EL Rincón de Yanka: LA DEMOCRACIA (PARTIDOCRACIA) VENEZOLANA Y LA CRISIS DEL SISTEMA POPULISTA DE CONCILIACIÓN por JUAN CARLOS REY

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lunes, 9 de junio de 2025

LA DEMOCRACIA (PARTIDOCRACIA) VENEZOLANA Y LA CRISIS DEL SISTEMA POPULISTA DE CONCILIACIÓN por JUAN CARLOS REY


LA DEMOCRACIA EN VENEZUELA, 
EXPERIENCIA Y FUTURO


CONCLUSIONES SOBRE LA CRISIS ACTUAL DE LA DEMOCRACIA

La democracia representativa, para algunos de sus más ilustres defensores, fue inicialmente un intento de salvar el ideal del interés público en las condiciones propias de la sociedad moderna. Autores como Tocqueville y J. S. Mill creían en las bondades de la participación política, y condenaban que una actividad exclusivamente orientada por el interés privado era indigna de la persona humana y destructora de la libertad. Y mantenían la exigencia moral de que, al menos en cuanto votante, el ciudadano se debía orientar por el interés público. Sin embargo, la “libertad de los modernos” basada en el “bienestar particular” y en el espíritu del interés privado, se iba a imponer sobre la “libertad de los antiguos”, basada en el espíritu público (Constant 1963). En Venezuela, durante la primera mitad del siglo XIX se distinguían los partidos ideológicos y serios, a los que se llamaba los “partidos doctrinarios”, que incluían grandes objetivos ideológicos en sus programas, de los partidos llamados “electorales” o “personales” que sólo se preocupaban por los cargos y el acceso al poder. 

Según la opinión pública se produjo un proceso de degeneración caudillista, que se intentaba explicar porque los dos principales partidos (Conservadores y Liberales) se habían corrompido pues, siendo originalmente doctrinarios, se habían convertido en personales o electorales. La solución era la regeneración total de los mismos, retomando su pureza original, o la fundación de nuevos partidos. La instauración de la democracia de masas y la creación de los partidos de masas supusieron un cambio radical en la base de sustentación de la legitimidad democrática. Ciertamente los intereses particulares siempre habían estado presentes en la vida política, pero reducidos a los de pequeños grupos oligárquicos y ocultos; pero ahora no sólo irrumpían en gran escala, sino que se proclaman públicamente, pues los partidos de masas reconocen expresamente que representan intereses de clase o sectoriales especiales. Así, los intereses particulares y las facciones, que a lo largo de 25 siglos de desarrollo del pensamiento político occidental habían sido considerados como el signo inequívoco de la corrupción del Estado y del gobierno, pasan a ser legitimados y aceptados como la base y fundamento mismo de la política. Pero si la política no es ya la expresión de la voluntad general y la búsqueda del interés público, la única forma en que se puede legitimar la democracia es a través de un cálculo racional de sus utilidades, comparándolas con las de regímenes alternativos. El que diversos actores sociales, con intereses heterogéneos y parcialmente en conflicto, la aceptación de la democracia representativa fue el resultado de una negociación que concluyó en una transacción y compromiso cuyas características varían de un país a otro, pero que, en general, tenían dos piezas claves como fundamento: el Estado de bienestar keynesiano y su expresión constitucional, el Estado social; y el desarrollo de los modernos partidos políticos.. 

Los partidos políticos de masas se vieron obligados, por la competencia por los votos, a ampliar su oferta —que inicialmente había esta dirigida a sectores sociales restringidos y determinados— a las más diversas clientelas electorales y agregar intereses heterogéneos, así como a entrar en coaliciones y compromisos que les permitiera el acceso al poder. La competencia electoral entre partidos se convirtió en un mecanismo que, al igual que el mercado, sirve para proveer a los votantes y a los compradores, respectivamente, bienes (principalmente públicos, en el primer caso; privados, en el segundo), y cuya eficiencia puede ser analizada, como lo ha hecho Downs (1957), en forma semejante a la eficiencia del mercado. 

Los partidos políticos se convierten en verdaderas empresas políticas que compiten por los votos de los electores, y los políticos profesionales en empresarios políticos que articulan intereses y reúnen votos por su cuenta y riesgo, y a cambio de ello obtienen algún tipo de beneficio (Rey 1989: 296–298). También cambia radicalmente el significado del voto, que ya no es concebido como el ejercicio de una función pública, y a través del cual se debe expresar la opinión del votante acerca del interés público, sino como un derecho que se reconoce en interés particular del elector, de modo que éste no sólo puede utilizarlo de acuerdo a su personal conveniencia, sino que también es libre para no ejercerlo. 

Desde este punto de vista la abstención no tiene en sí nada de reprobable; es más, en la medida en que el voto es considerado como un acto meramente instrumental, a través del cual se trata de influir en el resultado de la elección, surge la llamada “paradoja del votante”: dada la bajísima probabilidad de que un ciudadano individual modifique mediante su voto el resultado de las elecciones; dado, por otro lado, que los resultados de una elección pueden ser considerados bienes públicos (en el sentido de que, incluso las personas que no han votado, no pueden ser privadas de los eventuales beneficios que de ella pueden derivarse); y dado, por último, que el voto implica ciertos costos para el votante (pérdida de tiempo, molestias en la cola, etc.), la decisión que debería tomar una elector racional es abstenerse, de modo que el problema no está en el alto grado de abstención que registran muchos países democráticos, pues lo que resulta paradójico, más bien, es el grado relativamente alto de votantes. 

En resumen, la democracia se redujo a un mecanismo, que a través de la competencia electoral entre partidos, satisfacía las preferencias o demandas de los electores. Ahora bien, con independencia de la aversión que a algunos pueda producir esta imagen, lo cierto es que hasta hace poco esa era uno de los argumentos centrales para la justificación de la democracia, y lo preocupante es que dicha visión se está desmoronando estrepitosamente en todo el mundo. La más grave crisis que está actualmente planteada es la falta de credibilidad de los mecanismos electorales como instrumentos capaces de satisfacer las preferencias de los votantes, lo cual implica el cuestionamiento de una de las razones de la democracia pragmática. Están en crisis, también, los dos pilares básicos que sirvieron de sustento e hicieron posible el mantenimiento de la democracia representativa en la moderna sociedad de masas: me refiero a los partidos políticos y al Estado de bienestar keynesiano. 

La arremetida contra el Estado de bienestar no es exclusiva de los sectores neoliberales y conservadores, pues en ella también participa la izquierda, que coincide en buena parte de sus argumentos con los de aquéllos (por ejemplo: Offe 1984). Y el cuestionamiento de los partidos políticos, que tradicionalmente había sido una actitud típicamente reaccionaria, es compartido por los sectores radicales. Un conocido especialista en la teoría de las elecciones, William H. Riker, partiendo de ciertos resultados de la moderna teoría de la elección social, llegó a la conclusión de que es técnicamente imposible y políticamente indeseable la concepción que ve en la democracia un mecanismo para hacer que las políticas de los gobiernos respondan a las preferencias de las mayorías, y que apenas proporciona un control limitado y negativo sobre el contenido de las decisiones gubernamentales, pues hace posible —pero no garantiza— que un gobernante electo que durante su actuación ofenda o irrite a un número suficientemente grande de electores, será castigado por éstos y sufrirá una derrota en las próximas elecciones, siendo desplazado del poder (Riker 1982. 

Se trataría de un control mínimo y puramente negativo, dirigido a evitar los peligros de la tiranía, y con el que debería bastar para justificar a la democracia. Las ideas de Riker son compartidas por muchos exponentes de las ideas políticas llamadas neoliberales, pero si quedara reducida a esto, deberíamos ser muy pesimistas sobre el futuro de la democracia, particularmente en América Latina, pues difícilmente podría contar con el apoyo popular que es una condición básica para su mantenimiento. El pueblo no sólo ha estimado los valores asociados a la democracia representativa, sino que ha visto en ella a un instrumento para la realización de sus aspiraciones de libertad, justicia y bienestar, y su apoyo se ha basado en la confianza en el funcionamiento de sus mecanismos e instituciones como medios para satisfacer esas aspiraciones. 

