realidad no fue más que la recepción del certificado de defunción de un imperio que estaba muerto desde hacía ya mucho. Más de un siglo después resulta difícil calibrar cuánta responsabilidad tuvieron las élites intelectuales en aquel histérico llanto colectivo que ensordeció a los locales y que se oyó con plena claridad más allá de las fronteras. Era natural, por otra parte. La tradición intelectual española es autocrítica y flagelante desde muy antiguo. Ya el marqués de Santillana se quejaba: «Hago un singular reposo [se refiere al ocio intelectual] a las vexaciones e trabajos que el mundo continuamente trahe, mayormente en aquestos nuestros reynos»¹. El intelectual español nace, crece, se reproduce y muere en un hábitat que exige la crítica nacional, si se quiere conseguir algún respeto. Quien no la practique con la necesaria virulencia, será calificado como mínimo de ignorante y cateto (no sabe las maravillas que hay más allá de las fronteras), y además de derechas. Era por tanto imposible que surgiera ante aquella crisis una solución a la francesa, por falta de tradición. Desde que apareció el salón subvencionado en tiempos de Luis XIV, el intelectual francés ha vivido de y para dar brillo y razones a la grandeur, achicando descalabros y transformando disparates en logros para la humanidad. 

Todo el siglo XIX prepara ese momento, el de la llegada del certificado de defunción. Hay una construcción argumental que comienza en el siglo XVIII y que va durante todo el siglo XIX cargándose de razones y causas históricas inventadas por la propaganda para llegar a la conclusión más que necesaria, necesitada: aquella según la cual la culpa del acabamiento del imperio la tienen aquellos españoles que lo levantaron y no estos que lo llevaron a su final. Con precisión casi matemática van asumiéndose uno a uno los tópicos de la leyenda negra. Los españoles del siglo XIX construyen con ellos una explicación que necesitan casi desesperadamente, y hay que buscarla allí, en aquellos españoles y no aquí, en estos de ahora. Ello nos muestra hasta qué punto la diferencia entre unos y otros es radical. Habría que pensar este asunto con mucho pormenor y mucho mimo porque la continuidad de nombres suele ser engañosa. Los españoles del siglo XIX no son en absoluto los del siglo XVII. El español del siglo XVII no habría buscado nunca un culpable para sus males que no fuese él mismo. Solemos considerar que España es un estado europeo que nació en la primera oleada de formaciones estatales, la del Renacimiento, pero, si bien se piensa, la España de hoy se forma en el siglo XIX, en la etapa postimperial y como parte desgajada de un organismo mayor.  

Con mucho tino dijo el historiador Juan Antonio Ortega que «España se independizó de sí misma». 

Así las cosas, es muy posible que la historia del Imperio español la escriban alguna vez los arqueólogos. Tendrán mucho y bueno donde entretenerse. Estaría bien saber cómo se imaginarán aquella gente que tantos restos en piedra dejó. Pero esto no sucederá hasta que los pueblos que descienden de aquellos españoles, incluido el nuestro ahora, hayan adquirido despego suficiente y hasta que a aquellos otros que echaron los dientes luchando contra aquellos españoles les suceda lo mismo. Digamos que es un mensaje en una botella que se arroja al mar. Seguro que algún día llegará, pero nosotros no lo veremos. El Imperio español merece justicia histórica y la tendrá, pero hace falta mucho más tiempo. Los españoles de hoy tienen, cuando la tienen, una relación con aquel imperio bastante confusa. En realidad el factor dominante suele ser el de entrar en el Imperio ya muerto para buscar culpables y justificar el presente. En esto los descendientes de aquellos españoles y los descendientes de sus enemigos se comportan igual. De vez en cuando estos españoles y los del otro lado del charco, a los que solemos llamar hispanos por costumbre, tienen como un ataquillo de orgullo, a veces ridículo, a veces nostálgico y siempre inútil. También los peninsulares deberíamos tener otro nombre que nos separara nítidamente a aquellos españoles. Parece que los españoles siguen existiendo, cuando ni los hispanos ni los que llevan ahora este nombre son ya aquellos españoles. En verdad, también los españoles peninsulares deberían llamarse hispanos. Si trasladamos la situación a Roma se verá más claro. Ningún pueblo románico es romano. Los romanos ya no existen. En el siglo V ya no existían. Ni los portugueses, ni los italianos ni los franceses son romanos. Y los que así son llamados hoy día, los habitantes de la ciudad de Roma, no tienen nada que ver con aquellos romanos del imperio. 

