ORAR EN UN MUNDO ROTO
TIEMPO DE TRANSFIGURACIÓN
Necesitamos librar un profundo combate espiritual en la soledad del desierto, para identificar a los «diablos» que extienden sus redes por todas partes, para que podamos descubrir y escuchar con claridad su propuesta y formular también con la misma lucidez nuestra respuesta. Jesús luchó en el desierto contra los demonios de su tiempo, los identificó con toda nitidez y formuló su propia alternativa, la que nunca impondría con la sutileza de la seducción ni la prepotencia del poder, sino que la ofrecería como una propuesta cercana y franca acercándose por los caminos, vulnerable a la tergiversación y al rechazo. Ignacio de Loyola, Francisco de Asís... lucharon de la misma manera contra los demonios de su tiempo para poder ofertar al mundo la novedad de Dios en la encrucijada de la historia que ellos vivieron. En ese mismo combate se van creando «adicciones positivas», que son la necesidad hondamente sentida, hasta en las fibras de nuestro cuerpo, de oración, de vida ordenada, de ejercicio físico, de tiempo para el descanso y la gratuidad. Son adicciones que están orientadas a la creatividad de una vida que brota de un amor apasionado.
El discernimiento de Jesús en el desierto es para nosotros un punto de referencia para comprender la necesidad del discernimiento, cómo se clarifica la novedad de Dios en la lucha inevitable contra la tentación, y la manera en que Dios nos propone como gracia su novedad. Jesús se había comprometido en el bautismo con el reino que Juan anunciaba ya próximo. Pero ¿cuál era el modo de realizarlo? ¿Cuál era la originalidad insustituible de su aporte? Necesariamente, Jesús tenía que ser conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado (Mt 4,1), para experimentar en su propia persona la presión que le llegaba desde las diferentes expectativas sociales y clarificar la propuesta de Dios para su pueblo, que él debía encarnar en su propia persona. No entraría Jesús dentro de las expectativas de los grupos que buscaban una redención casi reducida a las necesidades económicas del pueblo.
El pan, como símbolo de las necesidades materiales, era imprescindible para vivir, pero Jesús no podía reducir las personas y la propuesta de Dios a esta dimensión. El pueblo necesitaba también, para vivir plenamente, la palabra de Dios, que se acercaba a cada uno con todo respeto, le devolvía su dignidad y le ayudaba a ponerse en pie. Sólo la persona transformada por la palabra puede producir y compartir el pan para todos (Mt 4,3-4). Tampoco actuaría Jesús como esperaban las autoridades del templo, arrojándose del alero en un signo inapelable. Eso sería seducir a la gente, deslumbrada con un prodigio inalcanzable para los demás. Y Jesús venía a revelarnos precisamente las posibilidades que hay en nosotros. Estos signos son una tentación (Me 4,5-7). Jesús escogerá el camino de una existencia cercana y vulnerable, que puede ser acogida o rechazada. Signos asombrosos del reino brotarán en las sendas comunes, en el encuentro con la bondad humilde de Dios encarnada en Jesús. Jesús tampoco buscaría el poder político, como querían los grupos organizados, para librarse de los romanos. Eso sería dominar al pueblo. El único camino que nos libera es el de la adoración a un Dios que no quiere dominarnos, y el de un servicio que reconoce que Dios es el absoluto de donde nos llega la liberación y la vida, y se acerca a los demás de manera humilde (Mt 4,8-10), con el «delantal a la cintura» (Le 12,37). Así, Jesús escoge un camino original. Jesús no será la reducción ni la seducción ni la imposición de Dios, sino la exposición de Dios, que nos hace su propuesta de vida exponiéndose en una existencia sencilla, vulnerable y cercana, que nos busca por los caminos y plazas donde se mueve nuestra vida.