Esa confianza se convierte en lealtad, que a corto y aún a mediano plazo permite amortiguar posibles fallas en la satisfacción de sus aspiraciones. Pero no se podrá mantener si el funcionamiento de la democracia defrauda sistemáticamente sus expectativas. Por tanto, debería verse con preocupación el auge que ha adquirido en América Latina la concepción sumamente restringida y puramente negativa, según la cual la democracia sólo proporcionaría un conjunto de instituciones destinadas a limitar el poder de los gobernantes; de modo que los mecanismos electorales no serían un medio para que los votantes pudieran influir positivamente sobre el contenido de las decisiones gubernamentales, sino solamente un recurso para evitar que el gobierno se vuelva tiránico. 

Cuando esto ocurre, no debe extrañarnos que se agote el crédito que hasta entonces el pueblo concedió a ese sistema y que la acumulación de frustraciones de lugar, no ya simplemente a una derrota electoral del gobierno de turno, sino a un rechazo de la democracia y a su colapso. También existen razones para ser pesimistas sobre el futuro del constitucionalismo, pues en la medida en que la constitución deja de ser un medio para garantizar la expresión de los valores políticos propios de la democracia y del liberalismo político, y se reduce a ser un instrumento para garantizar los privilegios de grupos minoritarios poderosos (como ha ocurrido en Venezuela) desaparece todo compromiso normativo con respecto a ella; y si, además, falta el consenso de los principales grupos o actores políticos y sociales acerca de las reglas básicas del juego político, podemos considerar que no existe una constitución real (aunque pueda existir una constitución de papel), de modo que el “orden”, en la medida que exista, será el resultado de una constante interacción estratégica entre los distintos factores de poder y de los eventuales equilibrios precarios e inestables a los que esa interacción pueda llegar.

LA DEMOCRACIA VENEZOLANA 
Y LA CRISIS DEL SISTEMA 
POPULISTA DE CONCILIACIÓN



INTRODUCCIÓN

Desde 1958, Venezuela disfruta de una estabilidad democrática excepcional en su convulsionada historia, que, hasta fechas recientes, ha sido considerada como un ejemplo para América Latina. El hecho de que, durante los últimos treinta y tres años, en el país hayan funcionado y se hayan sucedido, en forma continua, gobiernos libremente elegidos, y de que la actual Constitución, con sus treinta años de vigencia, se haya convertido en la de más larga duración de toda nuestra historia republicana, son acontecimientos singularísimos, pues rompen con una lamentable tradición de gobiernos autoritarios y de inestabilidad político-constitucional, que ha caracterizado nuestra vida como nación independiente. En efecto, de las Constituciones del pasado, la única que puede ser considerada como realmente democrática es la de 1947, que apenas duró año y medio, y durante cuya vigencia el primer presidente civil, y elegido por votación universal, directa y secreta en la historia de Venezuela —el gran novelista Rómulo Gallegos—, no pudo completar diez meses en el ejercicio del cargo, pues fue derrocado por un golpe militar. 

Dados esos antecedentes, y el cuadro general de gobiernos dictatoriales que hasta hace poco prevaleció en América Latina, el caso venezolano, a partir de 1958, no sólo resultaba extraordinario, sino que ha podido ser considerado —para otros países de la región (o incluso de fuera de ella)— como un modelo de transición y de consolidación democrática exitoso. Sin embargo, algunos acontecimientos recientes —en especial, el estallido social que se produjo el 27 y 28 de febrero de 1989 (sobre su significado, véanse PRATO BARBOSA, 1989; KORNBLITH, 1989, y CIVIT/ESPAÑA, 1989)— han puesto de manifiesto, de forma espectacular, la existencia de una seria crisis, que, aunque agravada en los últimos tiempos, estaba presente, en forma larvada o solapada, desde muchos años atrás, y que constituye una prueba crucial para la aparentemente sólida democracia de Venezuela. De modo que el análisis del caso venezolano puede también arrojar luz sobre las graves dificultades que existen en la actualidad para el mantenimiento de la democracia en América Latina. 

En este artículo me propongo tres objetivos: Primero, examinaré las razones por las que, antes de 1958, no se pudo establecer un régimen democrático en Venezuela y, en particular, por qué se frustró el intento de instaurar una democracia de masas durante el trienio 1945-48. Segundo, analizaré cómo, a partir de la experiencia traumática de ese período y de las enseñanzas que de ella se derivaron, se logró, a partir de 1958, estabilizar la democracia, y examinaré, asimismo, los principales mecanismos políticos que lo hicieron posible. Tercero, discutiré las causas de la actual crisis del sistema político venezolano y las perspectivas de la democracia en el país.

LAS BASES DE LA INTEGRACIÓN NACIONAL 
Y LA MOVILIZACIÓN SOCIAL: 1899-1935

Hasta bien avanzado el siglo xx no se dieron en Venezuela varios de los prerrequisitos básicos para una verdadera integración nacional, y esta carencia explica, en gran parte, la inestabilidad política que vivió el país durante todo el siglo xix. Sólo es bajo la «dominación andina» de Cipriano Castro (1899-1908) y luán Vicente Gómez (1908-35) cuando se produjeron ciertas condiciones básicas para esa integración (véanse RANGEL, 1974, y REY, 1988). Ello fue obra, principalmente, de la férrea y prolongada dictadura de Gómez, que creó las bases de un Estado moderno, en el sentido de Max Weber (es decir, una organización de acción continuada cuyo cuadro administrativo mantiene con éxito la pretensión del monopolio legítimo de la coacción física, para el resguardo del orden vigente en el interior del territorio), unificando el país tanto desde el punto de vista geográfico como político y destruyendo a los caudillos y a los partidos políticos tradicionales. Esto fue posible porque el dictador ordenó y modernizó la Hacienda Pública, y ayudado por los ingresos provenientes de la explotación petrolera —que comienza a desarrollarse intensamente bajo su Gobierno—, dispuso de recursos financieros que le permitieron crear una incipiente burocracia técnica para la prestación de algunos servicios públicos esenciales, así como un ejército profesional y moderno, frente al cual nada podían las montoneras o bandas irregulares de los caudillos o partidos tradicionales (véase ZIEMS, 1979), imponiendo la paz y el orden y unificando el país bajo su férrea autoridad (KORNBLITH/QUINTANA, 1981). 

Por otro lado, como consecuencia del acelerado desarrollo de la explotación petrolera, se desató un proceso de intensa y extensa movilización social (en el sentido analizado por DEUTSCH, 1961), es decir, un conjunto de cambios socioeconómicos bruscos y combinados (tales como la incipiente industrialización, la creciente urbanización y alfabetización, el aumento de la exposición a mass media, la mayor frecuencia, volumen y alcance de las comunicaciones interpersonales, etc.), a través de los cuales se va produciendo, primero, el deterioro y, después, la disolución de los vínculos y nexos interpersonales tradicionales, y van a surgir nuevas élites, grupos y clases sociales, así como una masa desarraigada y disponible para entrar a formar parte de nuevas organizaciones y contraer nuevas lealtades. Es importante, sin embargo, señalar que, en el caso de Venezuela, dicho proceso no fue el resultado del impacto directo del desarrollo de la industria petrolera sobre la estructura económica y social del país, sino, sobre todo, su consecuencia indirecta a través del aumento de los ingresos fiscales del Estado y la subsiguiente acción de éste, incluyendo la distribución interna de tales recursos. En todo caso, la sociedad tradicional y los vínculos que la caracterizaban son en gran parte destruidos y se desatan las fuerzas de una sociedad nueva, que se ponen de manifiesto en sucesos de protesta, como, por ejemplo, los del año 1928 (ACEDO DE SUCRE/NONES MENDOZA, 1967). Pero el régimen gomecista fue incapaz de incorporar e integrar a esas nuevas fuerzas sociales, que trató, más bien, de suprimir o, al menos, reprimir.

