"Miguel el bueno"
Cuento del P. Miguel Ruiz Ayúcar S.J., sobre la búsqueda de Dios.
Su casita blanqueaba en medio de la campiña muy lejos del poblado. Miguel vivía solo, trabajando sus trigales y su huerta; ellos le daban para vivir. Aquella tarde había oscurecido muy deprisa; malas nubes se apoderaban del cielo, y con negrura torva amenazaban a la tierra. Cenó Miguel mientras rachas de viento sacudían las ventanas y arreciaba la lluvia sobre el suelo.
Al recoger la mesa, el agua caía torrencialmente y daba chasquidos en los cristales estrellada por el vendaval; los relámpagos alumbraban con intermitencia y el trueno retumbaba fragoroso. Noche infernal; ¡infeliz de quien fuese sorprendido en descampado! Miguel iba a acostarse.
Un estampido seco, horrísono, como un latigazo, estremeció las paredes; el rayo había apuñalado a una encina cercana que voló en mil pedazos. ¡La tempestad encima!
Unos aldabonazos sonaron en la puerta. Miguel, recién arropado, saltó de la cama y se vistió en un segundo. Algún caminante desgraciado sorprendido en su jornada desfallecía bajo la tormenta. Descorrió el cerrojo. Un hombre calado hasta los huesos demandaba cobijo:
-Llevo prisa, mas con tal tempestad es inútil continuar. Concédame resguardarme aquí. -Pase al instante. Agua goteaban sus ropas. Se quitó el sombrero empapado. Miguel le arrimaba una banqueta a la chimenea donde dormitaba un rescoldo arropado en la ceniza; lo avivó y se retiró por ramaje y astillas a la leñera. En tanto el forastero se descalzaba las botas y se calentaba aterido. Sintiendo a Miguel trastear entre la leña volvió el rostro y preguntó:
-¿Qué hace?
-Coger troncos para el fuego. -No se tome trabajo; con este rescoldo me basta. -De ninguna manera. Es necesaria una buena fogata para secarse; está usted empapado. Ya está allí Miguel con su brazado para alimentar la lumbre. Pronto una fogata alegre llenaba el hogar y el viajero se calentaba; el agua de la ropa se evaporaba. Distraído en sus pensamientos está dormido el forastero. En esto advierte que Miguel acerca una mesa.
-¿Qué hace? -Prepararle cena.
-¡De ninguna manera! ¿cómo voy a tolerar darle fatiga?, si ya ha sido Vd. muy bueno conmigo concediéndome refugio.
-Tiene Vd. que comer. El cuerpo se le está calentando por defuera, pero es menester calentarlo por dentro y restaurar las fuerzas perdidas. Una comida caliente le repondrá. Pugnó el desconocido por ahorrar a Miguel este trabajo, mas en vano. Visiblemente agradecido se sentó a la mesa junto al fuego y comía satisfecho. Miguel le llenaba el vaso de vino. Entretenido en comer se percató de que otra vez el labrador andaba en tarea.
-¿Qué hace
-Le estoy preparando una cama para dormir
-No es posible, repuso el viajero. No es posible; llevo prisa y no podré pernoctar aquí. Se lo agradezco de veras, pero he de continuar mi jornada. Siéntese aquí conmigo; deseo estar un rato con Vd. Convencido Miguel se acomodó a su lado; el huésped había terminado de cenar.
La lluvia decrecía y los truenos cesaron; la tempestad se alejaba.
Empezó el desconocido:
-Yo quisiera pagarle a Vd. su atención conmigo. -¿Por qué?, interrumpió Miguel. ¿Cree Vd. que esto merece pagarse?, ¿podría yo haber hecho otra cosa? Continuó el huésped:
-Me hizo Vd. con placer este servicio. ¿No será para mí un placer hacerle otro? Y le voy a pagar con lo que estimo mejor. ¿Ha oído hablar de Dios?
Miguel le miró perplejo. Nunca había oído hablar de Él. ¿Quién era Dios?
El forastero principió a contarle de Dios. Era un ser maravilloso, era el Amor; quien caía en sus brazos había encontrado toda la felicidad, porque ella es el Amor; quien se apretaba contra su seno, abrazaba todos los tesoros, pues los tesoros son Él; no se supo jamás lo que valía, ni todos los cálculos lograban sobrepasarlo; su sombra es omnipotente, y protegidos por su omnipotencia están los que a Él se confían y en su regazo anidan; su hermosura deja en éxtasis al tiempo y tiene paralizada a la eternidad...
Miguel estupefacto preguntó:
-¿Es hombre?
-No.
-¡Ah! ¿es mujer?
-Tampoco.
Supera al hombre y a la mujer, que de él derivaron su valía y sus calidades. Miró por la ventana el forastero y exclamó:
-Es tarde. Tengo que partir; he de llegar sin falta a la ciudad y aún me quedan leguas de recorrido. Ha escampado y puedo reanudar el viaje. Miguel entristecido objetó:
-Podría quedarse. Me gustaría proseguir esta conversación; no se marche Vd., se lo ruego.
-No puedo permanecer. Lo siento, se lo aseguro; pero volveré porque Vd. conozca a Dios perfectamente; se lo prometo, volveré. Se había calzado las botas, se puso el sombrero, fue a abrir la puerta, cuando Miguel sujetó un momento el picaporte.
-No se vaya sin decirme dónde está.
-¿Quién? -Dios.
Pensativo unos instantes el viajero contestó:
-Sería larga la explicación. No tengo tiempo. Pero una cosa te aseguro: Si le buscas le encontrarás. Volveré. Abrió la puerta y con un adiós se perdió en la negrura de la noche.
Los días siguientes Miguel continuó laborando sus tierras, regando su huerta. Sin embargo no se le iba de la mente la conversación del desconocido: Dios. Este nombre se había posado en su pensamiento y traía en deseo a su corazón. De vez en vez percutía nuevamente sus oídos aquella frase de la despedida:
“Si lo buscas lo encontrarás”. Un día no resistió más. Dejó la azada y el caz, abandonó su sembrado y su labor, cerró la puerta de casa y se echó a andar:
iba en busca de Dios.