Al final de ese tiempo largo de discernimiento, dice Mateo que «se acercaron unos ángeles y se pusieron a servirle» (Mt 4,11). Es una forma de expresar la reconciliación profunda de Jesús en su decisión confirmada. Clarificados y vencidos los demonios en el desierto, también los combatirá después entre la gente, tanto en sus enemigos como en sus amigos. El diablo «se marchó hasta su momento» (Le 4,13), pues la tentación y el discernimiento duran toda la vida.
Amar con pasión
En medio de tanta cultura del instante y la apariencia, amar con pasión, con toda intensidad, más allá de las sensaciones ásperas o placenteras y de los episodios de éxito o de fracaso, es una necesidad fundamental del corazón. Somos imagen de un Dios que ama infinitamente, sin reservas ni exclusiones. En Dios no existe un amor calculado en tantos por ciento según las conveniencias y las personas. Dios nos ama a cada uno de nosotros al cien por cien, con pasión infinita, y desde el primer momento de nuestra existencia establece con nosotros una relación única y diferente, que se va construyendo en diálogo con nuestras respuestas y con todas las situaciones que nos afectan. Ratifica Jesús la respuesta del jurista: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente» (Le 10,27). Y dentro de este amor «total» se sitúa el amor al prójimo, de una manera especial al asaltado que está medio muerto y despojado de todo al borde del camino.
El amor «total» a Dios polariza toda nuestra persona y contagia de absoluto el encuentro con toda otra persona y situación. El pecado de la iglesia de Laodicea (Ap 3,14-21) era la tibieza. Ni se había enfriado completamente ni había fuego en su corazón. Se creía rica en su felicidad medida y confortable, presa de sus bienes, avalada por su contabilidad. «Sé ferviente y enmiéndate» (v. 19). Era el fervor del fuego el que necesitaba avivar dentro de sí. Los vacíos de un corazón que no ama apasionadamente se llenan de adicciones. Podemos quedar «enganchados» a las drogas que nos brindan la evasión, el entretenimiento, el juego o el mismo trabajo sin pausa, que suprime los espacios gratuitos de la vida. Podemos quedar presos de relaciones sin libertad, de puestos que nos inmovilizan como un veneno porque se apoderan de nosotros. Entonces disminuye la creatividad, la audacia para salir hacia el futuro, para romper los esquemas que nos tienen cautivos. Tendremos pavor a estrenar lo nuevo saliendo de nuestras viejas rutinas circulares, al fracaso, a la descalificación social, al compromiso definitivo. Todos los días vemos a personas que han caído en adicciones porque de repente han sentido su corazón roto, vacío, y no han logrado encontrar la pasión necesaria para fundir sus pedazos y rehacer su intimidad.
Nuestra manera de amar se ve negativamente afectada hoy por el eclipse de las utopías, que puede paralizar a las personas sin descubrir lo que hay de absoluto en las pequeñas iniciativas, por tantos fracasos en las relaciones matrimoniales que llenan a muchos jóvenes de miedo paralizante ante un compromiso que puede atravesar momentos muy dolorosos, y por la multiplicidad de referentes religiosos en un universo fragmentado. Las «sospechas» que ensombrecen a las personas e instituciones más sagradas nos llenan de inseguridad y de miedo. Pero también encontramos a personas que, por amor apasionado a alguien o a algo, son capaces de atravesar las mayores dificultades. Por la posibilidad de brillar unos segundos en una olimpiada, los atletas se encierran en las sombras de un gimnasio, sometidos durante años a rutinas implacables. Por buscar un futuro mejor para su familia, muchos emigrantes arriesgan lo que son y lo que tienen en pequeñas embarcaciones, para encontrar la prometida e incierta mejora en los países del Norte. Por encontrar la curación de una enfermedad, hay científicos que se hunden en el silencio de los laboratorios y apuestan sus esfuerzos de toda la vida por caminos sin explorar. Un corazón sin pasión renuncia a sufrir y a vivir en plenitud, y escoge las adicciones como sustitutos de la creatividad arriesgada que se abre al futuro. Jesús nos amó con pasión:
«Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión» (Le 22,14). «Amó hasta el extremo» (Jn 13,1), hasta el final de su posibilidad de amar y hasta su último aliento. Sólo un amor así nos revela plenamente quién es Dios, y cómo nosotros nos realizamos como personas humanas enfrentando el mal en todas sus manifestaciones. Dejar «todo» lo que ya tenemos por la «perla» y el «tesoro» prometidos se nos hace difícil. Pero, si no lo dejamos, podemos quedar «pasmados» a mitad de camino. Sólo el que ama con pasión puede saborear lo que hay ya ahora de vida eterna, imperecedera, en los episodios sencillos de la vida cotidiana.
