EL Rincón de Yanka: EL DERECHO Y EL DEBER FUNDAMENTAL DE LA FE EN LA VIDA PÚBLICA Y SOCIAL: PERSONALIZAR Y CON-VIVIR LA FE

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viernes, 11 de diciembre de 2009

EL DERECHO Y EL DEBER FUNDAMENTAL DE LA FE EN LA VIDA PÚBLICA Y SOCIAL: PERSONALIZAR Y CON-VIVIR LA FE


Se ha instaurado en la sociedad la resignación o la falsa creencia de que la religión es algo que pertenece al ámbito privado del ser humano, de tal forma que la práctica y enseñanza de las misma debe situarse en el ámbito familiar y más interno del individuo.
Algo que está reñido absolutamente con la libertad religiosa que es innata al hombre.



¿Y POR QUÉ NO EL LAICISMO A LO PRIVADO?
Por tanto el derecho que yo tengo a profesar una religión es algo que no me otorgan las leyes, sino que me otorga mi condición de ser humano libre. Por tanto no es función de los poderes públicos el garantizar la libertad religiosa per se, porque es algo innato al hombre que por tanto ya está garantizado, sino que su obligación es evitar que esos derechos sean pisoteados.

Más aún. El estado de derecho no es el guardián en ningún caso de las libertades individuales del hombre, sólo debe velar por que nadie vulnere esos derechos propios del ser humano. La libertad de prensa, la libertad de expresión o la misma libertad religiosa existen a pesar del estado, es decir, el hombre hace uso de ellas con y sin estado, con y sin leyes, con y sin derecho.

Por tanto creer que las leyes son necesarias para regular las libertades y los derechos fundamentales, que no hay que olvidar que priman sobre los derechos del colectivo, es cometer un error. Ningún político, sea del partido que sea, tiene derecho a decidir sobre los derechos que tengo yo como persona. Así pues cuando alguien regula la libertad de expresión de los medios o la libertad religiosa del hombre está vulnerando un derecho inviolable e inlegislable del ser humano. Lo único que se podría permitir es que el estado de derecho legislase (véase por ejemplo el artículo 20 de la Constitución) para garantizar que nadie violase esos derechos propios del hombre.

Y de igual manera, condenar la religión a lo privado es cohibir la libertad religiosa del hombre. Para el creyente la religión y Dios, entendido como el ente supremo de la existencia, son pilares fundamentales en su vida, o sea, que es impensable que uno de los pilares de nuestra vida quede relegado a un segundo plano en detrimento de otros pilares importantes, pero no tan trascendentes. Por tanto la expresión religiosa, entendida desde el respeto al diferente, debe así mismo cuidarse y garantizarse en la vida pública.

Y alrededor de este eje gira el tan desgastado tema de la aconfesionalidad del estado. Un estado que se crea democrático debe optar como única posibilidad por la existencia de un estado aconfesional, que no laico. El estado aconfesional protege la libertad del individuo a ser un ser religioso, algo que repito le es innato, y sin dañar a nadie garantiza a su vez el derecho de agnósticos y ateos. Es por tanto el estado aconfesional el que protegiendo la religión la mantiene a su vez al otro lado de la frontera de las funciones insustituibles del estado, sin beneficiarla pero también sin perjudicarla.

El estado laico, sin embargo, parte indudablemente del sentimiento ateo y por ende en nuestra sociedad del no respeto a la religión. La asepsia del estado hacia lo religioso se garantiza con el respeto mutuo y a la vez con la separación, sin una sumisión del derecho a la religión ni viceversa, algo que sólo la aconfesionalidad garantiza. El estado laico parte de una concepción dominante que prima el supuesto derecho del estado a legislar la libertad religiosa innata del hombre, dejando al hombre religioso en inferioridad con respecto al no religioso.

Un estado que legisla lo religioso con una sensación de superioridad, por ende un estado laico y ateo, es el camino de la destrucción del hombre, el camino inexorable hacia el relativismo moral y la muerte de Dios que defendía Nietchze. Por eso el estado debe valorar ante todo, por encima de las leyes-que además son fluctuantes y cambiantes según las necesidades-, al individuo libre en sí mismo. Primar al estado, por tanto al colectivo, y a las leyes, por tanto al deseo de la oligocracia injustamente elegida por el pueblo dominado por el hombre-masa, sólo conduce al fin de nuestra decadente civilización.

He ahí por tanto que se hace imprescindible la aconfesionalidad del estado. Así se garantiza un trato justo al hombre religioso, sin sumisón a la religión, y sin la renuncia a los principios democráticos y legales en las que se asienta el estado de bienestar. Por tanto el respeto escrupuloso desde las altas esferas hasta las cloacas del estado a las religiones y a sus formas de organización son el primer requisito para considerar a un estado como democrático.

Si consideramos imprescindible la separación de lo legislativo, lo ejecutivo y lo judicial; si creemos fielmente en la separación Iglesia-estado; si vemos con buenos ojos la independencia del poder de los medios de comunicación y al revés...

¿Por qué hay que respetar a unos y no a otros?
¿Por qué se garantizan las elecciones democráticas, pilar básico de la democracia, y no la libertad religiosa?

Muy sencillo, porque se quiere convertir a lo religioso en algo subordinado al resto de ámbitos, de tal forma que apretando la tuerca se consiga al final el tan ansiado deseo de muchos de destruir definitivamente la religión de la vida pública.

Por tanto es evidente que la sociedad supuestamente avanzada va camino del retroceso. No avanzamos en libertades, sino que vamos hacia la destrucción de lo tradicional, de lo incómodo y de las libertades propias del hombre en general. Se nos quiere hacer creer que no aceptamos la democracia por defender públicamente lo religioso y estar en contra del relativismo moral. Pero lo que no podemos tolerar es la marginación de lo religioso al ámbito privado como antesala a su destrucción definitiva, paso previo a su vez de la destrucción misma del hombre.

Como tampoco se puede judializar la vida y la cultura de un pueblo. Porque haya un individuo que no quiera lo común y mayoritario de una sociedad, utiliza los legalismos estúpidos; Es como aquél único vecino que denunció que le molestaban las campanadas de la iglesia del pueblo y el 99,99 del pueblo tiene que recoger firmas para que vuelvan a repicar como siempre había sido.

La estupidez a la enésima potencia:
Ver: http://www.andaluciainformacion.es/portada/?i=35&a=68513&f=0


Al final el hombre se esconde en el colectivo para negar las libertades individuales y se hunde en el relativismo para negar lo común y mayoritario, la máxima que muy bien explicara San Agustín: nadie niega a Dios, sino aquel a quien le conviene que Dios no exista.


La religión en la vida pública
Alberto Esteban
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