“Si lo buscas lo encontrarás”. Sombrero en la cabeza, cayado en la mano, botas fuertes, mochila al flanco, allá va caminando por sendas y trochas en busca de Dios.
Tendióse un mediodía en la pradera; junto a él se balanceaba una Flor.
La Flor le preguntó:
-¿Adónde vas?
-En busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Soñadora le respondió saboreándose en el recuerdo:
-Sí, por aquí pasó una vez. ¡Era tan magnífico, tan vistoso!, ¡su talle tan esbelto!, ¡sus manos de un artista! Y al verme a mí gozosa contemplándole, puso vistosos mis pétalos, airoso mi tallo, y con sus manos de artista recortó mis hojas.
-¿Y dónde está? -Allá en el cielo.
Por eso todos los días abro hacia arriba mi corola por si quizás se asoma. Estoy atada con raíces al suelo y no puedo andar, ¡feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Prosiguió sus jornadas. Un atardecer se sentó sobre un ribazo junto a un árbol donde cantaba un ruiseñor.
El ruiseñor le preguntó:
-¿Adónde vas?
-En busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Se le alegraron las plumas al pajarito y respondió:
-Sí, por aquí pasó una vez. Era embelesador; su voz, todas las armonías en una; su tono, todas las notas en una.
Al verme que le escuchaba suspirando, depositó en mi garganta un regalo de notas: ellas son mi gorjeo. -¿Y dónde está?
-Allá en el cielo.
Por eso canto en la rama más alta. Algunas veces traté de volar hasta Él, pero mis alas resultan pequeñas y no llegan hasta allí. ¡Feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Reemprendió su marcha. Sudoroso tropezó con la brisa que le refrigeró. Abrió su pecho al aura suave, y ésta le acarició.
Le preguntó la brisa:
-¿Adónde vas?
-En busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Se estremeció de júbilo y susurró:
-Sí, por aquí pasó una vez. ¡Era tan espiritual, tan sutil, tan delicado! Al verme extasiada mirándolo me dotó de suavidad y fineza, me fabricó delicada y espiritual. Voy del mar a la tierra y de la tierra al mar; pero Él está en el cielo. A veces me remonto por si logro tocarlo, mas mis fuerzas no llegan; ¡feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Siguió adelante. Calentaba el sol y le agotaba la sed. Entonces divisó un arroyo límpido que resbalaba del monte. Se tendió boca abajo y principió a beber de sus aguas cristalinas.
El arroyo le preguntó:
-¿Adónde vas? -Voy en busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Besando el arroyo flores de sus márgenes, respondió:
-Sí, por aquí pasó una vez. ¡Era maravilloso! su hermosura, su riqueza, su amor era una Inmensidad. Al observarme arrobado contemplándolo, inclinó mi cauce para que fuera a reposar en el océano inmenso; a mi cauce orló de margaritas y lo alfombró de guijas. Desde entonces desciendo mi ruta saltando a la comba y cantando, pues voy a sumirme en la inmensidad del mar, para allí sumergido dormir soñando en la Inmensidad suya.
-¿Dónde está? Allá en el cielo. Por eso a veces me detengo en mi carrera y formo remansos que son las pupilas con que miro al cielo. ¡Feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Reanudó Miguel su marcha. Entró en un desierto de piedras y plantas retorcidas espinosas. En el fondo una choza. Dentro moraba un asceta, seco de tanto ayuno, macerado con penitencias.
-Monje venerable ¿por dónde se llega al cielo?
-Por allí.
Miguel atemorizado exclamó:
-La senda que me muestras es demasiado empinada ¡tendría que trepar con las uñas!
-El camino del cielo es muy cuesta arriba; exige tremendo esfuerzo.
Repuso Miguel: -¡Si está de piedras cortantes!, ¡si está de abrojos que arrancan la carne! Severo el asceta sentenció:
-Al cielo se llega vertiendo sangre, hiriéndose sin compasión. Empezó a trepar. Ascendía con sudor, se dañaba a cada instante.
Al cabo de semanas había progresado apenas, los pies le dolían, las espaldas le pesaban, los dedos se le iban triturando.
Un ángel apareció en el camino; inquirió delicioso:
-¿Adónde vas?
-Al cielo, a servir a Dios. ¿Sabes? estoy enamorado de Él. Quiero estar siempre a su lado para servirle; junto a su mesa yo le escanciaré su copa, yo le encenderé los pebeteros de oro para que ascienda el incienso, y en la noche yo velaré lloviéndole pétalos sobre su sueño divino. Sonrió el ángel y le instruyó:
-No es en el cielo donde te necesita Dios, no es allí donde te está aguardando.
-Pues, ¿dónde? dímelo.
-Allí. Apuntaba hacia la lejanía; un sendero que serpeaba horizontal hacia el confín.
-Síguelo; al final te espera Dios. Tomó el camino apuntado, lo recorría ligero.
¡Qué contento! ¡no era empinado! sí, tenía algunas cuestas, pero solía ser llano; ¡no estaba erizado de espinas! Algunos abrojos surgían, pero a trechos, distanciados.
Terminaba el sendero en un monte. En el monte había una cruz. Y en la cruz gemía Dios. Como un sollozo exclamaba:
-Tengo sed. Voló Miguel hacia la cruz, apoyó una escalera, trepó rápido. A sus labios sedientos aplicó la cantimplora, recién llena de agua fresca en la fontana del valle. Dios bebía y la sed se le apagaba. Presto le extraía las espinas de la frente...
Un griterío se abalanzó contra él. Soldados, verdugos, turbamulta de energúmenos le derribaron al suelo, le aturdieron con injurias y porrazos. Atadas las manos lo condujeron a presidio, porque había intentado liberar el ajusticiado.