EL DESARROLLO DE UN SISTEMA POPULISTA 
DE MOVILIZACIÓN: 1936-1945

Aunque, desde los inicios de los años treinta, ciertos círculos de la oposición gomecista, en el exilio, comienzan a desarrollar los primeros programas tendentes a la movilización y a la integración a la nación de estas fuerzas sociales emergentes, lo cierto es que ese nuevo proyecto político sólo va a cristalizar, tras la muerte de Gómez, a través de la creación de los modernos partidos políticos de masas, bajo la modalidad de un sistema populista de movilización. He acuñado esta expresión para referirme a aquellos partidos o movimientos políticos latinoamericanos que están formados por una coalición de grupos sociales heterogéneos, y que han surgido con el propósito de reestructurar el orden sociopolítico existente, mediante la organización y movilización de masas, hasta entonces pasivas, y su integración a la nación no sólo desde el punto de vista de su participación política, sino también económica y social (REY, 1976). En el caso venezolano, el desarrollo de este sistema va a tener lugar entre 1936 y 1945, y culmina con el intento fallido del trienio 1945-48, de instaurar una democracia de masas. 

En efecto, tras la muerte de Gómez estaban dadas en Venezuela las condiciones típico-ideales para que se desarrollara un sistema populista de movilización, pues se había producido: 1.°, un proceso de intensa y extensa movilización social, que había generado una masa desarraigada y disponible para entrar en nuevas organizaciones y contraer nuevas lealtades; 2°, una situación de exclusión o bloqueo de la participación política, económica y social por la existencia de un sistema de sufragio restringido y de un régimen oligárquico, y 3°, la aparición de una nueva élite, constituida por grupos de clase media urbanos, que sufrían de incongruencia de status y se encontraban alienados de un orden sociopolítico, que bloqueaba su participación y no les otorgaba el reconocimiento que creían merecer. En una situación de este tipo tenemos, como ha dicho Rómulo Betancourt, de un lado, las masas sin intelectuales; del otro, los intelectuales sin masas, y la alianza entre unos y otros no se hace esperar (REY, 1976: 139-140). 

Los Gobiernos que sucedieron a la dictadura de Gómez habían iniciado una cierta liberalización, pero sin llevar a cabo una verdadera democratización. Las vías de acceso de la sociedad a la política continuaron bloqueadas por instituciones tales como el sufragio restringido y la elección indirecta del Congreso y del presidente, y se mantuvieron regímenes oligárquicos en los que el reclutamiento político tenía lugar a través de camarillas, grupos familiares y procedimientos caracterizados por el uso de criterios particularistas y adscriptivos, en los que la posesión de riquezas o los vínculos personales, y el prestigio y la influencia que de ellos se derivaban, eran los principales recursos políticos. 

Aunque, como antes se apuntó, es posible rastrear los orígenes de los modernos partidos políticos en las actividades llevadas a cabo por ciertos grupos de la oposición gomecista, desde los inicios de la década de los treinta, lo cierto es que sólo con la muerte del dictador y el regreso de los exiliados políticos comienzan a desarrollarse sistemáticamente en el territorio venezolano los partidos políticos modernos. Estas nuevas organizaciones representan una ruptura de continuidad con los partidos de notables, propios del siglo xix (que habían sido destruidos, junto a los caudillos tradicionales, por el dictador) y adoptan el modelo de los modernos partidos de masas (socialistas y obreros) europeos. Se inspiran, además, en una ideología marxista o democrática radical, y fueron mantenidas en la ilegalidad durante toda la Presidencia de López Contreras (1935-39), de manera que debieron desarrollarse en condiciones de clandestinidad y fueron objeto de persecución y represión por parte del Gobierno. A diferencia de lo que ocurrió en otros países, en Venezuela la creación de los modernos partidos de masas precedió a la universalización del sufragio, en vez de seguirla. Entre tales organizaciones, la más importante sin duda era el Partido Democrático Nacional (PDN), que, a partir de 1941, bajo el Gobierno de Medina Angarita (1939-45), va a ser legalizado asumiendo el nuevo nombre de Acción Democrática (AD) (sobre la evolución de AD, consúltense: MARTZ, 1966; CARPIÓ CASTILLO, 1971, y BRUÑÍ CELLI, 1980). Existían, además, desde la época de Gómez, diversas organizaciones marxistas, que ya bajo la Presidencia de Medina Angarita, fueron autorizadas para actuar abiertamente, y que en 1945 se unen para formar el nuevo Partido Comunista de Venezuela (PCV), ahora por primera vez legalizado (sobre el PCV, véanse ALEXANDER, 1971, y CABALLERO, 1978). 

El liderazgo y la base de los nuevos partidos de masas vienen dados por las nuevas fuerzas sociales surgidas como consecuencia del proceso de movilización social al que anteriormente me referí, de modo que los modernos partidos políticos venezolanos nacen como una alianza entre una élite de clase media urbana —que sufre de incongruencia de status y se siente alienada frente a un régimen oligárquico, que bloquea sus posibilidades de participación— y una masa campesina y obrera que, como consecuencia del deterioro de los nexos sociales tradicionales y su exposición a nuevas formas de comunicación, se encuentra «movilizada» y disponible para contraer nuevos vínculos y lealtades y entrar en nuevas formas de organización. La iniciativa para constituir el partido surge de la élite de clase media urbana, que, en su lucha para transformar el orden político y conquistar el poder, busca el apoyo de masas campesinas y de trabajadores urbanos, proporcionándoles liderazgo y dotándolas de organización. Las masas, que se encuentran en una grave situación de privación (campesinos sin tierras, trabajadores urbanos subempleados o subpagados, etc.) buscan fundamentalmente la articulación de sus intereses económicos y sociales y ofrecen a cambio su respaldo al proyecto político (véase, en especial, para el caso de la movilización de los campesinos, POWELL, 1971).

EL «TRIENIO» O LA DEMOCRACIA FRUSTRADA: 1945-1948

Tras el derrocamiento del Gobierno de Medina, en octubre de 1945, como consecuencia de un golpe de Estado llevado a cabo por un grupo de jóvenes militares (que representaban una corriente «modernizante» dentro de las Fuerzas Armadas), con el apoyo del partido Acción Democrática, se inicia el primer intento —pronto frustrado— de instauración de una moderna democracia de masas (STAMBOULI, 1980: 41-48). La interpretación retrospectiva de las razones de este fracaso ha sido fundamental para la configuración de la nueva democracia que se implantará después de 1958, y por ello resulta necesario que examinemos esta cuestión (REY, 1972: 208-213). 

Bajo el Gobierno provisional que se instaura tras la «Revolución de octubre», cuya responsabilidad fue asumida por el partido AD, se van a eliminar las restricciones que anteriormente existían para la participación electoral y para la competencia entre partidos. El nuevo régimen electoral rebaja la edad para votar de los veintiuno a los dieciocho, extiende el derecho de voto a las mujeres y a los analfabetos (es decir, se implanta un verdadero sistema de sufragio universal) y establece la elección directa no sólo de los diputados y senadores, sino también del presidente de la República. Durante esta época se funda Unión Republicana Democrática (URD) (1945), partido de orientación liberal creado por personalidades asociadas al Gobierno del presidente Medina (sobre URD, véase MAGALLANES, 1973: 457-578), y se funda también el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI) (1946), partido de inspiración social-cristiana (sobre COPEI, véanse: RIVERA OVIEDO, 1969; HERMÁN, 1980; COMBÉLLAS LARES, 1985). Ambos partidos, junto a AD y el PCV, que ya existían con anterioridad, van a formar el cuadro del moderno sistema de partidos venezolano y a participar en las primeras elecciones realmente democráticas de la historia de Venezuela. 

Mientras se mantuvieron las condiciones de sufragio restringido, elecciones indirectas y falta de participación popular, partidos como el PPG (Partidarios de la Política del Gobierno) o el PDV (Partido" Democrático Venezolano), creados por el Gobierno de Medina Angarita, formados por funcionarios públicos y sin ningún arraigo en las masas, podían controlar las elecciones, pero tan pronto como se estableció el sufragio universal y directo estaban condenados al fracaso. Pues el nuevo orden que se trataba de implantar tras la «Revolución de octubre» significaba un cambio radical en las reglas de juego que hasta entonces habían regido la política, e implicaba la introducción de nuevos medios de intervención y nuevos jugadores y la irrupción de las masas en la misma. En adelante, los recursos para el éx*ito político no serán ya las relaciones o influencias personales de tipo tradicional, sino la capacidad para persuadir, organizar y movilizar a las masas. Esto llevará al desplazamiento de las élites tradicionales y a su sustitución por los modernos partidos políticos de masas, que pasarán a ser las únicas organizaciones apropiadas para participar exitosamente en dicho «juego». Es comprensible, por tanto, que una buena parte de los sectores sociales más conservadores, que se veían desplazados por la nueva situación, la rechazaran pura y simplemente, desconociendo la legitimidad de unas reglas de juego que, en la práctica, los convertían en perpetuos perdedores, y pasaran directamente a la conspiración. 

