EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA ECONOMÍA DE LAS PARÁBOLAS": SABIDURÍA ECONÓMICA ATEMPORAL INSPIRADA EN LAS PARÁBOLAS DEL NUEVO TESTAMENTO por ROBERT SIRICO

inicio














martes, 17 de junio de 2025

LIBRO "LA ECONOMÍA DE LAS PARÁBOLAS": SABIDURÍA ECONÓMICA ATEMPORAL INSPIRADA EN LAS PARÁBOLAS DEL NUEVO TESTAMENTO por ROBERT SIRICO

LA ECONOMÍA
DE LAS PARÁBOLAS

SABIDURÍA ECONÓMICA ATEMPORAL INSPIRADA 
EN LAS PARÁBOLAS DEL NUEVO TESTAMENTO


DEFENSOR DEL LIBRE MERCADO.
SACERDOTE CATÓLICO Y PRESIDENTE EMÉRITO 
Y COFUNDADOR DEL 

Las sabias lecciones económicas 
en las enseñanzas de Jesús
Las parábolas del Nuevo Testamento siguen siendo omnipresentes. Muchas de estas narraciones didácticas con las que Cristo predicaba el Evangelio han trascendido al imaginario popular y al lenguaje cotidiano y, sin embargo, pocos han percibido las enseñanzas de una de las analogías más frecuentes de Cristo: el dinero.
En La economía de las parábolas, Robert Sirico detecta los propósitos económicos universales de las trece parábolas —la del tesoro escondido, los talentos, los trabajadores de la viña, el rico insensato, los dos deudores y el hijo pródigo, entre otras— configuradas a partir de las realidades económicas y la vida comercial de la época de Jesús.
La fuerza de estos relatos perdura porque los ejemplos del Mesías son atemporales, como también lo son los dilemas sobre la distribución de los recursos. De estas alegorías, que tienen un significado espiritual más profundo, pueden extraerse múltiples lecciones prácticas sobre el cuidado de los pobres, la administración de la riqueza, la distribución de herencias, el manejo de las desigualdades o la resolución de las tensiones familiares.
Prólogo

Las relaciones entre el liberalismo económico y el cristianismo siguen siendo lamentablemente conflictivas. De hecho, hasta la encíclica Centesimus annus, la Iglesia no dio realmente carta de naturaleza al capitalismo democrático con la famosa frase de Juan Pablo II: «Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva».

La realidad es que este sistema económico ha logrado que la gran mayoría de la humanidad deje de vivir en situación de precariedad. Según los estudios del Banco Mundial y el análisis de economistas como William Easterly, Laurence Chandy, Xavier Sala i Martín o Daron Acemoglu, la pobreza se ha desplomado en las últimas cuatro décadas tanto en términos absolutos como re­lativos. Incluso a pesar del aumento de la población mundial, el número de personas que viven con menos de un dólar al día se ha reducido drásticamente desde 1980. Esta mejora generalizada se ha transmitido a todas las clases sociales ya que no sólo los ricos son más ricos, sino que también los pobres son cada vez menos pobres. Evidentemente, todavía existe mucha pobreza y debemos trabajar para erradicarla, pero lo logrado hasta el momento es un éxito indudable de la economía de mercado. Otros indicadores del desarrollo, como la esperanza de vida (que en África es ya de casi 60 años), o la mortalidad infantil, han mejorado muy notablemente. En 1960 fallecían en su primer año de vida 108 de cada mil niños nacidos en el mundo. En 2011, esa cifra había bajado hasta los 28. Del mismo modo, el porcentaje de personas con acceso al agua potable sigue creciendo, aunque lentamente: entre 1990 y 2006 ha pasado del 80 al 86 % de la población de la población mundial. 

En perspectiva, lo que deberíamos preguntarnos no es por qué hay pobres, sino por qué hay ricos. Desde que la humanidad comenzó su andadura, durante miles de años la norma fue con­ vivir con la pobreza. Lo extraño ha sido el enorme crecimiento económico del que disfrutamos desde hace dos siglos gracias al capitalismo y al libre comercio. De hecho, es evidente que la po­breza y el hambre están mucho más presentes allí donde no hay ni democracia ni capitalismo, sino guerras, dictaduras totalitarias y socialismo en sus distintas facetas, desde la satrapía norcoreana o los generales africanos al más limitado, pero también nocivo, populismo latinoamericano. Culpar al liberalismo económico de la situación de precariedad en esos continentes es un gravísimo error fruto de la ignorancia o del sectarismo ideológico.

