EL Rincón de Yanka: LIBRO "LOS ARRIANOS DEL SIGLO IV": SENSUS FIDELIUM por JOHN HENRY NEWMAN

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miércoles, 30 de marzo de 2022

LIBRO "LOS ARRIANOS DEL SIGLO IV": SENSUS FIDELIUM por JOHN HENRY NEWMAN


Los arrianos del siglo IV
John Henry Newman

En "Los arrianos del siglo IV", la primera investigación sistemática de envergadura publicada por Newman cuando aún era un joven clérigo anglicano, aborda la génesis, el desarrollo y consecuencias de la herejía arriana, la primera gran crisis de la Iglesia después de la época de las persecuciones. Aunque la obra se sitúa casi al inicio de la evolución del pensamiento de Newman, contiene algunas importantes intuiciones que el recientemente proclamado santo retomará en sus estudios posteriores.
Planteada inicialmente como una historia de los concilios, el autor terminó abordando, con un enfoque más teológico que histórico, la evolución del grupo arriano en el periodo anterior al Concilio de Nicea y la actividad de san Atanasio. A lo largo del texto Newman combina la exposición sistemática y la narración histórica, al tiempo que va estableciendo una analogía entre el siglo IV y la situación contemporánea a partir de los temas y personajes que trata, comparando en varios capítulos la Iglesia anglicana de su época y aquella de los primeros siglos.
En la reconstrucción histórica del arrianismo, destaca su aportación personal acerca del origen de la herejía en Antioquía, liberando así a la escuela de Alejandría de la acusación de ser en ella donde surgió. Sostiene también que el arrianismo estaba estrechamente relacionado con la escuela aristotélica de su época y, en especial, con los sofistas.

No te angusties por causa de los malos, 
ni envidies a los que obran maldades. 
Porque pronto serán segados como el heno, 
y se marchitarán como la hierba tierna. 
Tú confía en el Señor y obra el bien; 
vive en la tierra y de verdad recibirás tu alimento. 
Sal 37,1-3

PRESENTACIÓN

(...)
El libro fue publicado cuando era un joven clérigo anglicano y fellow del Oriel College. Puede considerarse como una fuente importante para conocer lo que su autor pensaba en esas fechas sobre la relación entre Sagrada Escritura, Tradición e Iglesia, y sobre el significado y los límites que atribuía a la disciplina arcani practicada por los cristianos durante los siglos III y IV.

Se trata de una obra mucho más teológica que histórica. Entre otras cuestiones, Newman quiere subrayar cómo la gran masa del pueblo cristiano del siglo IV se mantuvo fiel a la doctrina trinitaria ortodoxa, mientras que, al menos en ciertos momentos de la crisis arriana, la mayoría de los obispos no lo fueron. El autor ofrece asimismo una hipótesis propia sobre el origen del arrianismo que sitúa en un espacio antioqueno. A nivel estructural, el trabajo de Newman combina la exposición sistemática y la narración histórica, al tiempo que va estableciendo una analogía entre la época antigua y la moderna a partir de los temas y personajes que trata.

En el libro subyacen las preocupaciones eclesiales, políticas y sociales de Newman. Por aquel tiempo, la cuestión más importante para él era cómo evitar la liberalización de la Iglesia de Inglaterra tras la crisis surgida entre ella y el Estado en los años 1829-1832. Con el término liberales designaba a quienes consideraba que tenían como objetivo privar a la Iglesia anglicana de su forma y alterar su sistema de gobierno. No hacía referencia, por tanto, a la libertad política sino a quien negaba la validez de todo criterio para discernir entre diferentes ideas. Le preocupaba principalmente cómo esta corriente había afianzado el principio antidogmático y las consecuencias que ello acarreaba. Consideraba, a su vez, que los verdaderos principios eclesiásticos habían decaído. Juzgaba que el entonces obispo de Londres, Blomfield, se había empeñado durante años en deshacer la ortodoxia de la Iglesia, metiendo miembros del partido evangélico en puestos de influencia y confianza. Sospechaba, además, que la jerarquía estaba ajena a los problemas que asolaban a la Iglesia y no era consciente de la crisis que se avecinaba. A lo largo del libro y en diferentes capítulos, Newman comparará la Iglesia anglicana de su época y aquella de los primeros siglos. 