El Imperio español es una unidad histórica ya fallecida cuya comprensión escapa por completo a la historiografía occidental hoy vigente. Lo vio muy bien Madariaga cuando habló del «ciclo hispánico». El problema es que solo sucede de vez en cuando que una persona se acerca (o se aleja, según se mire) a los hechos aquí parcialmente historiados y comprende su extraordinaria magnitud. Eso es tan excepcional que ni crea corrientes académicas, ni muchísimo menos opinión pública. Hemos llegado al siglo XX después de fatigarnos por muchos senderos y hemos visto que la leyenda negra sigue viva. ¿Cómo se explica esa continuidad histórica frente a la discontinuidad del Imperio? Si como defendemos aquí no hay continuidad entre aquellos españoles y estos españoles, ¿por qué estos de ahora siguen padeciendo los efectos de la hispanofobia? 

Dos son las razones principales que explican la perpetuación de la hispanofobia y sus tópicos. La primera es su papel en el aparato de autojustificaciones de las naciones protestantes con sus correspondientes iglesias, y luego de la Ilustración y del liberalismo. Las naciones y las religiones que se formaron contra el Imperio español no pueden prescindir de la leyenda negra porque se quedarían sin Historia. Y una vez muerto el imperio, la leyenda negra se transforma de manera suave y natural en el mecanismo que hemos llamado chivo expiatorio. La existencia de la hispanofobia es útil al mundo protestante y rentable económicamente cuando llega el caso. Los tópicos de la leyenda negra se reproducen y se perpetúan porque tienen mercado. Mientras la hispanofobia era imperiofobia, la victimización era poco evidente. Cuando ya no había imperio, la hispanofobia se había convertido en un mecanismo social útilísimo al que costaba renunciar, porque ofrecía grandes ventajas. El mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal, como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo. 

En consecuencia, el protestantismo no podía ser sino la historia de un éxito¹. De otro modo, ¿cuál sería su razón de ser?, ¿cómo justificar el cisma? La ruptura con el catolicismo tenía que ser explicada y solo la denigración de este podía servir para tal fin. Por lo tanto, ningún fracaso es fracaso sino una etapa hacia el triunfo. Para creerse esto hay que repetir hasta la saciedad, hasta el autoconvencimiento y la negación de la realidad, que el mundo católico es un fracaso, de forma que cualquier traspiés se transforma en norma y se magnifica hasta la deformación. No tiene importancia que Holanda, tras la secesión, sufriera el régimen oligárquico más cerrado y falto de representatividad que haya conocido Europa, ni que se pagaran más impuestos que nunca, ni las hambrunas atroces y cíclicas que vinieron después. Tampoco empaña el manto de nación supertolerante que tuviera leyes de discriminación religiosa hasta que perdió su independencia en tiempos de Napoleón, ni que se haya vivido allí en un apartheid de facto (columnización) que todavía es visible. Holanda es rica y tolerante por definición. Su historia es la de un triunfo, una vez liberada del oscurantismo hispanocatólico. La independencia oficial de las provincias neerlandesas que Orange consiguió secesionar se produjo en 1648 (Tratado de Münster). El año 1672 ha pasado a la historia de Holanda como «el año del desastre» (Rampjaar). ¿Qué sucedió en esa región en este año para dejar tan terrible e inolvidable apelativo? Se puede apostar mil contra uno a que el lector no lo sabe. Quien esto escribe tampoco lo sabía hasta hace un año, poco más o menos. La ley del silencio es implacable y perfecta. Sin embargo, es asunto de mucho interés ir al detalle de las consecuencias del éxito del nacionalismo orangista, especialmente en el momento de plena euforia triunfal. Es averiguación que le dejo como tarea al lector, que a estas alturas o es ya un amigo, y por tanto hay confianza, o un enemigo irreconciliable. Así se dará cuenta del esfuerzo que supone traspasar el muro de invisibilidad que las diversas versiones del protestantismo y del nacionalismo han levantado en la historia de Europa. También la historia de Inglaterra es la historia de un enorme triunfo contra toda evidencia, como explicamos más arriba. 

Es urgente sacar la leyenda negra del estrecho cauce en el que la historiografía al uso la ha mantenido, como un hecho histórico de límites precisos vinculado a las exageraciones de la propaganda de guerra durante los siglos XVI y XVII, con una prolongación en el siglo XVIII. La leyenda negra es un fenómeno histórico y social muchísimo más amplio, que nace en la propaganda pero vive en la literatura y la historia, donde cobra realidad y prestigio, hasta convertirse en lo que primordialmente es: un hecho de opinión pública casi universal en Occidente. Es más: si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido. 

