EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA HISTORIA OCULTA DE LA INDEPENDENCIA DE VENEZUELA": DE LA GUERRA IDEALIZADA A LA PAZ IMPERFECTA por FRANCISCO ALFARO PAREJA

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miércoles, 24 de abril de 2024

LIBRO "LA HISTORIA OCULTA DE LA INDEPENDENCIA DE VENEZUELA": DE LA GUERRA IDEALIZADA A LA PAZ IMPERFECTA por FRANCISCO ALFARO PAREJA

La historia oculta 
de la Independencia 
de Venezuela: 
De la guerra idealizada a la paz imperfecta
"La Independencia, la Guerra Federal, la Revolución Cubana, las guerrillas comunistas venezolanas de la década de 1960 fueron inyectadas por el Estado a todos los niveles de la vida, para que los nuevos republicanos, más milicianos que ciudadanos, no tengan piedad con la oligarquía, los escuálidos pitiyanquis, la Derecha. Frente a esa guerra perpetua e idealizada, Alfaro Pareja contrapone la tesis de la paz imperfecta. Busquemos cómo convivir, dejemos de pensar en la destrucción del otro, aceptemos las diferencias. No es poca cosa lo que se planteó Alfaro Pareja. Pero para ello consideró que había que buscar algún referente histórico, una prueba de que, aun en los peores momentos, ha sido posible el entendimiento, siquiera en algún grado. El presente libro (…) busca delinear el proceso que nos llevó de la idealizada Guerra a Muerte a la paz imperfecta con España, remachada por el reconocimiento de la independencia por Isabel II en 1845, en un tratado tendencialmente ventajoso para Venezuela, aunque no sin claroscuros que ya entonces generaron molestias, pero que nos indican que, como dice el adagio popular, «es mejor un mal arreglo, que un buen pleito». Hijos de su tiempo y de valores trascendentes, el libro y su autor son la prueba de que el civismo (y el civilismo) venezolano tiene mucho que hacer y decir en el país". Tomás Straka
Prólogo

La historia: un camino para la paz

Tomás Straka

EN AQUEL TIEMPO YO ERA UN LOBATO. Es decir, estaba en el pri­mer peldaño de las jerarquías del escultismo e iba los sábados a la Abadía de San José del Ávila a pasar la tarde corriendo y jugando. Naturalmente, no eran juegos al acaso, sino direccionados por los líderes y usualmente con alguna moraleja al final (que no siempre entendía a los nueve años). Una vez, cerca del 24 dej unio, se organizó uno de rugby, deporte cuyas reglas nunca aprendí, pero en el que me ayudaba el tamaño (siempre he sido el más alto en todas partes): me daban la pelota, me decían que corriera hacia adelante y que tumbara a los demás. Fue divertido hasta que en una ocasión todo el equipo contrario me brincó encima -¡tenían que pararme de algún modo!- y aún la angustia de morir asfixiado me despierta algunas noches. Pues bien, ese día nos dividieron en dos equipos: realistas y patriotas, para conmemorar la Batalla de Carabobo.

No me acuerdo si en la cancha pasó lo mismo que en el cam­po de batalla y ganaron los patriotas, ni me acuerdo a qué bando me asignaron, pero la anécdota viene al caso porque se conecta directamente con el libro que Francisco Alfaro Pareja me ha pedi­do que le prologue. Ella habla de una memoria histórica basada en las guerras, o incluso algo peor: de una idealización de las mismas convirtiéndolas en un juego de niños. No se trata de ocultar el sol con un dedo, de borrar las guerras, tan importantes, para bien o para mal, en la historia de la humanidad; o de asumir un pacifismo lerdo, que impida defenderte de agresiones cuando tienes vecinos como Hitler o Saddam Hussein; rebelarte contra las tiranías o, si es necesario, ir a las barricadas para defender tus derechos. Se trata de no idealizar aquello, al menos no como la única forma gloriosa de resolver los conflictos. 

¿Por qué, además de las batallas, no exal­ tamos la paz? ¿Por qué aún recordamos más a los grandes conquis­tadores que a quienes se empeñaron en convivir sin pleitos con el resto de la humanidad? Como en Alemania, que huyendo de sus viejos fantasmas en la posguerra llenó sus billetes, toponimias y estatuarias de compositores, científicos y artistas, para crear una nueva cultura de la paz, con héroes de la paz; el resto de los pue­blos del mundo no debemos esperar a masacrar millones de perso­nas para tomar la misma decisión. Carabobo merece seguir siendo conmemorada, el ejército venezolano, estirando un poco las cosas, puede seguir celebrando el 24 de junio como su día, y no hay problema en que los niños sepan del evento jugando rugby; pero también pueden jugar a ser un Louis Daniel Beauperthuy, descu­briendo el agen te transmisor de la fiebre amarilla; a ser un Arman­do Reverón, llevando la luminosidad hasta más allá de todo límite; o, por qué no, un líder democrático y civilista como los cantos que tuvimos en la segunda mirad del siglo XX.