Consideraba que la confesionalidad del Estado estaba siendo perdida por los obispos como en el siglo IV cuando, ante el desafío arriano, la mayoría de ellos adoptaron actitudes temerosas e indolentes y se mantuvieron en segundo plano. Sugiere también que el liberalismo es una huella de la herejía de la iglesia primitiva. Introduce el término de manera explícita en el contexto patrístico estableciendo así las condiciones para que el lector interprete. Por ejemplo, acerca del prelado arriano Acadio dirá que instauró el principio del liberalismo en Constantinopla al condenar el credo de Nicea porque no contenía lenguaje bíblico. De manera similar, ve analogías entre Eusebio de Nicomedia y el partido reformista o designa al antiguo Eclecticismo como Neologismo o Liberalismo. Defiende, además, la disciplina arcani en contraste con las prácticas de la iglesia evangélica del siglo XIX.

Comparando liberalismo y antiguas herejías, Newman introducía el cristianismo antiguo en la vida: el pasado era utilizado por él para desenmascarar lo que veía como una amenaza presente al cristianismo. Por otro lado, el libro refleja también la importancia que Newman concedía a la enseñanza de los Padres pues consideraba que la Iglesia de Inglaterra estaba sustancialmente fundada en ellos. Su vasto conocimiento del pensamiento y las obras de los Padres se demuestra a lo largo de todo el libro. Para confirmar los hechos de los que habla, remite a textos patrísticos originales o se apoya en estudiosos de la Edad Moderna o en autores de la antigüedad tardía o bizantinos. Por ejemplo, introduce a los apologistas por medio de H. Dodwell y el Diálogo con Trifón mediante G. Bull. 

En la sección sobre la doctrina eclesiástica de la Trinidad antes de Nicea, las citas más frecuentes son las de G. Bull y D. Pétau. Su relato refleja así una inmersión simultánea en los comentaristas modernos y en las fuentes antiguas. Además, seguirá mucho las opiniones de los historiadores eclesiásticos del s. V: Sócrates (particularmente sobre las tesis de Arrio) y Sozomeno. De entre los Padres cita preferentemente a Atanasio, Tertuliano, Teodoreto y Crisóstomo. Tiene muy en cuenta a Orígenes, Dionisio de Alejandría y Juan Damasceno. Valora a los maestros alegoristas y los considera instructivos escritores de devoción. Sin embargo, considera irreverente el uso del lenguaje bíblico como mero recurso estilístico. 

Defiende el método alegórico, que considera casi inseparable de la disciplina arcani. En la reconstrucción histórica del arrianismo refleja visiones propias de su época. Destaca su aportación personal acerca del origen de la herejía en Antioquía, liberando así a la gran escuela de Alejandría de la acusación de que fue en ella donde surgió. Sostiene también que el arrianismo estaba estrechamente relacionado con la escuela aristotélica de la época y, especialmente, con los sofistas. Ve otra razón para el desarrollo del arrianismo en que el sistema tradicional recibido de los primeros tiempos de la Iglesia solo de manera parcial había sido expresado en fórmulas autoritativas. De ahí que por parte de algunos se pasase fácilmente a despreciar a sus antecesores más que a apoyarse en ellos y a considerar que las autoridades eclesiásticas de los tiempos antiguos eran gente ignorante. 

Concreta los orígenes del arrianismo en lo que denomina la secta ecléctica, aunque reconoce que el platonismo, y también el origenismo, se convirtieron en excusa y refugio de la herejía después de que fuera condenada por la Iglesia. Dedica además una sección a la cuestión de las posibles relaciones entre el sabelianismo y el arrianismo. Para Newman es obvio que los argumentos en los que se funda la herejía arriana no son de carácter escriturístico. Los arrianos tomaban de la Escritura solo lo suficiente para tener un fundamento sobre el cual erigir su sistema herético. Newman les acusa de pensar que la verdad se alcanzaba disputando y de asumir como axioma que no podía haber nada oculto en la doctrina de la Escritura acerca de Dios. 