Las terribles condiciones de salud, alimentación o vivienda que todavía sufren millones de seres humanos en Iberoamérica, África o Asia se deben a que han sido excluidos del libre mercado, simple­mente porque no hay mercado, ni realmente un Estado de derecho. Sin embargo, a pesar de la evidencia de los datos, algunas corrien­ tes políticas y religiosas siguen recomendando como solución a los males que nos rodean más intervencionismo estatal, quizá sin darse cuenta de que las viejas fórmulas fracasadas no harán sino agravar el problema y causar más pobreza y hambre.

Más que a la existencia de la pobreza, los críticos de la economía de mercado se están refiriendo en los últimos tiempos a la de­ sigualdad de resultados. Se enfoca el problema de la pobreza como si se tratara de redistribuir una tarta fija de riqueza que existe, pero está mal repartida. Sin embargo, la riqueza no es un pastel de un tamaño dado. Ésa es una visión anticuada, propia de la economía que existió hasta el siglo XVIII. Hasta entonces, sí existía práctica­mente una economía de «suma cero». Pero a partir de la Revolu­ción Industrial el pastel ha crecido permanentemente, lo que ha permitido que, aunque los ricos hayan sido cada vez más ricos, a la vez existan cada vez menos pobres (excepto en aquellos países con regímenes socialistas o dictaduras de todo tipo).

El problema no es de desigualdad de resultados, sino de escasez de crecimiento. Desde una perspectiva católica, es preciso afirmar que la desigualdad de ingresos y resultados es positiva y refleja cinco premisas basadas en los mensajes bíblicos:
  • Cada uno de nosotros somos creados individualmente.
  • Cada uno de nosotros somos creados libres.
  • La diversidad es una consecuencia de la creación. Nacemos con distintos talentos, virtudes y defectos.
  • Cultivando nuestros talentos podemos desarrollar nuestra ventaja comparativa y añadir valor al mercado, sirviendo con nuestros dones a necesidades y deseos ajenos.
  • A través de esos talentos tenemos el mandato de crecer en todos los sentidos, espiritual y materialmente. Tenemos el mandato divino de multiplicarnos, no sólo en términos cuan­titativos, sino también en términos cualitativos. Dios nos hizo señores de la tierra, lo que implica hacerla producir y crear riqueza de forma sostenida. 
De estas premisas se deriva que la clave para que la humanidad prospere no está en la distribución, sino en la creación de riqueza a través de la libertad de empresa, la libertad de mercado, la igual­dad ante la ley y la protección de los derechos de propiedad.


Precisamente para salvar esa contradicción ficticia entre libera­lismo y cristianismo nació el Centro Diego de Covarrubias, que es un foro de pensamiento sobre economía, religión y libertad. De­fendemos una visión de la sociedad comprometida con la libertad individual, guiada por el sistema de valores en los que se basa la civilización occidental, que ha demostrado ser la más libre, prós­pera y justa de las que ha creado el hombre. Como afirmó el papa Benedicto XVI: «La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa».

El sistema que defiende el Centro Diego de Covarrubias está ba­sado en el respeto absoluto a la dignidad ontológica y a la libertad del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios e indivi­dualmente único. En consecuencia, afirma no sólo la compatibi­lidad entre liberalismo y cristianismo, sino una especial afinidad del mensaje evangélico con la teoría económica liberal, anticipada en el siglo XVI por los escolásticos de la Escuela de Salamanca, a partir de su creencia de que todo acto humano es susceptible de someterse a juicio moral. Entre ellos estaba el obispo de Segovia Diego de Covarrubias, que da nombre al Centro. Este sabio formuló la teoría subjetiva del valor, que es la base de la economía de mercado.

Los mercados, que son una institución clave para la libertad de la persona, tienen su máxima expresión cuando intercambiamos bienes y servicios libremente. Millones de personas (consumido­res o productores) y empresas participan en un proceso de satis­facción de necesidades y descubrimiento y evolución de preferencias. Un proceso en el que, a través de la actividad empresarial, se crea riqueza y empleo y se distribuye esa riqueza en función de lo aportado por cada participante a los demás. Se trata de actividades voluntarias donde no existe coacción externa. Es cierto que el mer­cado no tiene rostro ni un proyecto humano único, sino que tiene casi 8.000 millones de rostros y proyectos actuando libremente y respetando las leyes.