Después de meses, cumplida la condena, salió libre. Trabajó, tuvo suerte y ganó mucho dinero. De nuevo tornó a caminar.
Emprendió una ruta que le llevara hasta el Monte.
Otra vez a medio camino el ángel se le presentó:
-¿Adónde vas?
-Al Monte, a servir a Dios. ¿Sabes? poseo mucho dinero; compraré a los verdugos, sobornaré a los soldados, me dejarán que lo desclave y que lo oculte conmigo en donde pueda cuidarlo.
Le instruyó el ángel:
-No es allí donde ahora te necesita. Estuvo aquél día; mas ya no se encuentra allí. Vete por esa senda, o por aquella, o por la otra...; cuando tropieces con alguien que te necesite, o aunque no te necesite, no lo dudes, “ése es Él”. Va de incógnito; tú no te des por enterado, pero sábete que es él.
Echó por la senda primera y avanzaba con ilusión. En esto vio a una mujer desconsolada en llanto. Era una viuda. Muerto su marido se abatieron sobre ella aves rapaces, los acreedores, los falsarios, y la despojaron de todos sus bienes. La despidieron sin casa, y lloraban sus cinco hijos pequeños porque tenían hambre.
Se dijo Miguel: “Aquí está Dios”.
-Tome, mujer, tome dinero; con esto comprará casa y comida para los niños. Le dio mucho dinero; no todo, porque pensaba:
“He de guardar para cuando otra vez encuentre a Dios”. Repartió a los pequeños pan y leche. Los niños palmotearon con alborozo y la madre sonreía consolada. Miguel se alejó pensando:
“Hoy he servido a Dios”.
Cierto día fue un anciano al que vio sentado en una piedra grande, y a su vera en el suelo un hato de leña.
-¿Cómo vamos, abuelito?
Respondió con paciencia alegre:
-Ya ves; los años pueden con uno. Una carguita de leña, y las piernas se niegan; renqueando subiré la cuesta. Le señala su casa en lo alto del montecillo.
-Aguarde, abuelo, que yo soy fuerte. Se dijo Miguel: ”Aquí está Dios”.
Cargó con el haz y animoso subió por la ladera hasta el umbral; depositó junto al quicio la carga.
Bajó y montó al viejo a caballo en sus espaldas.
¡Cómo algunos momentos le pesaba! no obstante por dentro se repetía:
“Aquí va Dios”. Cuando lo descabalgó en el dintel, el viejo le echaba bendiciones y Miguel descendía satisfecho pensando: “Hoy he servido a Dios”.
Entró por una floresta, rociada de colores, rumorosa, engalanada con la banda de un riachuelo. Atado a un álamo un caballo pacía mansamente, y cerca un joven tarareaba una canción. Miguel entabló conversación:
-¿De viaje?
-Sí, de viaje. -Pareces feliz.
-No lo sabes bien. La vida me resulta hoy placentera. Tengo dinero y salud y una prometida que es un encanto. Voy por ella.
Se dijo Miguel: “Aquí está Dios” y añadió: -Eres hermoso tú también y te mereces mucho. Acompañaré tu alegría mientras cantas. De su mochila sacó una flauta y pergeñó un preludio.
El joven quedó estupefacto ante la inspiración inaudita de Miguel. Empezó a cantar con voz preciosa, mientras Miguel entrelazaba una enredadera de notas bellísimas a su canción. Así una y otra vez acometieron diversas tonadas. Terminaron.
El hombre del caballo despidiéndose le abrazó efusivo:
-Quisiera volver a encontrarte. Y nostálgico se alejaba jinete al paso de su montura.
Cuando desapareció entre el ramaje, Miguel se quedó pensando: “Hoy he servido a Dios”.
Era una mañana espléndida. Sentado sobre el césped, cabizbajo, marchito de tristeza, un niño acariciaba su pelotón de colores.
-¿Qué te pasa pequeñín? ¿por qué estás triste? Lloroso, con mimo, contestó:
-No tengo con quien jugar a la pelota. Dos eran mis amigos que vivían ahí enfrente; pero se marcharon sus papas hace unos días y se los llevaron; y no tengo con quien jugar a la pelota.
Miguel se dijo: “Aquí está Dios”.
-¿Quieres que juegue contigo?
Te advierto que a mí también me gusta, y acaso te logre ganar. Se pusieron a jugar; corrían, brincaban, peloteaban, con la mano, con el pie; ¡cómo rieron, cómo corrieron, cómo gozaron!
El niño tras dos horas exclamó:
-Ya me he de ir a casa. ¡Cómo me he divertido hoy! más que nunca. Da gusto jugar contigo. Y le estampó un beso. Miguel le vio alejarse mientras pensaba: “Hoy he servido a Dios”.
Aquella tarde divisó en el horizonte grandes nubes negras. En las montañas lejanas empezaban a descargar el aguacero. Una hora después oyó gritos angustiosos; corrió hacia ellos, llegó a las riberas de un río desbocado. Una niña se había caído y en la corriente tumultuosa se ahogaba. La gente no se atrevía porque era suicida tirarse.
Miguel se dijo: “Ahí está Dios”. Y se tiró a salvarla. Nadaba con denuedo, los remolinos lo zarandeaban, llegó hasta la criatura que se le abrazó férreamente. Miguel se dijo: “Aquí está Dios”.
Los dos se hundieron y volvieron a flotar; enreatados a una cuerda que arrojaron desde la orilla fueron sacados afuera.
La madre de la niña acababa de llegar y la abrazó con frenesí; los espectadores iban a felicitar a Miguel... Explotó la tormenta sobre sus cabezas; las nubes habían encapotado el cielo y reventaban con relámpagos. Un rayo cayó y voló en pedazos el haya cercana.
La gente huyó al poblado cercano; presas de pánico huían a la desbandada.
Miguel agotado se desplomó en el suelo. El río subía y ya las aguas lamían su cuerpo postrado ¿lo arrastrarían inconsciente?