En este punto, polemiza con los evangélicos que predicaban la conversión mediante una combinación de literalismo bíblico y llamadas al sentimiento. Considera que la doctrina cristiana no se ha conocido meramente a partir de la Escritura sino que, en su predicación y catequesis, la Iglesia enseñaba la verdad y luego apelaba a la Escritura para justificar su enseñanza. Afirma que, aunque no haya pruebas formales de la existencia y autoridad de la Tradición apostólica en los tiempos primitivos, es obvio que ésta hubo de existir. No distingue las traditiones apostolorum (toda clase de información miscelánea que pudiera remontarse a un Apóstol) y la Traditio ab Apostolis ad Ecclesiam (lo que la generación apostólica quiso trasmitir a la Iglesia como integrante del depósito revelado). Cuida de distinguir «entre la tradición que suplanta o corrompe los datos inspirados» —lo que originalmente pudo implicar una nota de polémica anticatólica— y la que, subordinándose a ellos, los corrobora e ilustra. 

Finalmente, cabe destacar otra interesante cuestión que aborda Newman a nivel doctrinal. Se encuentra recogida en la primera sección del capítulo II y está referida al principio por el que se forman y se imponen los credos. En dicha sección, indica cómo Arrio comenzó exponiendo preguntas y proponiéndolas en público como tema de debate y al punto se juntaron multitudes de controversistas. Explica que, en esta situación, los dirigentes de la Iglesia se vieron obligados a discutir las cuestiones controvertidas a fondo y anunciar públicamente su resolución. Por ello se hizo inevitable llegar a un sistema de doctrina que se construye a partir de los datos inspirados acerca de Dios hasta llegar a una afirmación no precisamente lógica, pero sí coherente. 

La expresión intelectual de la verdad teológica no solo ha de excluir la herejía, sino que positivamente ha de ayudar a los actos de adoración y de obediencia religiosa. Estamos, por tanto, ante una obra correspondiente a un período inicial en la evolución del pensamiento de su autor. No obstante, Los arrianos del siglo IV contiene profundas ideas e intuiciones que Newman retomará años más tarde a partir de estudios posteriores.


El libro, que puede en ocasiones detenerse en cuestiones que podrían parecer alejadas de los problemas actuales, está trufado de pequeñas joyas como ésta: “Que el mero estudio privado de la Escritura no es suficiente para llegar a la verdad exacta y completa que en ella realmente se contiene se muestra en el hecho de que Dios ha provisto siempre de credos y de maestros”. Y hablando de la secta ecléctica, que pretendía recoger los mejores aportes de los diferentes sistemas filosóficos y fundirlos en una doctrina, y que corrompió a algunos cristianos, Newman no duda en detectar en ella el mismo impulso del liberalismo teológico de su época que se mantiene tan vivo hoy en día y del que escribe que es una “herejía que se ha mostrado, más que ninguna otra, ansiosa de mantenerse oculta bajo las apariencias de la religión auténtica, guardando las formas del cristianismo mientras destruye su espíritu”. Aparece también como algo muy actual una de las tácticas de Arrio: “recurrir a una explicación figurativa para quitar toda fuerza a las más claras declaraciones de la Biblia”.

Los arrianos actúan en unas iglesias que algunos contemporáneos ortodoxos describen con tonos bastante negativos (hundiendo así el mito de una iglesia pura de los primeros siglos que sería corrompida después por el “constatinismo”): “todos tienen gran concepto de sí mismos; todos tienen pretensiones de sabios”. Como curiosidad también señala Newman que Arrio era seguido con entusiasmo por hasta setecientas mujeres, “las cuales recorrían Alejandría para promover su causa”. Y que no se me enfaden los médicos, pero cuenta Newman que “las escuelas de medicina estaban en esa época infectadas de arrianismo”.

