Cultura y Barbarie
De cómo la influencia de la alta cultura no supone necesariamente un freno ni una vacuna contra la barbarie, sino a veces todo lo contrario. A propósito del «caso alemán», aunque no sólo el alemán
Suele ser una actitud muy común el mostrar extrañeza, y hasta estupefacción, a la hora de advertir que una nación como la alemana, tan culta y cultivada, tan henchida de historia y tradición, rebosante de célebres poetas, novelistas, artistas, filósofos y científicos, tan amante de las bellas artes, de la ópera y los discursos filosóficos profundos, suele asombrar, digo, que fuese la gran Alemania capaz de provocar grandes guerras mundiales y, a modo de culminación de una continuada pulsión de muerte, perpetrar el Holocausto, el más pérfido crimen en masa cometido en la historia de la humanidad.
Tómese, por ejemplo, el «caso Heidegger» como prototipo de este asunto tan siniestro: todavía hoy las opiniones están divididas a la hora de imputarlo o eximirlo, por haber confraternizado con las autoridades nazis en los años treinta del siglo XX. Él, Martin Heidegger, considerado por una extensa sección de la autoridad académica europea, la mente más privilegiada, preclara e influyente de Europa en dicha centuria.
No es Alemania un caso aislado ni el «caso Heidegger» la única causa abierta sobre la cuestión. Hasta Rusia con amor llega la Cultura, alborotando las pasiones. Reproduzco a continuación una nota de prensa que llenó de admiración (u horror, según se mire) a más de un lector (diario El Mundo [España], 16/09/2013), a modo de otro botón de muestra:
«Una discusión sobre Immanuel Kant ha terminado en un tiroteo en la ciudad de Rostov del Don, según un teletipo de la agencia rusa RIA»
La noticia cita a la Policía local y explica que la discusión saltó en una pequeña tienda de la ciudad. Antes de los disparos, hubo puñetazos. Uno de los contendientes sacó una pistola (probablemente de balines o de fogueo) y abrió fuego repetidas veces.
La víctima fue hospitalizada aunque no corre peligro. Su identidad no ha trascendido y la de su agresor tampoco. Tampoco se sabe cuáles eran los términos de su discusión.»
Sin duda, el motivo concreto de la cruenta disputa trataría sobre un asunto bastante trascendental...
La sorpresa y la incredulidad pueden tornarse zozobra en el momento de descubrir que lo tomado por insólito e incomprensible efecto, puede constituir, en realidad, una causa impensada e imprevisible, a saber: que lo interpretado como «virtud alemana» -la alta cultura- no sea sino la otra cara del «problema alemán». Acaso una suerte de ilusionismo ilustrado ha calado profundamente en las conciencias biempensantes y propagado la sugestión en la opinión pública, según la cual, con educación y cultura es posible solucionar los problemas de la sociedad; porque los problemas (así, en general, en plural) serían la consecuencia de la falta de educación y cultura en las personas.
Semejante ilusión ha llegado a derivar (en rigor, a degenerar) en una actitud pública que, más allá de lo utópico y mecanicista, tiende al intervencionismo y el clientelismo político, al aliento paniaguado con sabor a ajo, a la respiración artificial comunitaria, al proclamarse que las sociedades progresan, precisamente, aumentando los presupuestos públicos en materia de Educación. Recuérdese, por lo demás, que un clásico subterfugio de muchas dictaduras con el que justificar su dominación sobre los individuos ha sido, y sigue siendo, el publicitarse como campeonas en Sanidad y Educación ¡públicas! (también en ajedrez y deportes no violentos...).
¿Es, entonces, la cultura un antídoto contra la barbarie o acaso un estímulo que la provoca y agranda? He aquí la cuestión examinada por el científico social germano Wolf Lepenies en el valioso ensayo La seducción de la cultura en la historia alemana, primera edición publicada en el año 2006.
A pesar de tratarse de un asunto espinoso y con múltiples ramificaciones, Lepenies entra en materia sin contemplaciones ni rodeos. En las primeras páginas ya queda formulada la tesis principal del libro:
«Si existe algo parecido a una ideología alemana, es la costumbre de enfrentar el Romanticismo a la Ilustración, la Edad Media a la Moderna, la cultura a la civilización, y la Gemeinschaft a la Gessellschaft. Basada en sus aspiraciones y hazañas culturales, la creencia de que Alemania sigue una vía específica o Sonderweg ha sido siempre recibida con orgullo en esta tierra de poetas y pensadores. El mundo interior creado por el Idealismo alemán, la literatura del clasicismo de Weimar y los estilos culturales Clásico y Romántico existían ya un siglo antes de que se fundara la nación política. Desde esa época, se le otorga cierta dignidad al hecho de que el individuo se aparte de la política y se refugie en el ámbito de la cultura y la vida privada. Se considera que la cultura es un noble substituto de la política» (op. cit.).