En cuanto a los otros partidos modernos, si bien aceptaron inicialmente las nuevas reglas, incluso con entusiasmo, pronto se produjeron graves tensiones, que se manifestaron, por ejemplo, en los duros enfrentamientos ideológicos que caracterizaron los debates de la Asamblea Constituyente en 1946- 1947 y en las reservas con respecto a las reglas de juego básicas del orden político que iban a ser consagradas en la Constitución de 1947 (KORNBLITH, 1988). Esto es comprensible si tenemos en cuenta que de los cuatro partidos existentes, dos —el PCV y COPEI— representaban ideologías y aun concepciones totales del mundo radicalmente contrapuestas (marxismo y catolicismo, respectivamente). AD, que, aunque no se declaraba expresamente marxista, había sufrido la influencia de tal tipo de pensamiento, se caracterizaba por una fuerte orientación ideológica y por una intensa y permanente movilización emocional de sus militantes contra los enemigos —reales o supuestos— de la «revolución». Sólo URD escapaba de este cuadro general con una posición que, frente a las radicales declaraciones ideológicas de los otros, tenía que aparecer como incolora. 

Por otro lado, el proyecto de AD, aunque, desde una perspectiva actual, puede parecer moderado, representaba en la Venezuela de la época una verdadera revolución política y social (en el sentido de un desplazamiento de los grupos y clases que hasta entonces detentaban el poder). Ideas tales como la organización y participación de las masas en la política, la exclusión de la intervención militar, el acceso popular a la educación, los derechos sociales de los trabajadores, la creación de una fuerza sindical organizada, la destrucción del poder político, social y económico tradicional en el campo, mediante la reforma agraria y la organización de los campesinos, etc., tenían que contar con la oposición más enconada de los sectores tradicionales, que las consideraban como criptocomunistas, y a la vez con la del PCV, para el que eran medidas meramente reformistas, y veía en AD su principal competidor entre los trabajadores. Por otra parte, el partido COPEI —por su inspiración católica y por hallarse en el momento en el extremo derecho del espectro de los partidos políticos venezolanos— se convirtió en centro de atracción de muchos grupos conservadores, que lograron infiltrarse en la organización, y para los cuales el objetivo fundamental era desplazar a AD del poder, sin importarles los medios para lograr ese fin. 

Por otro lado, AD era el único partido que, a través de un prolongado esfuerzo, iniciado a la muerte de Gómez, había logrado desarrollar una organización política que abarcaba a la totalidad del país, hasta los más remotos caseriosj.de modo que cuando se produce la «Revolución de octubre» era, en realidad, el único partido de masas realmente existente (ésta es precisamente la razón principal por la que los jóvenes militares que conspiraban contra Medina decidieran solicitar la colaboración de ese partido y confiarle la responsabilidad del Gobierno provisional). Frente a él, el antiguo PCV no lograba irradiar su influencia más allá de un pequeño grupo de intelectuales y de un reducido sector del movimiento obrero y campesino, y las otras dos organizaciones que pronto se crearon (URD y COPEI) no pasaron de ser, durante el trienio, partidos de cuadros, con una militancia muy reducida. Además, junto a su muy superior desarrollo organizativo, AD gozaba de las ventajas derivadas de los recursos del Gobierno provisional, que utilizó para adelantar su proyecto político. Como consecuencia de todo ello, los resultados de los sucesivos procesos electorales celebrados durante el trienio constituyeron abrumadoras victorias para ese partido, que aparecía, de esta manera, como dominante o hegemónico. Así, en las elecciones de 1946 para la Asamblea Nacional Constituyente, AD obtuvo el 78,42 por 100 de los votos válidos; en las elecciones nacionales de 1947, el 74,47 por 100 de los votos válidos para presidente de la República y el 70,83 por 100 de los votos válidos para los «cuerpos deliberantes» (Congreso nacional y Asambleas legislativas de los Estados), y en las elecciones municipales de 1948, el 70,82 por 100 de los votos válidos. 

La aplastante superioridad de AD contribuía a complicar la situación, pues llevaba a ese partido a identificar su propia voluntad con la voluntad de la nación o —de acuerdo a la tradición predominante en la cultura política venezolana— con la «voluntad general» roussoniana, de modo que se creía autorizado para imponerla, sin respetar los derechos de las minorías, y tendía a considerar que la oposición a las políticas del Gobierno no era la expresión de opiniones o intereses legítimos, sino la manifestación de un espíritu faccioso, antinacional y éticamente reprobable, que debía, por tanto, ser destruida. En cuanto a los partidos de oposición, divididos entre sí en diversas materias, tenían el sentimiento común de que el Gobierno estaba abusando del poder, de que no se respetaban sus legítimos derechos como minorías y de que eran objeto de persecuciones, y, a la vez, una sensación de asfixia ante la hegemonía «adeca» y un justificado pesimismo acerca de la posibilidad de superar algún día su aplastante mayoría. 

De esta manera, frente a la pretensión de AD de expresar, en tanto que mayoría, la «voluntad general», quienes se sentían amenazados por la «Revolución de octubre» identificaban el dominio de ese partido con la oclocracia o la tiranía de la mayoría. AD había impuesto un estilo político «plebeyo», que implicaba una constante participación —un tanto estridente y desordenada— de las masas en la vida pública y su movilización emocional contra los enemigos de la «revolución»; de modo que los sectores más conservadores veían en ella, ni más ni menos, que la resurrección de la siempre temida «pardocracia», es decir, de la tiranía de la mayoría no blanca, sin cultura ni propiedad, que amenazaba los cimientos mismos de la sociedad. Uno de los argumentos que se utilizó para tratar de justificar el derrocamiento del presidente Gallegos, en 1948, fue la acusación de que AD pretendía implantar un régimen comunista. Se trata de una imputación totalmente falsa, pero para los sectores conservadores de la sociedad venezolana de esa época el término «comunista» se aplicaba por igual a todos los que pretendían alterar las bases políticas o sociales del orden que existía antes de la «Revolución de octubre». Por lo demás, tal acusación sirvió para concitar el apoyo del Gobierno norteamericano a los planes para el derrocamiento. 

De esta manera se fue produciendo una progresiva y acelerada alienación, por parte de los más diversos sectores, con respecto al sistema y a sus reglas de juego, que consagraban ese estado de cosas, de modo que a los tres años de haberse producido la «revolución», cuando la nueva Constitución apenas había cumplido año y medio de vida, y el nuevo presidente no había completado diez meses en el ejercicio de su cargo, un golpe militar ejecutado sin derramamiento de sangre, y que contó con la aprobación de todas las fuerzas vivas —incluyendo a la Iglesia católica— y de los dos principales partidos de la oposición (COPEI y URD), derrocó al Gobierno electo y abrió paso a una dictadura militar, que duraría diez años (sobre este período, consúltense: RODRÍGUEZ ITURBE, 1984, y CASTILLO D'IMPERIO, 1990; sobre las diferencias entre el militarismo de este período y los anteriores Gobiernos militares de Venezuela, AVENDAÑO LUGO, 1982; sobre la caída del régimen de Gallegos y la posterior crisis de la dictadura perezjimenista, STAMBOULI, 1980: 70-84 y 99-160).

1958: LA INSTAURACIÓN DE UN SISTEMA POPULISTA DE CONCILIACIÓN

El régimen democrático que se instaura en Venezuela después de 1958 está fuertemente marcado por la experiencia traumática del trienio 1945-1948, y es un intento deliberado de evitar los errores y deficiencias de aquel ensayo fallido. Con tal fin se trató de lograr un amplio consenso entre los principales actores políticos y sociales (los «factores reales de poder» de Lasalle), en torno a unas «reglas de juego» básicas del orden político, que permitiera a los Gobiernos elegidos por el voto popular contar con el apoyo moral y/o material necesario para no ser derrocados y para poder movilizar con éxito el conjunto de recursos sociales y colectivos requeridos para hacer efectivas sus decisiones. 