Pudo levantarse y con paso vacilante se fue alejando. La lluvia caía en cascadas, los truenos retumbaban, la noche se ennegrecía. ¿Adónde ir?
Ignoraba la dirección del pueblo; tiritaba de frío y de fiebre; aterido, calenturiento, sentía escalofríos, y un temblor constante le sacudía. ¿Dónde guarecerse?
A tientas dio con una cueva; en ella se amparó; empapado de agua, helado en la noche espantosa, tendióse sin fuerzas en el suelo. La fiebre le devoraba. ¿Moriría solo? ¿abandonado?
De pronto en su modorra sintió que alguien estaba a su lado; alguien que le protegía, que le atendía con el mimo de una madre. ¿Quién era?
Exhausto de fuerzas no podía volverse y preguntar. Sin embargo, era cierto, allí estaba a su vera una ternura poderosa que con sola su presencia le aseguraba, lo hundía en paz.
¡Ah, qué bueno! había prendido una fogata para calentarle; ¡oh, qué alegre fogata, qué ardiente! ya no sentía frío, ya no estaba helado...
Pero ¡si no era una fogata! ¡era un pecho de fuego contra el que le había apretado!
Lo acostó en un colchón de pluma ¡oh qué cama tan mullida! Pero ¡si no era pluma ni lana! ¡era un regazo blandísimo donde lo estaba cuidando!
Y le puso una almohada suave bajo la cabeza... Pero ¡si no era una almohada! ¡era un corazón enternecido! Encendió la luz. Nunca viera tan clara luz...
Pero ¡si no la había encendido!
¡Él mismo era la luz! Miguel se quedó mirándolo: ¡qué portentoso ser!
Superaba todos los sueños, todas las fantasías, era un Encanto Inmenso. Vistoso y esbelto como lo describiera la flor, sus manos de un artista. Su voz todas las notas en una, su arrullo todas las armonías, como recordara el ruiseñor. Su delicada ternura acariciando suprimía todo dolor y creaba la paz entera, como susurraba la brisa.
-Tú eres Dios ¿verdad?
-Sí, soy tu Padre celestial.
Miguel se sumergió en su seno como el arroyo en la inmensidad del mar.
Volvió a mirar a Dios y musitó con queja infantil:
Me dijeron que los otros eran Dios, los que yo viese en mi camino. Sin embargo, no eran bellos como Tú; no eran Dios ¿verdad?
-Yo estoy en el cielo, como me ves. Pero en la tierra tengo todavía mi corazón.
A los que fuiste cuidando y amando eran mi corazón. Le seguía mirando Miguel, absorto, estremecido, amante, y le suplicó:
-No me separaré ya de Ti, ¿verdad?
-No, no te separarás ya de Mí; siempre conmigo, no temas separación.
Una noche tormentosa como hoy ¿recuerdas? te dije: “Si me buscas me encontrarás”.
Me buscaste por el camino verdadero, por la caridad, y me encontraste; ahora ¿cómo nos podremos separar?
Como una lluvia de rosas bajaban los ángeles; unos junto a otros componían una calzada orlada de rosales desde la cueva hasta el cielo. La iba a recorrer Dios con su hijo.
Miguel advirtiéndolo, hundió la frente en el pecho divino, dormido, para mejor dejarse llevar del Amor.
Al día siguiente la gente comentaba que se había muerto. Pero es que se había dormido para mejor dejarse llevar del Amor.
Al recoger la mesa, el agua caía torrencialmente y daba chasquidos en los cristales estrellada por el vendaval; los relámpagos alumbraban con intermitencia y el trueno retumbaba fragoroso. Noche infernal; ¡infeliz de quien fuese sorprendido en descampado! Miguel iba a acostarse.
Un estampido seco, horrísono, como un latigazo, estremeció las paredes; el rayo había apuñalado a una encina cercana que voló en mil pedazos. ¡La tempestad encima!
Unos aldabonazos sonaron en la puerta. Miguel, recién arropado, saltó de la cama y se vistió en un segundo. Algún caminante desgraciado sorprendido en su jornada desfallecía bajo la tormenta. Descorrió el cerrojo. Un hombre calado hasta los huesos demandaba cobijo:
-Llevo prisa, mas con tal tempestad es inútil continuar. Concédame resguardarme aquí. -Pase al instante. Agua goteaban sus ropas. Se quitó el sombrero empapado. Miguel le arrimaba una banqueta a la chimenea donde dormitaba un rescoldo arropado en la ceniza; lo avivó y se retiró por ramaje y astillas a la leñera. En tanto el forastero se descalzaba las botas y se calentaba aterido. Sintiendo a Miguel trastear entre la leña volvió el rostro y preguntó:
-¿Qué hace?
-Coger troncos para el fuego. -No se tome trabajo; con este rescoldo me basta. -De ninguna manera. Es necesaria una buena fogata para secarse; está usted empapado. Ya está allí Miguel con su brazado para alimentar la lumbre. Pronto una fogata alegre llenaba el hogar y el viajero se calentaba; el agua de la ropa se evaporaba. Distraído en sus pensamientos está dormido el forastero. En esto advierte que Miguel acerca una mesa.
-¿Qué hace? -Prepararle cena.
-¡De ninguna manera! ¿cómo voy a tolerar darle fatiga?, si ya ha sido Vd. muy bueno conmigo concediéndome refugio.
-Tiene Vd. que comer. El cuerpo se le está calentando por defuera, pero es menester calentarlo por dentro y restaurar las fuerzas perdidas. Una comida caliente le repondrá. Pugnó el desconocido por ahorrar a Miguel este trabajo, mas en vano. Visiblemente agradecido se sentó a la mesa junto al fuego y comía satisfecho. Miguel le llenaba el vaso de vino. Entretenido en comer se percató de que otra vez el labrador andaba en tarea.