Otra joya de Newman que ni pintada para los tiempos que vivimos: “Si la Iglesia ha de tener fuerza e influencia, ha de expresar su doctrina en un lenguaje decidido y claro,… La pretensión de acoger opiniones diversas, por bien intencionada que a menudo pueda ser, implica confundir las fórmulas verbales que solo existen en el papel con la realidad de los hábitos mentales”. Y advierte de las fórmulas vagas en las que se creía que se podía conseguir un consenso que contentase a todos, sabelianos, ortodoxos, arrianos…: “hay que admitir, pues, que no hay dos opiniones tan contrarias entre sí que no permitan hallar alguna fórmula verbal lo suficientemente vaga que las incluya a ambas”.

Como no podía ser de otra manera, Newman dedica una importante parte de la obra al Concilio de Nicea, sus prolegómenos, desarrollo y consecuencias. Cómo se demoró por la actitud de diversos pastores que querían evitar un enfrentamiento abierto con Arrio que, preveían, desgarraría a la Iglesia. En palabras de Newman, “el daño que se produjo con esta inoportuna mansedumbre llegó a ser considerable”. Los debates terminológicos, las trampas y dobleces, los cálculos, la ignorancia… todo esto aflora en Nicea, pero también la expresión de la verdad católica con fuerza y claridad. Aparece también algo que va a ser elemento clave tanto aquí como en el auge del semiarrianismo y en la “segunda ola”, por decirlo con términos de actualidad, del arrianismo: el papel, importantísimo, de los emperadores en la pervivencia y auge de la herejía. Empezando por el mismo Constantino, muy influido por Eusebio, que según Newman “ha de ser tenido como la verdadera cabeza del partido herético”, y seguido por algunos de sus hijos con mayor intensidad, especialmente por Constancio. Y es que si el edicto de Milán tuvo consecuencias indiscutiblemente beneficiosas para la Iglesia, aparece aquí ya con claridad la intromisión del poder político en los asuntos de la Iglesia, en ocasiones con buena intención, pero las más de las veces favoreciendo gustos, caprichos y una concordia irenista que dañó mucho a la Iglesia y que fue combatida por los católicos ortodoxos, empezando por Atanasio, que “mantenían los principios de la unidad eclesiástica contra aquellos que estaban dispuestos a sacrificar la verdad en aras de la paz”. Sin las intromisiones de los emperadores y la influencia de la corte, la herejía arriana hubiera tenido un recorrido mucho más limitado.

También nos presenta esta obra la apasionante vida de san Atanasio (de quien Newman da unas pinceladas que saben a poco), de Alejandría a la Galia y de ahí a Mesopotamia, amenazado y perseguido, pero siempre un gigante de la fe que supo combinar determinación en la defensa de la ortodoxia con flexibilidad a la hora, por ejemplo, de aceptar a los arrepentidos (algo en lo que falló uno de los pocos apoyos de Atanasio en el nefasto concilio de Milán, el obispo de Cagliari, Lucifer). Y es que, explica Newman, “muchos habían sido inducidos a aceptar las opiniones arrianas sin haberlas comprendido y sin consecuencias prácticas. Esto es lo que sucedía sobre todo en Occidente, donde, en lugar de a las falaces sutilezas que la lengua latina difícilmente toleraba, se había recurrido a amenazas y malos tratos”.

Ya ven que el libro y la temática abordada quizás no son fáciles, pero sí son apasionantes y dará mucho que pensar a cualquier lector con un mínimo de formación previa.


"Hay tres magisterios en la iglesia: 
los obispos, los teólogos y el pueblo". beato John Henry Newman

En la constitución sobre la Iglesia se hace una afirmación importante en el parágrafo que trata de la participación de los fieles en la función profética de Cristo; se trata de una descripción del sensus fidei: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf 1 Jn 2,20.27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando, "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" (AGUSTÍN, De praed. sanct., 14,27), presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf I Tes 2,13)» (LG 12; cf 35 en el contexto del oficio profético de los laicos). 