¿Cómo fue esto posible? Los primeros estudios sobre el sistema político venezolano, que se llevaron a cabo en la década de los sesenta, eran muy pesimistas acerca de la capacidad de funcionamiento efectivo del nuevo régimen democrático que se trataba de implantar en el país, pues a partir de la constatación de la existencia de un alto grado de «heterogeneidad social y cultural» entre su población, concluían en la imposibilidad de lograr un consenso básico que hiciera posible estabilizar la democracia (BONILLA/SILVA MICHELENA, 1967; SILVA MICHELENA, 1970, y BONILLA, 1972). La gran debilidad de estos análisis era que —como LEVINE (1973) ha puesto de relieve— no tuvieron en cuenta el papel fundamental que podían desempeñar las estructuras, instituciones y mecanismos políticos, conscientemente diseñados para la creación de ese consenso, y que éste podía ser el resultado no ya de una comunidad de valores y orientaciones normativas, sino del funcionamiento efectivo de ciertos mecanismos de tipo utilitario (REY, 1989a: 258-259 y 269-271). Pues cuando —como ocurría en Venezuela en 1958— la legitimidad de un régimen político no está generalmente aceptada en base a razones normativas, es posible que logre mantenerse si es capaz de generar, a corto plazo, apoyos basados en razones utilitarias; de esta manera se puede producir, a medio o largo plazo, un proceso de aprendizaje o socialización en el que los distintos actores, al ver- satisfechos sus intereses utilitarios, lleguen a desarrollar un sentimiento de legitimidad con respecto a tal régimen (véase, en este mismo sentido, las conclusiones generales de los análisis comparados de DIAMOND/LINZ, 1988: 10-11). Con tal fin fue creado lo que he denominado un sistema populista de conciliación, que está constituido por un complejo sistema de negociación y acomodación de intereses heterogéneos, en el que los mecanismos de tipo utilitario iban a desempeñar un papel central en la generación de apoyos al régimen y, por consiguiente, en el mantenimiento del mismo. 

Si atendemos solamente a las constituciones escritas no podremos entender cabalmente este sistema, pues las nuevas «reglas de juego» no se expresaban sólo, ni principalmente, en el texto de la Constitución de 1961 (que, por lo demás, en buena medida se inspira en el de la Constitución de 1947), sino, sobre todo, en un conjunto de reglas y arreglos institucionales, muchas veces no formalizados ni explícitos, que forman lo que podríamos llamar la Constitución informal, pero real (véanse REY, 1986, y KORNBLITH, 1991). Son distintos a los de la Constitución jurídico-formal, pero no necesariamente contrarios a ella, pues vienen dados más bien por un conjunto de mecanismos y reglas informales a través de los cuales las normas abstractas, generales y programáticas de la Constitución escrita adquieren concreción y especificación práctica. 

Para la toma de decisiones políticas concretas (y, por tanto, para la eventual actualización de los principios generales y abstractos y de las normas programáticas de la Constitución) se adoptó un conjunto de reglas informales y arreglos institucionales que suelo designar como sistema populista de conciliación, que es muy distinto del sistema populista de movilización que prevaleció en el período 1945-48 (sobre la diferencia entre ambos conceptos, véase REY, 1976). En efecto, el sistema populista de conciliación que se instauró a partir de 1958 se basa en el reconocimiento de una pluralidad de intereses heterogéneos, tanto de la mayoría como de las minorías, y en la creación de un complejo sistema de negociación y acomodación entre ellos, que se expresa en un conjunto de mecanismos y reglas peculiares para la toma de decisiones obligatorias para el conjunto de la sociedad. Mediante tal sistema se trataba de lograr el necesario consenso social en torno a las reglas básicas del orden político, conciliando dos necesidades de las que dependía el mantenimiento del régimen democrático: por un lado, garantizar a los sectores minoritarios poderosos que sus intereses fundamentales no se verían amenazados por la aplicación de la regla de la mayoría en la toma de decisiones gubernamentales, y por otro, asegurar la confianza de la mayoría de la población en los mecanismos de la democracia representativa, como medio idóneo para satisfacer sus aspiraciones de libertad, justicia y bienestar. Pues el proyecto democrático tuvo que luchar simultáneamente en dos frentes: inicialmente contra los peligros de un golpe militar de derecha, pero pronto también (como consecuencia de la influencia de la Revolución cubana) contra la amenaza de la acción insurreccional y de la guerrilla de extrema izquierda (véase VALSALICE, 1975). 

En un primer momento, el objetivo prioritario fue garantizar que los Gobiernos elegidos por el voto popular no fueran derrocados por un golpe milita de derecha, que constituía el peligro más visible e inminente. Este objetivo fue considerado absolutamente prioritario, en el sentido de que, en caso de conflicto con otros objetivos, también deseables, se estimaba necesario sacrificar temporalmente éstos a cambio de garantizar la realización de aquél. Y esto era así porque se pensaba que la democracia representativa (con la competición electoral entre partidos que ella suponía) no sólo era un fin valioso en sí mismo, sino el medio necesario para la realización de otros tipos de objetivos y, en particular, para las satisfacciones de los deseos y aspiraciones populares. Pero, por otro lado, se estaba consciente de que el régimen sólo podría perdurar si las masas mantenían su confianza en la capacidad de la democracia representativa y, en particular, de los partidos y líderes democráticos, como medio para satisfacer sus aspiraciones (y esto se hizo particularmente necesario frente al desafío que representó la Revolución cubana y la amenaza de la insurrección izquierdista). Lo cual exigía, por una parte, aplacar de inmediato algunas de las más urgentes y apremiantes necesidades populares y, por otra, asumir, a través de normas programáticas, el compromiso de ir extendiendo progresivamente la democracia, haciendo el régimen más participativo, tanto en la esfera política como en la económica y social, y disminuyendo, en forma continua, las profundas desigualdades existentes. 

Dos son los factores fundamentales en que se ha basado el funcionamiento de este sistema. En primer lugar, el papel central desempeñado por el Estado venezolano, como principal actor y propulsor del proceso de desarrollo y como distribuidor de sus beneficios. En segundo lugar, las funciones cumplidas por los partidos políticos y unos pocos grupos organizados (grupos de presión institucionales y asociaciones), como mediadores entre el Estado y el conjunto de la sociedad.

EL PAPEL CENTRAL DEL ESTADO 
Y LA DISTRIBUCIÓN DE LA RENTA PETROLERA 

Ya desde la dictadura de Gómez, el Estado venezolano comenzó a desempeñar un papel central para la vida económica y social del país. Ello se debió, por una parte, a su carácter de propietario del mayor recurso económico que existía en Venezuela, y por otra, a las debilidades y carencias del sector económico privado. En efecto, el desarrollo de la explotación petrolera llevó a la instauración de una economía de enclave, orientada hacia los mercados externos, cuyo impacto no se hizo sentir en forma directa sobre la estructura económica y social del país, produciendo su modernización, sino más bien por vía indirecta, a través de la renta petrolera recibida por el Estado y de los efectos de la subsiguiente distribución interna de la misma. Aunque las modalidades y orientación de esa distribución ha variado en las distintas épocas, su importancia no ha hecho sino aumentar. Ya desde la Presidencia de López Contreras se diseñaron los primeros planes estatales para impulsar la industrialización, y la intervención del Estado en la vida económica tuvo que desarrollarse considerablemente tanto durante su Gobierno como bajo el de Medina Angarita (pese a las protestas de ciertos sectores empresariales, que propugnaban una política económica liberal), como consecuencia de la situación de emergencia provocada por la Segunda Guerra Mundial y la necesidad de asegurar el abastecimiento de un país que dependía en gran parte de las importaciones (RIVAS AGUILAR, 1987). Durante el trienio 1945-48, el Gobierno se propuso «la siembra del petróleo» no sólo a través de ambiciosas políticas sociales, sino también diseñó importantes proyectos destinados a lograr la diversificación económica y una mayor autonomía del país mediante el desarrollo de la agricultura y de industrias promovidas y, en buena parte, controladas por el Estado (BETANCOURT, 1956: caps. VI-XIV). E incluso la dictadura de Pérez Jiménez, inspirada por consideraciones de naturaleza estratégica militar y de seguridad nacional, inició muy importantes planes destinados al desarrollo de la explotación hidro-energética del Caroní, así como de las industrias petroquímica y siderúrgica, bajo el control directo del Estado (RINCÓN, 1982). 