La pasión de amar Jesús ama con pasión y ve de una manera diferente y nueva la realidad presa por la mirada de los dirigentes de la sinagoga. Descubre el reino de Dios queriendo abrirse paso dentro del pueblo con posibilidades nunca imaginadas. Los pecadores son buscados por Dios, por plazas y caminos, con pasión infinita. Los enfermos pueden sanar. La vida de unos pescadores, reducida a la rutina de las redes y la barca, se puede transformar en servicio a la novedad del reino, que Jesús ve asomar por todas partes, como los brotes de las higueras en la primavera rompiendo la cascara endurecida durante el invierno (Le 21,29). Por otro lado, ve a los dirigentes judíos presos de unos ritos que cumplen como «adictos» y que no les permiten crear dentro de sí un espacio para acoger la novedad que llega como sorprendente regalo del Padre.
La presencia de un amor sin límites en la persona de Jesús crea una vida nueva en personas descalificadas por la sociedad, en los terrenos aparentemente menos favorables. Esta novedad rompe con los viejos esquemas de lo puro y lo impuro, los últimos y los primeros, choca contra el orden ciudadano y profundiza la interpretación de la ley hasta el escándalo y el conflicto. Jesús se siente impulsado por el dinamismo del Espíritu, que lo lleva a recorrer los caminos en una vida desinstalada, a trabajar superando todo tipo de obstáculos. Pero lo nuevo crea conflicto con lo instalado, que se siente amenazado en su seguridad religiosa y social. Jesús se compromete con esa novedad para apoyarla en su fragilidad de vida incipiente y para defenderla de todas las fuerzas que la amenazan.
El conflicto con la sinagoga y con toda la estructura social es tan fuerte que Jesús tiene que llegar hasta la misma Jerusalén para anunciar la novedad del reino en el centro mismo del poder, aunque este gesto le lleve a la confrontación máxima y a la pérdida de la vida. Jesús vino para vivir en plenitud y para que tengamos vida en abundancia; pero amar con esta pasión, que recrea la vida sin límite, nos impulsa a un trabajo hasta el extremo y crea conflicto con las personas y las instituciones que defienden lo viejo. Amar así conduce al sufrimiento y a la muerte. Amar con pasión no significa arder y consumirse en el propio fuego con un romanticismo sin discernimiento, desconectado de la realidad, sino que provoca una transformación tal de la persona que la hace capaz de comprometerse con el nacimiento de la vida nueva. La capacidad de asumir el dolor e incluso la muerte por lo que uno ama y crea naciendo del amor, surge desde las más profundas raíces de nuestro ser. Amar con pasión nos conduce a las mayores alegrías, pero nos puede arrastrar también a la pasión. Y cuando una persona ha atravesado la pasión sin desintegrase, porque ama, entonces la alegría tiene una hondura inigualable. Es la alegría de la pascua. Sólo amar con pasión nos permite afrontar de manera creadora la pasión.