Tamaña seducción instalada entre los alemanes (y compartida por doquier) viene de lejos. Aun no siendo exclusiva de la nación tedesca, ha dominado la mente y el corazón germanos acaso con más impacto y poderío que en ninguna otra nación. No obstante esto, Lepenies opta por no caracterizar el hecho en términos (fuertes) de «carácter nacional», sino como «rasgo» propio. De cualquier modo, lo constatable es que sea para distinguirse, sea para oponerse entre sí, los alemanes recurren a menudo, y en última instancia, a criterios de orden cultural a la hora de fundamentar posicionamientos políticos, ideológicos o morales.
La querella nacionalismo/antinacionalismo, la disputa entre el exilio interior y el exterior durante el nazismo, la preferencia por la anglofobia o la galofobia, socialdemocracia o democracia social, la oposición Fausto/Mefistófeles, cualquiera que sea el tema que provoque una pugna entre alemanes, acaba remitiendo a un referente cultural. Tampoco en los acuerdos entre alemanes deja de actuar la susodicha seducción: para apuntalar sus puntos de vista, «tanto los dirigentes nazis como sus adversarios usaron el nombre de Goethe» (op. cit.). No debe extrañar semejante suceso. Para el espíritu germano, el Estado no es sino Kulturstaat, el cual queda disuelto, finalmente, en la noción Kulturvolk.
Reparemos en los siguientes hechos. Hitler calificaba el enfrentamiento alemán con Estados Unidos de «guerra cultural». De los americanos odiaba, fundamentalmente, su alma «medio judía, medio negroide», aduciendo como prueba definitiva de tal decadencia el que la Ópera del Metropolitan de Nueva York hubiese cerrado (aseveración, por lo demás, falsa). Leni Riefenstahl, una admiradora entusiasta del Führer, empezó a dudar de la sabiduría política de Hitler cuando advirtió la saña con la que arremetía contra Goya y contra Van Gogh, pintores muy queridos por la muy reputada fotógrafa y cineasta.
En este contexto, el hecho de convocar el nombre del célebre novelista Thoman Mann en este asunto no constituye, simplemente, un capítulo aparte, sino tal vez sea el epítome del mismo. Apolítico confeso durante la Primera Guerra Mundial (Reflexiones de un apolítico), Thomas Mann acaba exiliándose de Alemania y adoptando la ciudadanía estadounidense. No obstante, esté donde esté, se considera alemán, hijo de la cultura alemana. Su actitud ante acontecimientos de relevancia pública es, en todo momento, diletante, dubitativa, contradictoria. Durante su estancia en Estados Unidos proclama de cara al público las virtudes republicanas. Ahora bien: «En realidad, Thomas Mann no admiraba la tradición democrática y las instituciones americanas, sino sus orquestas, sus bibliotecas, su literatura, su crítica literaria y sus museos. El Met, que (casi) nunca cerraba. Es decir, la cultura.» (op. cit.).
La dimensión de la seducción alemana por la cultura ha quedado patente en los últimos siglos de manera trágica. Más que una anomalía de un determinado recorrido histórico, diríase que es su consecuencia necesaria; esto es: el hecho de menospreciar el arte de lo posible, la negociación y el compromiso (la política) al precio de ensalzar el valor de lo absoluto, lo imperecedero, lo eterno, lo espiritual (la Kultur). Para la tradición alemana, la cultura estaría por encima de todo lo demás (über alles). Aunque, debo insistir, no sólo en ellos.
El empleo de la «cultura» para eclipsar la acción política, no es exclusiva de Alemania ni de los tiempos pasados. Veamos un caso más para terminar esta nota. A comienzos del verano de 2011, Manfred Gaulhofer, presidente del Comité de Selección de la Capital Europea de la Cultura 2016 de la Unión Europea, asesorado por el Ministerio de Cultura español, ha premiado la ciudad San Sebastián con la capitalidad europea de la Cultura para el año 2016.
La circunstancia de que el consistorio donostiarra estuviese presidida por un alcalde perteneciente a una agrupación política Bildu simpatizante de la organización terrorista ETA no fue considerada relevante en la toma semejante decisión. En la rueda de prensa que hizo pública la resolución, Gaulhofer apelaba al argumento cultural a fin de justificarla. La elección de San Sebastián, declaró, «tiene un claro compromiso con la cultura para contrarrestar su dura historia de violencia».
No han cambiado mucho las cosas desde entonces.
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