EL Rincón de Yanka: 📕 LIBRO "MI QUERIDA ESPAÑA" DE LUIS DEL VAL

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lunes, 11 de febrero de 2019

📕 LIBRO "MI QUERIDA ESPAÑA" DE LUIS DEL VAL

 LIBRO "MI QUERIDA ESPAÑA" 

DE LUIS DEL VAL

El acierto y la oportunidad del último libro de Luis del Val (Zaragoza, 1944) empiezan por su mismo título: «Mi querida España». El periodista y escritor lo toma de un icónico tema de la prematuramente desaparecida cantautora Cecilia, para confesar que está «enamorado» de España e instarnos a compartir ese sentimiento. Una petición que resulta de especial pertinencia cuando algunos tienen como objetivo separar el país.
Pero su proclamación de amor a España no le arrastra a la simplicidad chovinista y acrítica, lo que es uno de los mayores méritos -que no el único-, de su ensayo. Por el contrario, se sitúa en la senda de un patriotismo reflexivo que no rehúye ponernos ante nuestros fallos y defectos, la única vía verdaderamente fructífera y por la que han transitado nombres señeros de las letras españolas. Baste recordar, por ejemplo, a Cadalso y sus «Cartas marruecas», con el tema de la decadencia de España, a Larra y a la Generación de 1898.
A Luis del Val le gustaría que nuestro país «fuera perfecto, que se despojara de sus vicios, de sus groserías, de su desidia y de su sectarismo, pero sin abandonar su generosidad, su espíritu de sacrificio, su profundo sentido de la familia y de la amistad». Por eso, como bien recuerda, durante la crisis, la mayoría de las familias tuvieron un comportamiento ejemplar apoyándose entre sus miembros.

En esta España, no pocas veces contradictoria y paradójica, con sus luces y sus sombras, «muchas veces madrastra» -señala Del Val, lo que nos evoca los versos de Blas de Otero: «Madre y madrastra mía / España miserable / y hermosa»-, se nos sumerge en esta obra a través de varios asuntos, bajo un prisma que combina la Historia, los datos, las anécdotas, y la experiencia y trayectoria personales de su autor, quien vivió en primera línea momentos decisivos de nuestro reciente devenir. Como la Transición, época a la dedica un capítulo -en ella ya había ambientado su novela «La Transición perpetua» (2015)-, y reivindica porque «es una de las pocas cosas que nos han salido bien en los últimos doscientos años», señala, frente a los actuales ataques de ciertos sectores.
Saludable humor
Por otro lado, Luis del Val aborda cuestiones como, entre otras, los horarios, bastante enloquecidos, según los cuales, recalca, madrugamos como alemanes y nos acostamos como españoles; nuestra «neurótica y complicada» relación con la bandera; los toros; la burocracia, el sistema educativo, plagado de reformas y contrarreformas, la costumbre de las recomendaciones, la religión, y la cocina, la radio y el cine españoles.

«Mi querida España» es un jugoso, ameno y ágil caleidoscopio, atravesado por la agudeza. Y por el humor y la ironía, muy saludables ingredientes, aunque tratemos de materias muy serias: «A mí España no me duele. Lo que me duele es la rodilla derecha, cuando llevo andando más de hora y media, por culpa del menisco anterior, y un poco la cabeza cuando por no discurrir con ella -la cabeza-, paso del primer y placentero dry martini al segundo, error que cometo en raras ocasiones, pero en el que reincido como español que soy».

¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres
Cuántos sucesos y victorias grandes…
Pues tienes quién haga y quién te obliga
¿Por qué te falta, España, quién lo diga?

Francisco de Quevedo Villegas

Mi querida España,
esta España viva,
esta España muerta...




ENTRE PRÓLOGO Y JUSTIFICACIÓN

Miguel de Unamuno, tan dubitativo, tan contundente, es decir, tan español, dejó dicho:
-Me duele España; ¡soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo!
El término «me duele España» se aplicó en general a toda la generación del 98, tan españoles todos, que Pío Baroja y Ramiro de Maeztu la negaron, Ortega y Gasset la dividió en dos, y, años más tarde, su discípulo, Julíán Marías, metió en el mismo paquete incluso a los hermanos Quintero. ¡Ah, España!