-¿Qué hace
-Le estoy preparando una cama para dormir
-No es posible, repuso el viajero. No es posible; llevo prisa y no podré pernoctar aquí. Se lo agradezco de veras, pero he de continuar mi jornada. Siéntese aquí conmigo; deseo estar un rato con Vd. Convencido Miguel se acomodó a su lado; el huésped había terminado de cenar.
La lluvia decrecía y los truenos cesaron; la tempestad se alejaba.
Empezó el desconocido:
-Yo quisiera pagarle a Vd. su atención conmigo. -¿Por qué?, interrumpió Miguel. ¿Cree Vd. que esto merece pagarse?, ¿podría yo haber hecho otra cosa? Continuó el huésped:
-Me hizo Vd. con placer este servicio. ¿No será para mí un placer hacerle otro? Y le voy a pagar con lo que estimo mejor. ¿Ha oído hablar de Dios?
Miguel le miró perplejo. Nunca había oído hablar de Él. ¿Quién era Dios?
El forastero principió a contarle de Dios. Era un ser maravilloso, era el Amor; quien caía en sus brazos había encontrado toda la felicidad, porque ella es el Amor; quien se apretaba contra su seno, abrazaba todos los tesoros, pues los tesoros son Él; no se supo jamás lo que valía, ni todos los cálculos lograban sobrepasarlo; su sombra es omnipotente, y protegidos por su omnipotencia están los que a Él se confían y en su regazo anidan; su hermosura deja en éxtasis al tiempo y tiene paralizada a la eternidad...
Miguel estupefacto preguntó:
-¿Es hombre?
-No.
-¡Ah! ¿es mujer?
-Tampoco.
Supera al hombre y a la mujer, que de él derivaron su valía y sus calidades. Miró por la ventana el forastero y exclamó:
-Es tarde. Tengo que partir; he de llegar sin falta a la ciudad y aún me quedan leguas de recorrido. Ha escampado y puedo reanudar el viaje. Miguel entristecido objetó:
-Podría quedarse. Me gustaría proseguir esta conversación; no se marche Vd., se lo ruego.
-No puedo permanecer. Lo siento, se lo aseguro; pero volveré porque Vd. conozca a Dios perfectamente; se lo prometo, volveré. Se había calzado las botas, se puso el sombrero, fue a abrir la puerta, cuando Miguel sujetó un momento el picaporte.
-No se vaya sin decirme dónde está.
-¿Quién? -Dios.
Pensativo unos instantes el viajero contestó:
-Sería larga la explicación. No tengo tiempo. Pero una cosa te aseguro: Si le buscas le encontrarás. Volveré. Abrió la puerta y con un adiós se perdió en la negrura de la noche.
Los días siguientes Miguel continuó laborando sus tierras, regando su huerta. Sin embargo no se le iba de la mente la conversación del desconocido: Dios. Este nombre se había posado en su pensamiento y traía en deseo a su corazón. De vez en vez percutía nuevamente sus oídos aquella frase de la despedida:
“Si lo buscas lo encontrarás”. Un día no resistió más. Dejó la azada y el caz, abandonó su sembrado y su labor, cerró la puerta de casa y se echó a andar:
iba en busca de Dios.
“Si lo buscas lo encontrarás”. Sombrero en la cabeza, cayado en la mano, botas fuertes, mochila al flanco, allá va caminando por sendas y trochas en busca de Dios.
Tendióse un mediodía en la pradera; junto a él se balanceaba una Flor.
La Flor le preguntó:
-¿Adónde vas?
-En busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Soñadora le respondió saboreándose en el recuerdo:
-Sí, por aquí pasó una vez. ¡Era tan magnífico, tan vistoso!, ¡su talle tan esbelto!, ¡sus manos de un artista! Y al verme a mí gozosa contemplándole, puso vistosos mis pétalos, airoso mi tallo, y con sus manos de artista recortó mis hojas.
-¿Y dónde está? -Allá en el cielo.
Por eso todos los días abro hacia arriba mi corola por si quizás se asoma. Estoy atada con raíces al suelo y no puedo andar, ¡feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Prosiguió sus jornadas. Un atardecer se sentó sobre un ribazo junto a un árbol donde cantaba un ruiseñor.
El ruiseñor le preguntó:
-¿Adónde vas?
-En busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Se le alegraron las plumas al pajarito y respondió:
-Sí, por aquí pasó una vez. Era embelesador; su voz, todas las armonías en una; su tono, todas las notas en una.
Al verme que le escuchaba suspirando, depositó en mi garganta un regalo de notas: ellas son mi gorjeo. -¿Y dónde está?
-Allá en el cielo.
Por eso canto en la rama más alta. Algunas veces traté de volar hasta Él, pero mis alas resultan pequeñas y no llegan hasta allí. ¡Feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Reemprendió su marcha. Sudoroso tropezó con la brisa que le refrigeró. Abrió su pecho al aura suave, y ésta le acarició.
Le preguntó la brisa:
-¿Adónde vas?
-En busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Se estremeció de júbilo y susurró:
-Sí, por aquí pasó una vez. ¡Era tan espiritual, tan sutil, tan delicado! Al verme extasiada mirándolo me dotó de suavidad y fineza, me fabricó delicada y espiritual. Voy del mar a la tierra y de la tierra al mar; pero Él está en el cielo. A veces me remonto por si logro tocarlo, mas mis fuerzas no llegan; ¡feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Siguió adelante. Calentaba el sol y le agotaba la sed. Entonces divisó un arroyo límpido que resbalaba del monte. Se tendió boca abajo y principió a beber de sus aguas cristalinas.
El arroyo le preguntó:
-¿Adónde vas? -Voy en busca de Dios. ¿Le has visto acaso alguna vez? Besando el arroyo flores de sus márgenes, respondió:
-Sí, por aquí pasó una vez. ¡Era maravilloso! su hermosura, su riqueza, su amor era una Inmensidad. Al observarme arrobado contemplándolo, inclinó mi cauce para que fuera a reposar en el océano inmenso; a mi cauce orló de margaritas y lo alfombró de guijas. Desde entonces desciendo mi ruta saltando a la comba y cantando, pues voy a sumirme en la inmensidad del mar, para allí sumergido dormir soñando en la Inmensidad suya.