Una nueva visión de la historia

Por generaciones, el recuerdo de las clases de historia ha sido poco menos que una tortura para la mayor parce de las personas: una intenninable sucesión de fechas, reyes y guerras. Así, la fama de que la historia es «aburrida» es una de las losas más pesadas con las que ha tenido que lidiar la disciplina desde que, a finales del siglo XIX, se hizo de obligatorio estudio en las escuelas primarias y secundarias del mundo occiden tal. Aunque eso no debería seguir siendo así en la actualidad, como quiera que tanto la historia, en cuanto ciencia, como los programas y manuales escolares, han cambiado radicalmente en las últimas décadas, el sambenito sigue teniendo formidables aliados. No pocas veces los educadores hacen caso omiso de los programas, para impartir las materias según lo aprendieron siendo niños; por la otra, la escuela es solo una de las vías por las que la historia llega a las mayorías, de modo que los discursos de los políticos, las fiestas cívicas y los medios de comu­nicación influyen tanto o más que ella en la memoria de los pue­blos; y por último, porque aquello por lo que se han sustituido las guerras y los reyes no es siempre más atractivo que aquellas crónicas en las que, al menos, hay el colorido de la aventura. No siempre un adolescente se deja sed ucir por explicaciones de, por ejemplo, historia económica y social, más sustantivas, pero tam­ bién más abstractas para un niño o tm adolescente. Se puede hacer un juego de rugby para estudiar la Batalla de Carabobo, pero es más difícil hacerlo para aprender, por ejemplo, la sociedad feudal. 

Así las cosas, las propuestas de interpretación novedosas, como la que se ensaya en el libro que prologamos, deben ser vis­tas con atención. Especialmente cuando apuntan de manera direc­ta al nudo ideológico que suele haber en los discursos históricos, especialmente cuando son promovidos por el poder: el de la legitimidad que le da a determinadas ideas y estructuras. ¿Por qué ese gusto por las batallas y los gobernantes? Porque detrás de sus pági­nas hay una visión del mundo que esperaba formar a los ciuda­danos en ciertos valores (tal es el objetivo esencial de la historia en los programas escolares) expresados de forma ejemplar y ejemplarizante en ellos. Por ejemplo, la legitimidad del Estado-nación venezolano, de su separación de España, del régimen republicano, del liberalismo que adoptó, con sus altas y bajas, nuestra repúbli­ca tienen mucho que ver con las ideas y las ejecutorias de Simón Bolívar, la Independencia, presentada como una gesta (y no una cualquiera: una Magna Gesta); con Antonio Guzmán Blanco y la forma en la que diseñó el país durante el Liberalismo Amarillo. 

El sentimentalismo político bolivariano que, según la fórmula de Luis Casero Leiva, ha sido nuestra filosofía de Estado, se cimenta­ba en una lectura, digamos, emotivista, con la que se esperaba que la historia generara unos determinados sentimientos que, a su vez, determina unas actitudes: la emoción de la carga de los lanceros en las Queseras del Medio, la inmolación de Ricaurte, la fantasía de la despedida del Negro Primero en Carabobo, la supuesta victo­ria de los estudiantes -es decir, ¡solo de ellos!- en La Victoria eran monumentos al patriotismo que debían ser emulados. La clarivi­dencia de Bolívar en Casacoima, sus arrebatos en El Chimborazo, sus ideas en Angostura, codo estaba presentado para que los ciudadanos aceptaran como inapelables sus dictámenes (y sobre todo los de sus portavoces actuales, los gobernan ces de la hora, todos a su modo bolivarianos). Otro tanto pasó con la Guerra Federal y la saga del Liberalismo, las artimañas de la oligarquía, las genialida­ des atribuidas a Guzmán Blanco; y es lo que hemos visto última­mente con los man uales escolares del chavismo: todo en la llamada «4ta. República» fue, con contadas excepciones, reprobable; todo cuanto hizo o pensó el Comandante, una prueba de amor a la patria, redención de los pobres, libertad para los pueblos...