Cuando llegó el septuagésimo quinto aniversario de la muerte de Miguel de Unamuno -puede que el único vasco que ha sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Oxford- hubo organización de diversos actos en Salamanca, donde fue rector muchos años; en la Biblioteca Nacional; se instó a ello en el Senado, y hubo un amplío programa promovido por el Ayuntamiento de Bilbao, su ciudad de nacimiento. Sin embargo, no creo recordar un solo acto recordatorio de uno de los personajes de la intelectualidad española inás preclaro del siglo xx, por parte del Gobierno autonómico, en manos de los nacionalistas. Y es que, Miguel de Unamuno, aunque mantuvo una relación de afecto con Sabino Arana, no era nacionalista, incluso lo combatió en muchos momentos. Lo que demuestra que los vascos nacionalistas son también profundamente españoles, porque España es maestra en convertir la madre patria en madrastra, igual que hizo el PNV, despreciando la fecha, y renegando de uno de sus vascos más ilustres.

Debo confesar que a mí España no me duele. Lo que me duele es la rodilla derecha, cuando llevo andando más de hora y medía, por culpa del menisco anterior, y un poco la cabeza cuando por no discurrir con ella -la cabeza-, paso del primer y placentero dry martini, al segundo, error que cometo en raras ocasiones, pero en el que reincido como español que soy.
A mí España no me duele, pero me indigna, me da risa, me conmueve, me cabrea, me alegra, me enfada, me emociona y me causa estupor. Cuando digo España me refiero a una abstracción en la que se mezclan el paisaje y las personas, las tierras y las almas. Hay días en que algunos españoles sentimos el anhelo de ser incluso monegascos para no ser españoles y, otros, en los que un antiguo y viejo orgullo, una centenaria vanidad hecha de errores, aciertos y siglos, se apodera de nosotros y nos vuelve, por un momento, satisfechos de nuestra nación. Por poco tiempo. Como dejó dicho mi amigo Fernando Sánchez Dragó, en el título de uno de sus libros, Y si habla mal de España..., es español, tomado de un verso de Joaquín María Bartrina, que dice así:

Oyendo hablar a un hombre, 
fácil es acertar dónde vio la luz del sol:
si os alaba a Inglaterra, será inglés;
si os habla mal de Prusia, es un francés; 
y si habla mal de España, es español.

Cualquier ingenuo podría pensar que, en estas circunstancias, resulta sencillo ponerse a hablar mal de España con un español. Y eso es cierto si ambos son compatriotas. Más aún: competirán en cuál de los dos pinta más negra la situación del país y denigra más a sus habitantes. Ahora bien, sí el que habla mal de España es francés, inglés, letón o canadiense, que se prepare ante la reacción, que puede llegar a un grado de indignación que dejará al otro estupefacto. Y es que, en el fondo, los españoles tenemos una relación de amor­-odio semejante a la que se tiene con un hijo tarambana. Lo criticamos ácidamente con su madre o con sus hermanos, pero que no se le ocurra a nadie de los conocidos de la familia emplear los mismos términos, incluso mucho más suaves, porque saldremos ardorosos en su defensa, con un enfado tan visible, que es posible que impida cualquier relación amistosa futura con el inoportuno crítico.
Mantenemos una relación con nuestra patria que pasa célere del sadomasoquismo al adjetivo entusiasta, del menosprecio y la burla, a un orgullo desmedido y casi infantil.
Cuando, hace unos meses, Ana Rosa Semprún y Olga Adeva me propusieron una visión sobre España, mí reacción fue bastante negativa, porque venía a ser como sí a un escolástico del siglo XVII le propusieran un discurso para divulgar si la rana es carne o pescado, y, en consecuencia, decidir si en cuaresma, cuando rige la abstinencia, se pueden comer ranas sin pecar.

¿Qué es España? Me preguntaba aturdido, tras ser dejado a mí merced. Pero no hay mujer que no te inquiete y mucho más sí son dos, así que comenzaron a surgirme dudas, y no hay nada más estimulante para una persona insensata que las dudas, y yo soy un insensato.
Lo que me aterraba, al reflexionar sobre ello también me producía una sonrisa, y esa satisfacción de encontrar la paradoja -que viene a ser parecida satisfacción a la del micólogo cuando encuentra una seta-.
Así que, como ya se había puesto en claro que no se trataba de corregir a don José Ortega y Gasset, ni a Claudio Sánchez Albornoz, ni a Américo Castro... ni a ninguno de los ilustres ensayistas que se habían ocupado con mayor inteligencia del asunto, y que solo se me solicitaba una visión personal, subjetiva y sin pretensiones, el insensato dijo que sí.

