Modesto Lafuente es el artífice de la Historia General de España escrita en el siglo XIX, redacción a la que dedicó los últimos años de su vida. La visión de España que se describe en sus páginas es la de un país constituido como tal desde la antigüedad. Esta visión mítica y fundacional de España responde, entre otras causas, al discurso político nacionalista del siglo XIX: la búsqueda en el pasado para justificar el presente y construir un futuro en el que los españoles como nación social y política se puedan identificar.
En este trabajo tratamos de los elementos que se vale Lafuente para construir ese discurso mítico y en la influencia de ese discurso en la España contemporánea.
I
La humanidad vive, la sociedad marcha, los pueblos sufren cambios y vicisitudes, los individuos obran.
¿Quién los impulsa? ¿Es la fatalidad? ¿Hemos de suponer la sociedad humana abandonada al acaso, o regida solo por leyes físicas y necesarias, por las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin guía, sin objeto, sin un fin noble y digno de tan gran creación?
Esto, sobre arrancar al hombre toda idea consoladora, sobre secar la fuente de toda noble aspiración, sobre esterilizar hasta la virtud más fundamental de nuestra existencia, la esperanza, equivaldría a suprimir todo principio de moralidad y de justicia, de bien y de mal, de premio y de castigo, sería hacer de la sociedad una máquina movida por resortes materiales y ocultos. Referiríamos impasibles los hechos, y nos dispensaríamos del sentimiento y de la reflexión. Veríamos morir sin amor y sin lágrimas al inocente, y contaríamos sin indignación los crímenes del malvado: mejor dicho, no habría ni criminales ni inocentes; unos y otros habrían sido arrastrados por las leyes inexorables de su respectivo destino, no habrían tenido libertad. Desechemos el sombrío sistema del fatalismo; concedamos más dignidad al hombre, y más altos fines al gran pensamiento de la creación.
Por fortuna hay otro principio más alto, más noble, más consolador, a que recurrir para explicar la marcha general de las sociedades, la Providencia, que algunos no pudiendo comprenderla han confundido con el fatalismo. Aun suponiendo que los libros santos no nos hubieran revelado esa Providencia que guía al universo en su majestuosa marcha por las inmensidades del tiempo y del espacio, nada mejor que la historia pudiera hacerla adivinar, enseñándonos a reconocerla por ese encadenamiento de sucesos con que el género humano va marchando hacia el fin a que ha sido destinado por el que le dio el primer impulso y le conduce en su carrera. Dado que el orden providencial fuera tan inexplicable como el fatalismo, le preferiríamos siquiera fuese solamente por los consuelos que derrama en el corazón del hombre la santidad de sus fines. El que trazó sus órbitas a los planetas, no podía haber dejado a la humanidad entregada a un impulso ciego.
Creemos, pues, con Vico, en la dirección y el orden providencial, y admitimos además con Bossuet, según en el prólogo apuntamos, la progresiva tendencia de la humanidad hacia su perfeccionamiento; y que este compuesto admirable de pueblos y de naciones diferentes, de familias y de individuos, va haciendo su carrera por el espacio inmenso de los siglos, aunque a las veces parezca hacer alto, a las veces parezca retroceder, hasta cumplir el término de la vida: es una pirámide cuya base toca en la tierra, y cuya cúspide se remonta a los cielos.
He aquí los dos grandes y luminosos fanales que nos han guiado en nuestra historia. De esta escala de Jacob procuramos servirnos para subir de los hechos a la explicación del principio, y para descender alternativamente a la comprobación del gran principio por la aplicación de los sucesos.
