El octavo pecado capital
Uno de los defectos que más nos afean es el de estar ideologizados, que no es lo mismo que tener una ideología más o menos definida.
Una ideología es una deformación de toda la realidad a la luz de una Gran Idea cuya aplicación a manos de los puros que la profesan (el obrero, el ario, la mujer, el indígena, etc) nos traerá supuestamente la Justicia definitiva; y el ideologizado actúa en nombre de esos puros y, bendecido por Ella, embebido de Ella, salva a los buenos y condena a los malos. Cristo, que nos conocía bien sabía bien las ganas que tienen los que se creen puros de salvar y condenar, decía que no habría juicio definitivo hasta el fin de los tiempos; pero el ideologizado tiene soberbia, hiperlegitimidad y prisa, así que adelanta ese Juicio Final y lo celebra a cada momento, cada vez que habla y actúa y vota: si no crees en la lucha de clases, eres un explotador; si no crees en el cambio climático, un contaminador; si no crees en el heteropatriarcado, un machista; si no crees en la diversidad sexual, un homófobo, tránsfobo y nosecuantófobo; si no crees en la igualdad de hombres y animales, mereces que te coman en lonchas, para que aprendas, etc.
Quien sufra en el trabajo o en casa a un ideologizado que interpreta en función de la Gran Idea cosas tan de todos y tan poco ideológicas como el amor, la familia, la amistad, el turismo, el tiempo atmosférico, la Navidad, la carne, la segunda vivienda, el turismo, etc, sabrá de qué torturador estoy hablando. Todos esos temas y asuntos en los que los demás nos desenvolvemos guiándonos por la tradición, la religión, la naturaleza o simplemente el gusto propio, el ideologizado los zanja a partir de la Gran Idea. El ideologizado es un pelmazo. Es simple y maniqueo. Para él, la disidencia no es más que el disfraz de los malos o, en el mejor de los casos, de los tontos.
El gran pecado del ideologizado consiste en disfrazar de amor a la justicia su odio a la libertad de los demás; él quiere que pensemos, sintamos y actuemos como dicta la Gran Idea que a él lo carga de razón y legitimidad; y, con tal de implantarla, es capaz de cualquier barbaridad: despojar de su perro a un vagabundo, rasgar a cuchillazos La Venus del Espejo, quitarle a la calle el nombre de quien luchó en el bando equivocado, derribar una cruz o un Buda gigante, interrumpir una misa o matar a sus feligreses, y un feo etcétera. Y, encima, por hacer todo eso, se cree más bueno y coherente que los demás.
Si algún pecado Cristo denuesta con más vituperios es el de la hipocresía, entendida como la superioridad moral de unos puros que se creen con derecho a condenar a los demás y a cometer todos los pecados que haga falta en nombre del Gran Bien, de la Gran Idea, de la Justicia Definitiva que urge implantar contra todos los que no piensan como él.
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