EL Rincón de Yanka: NO ES UN GOBIERNO MUNDIAL, SON TIRANÍAS DEMOCRÁTICAS por EMMANUEL MARTÍNEZ ALCOCER 👥👿💀

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martes, 3 de junio de 2025

NO ES UN GOBIERNO MUNDIAL, SON TIRANÍAS DEMOCRÁTICAS por EMMANUEL MARTÍNEZ ALCOCER 👥👿💀


No es un gobierno mundial, 
son tiranías democráticas

Desde hace tiempo se viene hablando, y no sin motivos, de los intentos globalistas por imponer un gobierno mundial. Lo vemos desde lugares como el Foro de Davos, la Comisión Europea, la OMS y tantos otros organismos de carácter internacional. Si bien, la posibilidad de un «gobierno mundial» ha sido una constante en el imaginario político moderno, ya fuera planteado como un horizonte deseable o como una amenaza. Pero, como decíamos, esta posibilidad ha cobrado nueva fuerza en el contexto de los llamados problemas globales: pandemias, cambio climático, inmigraciones masivas o crisis energéticas. No obstante, desde una perspectiva materialista, dicha posibilidad debe ser tratada como un mito político funcional, sin perjuicio de su oscuridad y confusión (o precisamente por ello), pero no como una tesis políticamente operativa.
Desde la racionalidad materialista es obligado entender la política como una realidad derivada de estructuras históricas concretas, y no como una emanación de principios abstractos o deseos universalistas. Lo que impide tomar ontológicamente en serio la idea de un «Estado universal» sin incurrir en una hipótesis metafísica. No hay cuerpo político sin territorio, sin enemigos, sin límites, sin frentes. En consecuencia, y por decirlo de la manera más clara posible: no hay gobierno mundial que pueda funcionar como sujeto político real sin colapsar por la multiplicidad de intereses y potencias enfrentadas.

Sin embargo, mientras esta quimera metafísica y oscurantista sigue nutriendo el discurso de las elites tecnoadministrativas y de ciertos movimientos ideológicos globalistas, se produce un fenómeno mucho más tangible y urgente: la consolidación de nuevas formas de tiranía en el seno de los Estados democráticos. Hablamos de unas tiranías que en la actualidad no se presentan con el rostro clásico, y ya casi caricaturesco, del dictador o del caudillo. Sino con las formas blandas de una legitimidad electoral, una supuesta voluntad popular y una retórica de los derechos humanos. Son tiranías funcionales que operan de maneras sutiles aunque tampoco ocultas, al menos para quien lo quiera ver. Pues son tiranías que se van implantando mediante el vaciamiento de los mecanismos de oposición real, la neutralización de la pluralidad ideológica y la sustitución de la acción política por la gestión administrativa. Y todo ello se realiza mientras con el discurso diario, difundido mediante las poltronas y mercenarios mediáticos, nos dice lo contrario.

Como ya se ha señalado reiteradamente, desde la perspectiva del materialismo filosófico la democracia no es una Idea absoluta, ni un Bien en sí mismo, sino una forma política entre otras, con posibilidad de degeneración o perversión. Gustavo Bueno, en trabajos como El fundamentalismo democrático. Democracia y corrupción, entre otros, ha desmitificado la democracia como forma ideal. Y es que, si derrumbamos esa metafísica ideológica acerca de la democracia, podremos entender que una democracia puede alojar en su seno formas de poder oligárquico, tecnocrático o directamente despótico.

Otro asunto clave de estas tiranías democráticas radica en la internalización del consenso. Ya no se necesita imponer la obediencia por la fuerza, porque se obtiene por la convicción. Por la propaganda masiva. Por la lobotomización generalizada. Ese sistema produce sujetos que consienten su propia servidumbre porque, imbuidos en el ideal sagrado de la democracia como el fin de la historia, creen estar ejerciendo su libertad. Ahora bien, esto no sería posible sin la colaboración de los aparatos ideológicos del Estado: la educación, los medios de comunicación, la producción cultural, incluso la industria de la felicidad. Todos ellos construyen un «sujeto político» que identifica obediencia con virtud, conformismo con madurez, adaptación al caos con inteligencia. Así, las nuevas tiranías democráticas a las que estamos avanzando –hay quien diría progresando– no necesitan recurrir siempre a la censura abierta. Esta, por otro lado, tampoco es infrecuente y cada vez la podemos ver más amplia. Pero si no es necesaria permanentemente es porque el disenso se ridiculiza, se margina o se psicologiza. Es decir, se transforma en patología o en ignorancia. La autocensura ocupa el lugar de la represión.

Tenemos así que esta situación responde al funcionamiento de una estructura política que ha sustituido la confrontación de proyectos políticos por la alternancia de gestoras. Da igual que se vote una alternativa u otra, el resultado será el mismo. Y más aún cuando se vive en una nación endeudada hasta decir basta y controlada por intereses extranjeros. En consecuencia, las democracias occidentales actuales no se definen ya por el conflicto político real entre modelos de sociedad, sino por la competencia superficial entre marcas partidistas homologadas. De modo que lo que se ofrece como «pluralismo» es, en realidad, una homogeneidad ideológica encubierta por diferencias aparentes. Los límites del debate político están trazados de antemano, y quien los traspasa es tachado de extremista, radical o negacionista.

Siendo así las cosas, podemos entender mejor que la aparición del mito del gobierno mundial cumple una función ideológica: distraer del proceso real de transformación de las democracias en estructuras de control blando (sin descartar el recurso a controles más duros, como pudimos ver en el proceso pandémico). Se teme un futuro que nunca llega, mientras se acepta sin resistencia un presente que despoja a la ciudadanía de sus instrumentos de acción política. Así, el mito globalista actúa como un relato movilizador y disuasorio al mismo tiempo: moviliza a quienes se oponen a una supuesta dictadura mundial que nunca se concreta, y disuade a los críticos internos tachándolos de paranoicos o antidemócratas.