Es preciso recordar la definición que hace Michael Novak del ca­pitalismo democrático.Se trata de un sistema que, a efectos de aná­lisis, se basa en tres pilares íntimamente conectados.
  • Un sistema económico de mercado, es decir, una economía de libre mercado y libre empresa que se deriva de la existencia de derechos de propiedad bien definidos y debidamente pro­tegidos por las leyes. El mecanismo de libertadl de precios y beneficios es el instrumento óptimo para asignar los recursos escasos de forma eficiente.
  • Un sistema político democrático basado en la separación de poderes, la igualdad ante la ley, el respeto de los derechos constitucionales de las minorías y la garantía del derecho a la vida, incluida la del concebido aún no nacido, la propiedad y las libertades personales que derivan del derecho natural.
  • Un sistema moral y cultural basado en los principios éticos y culturales de la civilización judeocristiana y grecorromana.
La clave está precisamente en los principios éticos y culturales en cuyo marco se desenvuelven los dos primeros pilares. Como dijo Juan Pablo II en la Centesimus annus, el problema no está en el sistema económico o político, sino en el sistema de valores que rige en una sociedad. Más adelante señala que «la economía de mercado no puede desenvolverse en medio de un vacío insti­tucional, jurídico y político». Evidentemente, el capitalismo debe estar regulado por el imperio de la ley y por un sistema de valores apropiado. Un sistema que se basa en la libertad y en el respeto a las leyes es el más coherente con la cosmovisión humanista cris­tiana. Por el contrario, donde se instaura un sistema económico colectivista, que trata de controlar y manipular los mercados y los valores morales y culturales, desaparecen la libertad y la respon­sabilidad individual, y se vulneran los principios de la concepción cristiana de la persona creada a imagen y semejanza de Dios.

Los resultados de la puesta en práctica de los tres sistemas mencionados coinciden plenamente con lo que la Iglesia católica, en el número 1905 del catecismo, define como bien común: «El conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fá­cilmente su propia perfección».

El reconocimiento, difusión y defensa de esos pilares de la liber­tad y del progreso, individual y social, son la razón de ser del Cen­ tro Diego de Covarrubias.

A este respecto, la colección de libros y cuadernos que iniciamos con el nombre de Cristianismo y economía de mercado pretende aportar conocimiento, ideas y argumentos en pro de una sociedad basada en el concepto indivisible de la libertad de la persona y su total compatibilidad con el cristianismo.

VICENTE BOCETA ÁLVAREZ
PRESIDENTE DEL CENTRO DIEGO DE COVARRUBIAS

El tesoro escondido, John Everett Millais, 
grabado por los hermanos Dalziel, 
Museo Metropolitano de Arte.

1

El tesoro escondido

El reino delos cielos se parece a un 
tesoro escondido en el campo: 
el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, 
lleno de alegría, va a vender todo 
lo que tiene y compra el campo. 
(Evangelio de san Mateo 13, 44)

Tenemos frente a nosotros una lección en valores. Las parábolas han recibido distintos nombres a lo largo de la historia, y ésta en particular, que es transmitida de modo privado a los discípulos y no frente a las multitudes, como era generalmente el caso, se deno­mina comúnmente como «la parábola del tesoro escondido».

El corazón del mensaje es claramente la prioridad del reino de Dios y la urgencia por alcanzarlo, sin importar el sacrificio. Una vez que se ha descubierto el tesoro, éste capta la atención del lec­tor y lo atrapa, de modo que está dispuesto a renunciar al camino actual y perseguir, en cambio, uno nuevo. El descubrimiento del tesoro es un acontecimiento que transforma la vida de quien lo encuentra. Hay algo en este tesoro que cautiva el corazón y exige la renuncia a todos los demás amores, haciendo que el descubri­dor quiera volverse vulnerable como un modo de obtener algo de mayor valor. Lo que valoramos, y hasta qué punto tomamos decisiones basadas en estos valores, es el desafío principal de esta parábola. Meditar y reflexionar sobre nosotros mismos frecuentemente nos permite ver cosas que de otro modo resultarían oscuras o indiferentes.