A partir de 1958 ha habido un acuerdo básico entre los principales actores políticos y sociales (que, sin embargo, se ha ido erosionando progresivamente durante la última década) sobre el papel central que el Estado debe desempeñar en el proceso de desarrollo, en sus dos aspectos de crecimiento y distribución, así como sobre las políticas e instrumentos fundamentales para ello. De modo que el Estado venezolano se ha desarrollado y fortalecido (BREWER-CARÍAS, 1975, 1985 y 1989) y —ya sea en forma directa o indirecta— ha sido un factor clave para impulsar la economía a través del gasto público (KORNBLITH/MAINGÓN, 1985) o mediante regulaciones, protecciones y estímulos diversos de naturaleza fiscal. De esta manera no sólo se ha desarrollado un poderosísimo capitalismo de Estado (BIGLER, 1981, y KELLY DE ESCOBAR, 1984), sino que, además, el Estado, mediante la generación de empleo estatal, ha incidido de manera crucial sobre la estructura social del país (SABINO, 1988), y a esto hay que añadir su papel decisivo en el impulso de la industrialización a través de empresas privadas (PURROY, 1986).

Ese papel central desempeñado por el Estado ha sido posible no sólo por la cuantía de los ingresos de los que ha dispuesto, sino por la peculiar naturaleza de los recursos provenientes del petróleo (sobre el papel central del petróleo en la política venezolana, el libro clásico es, naturalmente, el de BETANCOURT, 1956; sobre el papel del petróleo en la etapa democrática, PÉREZ ALFONSO, 1971; para una excelente síntesis del pensamiento político venezolano en torno a este tema fundamental, véase BAPTISTA/MOMMER, 1987). El ingreso de origen petrolero es un excedente rentístico (renta de la tierra), que va originalmente a manos del Estado, el cual lo distribuye, transfiriéndolo a los particulares, a través de mecanismos económicos diversos, en forma de beneficios para el capital privado y/o para el trabajo, y de salarios para este último (véanse BAPTISTA, 1980 y 1985, y MOMMER, 1986, 1988a y 1988b). Entre tales mecanismos se encuentra el llamado gasto corriente, la sobrevaluación del bolívar (que permite la importación ventajosa de todo tipo de bienes), la existencia de bajas tasas impositivas (de modo que cuando el Estado realiza gastos que benefician a los particulares, hay una transferencia de recursos en favor de éstos) y las inversiones en estructuras diversas. 

El gasto público determina el nivel de ingresos y distribución del país, pues los recursos de origen petrolero han permitido, a través de asignaciones del presupuesto estatal, promover, estimular y desarrollar la economía. Esos gastos han podido ser invertidos en obras de infraestructura o en empresas públicas, o colocarse en manos de particulares para que sean éstos quienes los inviertan (formalmente, a título de préstamo, aunque, en la práctica, frecuentemente, como transferencias o donaciones). Y además de todo eso, el Estado ha podido llevar a cabo, simultáneamente, gastos sociales y políticas distributivas diversas (sobre el gasto público, véanse KORNBLITH/MAINGÓN, 1985; sobre la distribución interna de la renta petrolera, véase el conjunto de estudios recogidos por NISSEN/MOMMER [coords.], 1989; sobre los instrumentos políticos de tal distribución, ESPAÑA, 1989; sobre los mecanismos a través de los cuales esa distribución ha beneficiado a ciertos grupos económicos, MACHADO DE ACEDO/PLAZA/PACHECO, 1981). 

El hecho de que los recursos del Estado provengan en abrumadora medida del sector petrolero externo, bajo el control y propiedad estatal, y no de impuestos o exacciones de origen interno, hace posible financiar, mediante el gasto público, el desarrollo sin que los conflictos distributivos adquieran el carácter antagónico que es característico de los conflictos redistributivos de otros países, pues no es necesario quitar a un sector social para dar a otro (es decir, en el caso venezolano, no se trata, en realidad, de una redistribución). Dado el origen externo de tales recursos, es posible, en principio, aumentar su monto y, por tanto, también la cuantía de los gastos del Estado sin que ello suponga una pérdida para ninguno de los actores nacionales, pues todos pueden considerarse como sus beneficiarios virtuales, con lo cual las relaciones de éstos, en lo que a tal aumento se refieren, aparecen como cooperativas. De esta manera es posible conciliar los típicos antagonismos que en otros lugares han caracterizado a los procesos de desarrollo (me refiero a los antagonismos del tipo, inversión versus consumo, acumulación versus redistribución, etc.).

LAS ORGANIZACIONES PARA LA ARTICULACIÓN 
Y AGREGACIÓN DE INTERESES

Ahora bien: debe resultar claro que el hecho de que el Estado haya dispuesto de abundantes recursos petroleros no basta para explicar el mantenimiento del régimen democrático (pues el análisis comparado indica que los países que son los mayores exportadores mundiales de petróleo no se caracterizan por regímenes democráticos, y la propia historia del país muestra que la explotación petrolera se intensifica a partir de la segunda década del presente siglo, sin que hasta 1958 se logre estabilizar la democracia), de modo que es necesario acudir, para tal explicación, a variables y mecanismos estrictamente políticos. Pues la aptitud del Estado para responder satisfactoriamente a las aspiraciones de los distintos actores sociales ha dependido —además de los recursos de que ha dispuesto— de la existencia de grandes y sólidas organizaciones (partidos políticos y grupos de presión) capaces de agregar y articular intereses diversos y heterogéneos y de elaborar, procesar y canalizar hasta los órganos encargados de las decisiones públicas, las distintas demandas sociales, a fin de que puedan ser satisfechas y, de esta manera, generar apoyos al Gobierno y, en última instancia, al régimen político. 

Por consiguiente, uno de los peligros que estaba presente a partir de 1958 era que las demandas populares, que habían estado reprimidas durante los diez años de dictadura, se desbordaran y se convirtieran en inmanejables. Por otro lado, un sistema como el que se trataba de instaurar, basado en la negociación y concertación entre intereses heterogéneos, requiere que éstos estén representados por un número relativamente pequeño de actores (pues de ser demasiado grandes, los costos de la negociación se pueden convertir en prohibitivos), y que tales representantes cuenten con suficiente autoridad y libertad de negociación como para llegar a acuerdos que comprometan u obliguen efectivamente a sus representados. Ambas razones llevaron a que se instaurara en Venezuela una forma de democracia hiperorganizada y elitista. 
Por un lado, se propugnó que todas las demandas sociales fueran canalizadas a través de unas pocas organizaciones (partidos políticos y grupos de presión) consideradas confiables, pues se temía que, de no ser así, podían convertirse en incontrolables o inmanejables; de modo que se fortaleció al máximo esas organizaciones confiables, otorgándoles privilegios diversos e incluso insertándolas en el sistema de toma de decisiones del Estado, mediante mecanismos de naturaleza semicorporativa. Simultáneamente, se desestimularon otras formas de participación distintas, o al margen de esas organizaciones, que fueron vistas con recelo o sospecha, llegándose, incluso, a utilizar la represión contra ellas (véase, por ejemplo, la peculiar mezcla de clientelismo y patronazgo por un lado, con represión, por otro, que caracteriza la política destinada a asegurar el control de los «barrios»; véase RAY, 1969). 
Por otro lado, en el interior de las organizaciones confiables se afirmó el principio de libertad de maniobra del líder (para determinar la cuantía, ritmo y oportunidad para presentar demandas o reivindicaciones y para llegar a acuerdos parciales o posponer temporalmente su satisfacción), en tanto que se exigía confianza y pasividad de las masas, que recibirían los beneficios en forma de dones paternalistas y no como el resultado del propio esfuerzo o la propia movilización. 