-¿Dónde está? Allá en el cielo. Por eso a veces me detengo en mi carrera y formo remansos que son las pupilas con que miro al cielo. ¡Feliz tú que puedes ir a buscarlo!
Reanudó Miguel su marcha. Entró en un desierto de piedras y plantas retorcidas espinosas. En el fondo una choza. Dentro moraba un asceta, seco de tanto ayuno, macerado con penitencias.
-Monje venerable ¿por dónde se llega al cielo?
-Por allí.
Miguel atemorizado exclamó:
-La senda que me muestras es demasiado empinada ¡tendría que trepar con las uñas!
-El camino del cielo es muy cuesta arriba; exige tremendo esfuerzo.
Repuso Miguel: -¡Si está de piedras cortantes!, ¡si está de abrojos que arrancan la carne! Severo el asceta sentenció:
-Al cielo se llega vertiendo sangre, hiriéndose sin compasión. Empezó a trepar. Ascendía con sudor, se dañaba a cada instante.
Al cabo de semanas había progresado apenas, los pies le dolían, las espaldas le pesaban, los dedos se le iban triturando.
Un ángel apareció en el camino; inquirió delicioso:
-¿Adónde vas?
-Al cielo, a servir a Dios. ¿Sabes? estoy enamorado de Él. Quiero estar siempre a su lado para servirle; junto a su mesa yo le escanciaré su copa, yo le encenderé los pebeteros de oro para que ascienda el incienso, y en la noche yo velaré lloviéndole pétalos sobre su sueño divino. Sonrió el ángel y le instruyó:
-No es en el cielo donde te necesita Dios, no es allí donde te está aguardando.
-Pues, ¿dónde? dímelo.
-Allí. Apuntaba hacia la lejanía; un sendero que serpeaba horizontal hacia el confín.
-Síguelo; al final te espera Dios. Tomó el camino apuntado, lo recorría ligero.
¡Qué contento! ¡no era empinado! sí, tenía algunas cuestas, pero solía ser llano; ¡no estaba erizado de espinas! Algunos abrojos surgían, pero a trechos, distanciados.
Terminaba el sendero en un monte. En el monte había una cruz. Y en la cruz gemía Dios. Como un sollozo exclamaba:
-Tengo sed. Voló Miguel hacia la cruz, apoyó una escalera, trepó rápido. A sus labios sedientos aplicó la cantimplora, recién llena de agua fresca en la fontana del valle. Dios bebía y la sed se le apagaba. Presto le extraía las espinas de la frente...
Un griterío se abalanzó contra él. Soldados, verdugos, turbamulta de energúmenos le derribaron al suelo, le aturdieron con injurias y porrazos. Atadas las manos lo condujeron a presidio, porque había intentado liberar el ajusticiado.
Después de meses, cumplida la condena, salió libre. Trabajó, tuvo suerte y ganó mucho dinero. De nuevo tornó a caminar.
Emprendió una ruta que le llevara hasta el Monte.
Otra vez a medio camino el ángel se le presentó:
-¿Adónde vas?
-Al Monte, a servir a Dios. ¿Sabes? poseo mucho dinero; compraré a los verdugos, sobornaré a los soldados, me dejarán que lo desclave y que lo oculte conmigo en donde pueda cuidarlo.
Le instruyó el ángel:
-No es allí donde ahora te necesita. Estuvo aquél día; mas ya no se encuentra allí. Vete por esa senda, o por aquella, o por la otra...; cuando tropieces con alguien que te necesite, o aunque no te necesite, no lo dudes, “ése es Él”. Va de incógnito; tú no te des por enterado, pero sábete que es él.
Echó por la senda primera y avanzaba con ilusión. En esto vio a una mujer desconsolada en llanto. Era una viuda. Muerto su marido se abatieron sobre ella aves rapaces, los acreedores, los falsarios, y la despojaron de todos sus bienes. La despidieron sin casa, y lloraban sus cinco hijos pequeños porque tenían hambre.
Se dijo Miguel: “Aquí está Dios”.
-Tome, mujer, tome dinero; con esto comprará casa y comida para los niños. Le dio mucho dinero; no todo, porque pensaba:
“He de guardar para cuando otra vez encuentre a Dios”. Repartió a los pequeños pan y leche. Los niños palmotearon con alborozo y la madre sonreía consolada. Miguel se alejó pensando:
“Hoy he servido a Dios”.
Cierto día fue un anciano al que vio sentado en una piedra grande, y a su vera en el suelo un hato de leña.
-¿Cómo vamos, abuelito?
Respondió con paciencia alegre:
-Ya ves; los años pueden con uno. Una carguita de leña, y las piernas se niegan; renqueando subiré la cuesta. Le señala su casa en lo alto del montecillo.
-Aguarde, abuelo, que yo soy fuerte. Se dijo Miguel: ”Aquí está Dios”.
Cargó con el haz y animoso subió por la ladera hasta el umbral; depositó junto al quicio la carga.
Bajó y montó al viejo a caballo en sus espaldas.
¡Cómo algunos momentos le pesaba! no obstante por dentro se repetía:
“Aquí va Dios”. Cuando lo descabalgó en el dintel, el viejo le echaba bendiciones y Miguel descendía satisfecho pensando: “Hoy he servido a Dios”.
Entró por una floresta, rociada de colores, rumorosa, engalanada con la banda de un riachuelo. Atado a un álamo un caballo pacía mansamente, y cerca un joven tarareaba una canción. Miguel entabló conversación:
-¿De viaje?
-Sí, de viaje. -Pareces feliz.
-No lo sabes bien. La vida me resulta hoy placentera. Tengo dinero y salud y una prometida que es un encanto. Voy por ella.