No se trata, ni de lejos, de un fenómeno venezolano y se ha escrito lo suficiente sobre ello como para insistir más en este prólogo. El punto es que si los reyes, los presidentes y las gue­ rras estuvieron por mucho tiempo en el núcleo de la investigación y la ensefianza de la hisroria, se debió a que se respondía a una visión del mundo en la que la política, la relación entre los pue­ blos y los valores a inculcar eran esos: la guerra como estado nor­mal (todo Estado-nación tenía un enemigo histórico, contra el que había que emprenderla, acaso como aglutinante de la nacionali­dad: lo que se llama nacionalismo negativo); los pueblos no eran tanto agentes de su destino, como rebaños detrás de un líder; y los hombres debían ser, como prueba suprema del civismo, soldados dispuestos a inmolarse como Ricaurce o el Negro Primero... Fue en la medida en la que las ciencias sociales y la democracia se han abierto paso en el último siglo y medio que eso ha cambiado. Hoy sabemos que la historia se refiere, fundamencalmente, a procesos sociales; que los líderes pueden ser muy importantes, pero que se trata de una construcción en esencia colectiva, que hasta hombres como Hitler y Stalin actuaron dentro de los marcos de sociedades que los aclmaron y se vieron reflejados en ellos; y que los valores guerreros no son los que conducirán a la humanidad a su liber­tad y salvación, después de lo demostrado en las escabechinas de las guerras mundiales, los genocidios que ha permitido la industrialización (se industrializó la muerte, como en Auschwicz, aun­ que también se ha combinando la tradición de los machetes con la modernidad de la radio, como en Ruanda) y el reto, aún no disi­pado, de la Espada de Damocles nuclear que nos áene en un hilo todos los días.

Historia de la paz

Por eso cada vez que oímos que la historia está formada solo por «fechas y batallas», los historiadores nos enfurecemos. No, no lo es, y en prueba hay una larguísima literatura; incluso cuando hoy estudiamos lo militar, la guerra y el poder lo hacemos a la luz de los grandes procesos que encierran; pero lo del sambenito dicho al principio sigue actuando (aunque, hay que reconocer, cada vez menos). Por eso, si bien las corrientes dominantes de los últimos cincuenta o sesenta años (la historia social de énfasis cultural, como la de las mentalidades, el género y las cotidianidades; la his­toria intelectual; la nueva historia militar), se preocupan tanto por la paz como por la guerra, viseas como dos caras de procesos más amplios; aparecieron investigadores con un programa épico-político concreto, el pacifismo, que decidieron estudiar a la paz como un tema en sí mismo. Es decir, identificar los casos en los que los valores de la paz, la convivencia y la conciliación han prevalecido, o al menos sobrevivido al lado (o adentro) de las peores tormentas. 
La idea es que la magistra vitae que tradicionalmente quiso formar soldados, forme ahora hombres de paz; es decir, lo que el historia­dor español Francisco A. Muñoz (1953-2014) denominó Historia de la paz. Convencido de que «el historiador tiene una gran res­ponsabilidad en la construcción de imaginarios, de hitos cultura­les y sociales, de parámetros políticos, etc., su formación es clave para la construcción de futuros pacíficos»1.

Muñoz y sus alumnos y colegas emprendieron desde el Ins­tituto de la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada un conjunto de investigación para esrndiar a la paz como fenóme­no, qué la permite, qué la acosa, cómo se logran alcanzar unos mínimos de convivencia (lo que llamó la «paz imperfecta»). Una enfermedad nos lo arrebató prematuramente, pero dejó una obra que merecerá ser leída con atención por mucho tiempo: Histo­ria de la paz. Tiempos, espacios y actores (2000), La paz imperfec­ta (2001), Manual de la Paz y los Conflictos (2004), Pax Orbis. Complejidad y Conflictividad de la Paz (2011), La Paz, partera de la historia (2012), Filosoflas y praxis de lapaz (2013). También la semilla de la inquietud sembrada en muchos de sus discípulos. Uno de ellos es el autor del libro que se prologa en este momento, Francisco Alfaro Pareja. Joven (nació en Caracas en diciembre de 1980) investigador y activista venezolano, llegó a los trabajos de Muñoz a través de una angustia que lo ha movido en los últi­mos tres lustros: la reconciliación de una sociedad polarizada, que varias veces ha llegado al borde del conflicto generalizado, en la que la violencia política y delincuencial golpean todos los días le rasgan un poco más su tejido.

Graduado de politólogo en la Universidad Central de Vene­zuela en el agitado año 2002, la preocupación por hallar un míni­mo de consenso, de tender puentes, aunque sean endebles puentes.

1 Muñoz, Francisco A. y López Martlnenz, Mario, «prólogo» a Muñoz, Francisco A y López Martínez, Mario (Edits.). Historia de la paz. Tiempos, espacios y actores, Granada (España), Instiruto de la Paz y los Conflictos/Universidad de Granadas, 2000, p. 9