¿Qué es el tesoro en la parábola? A menudo se imagina que es un cofre de oro o una bolsa de piedras preciosas. ¿Y por qué está escondido? ¿Lo escondió el dueño original, tal vez hace generacio­nes, por miedo a la guerra, al hambre o a cualquier otro desastre? Algo así no habría sido inusual en una sociedad acostumbrada a la invasión y la huida. 
¿Olvidó el dueño dónde lo había dejado? ¿Murió antes de informar a alguien de su paradero? Por supuesto, todo esto son conjeturas, pero ayudan a nuestra imaginación en la medida en que mejoran nuestra apreciación de la aplicación de la parábola. 
La cuestión económica (que apunta a una verdad moral más profunda) es que el tesoro se guardó allí a buen recaudo de­bido a la incertidumbre sobre el futuro, posiblemente debido a un cálculo fiable o bien a un mero rumor de que el tesoro no estaba a salvo. Enterrar un tesoro en la tierra es una forma muy buena de ocultarlo, con muchos precedentes.

El tesoro permanece enterrado hasta que alguien lo encuentra. Es fácil imaginar que la gente ha caminado sobre el suelo donde yacía durante décadas, sin descubrirlo. Sin embargo, nuestro des­cubridor ve su valor y se desprende de todo lo demás que posee con gusto para comprar el terreno al propietario actual y tomar posesión de su tesoro. En ésta, de una serie de breves parábolas del Evangelio de san Mateo, no se nos dice cómo lo encontró. Es po­sible que lo descubriera mientras labraba la tierra como empleado o arrendatario del propietario, o simplemente mientras exploraba. Puede que literalmente se cayera encima de él. Una vez más, se trata sólo de especulaciones.

El tesoro es a menudo una metáfora de la sabiduría, especial­mente en las Escrituras. «Aceptad mi instrucción, no la plata; el conocimiento mejor que el oro fino -dice Proverbios 8, 10-11-. Pues la sabiduría vale más que las perlas; ninguna joya se la puede comparar.» 
Una forma de asegurar la riqueza o los recursos en el mundo antiguo era esconderlos por miedo al robo o a la confisca­ción. De forma similar, algunos podrían pensar en preservar el te­soro de la sabiduría y del potencial de redención de un mundo in­seguro para la verdad, o de una cultura que pudiera contaminarlo. Tal cultura, o tales personas, podrían no ser consideradas dignas de tener un tesoro compartido con ellas, de ahí la admonición: 

«No echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros» (Mateo 7, 6), lo que explica por qué las parábolas pueden ocultarse a unos y confiarse a otros. El tesoro tiene que ser buscado mediante el descubrimiento y el esfuerzo.

El caso de un bien valioso que se deja en barbecho, sin que nadie lo reclame, presenta una oportunidad de compra. Se plantea en­tonces la cuestión de si el comprador del campo en cuestión tiene la obligación moral de revelar a su propietario que hay un tesoro escondido en él. 
La parábola no aborda este punto en particular (por interesante que sea). Sin duda, el potencial comprador tiene derecho a contar todo lo que sabe. Pero la obligación primordial de conocer el valor real de la propiedad recae en su dueño. El que descubrió el tesoro debe ser felicitado por la oportunidad de bene­ficiarse, porque ve valor donde otros no lo ven.

Esta situación puede parecer un gran dilema moral, pero ocurre todos los días en el intercambio de bienes y servicios. Por ejemplo, los comerciantes observan solares abiertos a los que nadie parece dar mucho valor. Los ven como lugares de gran potencial, donde pueden ofrecer bienes y servicios a los demás. En efecto, ven un tesoro. 
¿Significa esto que el propietario del terreno no ve el futuro tesoro? Tal vez, pero no necesariamente. Lo primero que se le ocurre al propietario es que vender su terreno al minorista supone una ventaja económica. Ambas partes salen ganando en el inter­cambio, al menos desde sus perspectivas individuales, que son, por supuesto, las únicas que pueden tener.

Otra analogía sería el caso de un vendedor con un coche viejo -una «chatarra»-cuyo precio es de 500 dólares. Supongamos que llega un experto en automóviles y se da cuenta de que puede ser una rara antigüedad valorada en 50.000 dólares. Aun así, el coche se vende por 500 dólares, un 1 por ciento de su futuro valor de mercado. El comprador con conocimientos de automóviles es muy parecido a un empresario, dispuesto a correr el riesgo de que el mercado le dé la razón. No hay fraude y ambos se benefician del intercambio. Si lo pensamos bien, en todos los intercambios eco­nómicos en los que las personas son libres de aceptar o rechazar una oferta, ambas partes están convencidas de haber conseguido el mejor trato en el momento de la transacción.