Los verbos que se usan son importantes: el sentido de la fe es suscitado y mantenido (excitatur y sustentatur) por el Espíritu; es guiado en todo por el sagrado magisterio (sub ductu sacri magisterii); el pueblo acepta (accipit) la palabra de Dios y se adhiere a ella (adhaeret), penetra en ella (penetrar) y la aplica (applicat) a la vida. Se asigna un papel claro al magisterio, pero en este pasaje se considera que todos los miembros de la Iglesia pueden enseñar y todos deben aprender; en el capítulo 2, titulado "El pueblo de Dios" (no Los laicos), no hay lugar para una división dentro de la Iglesia entre una jerarquía encargada de enseñar y unos laicos cuya misión consiste sólo en escuchar, aunque más adelante se habla detenidamente del ministerio doctrinal particular de la jerarquía (LG 25). Como testimonia la tradición primitiva, todos a su modo pueden enseñar y aprender. Al recibir esta enseñanza conciliar, el Código de Derecho canónico (Can. 750) la ha atenuado hasta el punto de distorsionarla.

Un ingrediente nuevo de finales del siglo XIX y el siglo XX es el papel asumido por el >magisterio romano. En épocas anteriores las declaraciones conciliares y papales venían, por lo común después de una crisis, al final de un proceso. Ahora, en cambio, el magisterio brinda espontáneamente su enseñanza. Un problema agudo que se plantea es cómo lo recibe la Iglesia (Recepción) y hasta qué punto está abierto a examen y crítica.

El sentido de la fe (el sensus fidei de LG 12) es evidentemente crucial en el >desarrollo doctrinal, que revela al final el sentido de la fe o consenso en torno a una determinada verdad. Pero sigue siendo una cuestión difícil el determinar los criterios para establecer este sensus fidelium. No puede ser cuestión de mayoría en una votación ni de una apelación vaga a la opinión pública. Algunos criterios son: la conciencia de que todos están guiados por el Espíritu; los elementos prácticos e intelectuales implicados; la actividad de los laicos y del magisterio en la búsqueda de la verdad; la necesidad de un diálogo y una crítica abiertos, así como de una comunicación adecuada; la necesidad de un discernimiento que tenga lugar dentro de un espíritu de koinónia; el examen de las posturas de los que se consideran equivocados con el fin de detectar los posibles valores encerrados en sus falsas posiciones.

Aunque la Iglesia católica ha desarrollado cada vez más en los últimos siglos instancias institucionales y centralizadas para la defensa de la ortodoxia, pueden aprenderse algunas lecciones de las otras Iglesias. Estas muestran que se puede confiar en la Escritura, la liturgia, las fórmulas de fe, los diálogos y las asambleas para que los fieles permanezcan en la verdad. Por último, hace falta paciencia, porque la fe, como todo lo que está vivo, crece, pero pasa también por momentos de aparente declive. 

La esperanza y el valor hacen falta especialmente cuando parece que multitud de dificultades bloquean la recepción de la verdad o dificultan la obtención de la misma, de modo que da la impresión de que la Iglesia carece durante algún tiempo de respuesta definitiva a ciertos problemas urgentes, o sus respuestas parecen parciales. 
El peligro en tales circunstancias es pensar que sólo los profesionales (el magisterio y los teólogos) están en condiciones de encontrar y ofrecer la respuesta; el Espíritu puede estar guiando a otros miembros del pueblo de Dios hacia nuevas concepciones y visiones más profundas que enriquezcan luego a la Iglesia en su conjunto. En todos ha de haber el deseo de pensar y sentir con la Iglesia (sentire cum Ecclesia) en el sentido ignaciano de un marco mental habitual (sentido) de lealtad y amor (Ignacio de Loyola; Amor a la Iglesia).
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“Hablar para lograr aplausos; hablar para decir lo que los hombres quieren escuchar; hablar para obedecer a la dictadura de las opiniones comunes, se considera como una especie de prostitución de la palabra y del alma. La ‘castidad’ a la que alude el apóstol san Pedro significa no someterse a esas condiciones, no buscar los aplausos, sino la obediencia a la verdad”. (Benedicto XVI) “Donde Dios es excluido entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede de forma desvergonzada o atenuada. Esto empieza a ser patente allí donde la eliminación organizada de personas inocentes -aún no nacidas- se reviste de una apariencia de derecho, por tener a su favor la cobertura del interés de la mayoría”. (Card. Joseph Ratzinger) *VER: (“Poder global y religión universal” (J.C.Sanahuja)

Recordando las palabras de Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae: 

“Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible”, refiriéndose a lo que llamaba una “verdadera conjura contra la verdad”.

En el mismo texto, agregué que de la colonización ideológica del Nuevo Orden, no escapan sectores del cristianismo. 
El compromiso con la verdad no es lo que prevalece en algunas estructuras de tradición cristiana: el miedo a ser tildados de fundamentalistas, la ambigüedad cómplice de la que se saca indigno provecho, la aceptación rendida de los falsos valores de la modernidad:
el éxito, la popularidad, la excelencia..., han provocado en algunos una verdadera apostasía material de la Fe en Jesucristo. Parecería que para ellos ya no hay principios inmutables que en conciencia no se puede ni ceder ni conceder. Como dice Spaemann, se ha impuesto una “nueva ética que juzga las acciones como parte de una estrategia. 

La acción moral va a ser entonces una acción estratégica. Esta forma de pensar, que en un principio se denominaba corrientemente ‘utilitarismo’, tiene su origen en el pensamiento político”, y lleva a caer en el consecuencialismo moral. 
El diálogo se convierte en dialoguismo, en el que se concede lo innegociable, y con la excusa de descubrir lo positivo en las distintas manifestaciones sociales y culturales inficionadas de paganismo, no se resisten a ninguna de sus exigencias abusivas, cohonestan el error, ocultan su fe, no demuestran con obras que son cristianos, y con frecuencia se muestran más amigos del enemigo de Dios que de sus hermanos en la fe.

La crisis de la Iglesia es grave, tengo la impresión de que a nadie se le ocultará que el cataclismo social que afecta al respeto a la vida humana y a la familia tiene esa triste situación como causa. Michel Schooyans afirma sin ningún reparo que, el Nuevo Orden Mundial, “desde el punto de vista cristiano, es el peligro más grande que amenaza a la Iglesia desde la crisis arriana del siglo IV”, cuando con palabras que se atribuyen a San Jerónimo, el mundo se durmió cristiano y despertó con un gemido, sabiéndose arriano.
No sin dolor escribí algunas de estas páginas. No sirve el consuelo banal y pusilánime de decir ya pasará, el péndulo de la historia volverá a equilibrarse,
porque mientras tanto, se dan situaciones que ponen en peligro la fe de muchos.

Como comenta Benedicto XVI, tomando “las palabras de la primera carta de san Pedro, en el primer capítulo, versículo 22. En latín dice así: ‘Castificantes animas nostras in oboedientia veritatis’. La obediencia a la verdad debería hacer casta (‘castificare’) nuestra alma, guiándonos así a la palabra correcta, a la acción correcta. Dicho de otra manera, hablar para lograr aplausos; hablar para decir lo que los hombres quieren escuchar; hablar para obedecer a la dictadura de las opiniones comunes, se considera como una especie de prostitución de la palabra y del alma. La ‘castidad’ a la que alude el apóstol san Pedro significa no someterse a esas condiciones, no buscar los aplausos, sino la obediencia a la verdad1

Benedicto XVI propuso recientemente el ejemplo de San Juan Leonardi, sintetizándolo en “tender constantemente a la ‘medida elevada de la vida cristiana’ que es la santidad” porque “sólo de la fidelidad a Cristo puede surgir la auténtica renovación eclesial”. San Juan Leonardi vivió en los años en que empezó a perfilarse el pensamiento moderno “que ha producido entre sus efectos negativos la marginación de Dios, con el espejismo de una posible y total autonomía del hombre que elige vivir ‘como si Dios no existiera’. Es la crisis del pensamiento moderno, que varias veces he puesto de relieve y que desemboca frecuentemente en formas de relativismo. San Juan Leonardi intuyó cuál era la verdadera medicina para estos males espirituales y la sintetizó en la expresión: ‘Cristo ante todo’, Cristo en el centro del corazón, en el centro de la historia y del cosmos. (…) 