El desafío más grande es situar en esta hondura del amor todo sufrimiento, el propio y el de los demás; el que comprendemos como razonable, porque da su cosecha como lo esperamos en el tiempo oportuno, y el incomprensible, el que desborda cualquier matemática nuestra, el que nos sitúa dentro del escándalo que hace preguntas a un Dios mudo que no responde, como el grito desgarrado de Jesús nacido de la oscuridad y la angustia extrema: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Sólo «al tercer día» responde Dios, cuando tal vez ya no hay ni lucha ni preguntas, cuando nuestro silencio se ha convertido en una página en blanco donde Dios se dibuja de manera nueva y cercana. Antes de enfrentar la muerte última, atravesamos a lo largo de la vida situaciones de muerte donde, después de haber luchado hasta el final, se nos acaban las fuerzas y razones, y tenemos que esperar en «el sepulcro» tres días hasta que se estructure toda nuestra persona en torno a una nueva sabiduría que aparece dentro de nosotros como una sorpresa regalada.
El «fuego ardiente encerrado en los huesos» (Jr 20,9), que Jeremías sentía en la hondura de su alma y de su cuerpo, es la pasión del amor entre Dios y Jeremías. En lo hondo del fracaso de su predicación, de la amenaza de su vida, de la pérdida de los amigos, arde ese fuego del amor apasionado que Jeremías intenta apagar para retirarse de su misión, pero no lo consigue. Desde ese fuego encontrará Jeremías una nueva consistencia para el compromiso y el canto (Jr 20,11-13). Resucitamos desde la misma profundidad en que morimos.
Somos la pasión y la resurrección de Dios
En nuestra propia persona y en la solidaridad con los crucificados de la historia somos la pasión de Dios que trabaja, sufre y muere en nosotros. En la novedad de la transformación personal y en la novedad que ofrecemos al mundo, somos la resurrección de Dios que se expresa en nosotros, en nuestra carne transfigurada, al mismo tiempo herida por los límites y en paz, sufriente y con alegría. «Paseamos continuamente el suplicio de Jesús en nuestro cuerpo, para que también la vida de Jesús se transparente en nuestro cuerpo (2 Cor 4,10).
Un desafío de futuro
En realidad, la vida de todo cristiano debe estar atravesada por esta pasión por Dios y por su reino. La pasión por Dios es inseparable de la pasión por su reino. Laicos y religiosos vivimos la misma y única pasión, aunque la síntesis personal acentúe dimensiones distintas. Muchas veces, tanto laicos como religiosos nos encontraremos juntos en el mismo trabajo apostólico, en la educación, la salud, la promoción social, la catequesis... Pero cada uno pone el acento de su vocación particular, y así se convierte en una palabra para el otro. El religioso dice al laico que no hay más absoluto que Dios, y que Él es la última dimensión del corazón humano y de la historia. Con Él todo es posible, y sin Él nos quedamos a mitad de camino. Es absolutamente imprescindible darle tiempo a este encuentro sin orillas que debe alcanzar toda la persona. Por su parte, el laico le recuerda al religioso que no se puede quedar en un amor a Dios que no pase por las tareas y personas cotidianas, porque es ahí donde se expresa y se verifica la calidad del amor a Dios, que hace nuevas todas las cosas. Cuando hemos conectado con la pasión absoluta con que Dios nos busca a nosotros, y nos dejamos adentrar en ese encuentro sin fin, estamos situándonos en el único fundamento siempre nuevo. Desde ahí podremos vivir de manera creadora, y nos llegará la dosis exacta de futuro que nosotros podremos transformar.
JESÚS DE NAZARET
Eres pan universal
que bajaste desde el cielo
subiendo desde el surco,
y eres levadura inquieta,
disuelves eternidad entre la harina
y llenas la vida de preguntas.
Eres horizonte que nos llama
hasta lo más hondo del deseo
desde la creación en ti reconciliada,
y eres camino que se estrena
en el sendero más pequeño
que te busca saliendo de sí mismo.
Eres fuego inextinguible
que nos hace luz en ti
y nos quema lo que estorba,
y eres el agua de la vida
que mana sin prisas en mi pozo
y alienta rostros y desiertos.
Eres el viento impetuoso
que hincha las velas de audacia
sobre el mar encrespado de amenazas,
y eres brisa suave y tierna
que se sienta en el fondo de mi barca
y acaricia la piel arada de salitre.
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