Se dijo Miguel: “Aquí está Dios” y añadió: -Eres hermoso tú también y te mereces mucho. Acompañaré tu alegría mientras cantas. De su mochila sacó una flauta y pergeñó un preludio.
El joven quedó estupefacto ante la inspiración inaudita de Miguel. Empezó a cantar con voz preciosa, mientras Miguel entrelazaba una enredadera de notas bellísimas a su canción. Así una y otra vez acometieron diversas tonadas. Terminaron.
El hombre del caballo despidiéndose le abrazó efusivo:
-Quisiera volver a encontrarte. Y nostálgico se alejaba jinete al paso de su montura.
Cuando desapareció entre el ramaje, Miguel se quedó pensando: “Hoy he servido a Dios”.
Era una mañana espléndida. Sentado sobre el césped, cabizbajo, marchito de tristeza, un niño acariciaba su pelotón de colores.
-¿Qué te pasa pequeñín? ¿por qué estás triste? Lloroso, con mimo, contestó:
-No tengo con quien jugar a la pelota. Dos eran mis amigos que vivían ahí enfrente; pero se marcharon sus papas hace unos días y se los llevaron; y no tengo con quien jugar a la pelota.
Miguel se dijo: “Aquí está Dios”.
-¿Quieres que juegue contigo?
Te advierto que a mí también me gusta, y acaso te logre ganar. Se pusieron a jugar; corrían, brincaban, peloteaban, con la mano, con el pie; ¡cómo rieron, cómo corrieron, cómo gozaron!
El niño tras dos horas exclamó:
-Ya me he de ir a casa. ¡Cómo me he divertido hoy! más que nunca. Da gusto jugar contigo. Y le estampó un beso. Miguel le vio alejarse mientras pensaba: “Hoy he servido a Dios”.
Aquella tarde divisó en el horizonte grandes nubes negras. En las montañas lejanas empezaban a descargar el aguacero. Una hora después oyó gritos angustiosos; corrió hacia ellos, llegó a las riberas de un río desbocado. Una niña se había caído y en la corriente tumultuosa se ahogaba. La gente no se atrevía porque era suicida tirarse.
Miguel se dijo: “Ahí está Dios”. Y se tiró a salvarla. Nadaba con denuedo, los remolinos lo zarandeaban, llegó hasta la criatura que se le abrazó férreamente. Miguel se dijo: “Aquí está Dios”.
Los dos se hundieron y volvieron a flotar; enreatados a una cuerda que arrojaron desde la orilla fueron sacados afuera.
La madre de la niña acababa de llegar y la abrazó con frenesí; los espectadores iban a felicitar a Miguel... Explotó la tormenta sobre sus cabezas; las nubes habían encapotado el cielo y reventaban con relámpagos. Un rayo cayó y voló en pedazos el haya cercana.
La gente huyó al poblado cercano; presas de pánico huían a la desbandada.
Miguel agotado se desplomó en el suelo. El río subía y ya las aguas lamían su cuerpo postrado ¿lo arrastrarían inconsciente?
Pudo levantarse y con paso vacilante se fue alejando. La lluvia caía en cascadas, los truenos retumbaban, la noche se ennegrecía. ¿Adónde ir?
Ignoraba la dirección del pueblo; tiritaba de frío y de fiebre; aterido, calenturiento, sentía escalofríos, y un temblor constante le sacudía. ¿Dónde guarecerse?
A tientas dio con una cueva; en ella se amparó; empapado de agua, helado en la noche espantosa, tendióse sin fuerzas en el suelo. La fiebre le devoraba. ¿Moriría solo? ¿abandonado?
De pronto en su modorra sintió que alguien estaba a su lado; alguien que le protegía, que le atendía con el mimo de una madre. ¿Quién era?
Exhausto de fuerzas no podía volverse y preguntar. Sin embargo, era cierto, allí estaba a su vera una ternura poderosa que con sola su presencia le aseguraba, lo hundía en paz.
¡Ah, qué bueno! había prendido una fogata para calentarle; ¡oh, qué alegre fogata, qué ardiente! ya no sentía frío, ya no estaba helado...
Pero ¡si no era una fogata! ¡era un pecho de fuego contra el que le había apretado!
Lo acostó en un colchón de pluma ¡oh qué cama tan mullida! Pero ¡si no era pluma ni lana! ¡era un regazo blandísimo donde lo estaba cuidando!
Y le puso una almohada suave bajo la cabeza... Pero ¡si no era una almohada! ¡era un corazón enternecido! Encendió la luz. Nunca viera tan clara luz...
Pero ¡si no la había encendido!
¡Él mismo era la luz! Miguel se quedó mirándolo: ¡qué portentoso ser!
Superaba todos los sueños, todas las fantasías, era un Encanto Inmenso. Vistoso y esbelto como lo describiera la flor, sus manos de un artista. Su voz todas las notas en una, su arrullo todas las armonías, como recordara el ruiseñor. Su delicada ternura acariciando suprimía todo dolor y creaba la paz entera, como susurraba la brisa.
-Tú eres Dios ¿verdad?
-Sí, soy tu Padre celestial.
Miguel se sumergió en su seno como el arroyo en la inmensidad del mar.
Volvió a mirar a Dios y musitó con queja infantil:
Me dijeron que los otros eran Dios, los que yo viese en mi camino. Sin embargo, no eran bellos como Tú; no eran Dios ¿verdad?
-Yo estoy en el cielo, como me ves. Pero en la tierra tengo todavía mi corazón.
A los que fuiste cuidando y amando eran mi corazón. Le seguía mirando Miguel, absorto, estremecido, amante, y le suplicó:
-No me separaré ya de Ti, ¿verdad?
-No, no te separarás ya de Mí; siempre conmigo, no temas separación.
Una noche tormentosa como hoy ¿recuerdas? te dije: “Si me buscas me encontrarás”.