En cuanto a la suposición común de que el vendedor está aprove­chándose del cliente, esa lógica se aplicaría a todos los que tienen un puesto de helados y se aprovechan del calor de una tarde de ve­rano; o a un restaurador que se aprovecha del hambre de la gente; o a una enfermera que se aprovecha de la enfermedad de alguien. Pero, en realidad, ¿son todas estas relaciones de explotación o de servicio?

La cuestión que hay que plantearse es si hay algo turbio en estas situaciones. Es una cuestión moral, pero también de valoración. Otra forma de verlo es preguntarse si bienes como los coches usa­dos, o la comida, o la asistencia sanitaria, o la tierra tienen valor económico intrínseco en sí mismos, o si las personas les aportan valor o lo crean -un fenómeno que a veces se observa en econo­mía-. 
Después de todo, cabría preguntarse ¿qué entendemos por «Valor económico»? ¿No deberíamos considerar al menos que el valor económico de la cosa depende de quien hace la valoración, es decir, de la persona que calcula su valor en el momento de comprarla, que a su vez se basa en percepciones, oportunidades y disponibilidad? En realidad, el precio de cualquier artículo se establece por su valoración en la mente del comprador cuando se intercambian bienes, es decir, en los mercados. Todo ello presu­pone una honestidad absoluta y la ausencia total de engaño en el intercambio.

Se podría argumentar que habría sido un acto encomiable de cortesía, o incluso de caridad, revelar al propietario la existencia del tesoro. Sin embargo, el mero hecho de contextualizar tal acción en los buenos modales o la caridad ya supone admitir que no es un requisito ni de justicia ni de moralidad. Sostener lo contrario sería arrojar sospechas sobre una amplia gama de intercambios y acuer­dos que damos por sentados, y obstaculizar el progreso y la mejora humanos. Esto impediría la creación general de riqueza en todos los intercambios en los que el comprador valora la cosa en venta por encima de quien la vende, y obligaría a una especie de proceso educativo previo a cada venta para convencer al vendedor del su­puesto mayor valor del objeto (que desea vender).

Obviamente, no hay nada intrínsecamente único en los escena­rios descritos anteriormente. En todos los intercambios de mer­cado, ambas partes perciben que obtienen el mejor trato, desde su propio punto de vista. Vendedor y comprador creen que salen ga­nando como resultado del intercambio y, de hecho, sólo podemos confiar en que sus percepciones sean correctas. Cuando compras leche en el supermercado, tú valoras más la leche que los 2 dólares que te costó comprarla, mientras que el supermercado valora más los 2 dólares que la leche. Y por ello se produce el intercambio. Si la leche estuviera aguada, o si se empleara algún engaño, se invalida­ ría moral y legalmente el trato.

Sin duda, los compradores y los vendedores llevan a la mesa de negociación suposiciones y valores diferentes. Aparte del mensaje teológico de esta parábola, también se muestra que el comercio puede ser mutuamente beneficioso incluso cuando existen dife­rentes suposiciones sobre el valor del artículo, es decir, cuando el comprador y el vendedor abordan un intercambio con diferen­tes objetivos en mente. Ambas partes pueden seguir beneficián­dose. En el mundo real, las asimetrías de información y valores son inevitables y omnipresentes. Un sistema económico decente y moral es aquel que crea oportunidades de ventaja mutua. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Querríamos que fuera de otro modo?

Esta parábola también nos dice algo sobre lo que significa descu­brir y crear valor en un mercado. Mientras el tesoro permaneciera descubierto, sin usar y sin apreciar en el campo, no tendría ningún beneficio social. En lo que respecta al bienestar humano, podría no haber existido. No aportaba valor al propietario original porque, o bien no sabía que estaba ahí, o bien no lo apreciaba.

El tesoro no nos encuentra; tenemos que buscarlo y desarrollar en nosotros la capacidad de reconocerlo una vez encontrado. Tam­bién tenemos que estar dispuestos a sacrificarnos para apropiar­nos de él y a renunciar a otras cosas que obstaculizan su descubri­miento y obtención.

DIRECTO | Robert Sirico, Daniel Lacalle y Mario Šilar presentan 'La economía de las parábolas'

VER+: