TIERRA DE PENUMBRAS
(Shadowlands)
El dolor de amar
según C. S. Lewis
“Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer pero le grita mediante el dolor: el dolor es su megáfono para despertar a un mundo adormecido”. C.S. Lewis
“Leemos para saber que no estamos solos”.
"El dolor de entonces es parte de la felicidad de ahora".
En este final de siglo, inesperado barrendero de utopías, mucha gente se ha quedado sin respuestas a las preguntas cruciales. La cuestión es decisiva. Pues lo mismo que hunde a algunos en la desesperanza puede abrir a otros horizontes sobrenaturales. Es lo que muestra, magistralmente, Richard Attenborough en su última película, Tierras de penumbra (Shadowlands). A través de ella acerca al gran público la vida y obra del escritor inglés C. S. Lewis, uno de los más destacados apologistas cristianos del siglo XX. Sus preciosas imágenes ofrecen una sugestiva mirada al dolor que comporta la entrega al amor.
Tierras de penumbra describe una historia de amor: la que mantuvieron en los años cincuenta C. S. Lewis (Anthony Hopkins) y la poetisa norteamericana Helen Joy Gresham (Debra Winger). Joy, de origen judío, se había convertido al cristianismo influida en gran medida por las obras de Lewis. Tras varios años de relación epistolar, Joy visita por vez primera a Lewis en 1952. Al año siguiente, tras divorciarse de su marido alcohólico, el también escritor William Gresham, Joy se instala definitivamente en Inglaterra con sus dos hijos.
Un idilio crepuscular
Desde ese momento, el trato entre Joy y Lewis se intensifica, sin salirse inicialmente de los límites de una amistad puramente intelectual. Pero en 1956 se diagnostica a Joy un grave cáncer óseo. Lewis acepta entonces un singular matrimonio civil de conveniencia para que Joy pueda obtener la nacionalidad británica. Poco a poco, el sesudo y solterón profesor de Oxford se da cuenta de que siente por Joy verdadero amor. Y así, el 21 de marzo de 1957 tiene lugar la boda canónica anglicana en la habitación del hospital donde estaba ingresada Joy. Por aquel entonces, Lewis tenía 59 años; ella, 42.
Joy se recupera momentáneamente, vive con sus dos hijos en la casa de Lewis en Oxford e, incluso, hace con él un viaje a Grecia en la primavera de 1960. Son los años más felices de la vida de ambos. Pero al poco del viaje a Grecia, Joy vuelve a recaer y, finalmente, muere tres meses después.
Esta historia romántica ha sido convertida en guión cinematográfico por William Nicholson, a partir de un trabajo suyo para la televisión británica, más tarde convertido en obra de teatro. En su adaptación -que opta al Oscar-, Nicholson se ha tomado algunas licencias. Entre otras cosas, sólo aparece uno de los hijos de Joy, Douglas (Joseph Mazzello), y no se cita el viaje a Grecia ni la controversia entre el obispo anglicano de Oxford y Lewis por su matrimonio con una divorciada.
Por otro lado, la Joy real era menos atractiva y estaba más avejentada que la que representa en pantalla Debra Winger. Sin embargo, estas licencias y omisiones no afectan decisivamente a los elementos fundamentales de la historia real.
Supuesta soledad
La película presenta a Lewis como un profesor cauteloso que vive “encerrado en la cárcel de sí mismo”, lee profusamente “para saber que no está solo” y organiza su vida privada para que nadie pueda tocarla. A pesar de sus encendidas proclamas, tiene miedo a darse del todo a los demás, a dejarse llevar por las emociones o las pasiones humanas, aunque sean nobles. Porque sabe que la alegría de amar de verdad pasa de un modo u otro por saborear también el regusto amargo del dolor.
Quizá en este punto la película desfigura un poco la realidad. Sin duda, el hermético ambiente académico de Oxford -muy bien descrito en el film- y su propio carácter introvertido marcaron la personalidad de Lewis. Pero no hay que olvidar que en aquellos años ya era muy popular, que participaba en una animada tertulia de escritores y que siempre consideró y vivió la amistad -así lo señaló en Los cuatro amores (ver servicio 66/89)- como “uno de los platos fuertes en el banquete de la vida”.
Estas ideas se apuntan en la película, pero no se desarrollan. También queda en simple esbozo -aunque de gran vigor- el trabajo de Lewis como educador y como novelista de éxito, sobre todo a través de su famosa saga infantil Las crónicas de Narnia (ver suplemento 11/87 y servicios 51/88 y 167/91). Ha preferido Attenborough diseccionar a fondo su encuentro, gozoso y trágico a la vez, con el amor y la muerte.
El cincel de Dios
En efecto, esa supuesta soledad de Lewis se ve trágicamente rota con su relación con Joy Gresham, que, a diferencia de él, es pura vitalidad. En un principio, la muerte de Joy hizo tambalearse incluso las firmes convicciones religiosas de Lewis, como él mismo reconoció con desgarrada sinceridad en su obra Una pena observada. Sin embargo, el choque con el sufrimiento le serviría finalmente para madurar su fe.
Él ya sabía la teoría. Así, a lo largo del film, se ve a Lewis desarrollar en conferencias dos ideas clave en torno al dolor. Por un lado, señala que “el sufrimiento es el cincel que Dios emplea para perfeccionar al hombre”. Por otro, defiende que es precisamente el sufrimiento el que “nos lanza al mundo de los demás”. Pero será al sentir en propia carne el dolor por la muerte de un ser amado cuando Lewis comprenda el verdadero alcance de sus afirmaciones.
Hondura sin sentimentalismo
Era muy difícil abarcar plenamente la rica personalidad de Lewis, pero su talla humana e intelectual queda patente en la película. En este sentido, la sutilísima y contenida caracterización de Anthony Hopkins resulta magistral; como lo es también la de Debra Winger, que le ha valido la candidatura al Oscar a la mejor actriz.
Por su parte, Richard Attenborough lleva a cabo una primorosa puesta en escena, de ritmo apacible, que permite una sólida definición de caracteres y ambientes. Además, evita con decisión la tendencia hacia el exceso melodramático propio de la historia, a través de un punto de vista en el que la reflexión domina siempre sobre el sentimentalismo.
En el aspecto formal, Attenborough ha jugado con acierto la baza de la humildad: su cámara deja en todo momento que se luzcan los actores y que resplandezcan con luz propia los certeros diálogos. El premio es que sus encuadres y movimientos de cámara -a veces muy sugestivos-, así como su cuidado envoltorio fotográfico (Roger Pratt) y musical (George Fenton), acaban revelando su perfección técnica y su hondura artística.
A los expertos en Lewis quizá les sepa a poco la película: hay tantos temas interesantes que no trata… Pero no se puede negar que es una auténtica obra de arte. Porque su belleza formal es reflejo de una profunda verdad: la que se refiere a la dignidad, la trascendencia y la capacidad de amor, solidaridad y sacrificio del ser humano.
A pesar del título, no hay ni rastro de pesimismo en las conclusiones: la película acaba siendo una enérgica afirmación de la vida. Como decía el propio C. S. Lewis, “vivimos en tierras de penumbra”; pero “hay luz en la oscuridad”.
Jerónimo José Martín
Entender el sufrimiento
Tierras de penumbra es una película singular, porque ofrece frontalmente una reflexión seria sobre el sentido del dolor. Naturalmente, en una película no hay tiempo para mucho, pero el esquema es nítido, veraz, fuera de toda ñoñería y de toda tonta incredulidad.
Vemos a C. S. Lewis, conferenciante de temas cristianos, tratando con frecuencia el tema del dolor. Aparecen muchos de los argumentos cristianos verdaderos, pero repetidos con frecuencia sin haberlos experimentado. Esa posición de Lewis puede verse en su libro El problema del dolor (1). Ideas como ésta: “Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestros dolores: es su megáfono para despertar a un mundo sordo”.
Pues bien: muere, de cáncer, su esposa Joy Gresham. Y aquel hombre, que hablaba muy bien del amor, pero que no había querido con locura a nadie, salvo a su Joy, se da cuenta de que la mayoría de las cosas que ha escrito y predicado sobre la aceptación del dolor suenan literalmente a música celestial.
En esa circunstancia, escribe unos cuadernos con sus doloridas impresiones ante la muerte de su esposa -designada en ellos como H.- y sus quejas dirigidas a Dios. Después de la película he vuelto a leer ese libro -Una pena observada (2)- y sigo pensando que esa obra es como una vacuna. Y que deberían leerla -por desgracia, está agotada- todas las personas que han sentido a veces chirriar algo en su interior cuando “el consuelo de la religión” es presentado como una cadena de tópicos.
Una vacuna
Lewis rectifica después sus quejas iniciales contra Dios, pero pienso que no como un final feliz, sino en otro plano, difícil incluso de explicar, pero real, profundo, de verdadera raíz de fe. Esa fe que no tiene necesariamente que pasar por la prueba, pero de la que no puede excluirse la dureza desgarradora de la prueba.
No es que Lewis se rebele contra Dios. No es, ni a distancia, de esos que escriben una vez más que “después de Auschwitz no se puede creer en Dios”. O de ésos que siguen con el tópico de que “después de la muerte de un niño inocente es imposible escribir poesía”. Es una vacuna contra la superficialidad religiosa.
Lo que se puede ver en Una pena observada no es que Lewis no entienda la muerte de Joy: la muerte es lo primero que se entiende cuando se llega a la edad adulta. Lo corriente es la muerte.
Lo que no se entiende es que te tengas que quedar sin los momentos de alguien a quien amas en cada momento. En la película hay una escena memorable, en la que el hijo de Joy y Lewis lloran en el desván, lloran sin consuelo posible, porque no pueden admitir que Joy no esté: quieren verla. Y esa palabra, verla, da idea de todo el dolor, del imparable dolor.
La cuestión no es tanto que en el amor de Lewis (y en el de tantos casos semejantes, en el dolor de gente con fe) hubiera un desorden, por el que colocaba a Joy por encima de Dios. Era el hueco que deja el amor, el desgarrón de la ausencia, el muñón del sentimiento… Algo especialmente doloroso cuando, además, Joy era una persona activa, sin tontas pudibundeces, con una energía insólita. Ella supo morir con más fortaleza de la que tuvo Lewis al soportar la terrible ausencia.
“No entendéis”
En la última parte de Una pena observada, Lewis llega a una situación de mayor conformidad con la voluntad de Dios, siempre sin tópicos baratos. Por así decir, llega a ver un poco las cosas desde el punto de vista de Dios. Y piensa que Dios no le consuela con los tópicos que a veces usan algunos de sus predicadores, sino que le mete en otro mundo, en otra lógica.
El lenguaje de Lewis es éste: “Cuando le planteo estos dilemas a Dios, no hallo contestación. Aunque más bien es una forma especial de decir: ‘No hay contestación’. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviera la cabeza no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: ‘Cállate, hijo, que no entiendes'”. Es la lógica de Dios.
En esa nueva lógica, no se suprime el dolor, ni siquiera se dice que es un “megáfono para despertar a un mundo sordo”. En esa nueva lógica todo queda con los tintes duros -pero no tristes- de una muerte que es un mazazo al corazón. Pero se mira a Dios y se llega a pensar, aunque no se digan quizá esas palabras, que “Él sabe más”. Por eso puede escribir: “Mis apuntes han tratado de mí, de H. y de Dios. Por ese orden. Exactamente el orden y las proporciones que no deberían haberse dado”. El orden que debería haberse dado es, claramente, “Dios, H. y yo”.
Dos plagas
Es pensable que, cuando se plantea una nueva evangelización, lo primero que debería hacerse es un esfuerzo nuevo para evitar los viejos tópicos, los refranes repetidos por enésima vez, la simple “técnica de hablar de Dios”, como decía el Beato Josemaría Escrivá que les quedaba a algunos que habían echado por la borda todo lo demás. El caso de Lewis, ante un tema crucial como el del sentido del dolor por la muerte de alguien a quien se ama con locura, es ejemplar. Tanto en el mismo tema como en el tono, en el estilo, en la dimensión en la que se sitúa.
Las dos grandes plagas de la religión, desde dentro de la práctica de la misma religión, han sido, desde hace quizá más de dos siglos, el puritanismo y, por decirlo de algún modo, el sacristanismo. El puritanismo, porque ve antes que nada el castigo y el rigor. Y el sacristanismo, porque entiende la religión como algo antes que nada institucional y, dentro de eso, un poco a lo cosa nostra.
Son muy frecuentes hoy día las quejas por el contenido inmoral de aquel libro, de esa serie de televisión, de esa película. Pues una vez que se tiene una película inmejorable desde casi cualquier punto de vista, Tierras de penumbra, y un libro que se toma la fe en serio, Una pena observada, sería un poco triste que pasasen inadvertidos, o como simples hechos de los que se habla.
Y como Una pena observada está agotado y la editorial que lo publicó ha desaparecido, sería deseable que alguna otra editorial se agenciara los derechos, para que el libro pueda circular de nuevo.
Rafael Gómez Pérez
Un estudio completo y sistemático del pensamiento de Lewis
C. S. Lewis se enmarca en esa rica tradición de apologistas cristianos -Chesterton, Belloc, Knox, Sayers…- que el mundo anglosajón ha dado en los dos últimos siglos. Como ellos, Lewis fue un autor polifacético que, desde su perspectiva anglicana, intentó en todas sus obras traducir al gran público la doctrina cristiana, a través de un aplastante y profundo sentido común.
Si se tiene en cuenta la amplitud y popularidad de la obra de Lewis -es uno de los autores de lengua inglesa más leídos-, se comprende lo díficil que es hacer un estudio completo y sistemático de su pensamiento. Es la tarea que han afrontado -con hondura, ponderación y claridad- los hermanos María Dolores y José Miguel Odero en C. S. Lewis y la imagen del hombre (3), la primera obra en castellano de estas características. Se nota en el libro la sólida formación teológica y humanística de sus autores: ambos son doctores en Teología; además, ella es licenciada en Medicina y él doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Navarra.
El libro se estructura en cinco capítulos. El primero ofrece una pormenorizada semblanza de C. S. Lewis, la más amplia publicada hasta el momento en castellano. El segundo capítulo hace un apretado repaso de las principales obras de Lewis, de modo que sirve para definir a grandes rasgos su trayectoria espiritual y humanística. Así, prepara al lector para enfrentarse en los siguientes capítulos a la antropología, la teología y la concepción de la literatura de C. S. Lewis, siempre desde la perspectiva de sus sólidas convicciones cristianas. Completa el volumen una amplia bibliografía.
Sin disimular su admiración por Lewis, los hermanos Odero destacan la hondura del pensamiento del autor inglés, así como la elegancia de su estilo, su rica imaginación y su afilado sentido del humor. Estas características ponen de manifiesto también la actualidad de su obra, progresivamente revalorizada con el paso del tiempo. Pocos escritores tienen el honor de ser traducidos o citados habitualmente por gente de la talla de Josef Pieper, Robert Spaemann o el propio Card. Ratzinger.
Pero los autores no se quedan en simples alabanzas; también analizan a fondo las deficiencias -sobre todo filosóficas y teológicas- del pensamiento de Lewis. En este punto, y a pesar de la ortodoxia casi general de sus escritos, queda patente la formación anglicana de Lewis y sus prejuicios contra el catolicismo.
En todo caso, el libro muestra el enorme valor, sobre todo apologético, de los escritos de C. S. Lewis. Como señalaba uno de sus mejores críticos, H. Hyslop, “a pesar de sus defectos, Lewis hizo más que otros muchos al esforzarse por explicar la herencia cristiana a una generación mal instruida y equivocada”.
Jerónimo José Martín
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(1) C. S. Lewis. El problema del dolor. Editorial Universitaria. Santiago de Chile (1990). 163 págs. El libro no está bien traducido. Valdría la pena reeditarlo cuidadosamente.
(2) C. S. Lewis. Una pena observada. Versión de Carmen Martín Gaite. Trieste. Madrid (1989). 80 págs. Un análisis detallado del libro se publicó en el servicio 70/89.
(3) María Dolores Odero y José Miguel Odero. C. S. Lewis y la imagen del hombre. EUNSA. Pamplona (1994). 427 págs. 1.800 ptas.
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