Y me gustaría que al lector le fuera la cuarta parte de útil que me ha resultado a mí, porque gracias a que me he tenido que poner a hacer los deberes, he podido reflexionar sobre aspectos de nuestra vida en los que casi nunca te detienes, porque el día a día tiene sus obligaciones inmediatas, que es necesario cumplir. Y me ha cambiado algunos criterios, han salido reforzados otros, y, en general, me he dado cuenta de que tenemos grandes posibilidades, pero que nuestra tradición de siglos suele consistir en no hacer demasiado caso de las oportunidades.
El caso es que países formados siglos después, como Italia, aunque estén entretenidos con la Liga del Norte, saben quiénes son. En Islandia, por ejemplo, que hasta no hace mucho era una colonia de Dinamarca, nadie se plantea qué es Islandia y qué es ser islandés. Bueno, pues los españoles todavía discuten sobre la aventura americana, algo que, si la hubiera llevado a cabo Francia o Inglaterra, sería un orgullo indiscutible, y hay altos porcentajes dela población que llevan con vanagloria la insignia de su club de fútbol, pero que tienen reparos en colocarse unos gemelos donde aparezca la bandera española. ¿Hay algún estadounidense que sienta vergüenza de su bandera? ¿Algún alemán? ¿Algún turco? Pues hay todavía españoles que jamás se pondrían un polo en el que en el cuello se combinaran los colores de su bandera. Y no es lo menos raro de lo que nos sucede. Así que podríamos empezar por ahí, por izar la bandera, y gracias por su compañía a lo largo de estas páginas. Puede enfadarse, criticar lo que he escrito, denostarlo, aplaudirlo, rechazarlo o estar de acuerdo. Incluso es probable que algunas de las observaciones le indignen por su subjetividad y, otras le agraden por lo mismo. Es natural. Al fin y al cabo, somos... españoles.
1
DE LA NEURÓTICA Y COMPLICADA RELACIÓN 
DE LOS ESPAÑOLES CON SU BANDERA

Nunca he entendido por qué los paquetes de cigarrillos contienen veinte unidades distribuidas en tres filas. La distribución no es armónica. Hay una fila de siete, a continuación otra de seis cigarrillos, y una tercera que vuelve a contener siete unidades. Por ejemplo, si los paquetes contuvieran treinta cigarrillos se podrían llenar con tres filas de diez, sin huecos, aunque eso supusiera ampliar el volumen del paquete. Porque ¿quién es el dictador que define de una vez y para siempre el tamaño de los paquetes de tabaco? O, en otro campo menos vicioso, ¿quién definió el volumen de los yogures, y cuál fue su acierto, que apenas tuvieron variaciones?
Entiendo que estas incógnitas tan cotidianas y pedestres aburrirían a cualquier filósofo, pero también es cierto que los filósofos no representan una amplia mayoría de la sociedad. Una sociedad con exceso de vendedores y déficit de filósofos está como corresponde a sus excesos y a sus carencias.
Pero una vez que los filósofos han dejado de leer, volvamos a estos diminutos misterios, cuya etiología es tan difícil de desentrañar.
Durante mi infancia, en plena dictadura, la bandera de España solo se veía en los cuarteles y en los estancos. Está claro que la bandera debe ondear en los cuarteles -no van a poner el escudo del equipo de fútbol favorito del coronel-, pero nunca logré entender la causa o razón por la que la bandera de España estuviera pintada en la fachada de todos los estancos.
De esta manera el símbolo de la patria era algo con el que convivías al hacer el servicio militar o con el que tropezabas al comprar un sello de correos, una letra de cambio o un paquete de tabaco. ¿Por qué en los estancos y solo en los estancos?
Se podría admitir como argumento que el estanco era una concesión administrativa del Estado y, puesto que el Estado otorgaba el poder de operar en su nombre, el adjudicatario sentía la necesidad de explicar al público su origen administrativo. Pero en la resolución no creo que constara la condición de poner la bandera, aun a pesar de que los productos a la venta procedían de Tabacalera Española, empresa pública, netamente española.
Contra esta simplista explicación hay ejemplos palmarios en contra, como son las administraciones de loterías. También son una concesión estatal, a través de la Sociedad Estatal Loterías y Apuestas del Estado pero cuando vas a comprar un décimo no te encuentras con la bandera española. A no ser que, en años en los que el cáncer de pulmón y de garganta no estaban tan asociados al tabaco, se considerara que fumar era una manera patriótica de sostener a una empresa nacional como Tabacalera.
ORIGEN DE LA BANDERA