Pero, en todo caso, el sistema ha funcionado en la medida en que ha logrado conservar la confianza de las masas, en las organizaciones y en los líderes, lo cual ha sido posible porque éstos han sido capaces de mantener un nivel apreciable —aunque parcial— de satisfacción de las aspiraciones de quienes representan. En este sentido, frente a los modelos desarrollistas autoritarios o dictatoriales, de derecha o de izquierda, lo que es más importante de resaltar, en el caso venezolano, es su carácter democrático (pese a sus limitaciones), y ello explica su éxito —al menos parcial— en mantener la confianza de las masas. En efecto, en tanto que en los modelos autocráticos se sacrifica la redistribución, ante las necesidades del crecimiento, quedando aquélla relegada a un futuro nebuloso e indeterminado, en la versión democrática venezolana se ha tratado de conciliar ambos tipos de objetivos, proporcionando satisfacciones parciales y paulatinas, pero reales, a las necesidades populares. El funcionamiento de ciertos mecanismos democráticos de nuestro régimen político ha hecho que el pueblo haya ido recibiendo los beneficios de algunas políticas distributivas desde el presente y ha generado la confianza de que en el futuro, a medida que avance el proceso de desarrollo, aumentará la participación del conjunto de la población en sus beneficios y disminuirán las desigualdades en esta materia. 

En resumen: el papel desempeñado por el Estado en el proceso de desarrollo, la cuantía y naturaleza de los recursos de que ha dispuesto y, muy principalmente, el funcionamiento de ciertos mecanismos democráticos hacen que aquél se convierta en un amortiguador y atenuador de los conflictos sociales, que en vez de revestir la forma de lucha de clases aparecen como conflictos distributivos o demandas frente al Estado, y en las que no resulta infrecuente la colusión entre grupos o clases sociales que, de acuerdo a la perspectiva marxista, deberían ser considerados como antagonistas. En otras palabras: gracias a la acción distributiva del Estado, los conflictos sociales quedan encapsulados políticamente, por un lado, a través de los mecanismos de participación y representación democrática y, particularmente, a través de los partidos políticos y de las elecciones, y por otro, a través de ciertos mecanismos de representación y participación semicorporativa, a los que en seguida me referiré. De modo que, pese a las grandes diferencias socioeconómicas existentes, éstas no se han expresado en enfrentamientos políticos o en formas de votación o militancia partidista.

EL PAPEL DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

En Venezuela, los partidos políticos han venido desempeñando, desde 1958, un papel que, por su prominencia, probablemente no es comparable al que desempeñan en ninguna otra democracia competitiva. En efecto, los partidos venezolanos (en especial, los más importantes: 
Acción Democrática y COPEI) son organizaciones estables y permanentes que actúan como principales mediadores entre el Estado y la sociedad, ejercen, de hecho, un monopolio sobre las funciones electorales y desempeñan un papel muy prominente como reguladores y canalizadores de las restantes funciones políticas. Se han convertido en órganos indispensables para la formación de la voluntad estatal y se ha producido un grado tal de articulación y conexión entre ellos y el Estado venezolano contemporáneo, que éste ha podido ser caracterizado como un «Estado de partidos» (BREWER-CARÍAS, 1988). 
Por otro lado, los partidos políticos venezolanos han penetrado profundamente el conjunto de la sociedad, hasta el punto de que apenas existe algún segmento del entramado social en que su presencia no sea destacada, unas veces llevando a cabo directamente funciones que en otras sociedades no son propias de las instituciones partidistas, sino de estructuras sociales distintas, y otras ejerciendo cierto control o interferencia sobre el funcionamiento de este tipo de estructuras. 

Ahora bien: para entender el papel, el lugar central y el peso de los partidos políticos venezolanos es necesario tener en cuenta las condiciones históricas de su nacimiento y desarrollo, pues esas características no obedecen a un plan proyectado de acuerdo a una teoría, sino que son el resultado de una concurrencia de circunstancias especiales. Como antes se señaló, las nuevas organizaciones políticas que se van a constituir a partir de 1936 se desarrollan en una situación de relativo vacío político y social. De modo que, por un lado, se caracterizan por una falta de continuidad con los partidos de notables del siglo xix (que habían sido destruidos por la dictadura gomecista) tanto en sus aspectos programáticos como en el modelo de organización que van a adoptar. Serán modernos partidos de masas, que no se constituyen en torno a un caudillo, sino que tienen un claro carácter ideológico y programático. 
Por otra parte, como consecuencia del proceso de movilización social al que me he referido, los modernos partidos políticos venezolanos surgen en una situación en la que las organizaciones tradicionales han sido destruidas o están gravemente deterioradas, pero no han aparecido aún suficientes organizaciones sociales modernas que las sustituyan. En otros países, la aparición de partidos políticos fue precedida por el desarrollo de grupos sociales u organizaciones diversas, especialmente sindicatos, de modo que fueron creados, a partir de tales grupos y organizaciones, como representantes de sus intereses especiales. En Venezuela, en cambio, en el momento en que nacieron los modernos partidos políticos no había masas campesinas y de trabajadores urbanos previamente organizadas —o eran sumamente escasas y débiles—, de modo que gran parte de nuestros sindicatos han sido creados por ellos, presentan sus mismas líneas de división y funcionan como sus organismos sectoriales, siguiendo sus directrices. Esto crea, ciertamente, una situación de dependencia del sindicato respecto al partido, pero de la que también se derivan importantes beneficios para las organizaciones sindicales, y, aunque en menor medida, una situación análoga se presenta con otras asociaciones modernas (gremiales, profesionales, culturales, etc.). 

En general, dada la falta de desarrollo social en que nacieron los partidos políticos, éstos tuvieron que asumir diversas funciones, tanto políticas como sociales, que en otros países han sido llevadas a cabo por estructuras autónomas y especializadas. Pero no se trata, en verdad, de una «usurpación», sino más bien de la asunción de funciones sociales que no eran desempeñadas adecuadamente por ninguna otra estructura. La misma falta de desarrollo social explica ese estilo político «populista», aún presente en nuestros partidos, que se caracteriza por rasgos tales como el utilitarismo, el paternalismo, el patronazgo, el clientelismo burocrático demagógico,  el oligopolio, la oligarquía, etc. En un sistema caracterizado por inadecuado funcionamiento del Estado y los servicios públicos, indefensión del ciudadano ante la acción de éste, por ausencia de procedimientos o recursos de tipo institucional y falta de canales sociales para el avance o el progreso personal, el partido se convierte, para los sectores populares, en protector y gestor frente al Estado y en fuente de empleo y vía de ascenso económico y social. Si, además, como ocurre en el caso de Venezuela, el Estado llega a ser económicamente poderoso, los rasgos «populistas» pueden exacerbarse.

Ya hemos visto que durante el trienio 1945-1948 el sistema de partidos existente en Venezuela (lo que he denominado «sistema populista de movilización») se caracterizó por la exacerbación del antagonismo ideológico entre sus integrantes, así como por la existencia de un partido hegemónico, abrumadoramente mayoritario, que desarrolló un estilo político sectario y excluyeme, que llevó a los partidos minoritarios a sentir amenazada su existencia y a desconocer la legitimidad de las «reglas de juego» del nuevo sistema. Fue esta experiencia la que llevó a los partidos políticos venezolanos a establecer, a partir de 1958, unas «reglas de juego» distintas (lo que he llamado «sistema populista de conciliación») destinadas a erradicar los antagonismos, de modo que pudieran ser aceptadas por los principales actores políticos y sociales. Para ello no se vaciló en establecer ciertas limitaciones a los valores típicamente democráticos y, en particular, a la adopción de la regla de la mayoría para la toma de decisiones públicas. 

En general, la aceptación de la regla de la mayoría por parte de los distintos actores sociales suele producirse en aquellas situaciones en las que cada actor calcula que, con motivo de las decisiones colectivas que habrá que tomar en el futuro, todas las coaliciones de votantes son igualmente posibles y que, por tanto, todos tienen igual probabilidad de formar parte de la coalición ganadora (mayoritaria). Pero si existen coaliciones poderosas y permanentes de votantes, de modo que la aplicación de la regla de la mayoría significa convertir a algunos actores en perpetuos ganadores y a otros en eternos perdedores, estos últimos se mostrarán reacios a aceptar tal regla. De manera que, en términos generales, en sociedades caracterizadas por marcados clivajes étnicos, socioeconómicos o culturales, en las que se pueda prever que a partir de los mismos se formarán coaliciones políticas permanentes mayoritarias, o cuando exista un gran partido dominante o hegemónico que agrega de manera permanente intereses especiales, las minorías no estarán dispuestas a aceptar la regla de la mayoría (en sentido parecido: BUCHANAN/TULLOCK, 1962: 78-80, y RAGOWSKI, 1974). Esto es, precisamente, lo que ocurrió en Venezuela durante el trienio 1945-48. 