Pero desde el racionalismo materialista podemos analizar esta situación desde el concepto de ideología, es decir, entendiendo este mito metafísico como una falsificación interesada de la realidad. El gobierno mundial no es una realidad política, sino una representación mistificada que impide ver las estructuras de poder efectivamente operantes. En cambio, lo que sí existe es una creciente homogeneización de los sistemas políticos bajo el modelo, que parece ya caduco, de la democracia formal liberal. Una democracia liberal cuyas instituciones se vuelven impermeables a las necesidades nacionales, mostrándose cada vez más dependientes de instancias transnacionales no electas.

Pero siendo eso cierto, no hay que confundirse. Pues estas instancias no configuran un «gobierno mundial», sino una red de poderes funcionales que influyen sobre los Estados sin constituir un sujeto político unificado. Y esto es lo más «interesante» del asunto, ya que su eficacia no reside en su unidad, sino en su dispersión y opacidad. En la medida en que ese poder global hegemónico es imposible, y en la medida en que vivimos en democracias cada vez más corruptas y controladas desde fuerzas ajenas, los ciudadanos no pueden identificar claramente a los responsables de las decisiones que afectan sus vidas. Porque en realidad los centros de decisión están fragmentados entre organismos internacionales, corporaciones, plataformas digitales y agencias reguladoras.

Esta «despolitización» de la vida pública, en la que los ciudadanos pierden su carácter de sujetos soberanos de la nación y devienen en meros consumidores de políticas diseñadas por expertos, es uno de los rasgos fundamentales de las tiranías democráticas. La ciudadanía ya no actúa: reacciona. Y reacciona por los cauces indicados. Por lo que el lenguaje de los derechos, la inclusión, la sostenibilidad o la diversidad se convierte en un repertorio retórico que legitima decisiones que escapan al control de los gobernados. La democracia se convierte en una etiqueta vacía, apropiada por fuerzas que no rinden cuentas ante nadie.

A esto es a lo que nos referimos al decir que lo político es sustituido por lo técnico. La política ya no se presenta como ámbito de confrontación de planes y programas con fundamento en los intereses nacionales, sino como problema de gestión de medios. El éxito se mide en indicadores macro, no en logros que supongan el fortalecimiento efectivo de la eutaxia estatal, no en la mejora real de las condiciones de vida de los ciudadanos de la nación.

Esta situación, pues, exige una filosofía crítica de segundo grado. Una reflexión que no se conforme con denunciar la corrupción o la ineficiencia, sino que analice los mecanismos de legitimación ideológica de estas nuevas formas de dominación. El mito de la felicidad, de la cultura o el gobierno mundial se convierten en númenes ideológicos: objetos intocables, revestidos de sacralidad, que no pueden ser cuestionados sin incurrir en herejía moral. Y es que la crítica materialista, como la que aquí estamos ejerciendo, no busca sustituir un mito por otro, sino disolverlos en el análisis estructural de sus funciones. No se trata de negar la existencia de problemas que puedan tener un alcance global, sino de impedir que estos se conviertan en coartadas para el vaciamiento de la soberanía política efectiva. Un vaciamiento que incluye, por ejemplo, la venta del territorio nacional a corporaciones extrajeras para la explotación de sus minas, o para la sustitución de campos de olivos en campos de placas solares. Frente a la disolución de la acción política en un sentimentalismo globalizador, el materialismo político exige la defensa de los cuerpos políticos determinados, dotados de fronteras, instituciones, normas y enemigos reconocibles.

A la luz de dicha crítica disolvente, todo discurso sobre la humanidad o el planeta se muestra como carente de sujeto real. Resulta pura retórica operada por redes de poder que actúan en nombre de una totalidad que no existe más que como mito. Por tanto, lo que debe preocupar no es la imposición de un orden mundial unificado, sino la consolidación de una maquinaria ideológica que anula toda posibilidad de acción política efectiva en nombre de consensos prefabricados. El enemigo de nuestras libertades políticas no es un tirano interior o exterior, sino una estructura interna que anula la acción mediante la saturación de discurso y la coacción simbólica. Porque por doloroso que sea de reconocer la tiranía no se impone: se consiente.

La democracia realmente existente sin dialéctica, sin conflicto, sin oposición real, deviene en una farsa. Se mantiene la forma, pero se vacía el contenido. Se vota, pero no se elige. Se debate, pero no se decide. Y todo esto ocurre, insistimos, mientras una parte de la opinión pública sigue hipnotizada por el espejismo del gobierno mundial, temiendo la llegada de un Leviatán que ya no es necesario, porque el consenso blando ha ocupado su lugar.

El análisis materialista no pretende despertar las conciencias ciudadanas para llevarlas a la utopía, sino para mostrar el espesor y la opacidad de algunas de las estructuras que las determinan. Porque, como diría Benito Espinosa, no hay libertad sin saber, sin el conocimiento de los límites y las ficciones que nos rodean. En este sentido, derrumbar del mito del gobierno mundial es un paso necesario para recuperar el sentido político de la acción cotidiana en una democracia, que no puede verse reducida a meter una papeleta en una urna cada pocos años. Hay que actuar críticamente sobre estructuras reales, no sobre fantasmas. Por lo demás, denunciar las tiranías democráticas en las que poco a poco nos hacen vivir no es negar la posibilidad de nuestra democracia, sino prevenirla de su autodestrucción ideológica.


El estado es la encarnación 
del demonio.
Jesús Huerta de Soto