Camino del primer cuarto del siglo XXI, todavía en muchos sectores de la sociedad se asocia la bandera española al dictador Francisco Franco, pero Franco lo único que hizo fue incorporar a una bandera que estaba vigente desde el 13 de octubre de 1843, a través de un real decreto de Isabel II, el águila de San Juan, a la que los castizos dieron en llamar «el pollo».
En realidad el origen de la bandera es anterior, y nos viene del mar. No es que se apareciera sobre las aguas, sino que los barcos necesitaban unos colores para distinguir los que eran de la flota de un país de la de otros, y mucho más necesario si el otro era un país que estaba en guerra. Cañonear un barco sin saber si pertenece a la misma Armada es tan estúpido como tener que acercarse tanto para comprobarlo que se corliera el riesgo de que el otro barco cañoneara al prudente.
A Carlos III la Marina le plantea la necesidad de buscar un pabellón que se identifique con España, y a los tripulantes de nuestros barcosles sea fácil saber si la nave que se acerca esa miga o enemiga. El problema viene con la llegada de los Borbones, o sea, de Felipe V, porque lleva el color blanco en su escudo, como otras dinastías de Europa, de tal manera que cuando los barcos salen a la mar, desde lejos parecen que todas las naves tienen el mismo pabellón. Tan es así que hasta con catalejo era difícil saber si un barco era español, francés, inglés o siciliano. En tiempos de paz no parece un gran inconveniente, pero Francia, España e Inglaterra no se han caracterizado precisamente por largos periodos de paz.
El rey le encomienda a su ministro de Marina, Antonio Valdés y Fernández Bazán, que le presente un muestrario de colores para evitar el peligro. Este burgalés, que tiene un monumento en la localidad riojana de Fuenmayor, fue un arriesgado marino que logró represar una nave española en los mismos muros de Argel, y que reorganizó el desbarajuste de nuestra Armada en los finales del siglo XVIII. Eficiente como era, el rey no tardó en hallarse ante un amplio surtido de combinaciones, inclinándose por la mezcla del rojo y el amarillo, por ser colores que se distinguían fácilmente en los monótonos azules y grises del cielo y el mar. No solo eso, sino que, guiado por intuiciones que nadie ha sabido explicar, decidió que la franja amarilla fuera el doble de ancha que las dos rojas . Además, lo explica de manera específica y detallada en el Real Decreto de 28 de mayo de 1785, donde tras advertir de la necesidad de que se sepa de qué nacionalidad son los barcos españoles para reconocimiento entre ellos y advertencia a los enemigos, desciende al detalle:

[...] he resuelto, que en adelante usen mis Buques de guerra de Bandera dividida á lo largo en tres listas, de las que la alta, y la baxa sean encarnadas, y del ancho cada una de la quarta parte del total, y la de en medio amarilla, colocándose en esta el Escudo de mis Reales Armas reducido á los dos quarteles de Castilla, y Leon con la Corona Real encima; y el Gallardete con las mismas tres listas, y el Escudo á lo largo, sobre quadrado amarillo en la parte superior.
Adviértase que todavía no estamos ante la bandera de España, sino ante la bandera de las naves españolas.
Unos años más tarde, reinando ya Carlos IV, el Ejército de Tierra adopta también la roja y gualda como símbolo de identidad, pero sigue siendo una bandera de marinos y militares. Sin embargo, ocurre algo que forma una simbiosis entre milicia y población civil, que es la guerra de la Independencia, y la roja y gualda se convierte en la bandera de los españoles.

BREVE INTERMEDIO HISTÓRICO

Señala Vicens Vives -uno de nuestros historiadores más agudos e incisivos del siglo xx- que la guerra de la Independencia supuso un gran resurgimiento patriótico... a la vez que nos alejaba de las refrescantes ideas de la Revolución francesa. Y no es que toda España aborreciera la libertad, la igualdad y la fraternidad -ahí están las Cortes de Cádiz-, sino que esa ideología, en lugar de venir de la mano de amables profesores y pedagogos amenos, llegaba en la mochila de los soldados de Napoleón y, claro, al rechazar a los soldados, se rechazaba el paquete completo.
La España intelectual e ilustrada era afrancesada, mientras la España agrícola, dominada por el clero, sentía recelo ante cualquier cambio, y la más mínima variación en las costumbres le espantaba como una revolución peligrosa.

Jaume Vicens Vives sufrió los rigores de la dictadura, fue inhabilitado al término de la guerra, desterrado de Cataluña, tuvo que subsistir dando clases particulares hasta que algunos intelectuales del Opus Dei, como Rafael Calvo Serer, lo avalaron para que le fuera restituida la cátedra, porque la mayoría de los intelectuales se habían tenido que marchar fuera de España, huyendo de unas represalias ciertas y mucho menos amables que las del historiador catalán. Pensaron, y era aceitado, que puesto que la dictadura se había quedado con muy pocas cabezas pensantes, no estaban los tiempos como para despreciar a los pocos que habían permanecido. Curiosamente, el historiador murió en Lyon, pero no porque hubiera tenido problemas con el régimen, sino porque le llevó allí el intento de curación de un cáncer al que no sobrevivió. Luego, su cuerpo sería enterrado en Cataluña.

Sostenía el eminente historiador que las dos circunstancias que habían contribuido al retraso que tenía España respecto a Europa, a mediados del siglo XX, eran la guerra de la Independencia y el fracaso de la Segunda República, seguido de la guerra civil.
La guerra de la Independencia fue muy heroica, contribuyó a un invento español, que luego se exportó a todo el mundo, la guerrilla, consolidó el sentido patriótico, pero nos encerró en el tradicionalismo. Luego, tras la Segunda Guerra Mundial, mientras en Europa convivían la democracia cristiana y la socialdemocracia, incluso el comunismo en versión suave, aquí, dentro de las fronteras, todo eso de la democracia eran inventos del demonio, peligrosas experiencias.Y así, mientras Francia y Alemania olvidaban el pasado, creaban en 1950 la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), antecedente del Mercado Común Europeo, que luego se convertiría en la Unión Europea, aquí en España se hablaba de la conspiración judeomasónica, un difuso y potente enemigo exterior que nos impedía desarrollarnos económica, social e intelectualmente como nuestros vecinos del norte.

En ese ambiente, al morir el historiador, el lúcido Josep Pla dice que su pérdida supone «la más devastadora que el país ha sufrido en los años que vamos "mediocremente", viviendo». Las comillas al adverbio «mediocremente » las he colocado yo, porque Josep Pla no era precisamente un comunista, pero su inteligencia y su sensibilidad no habían amodorrado su capacidad de observación.
¿Y qué sucede en el País Vasco y en Cataluña durante la guerra de la Independencia? Pues el comportamiento es similar al de cualquier otra región, con la diferencia de que en el País Vasco y Navarra, están ya tan históricamente acostumbrados a la presencia de los franceses que casi les parece algo cotidiano.

A todo esto, la ocupación del ejército francés se debe a una ingenuidad de Godoy, que permite que entren las tropas francesas por territorio español para llegar a Portugal y conquistarla. Napoleón le había prometido a Godoy que el sur de Portugal sería para él. Y puede que se lo creyera, de la misma forma que Carlos IV se murió sin comprender cómo un emperador podía traicionar su palabra. El caso es que vino el motín de Aranjuez, y Napoleón fracasó en Portugal, pero se quedó en España.
No se crea que Godoy era un ingenuo. Era brillante y buen diplomático, en unos tiempos en los que la política exterior de España consistía, fundamentalmente, un mes en aliarse con Inglaterra en contra de Francia y, al mes siguiente, aliarse con Francia para combatir a Inglaterra. 

Y no es exageración. Asimismo, está ya dado por falso que la ascendencia irresistible de Godoy se debiera a unos hipotéticos amores con la esposa de Carlos IV, María Luisa de Parma. No despertó aquí muchas simpatías la nieta de Luis 'XV de Francia, pero con trece embarazos, catorce hijos, y otros trece embarazos que concluyeron en abortos, es bastante difícil que tuviera tiempo y espacio para alguna relación amatoria, teniendo en cuenta que Manuel Godoy poseía muchas habilidades, pero no se ha demostrado, al menos hasta ahora, que fuera ginecólogo, que eslo que al parecer más necesitaba María Luisa de Parma.
Pero en la guerra de la Independencia sí que hubo algún amor cortesano, y quizás el más famoso sea el de José Bonaparte con María del Pilar de Acedo y Sarriá, condesa del Vado y de Echauz, esposa del marqués de Montehermoso. Precisamente se conocen en su palacio de Vitoria.
José Bonaparte va a sentarse en el trono de España, viene de Francia, y hace un alto en Vitoria, donde le ofrecen una cena de gala en el palacio del marqués de Montehermoso, propiedad de don Ortuño Aguirre del Corral. Tanto el marqués como su esposa son afrancesados y hablan perfectamente el idioma del nuevo rey, incluso la marquesa consorte escribe poesías en francés. Durante la cena, José Bonaparte se queda encandilado de la belleza, la cultura y la elegancia de su anfitriona, que tiene entonces veinticuatro años. Su esposo está cerca de los cincuenta y es hombre ilustrado y curioso de la ciencia. Preside la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, posee una de las mejores bibliotecas del País Vasco, y tiene un gabinete de ciencias naturales que visitó el eminente Humboldt, cuando, el considerado padre de la geografía moderna, pasó por España. Es decir, no se trata de esa nobleza alejada de las letras y cuyas inquietudes se centran en la caza, en la mesa y en la alcoba. Pero la alcoba es un factor imprescindible en cuestión de amores, y, tras la despedida, antes de dos semanas, José Bonaparte vuelve a Vitoria, no exclusivamente por el atractivo de la marquesa, sino porque mientras José Bonaparte se instala en Madrid, tiene lugar la batalla de Bailén, donde por vez primera un ejército napoleónico es reducido y apresado. De Bailén a Madrid no hay demasiada distancia y el nuevo rey decide establecer su corte en Vitoria, que no está demasiado lejos de Francia. 

Una vez pasado el susto, tiene la recompensa devolver a encontrarse con María del Pilar de Acedo y Sarriá, y esta vez se establece un vínculo más estrecho, más íntimo y menos público. A don Ortuño no parece afectarle demasiado la relación de su esposa con el nuevo rey, y los tres son discretos, y José Bonaparte, que es agradecido, nombra a don Ortuño Grande de España y, además, le compra su palacio por trescientos mil reales, que es una de esas cantidades a la altura de las que manejan los políticos corruptos de nuestros días.
La compra tuvo efectos colaterales. Un poco antes de firmarse el contrato, José I le preguntó a uno de sus principales cortesanos, el conde Girardin, si le parecía demasiada cantidad. El conde no debía de ser muy buen cortesano, porque no se le ocurrió otra cosa que el siguiente comentario:
-El palacio no vale los trescientos mil reales ni con la marquesa dentro.
Y la consecuencia inmediata fue que el palacio se adquirió, se convirtió en el palacio real de José I, y el conde fue expulsado de la Corte, por mal cortesano, que se diría entonces, o por gilipollas, que se diría ahora.

La colaboración vasca con José I no fue solo a través de las sábanas, sino que hubo un par de ministros, o secretarios de Estado, que intentaron ayudar al nuevo rey en la organización de un Estado que se derrumbaba al otro lado del océano, y porque la nobleza y muchas personas pertenecientes a la incipiente burguesía, e incluso el pueblo en general, estaban más preocupados por los fueros y las diputaciones que por el hecho de que las Vascongadas quedaran encuadradas dentro de Francia o de España. Pero téngase en cuenta que, al inicio de la guerra de la Independencia, solo hay cuatro batallones como fuerzas regulares, y uno de ellos está formado por vascos. Añádase a ello las personalidades como Gaspar de Jáuregui, alias el Pastor, que mandaba en más de tres millares de hombres, y a quien se le nombró coronel. Con Jáuregui se aliaron un tal Zumalacárregui, y un tal Francisco Espoz y Mina, que luego protagonizarían muchos de los episodios de las guerras carlistas.
Lo que intento plasmar es que ni fue cierta la leyenda de que los vascos les pusieron alfombras para que pisaran blandamente los soldados napoleónicos, ni la gente veía a las tropas francesas y se alistaba en la guerrilla. Más bien, lo que les preocupaba en los pueblos, cuando llegaban las tropas, fueran francesas o españolas, era que no pagaban lo que comían, ni lo que bebían, y eso era a cuenta de los vecinos del municipio.