En esta marcha majestuosa, los individuos mueren y se renuevan como las plantas; las familias desaparecen para renovarse también; las sociedades se trasforman, y de las ruinas de una sociedad que ha perecido nace y se levanta otra sociedad nueva. Pasan esos eslabones de la cadena del tiempo que llamamos siglos: y al través de estas desapariciones, de estas muertes, y de estas mudanzas, una sola cosa permanece en pie, que marchando por encima de todas las generaciones y de todas las edades, camina constantemente hacia su perfección. Esta es la gran familia humana. «Todos los hombres, dijo ya Pascal, durante el curso de tantos siglos pueden ser considerados como un mismo hombre que subsiste siempre, y que siempre está aprendiendo.» Gigante inmortal que camina dejando tras sí las huellas de lo pasado, con un pie en lo presente, y levantando el otro hacia lo futuro. Esta es la humanidad, y la vida de la humanidad es su historia.
Como en todo compuesto, así en este gigantesco conjunto cada parte que le compone tiene una función propia que desempeñar. Cada individuo, cada familia, cada pueblo, cada nación, cada sociedad ha recibido su especial misión, como cada edad, cada siglo, cada generación tiene su índole, su carácter, su fisonomía, todo en relación a la vida universal de la humanidad. ¿Cómo concurre cada una de estas partes a la vida y a la perfección de la gran sociedad humana? No es fácil ciertamente penetrar todas las armonías secretas del universo. Entre muchas relaciones que se comprenden, escápanse otras infinitas a la sagacidad del entendimiento humano. A veces un acontecimiento grande, ruidoso, universal, revela a las naciones que a él han cooperado el objeto y fin de su marcha anterior, hasta entonces de ellas mismas desconocido. No extrañamos que esto fuese ignorado de los antiguos, porque faltaban las lecciones prácticas de los grandes ejemplos; pero hoy la humanidad ha vivido ya mucho, ha salido de su menor edad, ha visto y sufrido muchas trasformaciones, y ha podido apercibirse de su destino, y aprender en lo conocido las conexiones secretas de lo que le resta por conocer. Pongamos un ejemplo.
Una generación antigua, dividida en grupos de naciones, avanzaba hacia un fin que conocía solo el que guiaba secretamente el movimiento, al modo que las legiones de un gran ejército concurren a un punto dado por caminos y direcciones diferentes para encontrarse reunidas en un mismo día, sin que nadie penetre el objeto sino el general en jefe que ha dispuesto aquella combinación de evoluciones. Ocurrió la proclamación del cristianismo en las naciones del mundo y la gran catástrofe de la caída del imperio romano. Y entonces pudieron conocer los pueblos de la antigüedad que todos habían contribuido sin saberlo a aquella grande obra de la regeneración humana. Entonces pudo penetrar el filósofo que no en vano la Providencia había colocado la cabeza de aquel imperio en el centro del Mediterráneo, que no en vano había dotado al pueblo-rey de aquel espíritu incansable de conquista; porque era necesario un poder, que poniendo en comunicación todos los territorios, todas las naciones mediterráneas, conquistador primero y civilizador después, difundiera por todas aquellas regiones un mismo lenguaje, una misma religión, un mismo derecho. Necesario era que se desplomara aquel grande imperio al soplo del cristianismo; necesario era que la Italia, las Galias, la España, el África, la Grecia, el Asia Menor, la Siria, el Egipto, la Judea, que después de estar sometidos el judaísmo y el politeísmo a una sola voluntad, presenciaron aquella general trasformación, para que el mundo antiguo se convenciera de que llevaba en sí el secreto defecto de un principio insuficiente para sostener la vida, y de que si el género humano había de seguir marchando hacia su perfección necesitaba ya de otra religión, de otra civilización, de otra vida.
Tenemos, pues, fe en el dogma de la vida universal del mundo, que se alimenta de la vida de todos los pueblos, de todas las regiones, de todas las castas, y de todas las edades. Que cuando la vida humana ha gastado su alimento en unos climas, pasa a rejuvenecerse en otros donde halla savia abundante. Que cada edad que pasa, cada trasformación social que sucede, va dejando algo con que enriquecer la humanidad, que marcha adornada con los presentes de todas. Levántase a veces un genio exterminador, y el mundo y presencia el espectáculo de un pueblo que sucumbe a sus golpes destructores; pero de esta catástrofe viene a resultar, o la libertad de otros pueblos, o el descubrimiento de una verdad fecundante, o la conquista de una idea que aprovecha a la masa común del género humano. A veces una creencia que parece contar con escaso número de seguidores, triunfa de grandes masas y de poderes formidables. Y es que cuando suena la hora de la oportunidad, la Providencia pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas. A veces pueblos, sociedades, formas, suelen desaparecer a los sentidos externos; y es que la vida social ha alcanzado bajo nuevas formas y en nuevas alianzas el siguiente período de su desarrollo, y nuevas generaciones van a funcionar con más robusta vida en el mismo teatro en que otras perecieron.
Creemos pues también en la progresiva perfectibilidad de la sociedad humana, y en el enlace y sucesión hereditaria de las edades y de las formas que engendran los acontecimientos, todos coherentes, ninguno aislado, aun en las ocasiones que parece ocultarse su conexión. Para nosotros es una gran verdad el célebre dicho de Leibnitz: «Lo presente, producto de lo pasado, engendra a su vez lo futuro.»
Líbrenos Dios de acoger la desconsoladora idea del continuo deterioro de nuestra especie, que formuló Horacio diciendo:
«La edad de nuestros padres, peor que la de nuestros abuelos, nos produjo a nosotros, peores que nuestros padres, y que daremos pronto el ser a una raza más depravada que nosotros».
Aetas parentum, pejor avis, tullit
Nos nequiores, mox daturos
Progeniem vitiosiorem.
Idea que descubre la imperfección de la filosofía pagana. Nosotros repetimos con un filósofo cristiano:
«Es la misión de los siglos modernos adelantar y luchar, y si la palabra de Dios no es engañosa, irá desarrollándose y realizándose cada vez más la ley del amor y de la justicia; y como en ella consiste asimismo el perfeccionamiento del orden moral, será infalible el progreso, porque habrá venido a ser la ley natural de la humanidad».
Tan lejos estamos de creer en el empeoramiento sucesivo de la raza humana, que no veríamos con complacencia volver los tiempos del mismo Horacio. Con todos los males que sentimos, con todas las miserias que lamentamos, no cambiaríamos la edad presente por las que la precedieren, salvos cortos y parciales períodos de pasajera felicidad, que habrán sido el estado excepcional de un pueblo, no la condición normal del mundo. Aunque una historia universal lo probaría mejor, la de España lo acreditará cumplidamente.
Si no temiéramos hacer de este discurso una disertación filosófico-moral, expondríamos cómo entendemos nosotros la conciliación del libre albedrío con la presciencia, y cómo se conserva la libertad moral del hombre en medio de las leyes generales e inmutables que rigen el universo bajo la culta acción de la Providencia. Pero no es ocasión de probar; nos contentamos con exponer nuestros principios, nuestro dogma histórico. Y anticipadas estas ideas, que hemos creído oportuno indicar para que se conozca el punto de vista bajo el cual consideramos la historia, creemos llegado el caso de circunscribirnos a la particular de España, objeto de nuestros trabajos, y de echar una ojeada general sobre cada una de sus épocas, para ver cómo se fue formando en lo material y en lo político esto que hoy constituye la monarquía española.
Historia General de Espana ... by Julio Portolés
Esta monumental obra se publicó en 25 volúmenes entre 1850 y 1866, año en que muere su autor, Modesto Lafuente. Fue continuada por Juan Valera con la colaboración de Andrés Borrego y Antonio Pirala.
El decimonoveno volumen está dedicado íntegramente al reinado de Fernando VII, abarcando el periodo comprendido entre 1822 y 1833, año en que muere el llamado por unos «El deseado» y por otros «El rey Felón».
Con este volumen finaliza la aportación de D. Modesto Lafuente a esta obra.
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