Me buscaste por el camino verdadero, por la caridad, y me encontraste; ahora ¿cómo nos podremos separar?
Como una lluvia de rosas bajaban los ángeles; unos junto a otros componían una calzada orlada de rosales desde la cueva hasta el cielo. La iba a recorrer Dios con su hijo.
Miguel advirtiéndolo, hundió la frente en el pecho divino, dormido, para mejor dejarse llevar del Amor.
Al día siguiente la gente comentaba que se había muerto. Pero es que se había dormido para mejor dejarse llevar del Amor.
Ser Bueno
“Si das a cada uno su derecho
y haces justicia al desvalido
que carece de patrono e influencia,
si no pones acechanza a hacienda ajena
ni a mujer que no te pertenece;
si al que te hizo mal, mal no le haces
y renuncias a venganza,
si al que te hace bien se lo agradeces
y guardas dulcemente su recuerdo,
si devuelves bien por bien
y aun superas el favor que recibiste;
si guardas el secreto que es de otro
para que muera contigo,
si al que cayó no le zahieres
ni le afrentas su bajeza,
si sientes compasión con el que sufre
y más compasión con el que peca;
si no sale de tu boca escarnio y burla
y la murmuración en tu voz no encuentra sitio,
si lo mejor no te lo arrogas
ni abandonas al prójimo las sobras,
si vino a ti el amigo y confió
y no quedó nunca defraudado;
si la sonrisa está más presta en tu semblante
que el disgusto y la displicencia,
si da tu mano quien pide con motivo
y acompañas un kilómetro al que medio necesita;
si eres más pronto al sí que al no:
piensa que eso es ser cristiano.
sigue adelante esta senda, que es senda de Dios,
síguela, que todavía… te queda por avanza.
Si lloras con el que llora
y penas ajenas son tus penas,
si haces sonreír al desdichado
y buscas al amigo en su desgracia,
si renuncias a la fiesta por servir al impedido
y dejas el espectáculo por descender al tugurio,
si derramas la alegría en tu contorno
y añoran deseosos tu presencia,
si recibes al pecador como una madre
y no hay condena en tu boca
ni desprecio en tu mirada;
si al malo tu virtud no echas en cara
ni le afeas despectivo su conducta,
si excusas su pecado;
y le das el cobijo de tus brazos,
piensa que eso es ser cristiano.
Sigue adelante esta senda, que es senda de Dios,
síguela que, todavía… te queda por avanzar.
Si eres báculo para el anciano
y padre para el huérfano,
si eres ojos para el ciego
y pies para el impedido,
si eres rico para el pobre,
y poderoso para el desamparado;
si no apartas el rostro del que te rogaba
y el pobre verdadero no quedó desatendido,
si tus pies conocían el camino del suburbio
aún mejor que el de la vía urbanizada;
si fuiste hospitalario con el forastero,
y con el pariente empobrecido,
si al que necesitó prestaste
aun para perder dinero,
si gastabas horas a la cabeza del enfermo
y al lado del afligido;
si fuiste la esperanza del que cayó en la sima
y la confianza del oprimido:
Piensa que eso es ser cristiano
y haber aprendido a Cristo.
Sigue adelante esta senda,
que todavía… te queda por avanzar.
Si tienes las manos abiertas
más para dar que para recibir,
si cuando dices que no,
nadie dudará que no puedes más;
si tu puesto no te engríe
y eres servidor de todos,
si cargaste con sus cargas
y cada noche tus espaldas van cansadas;
si al impertinente sufres
y al pesado y al rastrero sobrellevas,
si olvidas los agravios
y groserías dejas pasar inadvertidas;
si te alegras de felicidad ajena
y haces fiesta por su dicha,
si sus éxitos aplaudes
y le ayudas a tenerlos,
si ruegas por quien te hizo mal
y compartes con los pobres tus riquezas,
si das tu tiempo a los demás
y andas cansado porque
en hacer bien no descansas;
si llevas la paz a los hombres,
y la dicha y la concordia
son las huellas de tus pasos:
Piensa que eso es ser cristiano y eso es ser bueno.
Aún te queda un poco por avanzar.
Si soportas las injurias
y conservas la dulzura,
si ere más fuerte para hacerle bien
que el malo para hacerte mal,
si piensas en los otros más que en ti
y tu vida está vuelta a los demás;
si te arriesgas por el prójimo
y te metes en peligros,
si te empobreces por enriquecerle
y das tu vida por la suya;
si por su honor tu honor expones,
y aun tu gloria por la suya:
Entonces, ya eres del todo cristiano;
y eso es ser bueno.
no busques más,
que ya estás
en Dios.
DIVINIZANDO
“Bailaba gozosa la llama,
y un carbón admiraba su danza;
bailaba la llama desnuda, en el invierno,
y un hierro frío la envidiaba;
chisporroteaba, dando luz,
y una astilla suspiraba:
¡si pudiera yo dar luz”…
Y dijo la llama al carbón:
“hazte fuego y danzarás”.
Y el carbón se entró en el fuego,
y pronto era una llama que danzaba.
Y dijo la llama al hierro:
“Hazte fuego, y estarás caliente”.
Y el hierro se entró en el fuego,
y pronto estuvo incandescente.
Y dijo la llama a la astilla:
“Hazte fuego, y darás luz”.
La astilla se entró en el fuego,
y luego era toda una luz en derredor.
Hierro, astilla, carbón,
¿qué hicisteis para ser llama?
“Como la llama es fuego,
nos hicimos fuego
y quedamos llama”.
Cristiano que eres hierro, astilla o carbón:
si quieres ser llama, hazte fuego,
porque la llama es fuego;
si quieres hacerte Dios, hazte amor,
porque Dios es Amor.
Por escribir estas verdades evangélicas sobre la caridad fue perseguido, encarcelado e incomunicado bajo prohibición absoluta de predicar. “Yo no me he hecho sacerdote para traicionar al Evangelio”.
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