La discusión sobre si la leyenda negra existió realmente o no, o si existió pero ya ha muerto, demuestra una incomprensión profunda de esta realidad, cuyas causas hay que buscar en la leyenda negra misma. La primera tiene que ver con la dificultad para calibrar un fenómeno histórico tan largo y ubicuo. No había a mano nada con que se la pudiera comparar y para hacerlo había casi que salirse de la historia de Europa. La segunda es que la leyenda negra mienta una serie de prejuicios que gozan de gran predicamento intelectual, de tal manera que quien se atreva a oponerse a sus tópicos consagrados se arriesga a ser descalificado ideológicamente primero y luego intelectualmente. El que vio al rey desnudo en el desfile y se atrevió a decirlo, no nos engañemos, no pudo pasar de ser un Diógenes, si es que sobrevivió a aquel atrevimiento. Cualquier discusión sobre la leyenda negra adquiere de inmediato tintes ideológicos, y las ideologías, como las religiones en otro tiempo, no muestran una gran capacidad de tolerancia. A fin de cuentas no dejan de ser un artefacto que se monta en el cerebro para que sirva de brújula. Cualquier grumo que venga a entorpecer el engranaje debe ser automáticamente desechado y triturado, no vaya a ser que su presencia indique que la brújula nos lleva en una dirección equivocada o en una dirección que no sabemos cuál es. La tercera razón es la eficacia de la leyenda negra como autojustificación de religiones e ideologías. La leyenda negra nace como un prejuicio imperiófobo, pero se mantiene después por la razón antes explicada y porque, transformada en chivo expiatorio, se muestra extraordinariamente útil y rentable ante cualquier dificultad sobrevenida, como la crisis que arranca en 2007. 

Decía Leonardo Da Vinci que como no se puede lo que se quiere, hay que querer lo que se puede. Y lo que se puede ahora es la Unión Europea. No hay por lo tanto más remedio que colaborar activa y lealmente para que ese monstruo de Lrankenstein que es la Unión perdure y funcione bien. Pero esto hay que hacerlo sin papanatismos y sin perder el norte de los propios intereses. La Unión Europea debe servir para crear un espacio de convivencia donde puedan habitar en paz, prosperidad y solidaridad pueblos muy diversos, y no para que unos prosperen a costa de otros, logrando por medios poco éticos y poco visibles una hegemonía que por otros procedimientos no lograron. Cuando llegó la crisis de 2007 nos convertimos en PIGS, esto es, directamente en cerdos o en GIPSY, que es algo más pintoresco. Dos generaciones de españoles, al menos, van a trabajar más y a ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional, fuera de los prejuicios protestantes y de la propaganda financiera bien urdida a partir del anticatolicismo y la hispanofobia. Y puesto que nuestros hijos y nietos van a cargar con estos sobrecostes de manera casi irremediable, estaría bien que les contáramos el porqué. Sin negar nunca la amarga verdad: que la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses y los suyos. Para eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro.

¹⁵ Teeteto (115d); Metafísica (I, 2, 98261).
¹⁶ López de Mendoza, Iñigo, Obras completas, ed. Ángel Gómez Moreno y        Maximilian  Kerkhof, Barcelona: Planeta, 1988, pág. 232.
¹⁷ Véase Foxe, I, pág. 27, nota 7.


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La malagueña recibió el V Premio de la Fundación Villacisneros por desmontar en su ensayo «Imperiofobia y la Leyenda Negra» las falacias vertidas sobre el Estado español durante siglos.

GUSTAVO BUENO: YO NO CONFÍO EN EL PUEBLO ESPAÑOL


María Elvira Roca Barea "Imperiofobia y leyenda negra"


Es un problema filosófico: los pueblos de cultura católica son fundamentalmente aristotélicos, y los aristotélicos con el lenguaje tienen una relación totalmente distinta a la de los platónicos, como son por ejemplo, Martín Lutero. Es un agustino, o sea, el pensamiento platónico que es de una naturaleza completamente diferente, su relación con el lenguaje es otra totalmente distinta, la realidad es una cosa del mundo, el pensamiento es otra, mientras que en el mundo de los católicos, digamos en la res y verba (hechos y no palabras) son dos cosas que tienen que ir juntas y encajar y si todo el esfuerzo de pensamiento, esa coincidencia que se produzca en el lenguaje no debe estorbar el conocimiento, su función no es esa, mientras que en el mundo protestante eso funciona a un nivel totalmente diferente, cuando Martín Lutero dice que lo que él reivindica es la libertad religiosa, es la perversión absoluta de los conceptos, entiendes a que le estás llamando "tu libertad", estás usando la palabra "libertad" para la negación absoluta de la libertad, que es obligar a determinadas personas, a la gente, a los pueblos a cambiar de religión porque su señor ha dicho que él se cambió de religión, como su señor se cambia de religión, entre otras cosas porque confisca las propiedades de la Iglesia, y se adueña de ellas, y si era rico, lo va a ser más, él tiene sus razones, pero esos pueblos no tienen ninguna, y aquí a que yo teológicamente justifique eso, y eso tiene un nombre en latín que es "Cuius regio, eius religio" (Cuyo reino, su religión), a eso yo lo llamo libertad religiosa, es una perversión; en el mundo católico a eso no se le llama libertad, pero ni lo pretende, entiendes, en el lado católico a nadie se le ocurre decir que defienden la libertad. 

Catolicismo y Protestantismo ante el Coronavirus: Dos formas de estar ante la enfermedad

QUÉ BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España?