CUANDO CATALUÑA SE SEPARÓ DE ESPAÑA

La situación en Cataluña no era muy diferente, y también aparecieron guerrilleros semejantes a Jáuregui, como Josep Manso i Sola, de la comarca del Berguedeña, en Barcelona, un antiguo molinero que con su dinero formó una partida de migueletes y, una vez dentro del ejército español, llegó al grado de teniente general y fue condecorado con la Gran Cruz Laureada de San Fernando. A su muerte, Jacinto Verdaguer le dedicó un poema, y cualquier alcalde de Barcelona puede contemplar el retrato de este militar catalán, altamente condecorado por el ejército español, en la galería de Catalanes Ilustres del Ayuntamiento de Barcelona. Esperemos que estos alcaldes independentistas, que ahora han aparecido, y que ven a un militar de uniforme y tienen que tomarse un calmante, no echen mano de alguna «ley de memoria histórica» y lo descuelguen de la pared.

Otro ilustre luchador contra los franceses, que también aparece en la galería municipal, es Antonio de Campmany y de Montpalau, filósofo y economista, que en 1811 propuso que el día 2 de mayo fuera declarado fiesta nacional en todo el territorio. Dejó escrito:
Adonde quiera que os lleve la fortuna, lleváis la patria con vosotros. Cuando perecierais todos, iremos los viejos, los niños y las mujeres a enterrarnos con vosotros, y las naciones que trasladen a esta desolada región sus hogares y su servidumbre, leerán atónitas: AQUÍ YACE ESPAÑA LIBRE. Y yo doy aquí fin a este escrito por no morirme antes de tiempo.
Tuvo sus enemigos, como Queipo del Llano, conde de Toreno, y en especial el poeta y político Manuel José Quintana. Todos muy patriotas, muy españoles, pero consideraban que Campmany era demasiado tradicionalista, y un español lo puede soportar todo -un sitio, una guerra, el hambre, la escasez- menos que un compatriota no piense exactamente igual que él sobre política. Es algo que, en general, aguantamos con escasa paciencia, y algunos con tanta intemperancia y exceso que más que herir la fama, ronda el ridículo, como esta espesa ristra de adjetivos sobre un hombre como Campmany, autor de varios libros sobre el idioma español...


¿Acaso te has preguntado alguna vez por qué España es el único país de la Unión Europea en donde se silba el himno nacional en los campos de fútbol? ¿O por qué madrugamos como alemanes, pero nos acostamos a la hora en que los alemanes ya están durmiendo? A la vez que somos campeones del mundo en la donación de órganos o recibimos más de ochenta y dos millones de personas de otros países, lo que habla de una enorme generosidad, a menudo solo hablamos bien de un compatriota cuando está muerto o tildamos de facha a alguien por el mero hecho de llevar unos gemelos con los colores de la bandera. A partir de la unamuniana expresión "Me duele España", el periodista y escritor Luis del Val hace un recorrido costumbrista por los temas clave para entender España, con las peculiaridades, usos y prácticas de sus habitantes -a veces contradictorias, a veces exageradas-, pero siempre caracterizadoras de la personalidad de nuestro país. El libro 'Mi querida España' trata temas tan interesantes como las difíciles relaciones de los españoles con su bandera (en el capítulo titulado "De la neurótica y complicada relación de los españoles con su bandera"), la Transición (en "¿La Transición? ¡Uhf, qué asco!"), los toros ("Animales y animalistas"), la educación ("De las contrarreformas educativas") o la gastronomía ("Cocinas nuevas y viejas"). En definitiva, retrata un país en el que las paradojas están a la orden del día y es a la vez el líder mundial de donantes de órganos y el país donde el delito contra Hacienda casi es una virtud, o donde el ateísmo es una práctica pero a la vez existe un catolicismo funcional.

QUE BONITA ERES ESPAÑA


Así es, lo es. España no es sólo un trozo de tierra o una bandera que se posee. España es de todos y para todos. Parte de los problemas que ocurren en este país, es por la falta de una identidad española, por la falta de unión, consenso y por supuesto por la falta de cultura. Por la falta de conocer, precisamente España. En EEUU, se iza la bandera con orgullo, y se defiende y protege con honor y valor, seas de la ideología que seas. En la mayoría de los países es así, la bandera y la patria es de todos, de todas las ideologías.