En diversas circunstancias recalcó que el encuentro vivo con Cristo se realiza en su Iglesia, santa pero frágil, enraizada en la historia y en su evolución a veces oscura, donde trigo y cizaña crecen juntos (cf. Mt 13, 30), pero que es siempre Sacramento de salvación. Con la lúcida conciencia de que la Iglesia es el campo de Dios (cf. Mt 13, 24), no se escandalizó de sus debilidades humanas. Para contrarrestar la cizaña, optó por ser buen trigo: decidió amar a Cristo en la Iglesia y contribuir a hacerla cada vez más signo transparente de Él.”2

Al trastabilleo de muchos católicos se suma la dictadura de lo políticamente correcto, mucho más sutil que las conocidas hasta ahora, la cual pretende la complicidad de la religión, una religión que a su vez no puede intervenir ni en la forma de conducta ni en el modo de pensar. La nueva dictadura corrompe y envenena las conciencias individuales, y falsifica casi todas las esferas de la existencia humana. 

La sociedad y el estado han excluido a Dios y “donde Dios es excluido entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede de forma desvergonzada o atenuada. Esto empieza a ser patente allí donde la eliminación organizada de personas inocentes -aún no nacidas- se reviste de una apariencia de derecho, por tener a su favor la cobertura del interés de la mayoría” Este camino no será fácil, ni seguro: 
“En un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe” 4

Para ese servicio a la fe contamos con la gracia proporcionada a las circunstancias en las que Dios nos ha puesto: 
“No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; (…) Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos….”5

Desde que leí esta afirmación me llamó la atención que el Santo Padre concretara en este punto el testimonio público de los católicos, ¿no será que acomplejados o cobardes, estaremos omitiendo deberes elementales con la excusa del pluralismo y la apertura? Son muy poderosos los enemigos con que nos enfrentamos, irremediable el sufrimiento por la verdad, inevitable también la persecución de los buenos y a la vez impostergable la necesidad de testimonio personal y social, individual y colectivo que como cristianos se nos exige6

Por eso, hoy más que nunca debemos responder en conciencia ante Jesucristo, participando en su oración y en su Cruz, con la guía del Magisterio de la Iglesia: Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Busquemos ser buenos discípulos de Nuestro Señor, sin dar cabida a la tentación de la impaciencia, de procurar inmediatamente el gran éxito, de buscar los grandes números, dejándole a Él el cuándo y el cómo del fruto nuestro trabajo7
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1 Cfr. Benedicto XVI, Homilía durante la misa con los miembros de la comisión teológica internacional, 06-10-06. 
2 Cfr. Benedicto XVI, Audiencia General, 07-10-09 
3 Cfr. Ratzinger, J., Iglesia y Modernidad, Ed. Paulinas, Buenos Aires 1992, p. 115 
4 Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la inauguración del año paulino, 28-VI-2008. 
5 Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de la Asunción, 15-08-2005. 
6 Recordemos que en vísperas de la Conferencia de El Cairo, Juan Pablo II nos invitó a acudir a San Miguel Arcángel con la oración que “el Papa León XIII introdujo en toda la Iglesia (…) para obtener ayuda en esta batalla contra las fuerzas de las tinieblas” (Juan Pablo II, 17-04- 1994 y 29-04-1994). En 1982 hacía referencia al misterio de iniquidad en la Homilía en Cracovia (18-08-02): “El hombre de hoy vive como si Dios no existiese y por ello se coloca a sí mismo en el puesto de Dios, se apodera del derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana y esto quiere decir que aspira a decidir mediante manipulación genética en la vida del hombre y a determinar los límites de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los principios morales atenta abiertamente contra la familia. Intenta de muchas maneras hacer callar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente de la cultura y de la conciencia de los pueblos. El misterio de la iniquidad continúa marcando la realidad de este mundo”. 
7 Vid. Ratzinger, J., La nueva evangelización: construcción de la civilización del amor, 12-12-00. 

El "sensus fidei fidelium". P. Javier Olivera Ravasi, SE