Hubo un tiempo, un tiempo cruel y duro, en el que nos matábamos entre hermanos y en el que todo español gritaba ‘viva España’. Sí, gritaban que viva España, su España, la España que ellos defendían. La que cada uno quería para sus hijos. Pero siempre por España
¿Qué ha pasado ahora? ¿Por qué llaman puta a mi tía por llevar una bandera roja y gualda? ¿Por qué estás pensando que soy un ‘facha’ por escribir ésto? En mi humilde opinión, a los de arriba, les interesa que estemos divididos. Les interesa que no sepamos quiénes somos, que no nos hagamos fuertes unidos, que no sepamos lo grandes y lo fuertes que podemos llegar a ser como españoles. Que no sepamos qué es España. Tal vez yo tampoco lo sepa. Pero te voy a contar lo que es para mí.

España es mi familia, mis padres que sudaron sangre y lágrimas por mí, su trabajo, sus esfuerzos. Mis antepasados que lucharon por dejarme una España mejor, mis abuelos y sus abuelos. Mis amigos, mis hermanos, el barrio en el que nací, el parque donde me tomé mi primera cerveza, el bar de Moncloa donde me tomé mi primera copa. España son las españolas, las morenas, las rubias, esa sonrisa pícara, esos ojos verdes o negros, ese vacile y esa salsa que sólo tenéis vosotras. España es los españoles. La alegría, la felicidad, la simpatía, la chulería madrileña, la gracia andaluza, la frialdad del norte…

España son los Pirineos nevados, el Valle de Arán, la ciudad Condal, Barcelona al mar. España es el Atlántico de Galicia, un atardecer en finisterre, esa ‘musiquiña’ de una gallega poniéndote un blanco en frente del mar. Son los campos de Castilla, tierra de Reyes, tierra que vio nacer nuestro idioma con el que ahora te pinto, querida patria. Castilla es la tierra del Cid Campeador, de las aventuras más leídas en el mundo entero, de la obra de arte de Don Quijote. Es esa tierra de cuyo nombre me quiero acordar. Es la tierra donde nacían los dioses de antaño, Extremadura, Pizarro, Cortés… España son las calas azul cristalino del Levante, de Valencia, de Murcia. El mar que baña las preciosas playas andaluzas. La cerveza en el chiringuito, frente al mar, mirando de reojo a esa morena malagueña. España son las sevillanas, las cordobesas… El desierto donde Clint Eastwood tanto se «alegró el día», tabernas almerienses…

España es la Alhambra, la Giralda, la Almudena, la Gran Vía, las Catedrales de Santiago y de Burgos y de Córdoba, la Sagrada Familia, la Torre del Oro, el acueducto de Segovia, las ruinas romanas de Cartagena, la muralla de Ávila, las Hoces del río Duratón, el Ebro y el Tajo. La guitarra, el flamenco, la buena poesía, Quevedo, Góngora, Unamuno, Dalí, Picasso..

España es la tortilla de patata poco cuajada, paella del Levante, el cocido madrileño, los churros de año nuevo resacoso, el roscón de Reyes sin frutas de esas que no le gustan a nadie. El aperitivito’´, las tapas y más tapas con ese oro líquido entre medias. ¿Cuántas llevas? Ni idea. El marisco gallego, las gambas de Huelva, los percebes (a quién demonios se le ocurriría probar eso, tenía que ser español). Es la fabada asturiana, las migas de Aragón, el jamón, el ‘pescaito’ de Cádiz. La crema catalana, la butifarra, la carne de buen buey castellano, y poco hecha no, que muja. Las rabas de santander, el vino tinto, el aceite de oliva… España es sentarse en el sofá y resoplar después de una comida repleta de cualquiera de estos manjares, y la siesta.

Es imposible nombrarlo todo. Pero lo más importante, es que España es cultura. España es Cartago. España es Roma. España es celta. España resistió y recibió los regalos de los musulmanes. España es el país de María. De Santo Tomás y de San Francisco Javier. Lo más importante es que España fue el Imperio más grande de la historia bajo el manto de Isabel y Fernando. Con Carlos I y Felipe II en España, chicos y chicas, no se ponía el sol. Los héroes innombrables, la valentía, el martirio, el honor y la gloria. Rodrigo Díaz de Vivar, Blas de Lezo, Don Pelayo, los hermanos García Noblejas, Daoíz y Velarde, que se revelaron contra los franceses aquél dos de mayo… España son la piel de gallina y los pelos de punta con los que escribo ahora mismo. España soy yo. España eres tú. España somos nosotros, desde nuestros ancestros hasta descendientes.

En serio, ¿que coño más quieres?

¿Qué es España?

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HERMOSA Y ÁSPERA ESPAÑA: VERSOS EN CARNE VIVA