En aquellos casos en que los sectores minoritarios, pero poderosos, teman que sus intereses pueden verse gravemente perjudicados por la adopción de la regla de la mayoría, una posible solución consiste en la instauración de una forma de Gobierno mixto, de modo que, junto a la regla de la mayoría para cierto tipo de decisiones, se adopta parcialmente la regla de la unanimidad en favor de esos sectores minoritarios, reconociéndoseles un derecho de veto sobre aquellas decisiones que afectan sus intereses vitales. No es necesario que la regla esté expresamente reconocida en la Constitución escrita (me refiero a la Constitución jurídico-formal o «de papel»), pues puede ser el resultado de un acuerdo o pacto escrito o tácito, formal o informal (Constitución real). Aunque los costos (de negociación) asociados a esa regla pueden ser importantes, dado que el número de esos actores es limitado, no resulta necesariamente prohibitivo. Naturalmente, es posible disminuir tales costos si en lugar de la unanimidad se exigen mayorías calificadas que, en todo caso, disminuyan la probabilidad de una decisión adversa a tales intereses. Otra posible solución consiste en establecer sistemas de toma de decisiones especializados (fragmentados o segmentados), para los distintos tipos de decisiones, dándoles en cada uno de ellos una participación y representación privilegiada, frecuentemente de naturaleza semicorporativa, a diversos intereses poderosos especiales. Ambas soluciones van a ser adoptadas en Venezuela a partir de 1958. 

Por un lado, se adoptó la regla de la consulta de los actores considerados fundamentales, concediéndoseles, incluso, el derecho de veto sobre las decisiones que afectaran sus intereses esenciales o vitales. No se trataba de una regla jurídica, sino de una pauta normativa de la cultura política, que, en la mayoría de los casos, no está formalizada ni es explícita, pero no por ello es menos efectiva, hasta el punto de que su violación puede privar de legitimidad a las decisiones que se tomen y crear graves problemas al Gobierno (en el extremo, la pérdida de apoyos por parte de sectores decisivos y, en casos particularmente graves, la amenaza de ser derrocado). El «Pacto de Punto Fijo» lo consagró formal y expresamente para los tres principales partidos políticos (AD, COPEI y URD) (REY, 1972: 213-219), pero, aun después de terminada formalmente la vigencia de dicho Pacto, se ha mantenido el acuerdo tácito de que ciertas decisiones fundamentales sólo pueden ser tomadas mediante el consenso de los principales partidos. Así, por ejemplo, según el llamado «Pacto institucional» (pacto que nunca ha sido escrito ni formalizado), los titulares de ciertos cargos públicos (como, por ejemplo, el presidente de ambas Cámaras del Congreso, el fiscal general, el contralor general, los miembros de la Corte Suprema de Justicia, el presidente del Consejo Supremo Electoral, etc.) deben ser designados mediante acuerdo entre los principales partidos, sin que el mayoritario pueda imponer unilateralmente su voluntad. Lo mismo ocurre —más allá de tal pacto— para la toma de decisiones que afectan los intereses vitales del país, como, por ejemplo, las negociaciones en materia de límites fronterizos.

EL DESARROLLO DE UN SISTEMA SEMICORPORATIVO

Además, simultáneamente al «Pacto de Punto Fijo», se desarrolló un sistema informal que incluía la consulta y participación para las decisiones gubernamentales fundamentales al empresariado (a través de Fedecámaras), a los trabajadores (a través de la Confederación de Trabajadores de Venezuela [CTV]), a las Fuerzas Armadas (a través del Alto Mando Militar) y a la Iglesia católica (a través de su más alta jerarquía). 

La actitud de los empresarios hacia las instituciones democráticas, y en particular hacia los partidos políticos, se ha caracterizado por ciertas ambigüedades, y su estrategia no ha sido unívoca. Apoyaron mayoritariamente el derrocamiento de Pérez Jiménez y, al establecerse la democracia, vieron en los grandes partidos políticos una garantía contra los peligros de desbordamiento de los ímpetus y aspiraciones populares; sin embargo, al propio tiempo —temiendo las veleidades «populistas» de esos partidos— trataron de reducir su campo de influencia sobre las decisiones del Estado, propugnando el desarrollo de un sistema de participación y representación semicorporativo, que fue, efectivamente, establecido (sobre la organización del empresariado venezolano y su participación en el sistema de toma de decisiones del Estado, véase GIL YÉPEZ, 1978). Posteriormente, algunos representantes del sector empresarial intentaron, aunque sin ningún éxito, crear nuevos partidos políticos que expresaran directamente los intereses y puntos de vista de los empresarios. Mucho más exitosos han sido, en cambio, en sus intentos de influir o mediatizar las políticas de los partidos tradicionales, a través del financiamiento de las campañas electorales, llegando frecuentemente a «infiltrar» a sus representantes en tales organizaciones. 

En cuanto a la CTV, que agrupa a la gran mayoría de los trabajadores organizados de Venezuela (aunque éstos son apenas una minoría del total de la fuerza del trabajo del país), está controlada por AD, de modo que sigue sus líneas políticas y ha sido un factor fundamental de apoyo al régimen democrático, no vacilando en congelar o moderar sus reivindicaciones en aras del mantenimiento del sistema. Nacida como un movimiento de lucha auténticamente popular, ha sufrido un proceso de creciente burocratización y adolece de serias deficiencias en materia de democracia interna, de modo que su poder se basa, en buena parte, en beneficios yvprivilegios de naturaleza semicorporativa que recibe del Estado (sobre la historia del movimiento obrero venezolano, véase GODIO, 1980-82; sobre el movimiento sindical como actor corporativo, FEBRES, 1984, y SALAMANCA, 1982). 

La Iglesia católica, pese a que, por diversas razones históricas, no ha tenido en Venezuela el poder y la influencia que en otros países de la región, fue un factor fundamental para la caída del Gobierno de AD en 1948, al que se opuso frontalmente por el estilo rabiosamente anticlerical del que hicieron gala algunos de los líderes de ese partido y por la política del «Estado1 " docente», que amenazaba con destruir la educación católica. Más tarde mantuvo una actitud de censura frente al régimen de Pérez Jiménez, y favoreció su derrocamiento. A partir de 1958 se convirtió en un factor de apoyo moral indudable al régimen democrático y fue objeto de consideración y deferencia por parte de éste, recibiendo importantes ayudas económicas tanto para el mantenimiento del culto como para sus obras sociales y, en especial, para la educación católica (véase LEVINE, 1973: 62-144). 

En cuanto a las Fuerzas Armadas, que, pese a su intervención en el derrocamiento de Pérez Jiménez, fueron en los primeros momentos la amenaza más visible contra la naciente democracia, se ha logrado, a través de una hábil política, su progresiva institucionalización y reducción de su esfera de influencia a lo estrictamente profesional (BIGLER, 1981b; SCHAPOSNIK, 1985). De manera que su poder informal de veto, que en un primer momento se extendía a diversas cuestiones, se ha ¡do reduciendo para limitarse a aquellos asuntos que afectan directamente a la seguridad militar y la defensa nacional (aunque entendidas de un modo amplio, de modo que abarcan, por ejemplo, las negociaciones en materia de límites fronterizos con otros países). 

En todo caso, para garantizar el apoyo de los grupos de interés o de presión al nuevo sistema se desarrolló un sistema de participación y representación de carácter semicorporativo, distinto y paralelo al estrictamente democrático. Ahora bien: aunque la participación de los actores fundamentales y su derecho al veto podía ser viable en lo que se refiere a las decisiones políticas esenciales o básicas para el país, hay una serie de decisiones día a día, relativamente menores, y que afectan más específicamente los intereses de ciertos sectores, para las cuales ese sistema era imposible o impráctico. La solución típica en tales casos fue la diferenciación estructural y organizativa de un sector especializado de toma de decisiones, mediante la segmentación o fragmentación y la descentralización funcional, asegurando en él la presencia y participación permanente y privilegiada de ciertos intereses especializados. Esto es lo que ha llevado a cabo mediante la proliferación de entes descentralizados y empresas de Estado (BIGLER, 1981, y KELLY DE ESCOBAR, 1984) y la creación de lo que se ha denominado un «sistema de planificación» (sobre el significado del «sistema de planificación» y la importancia del «diálogo» y la «concertación» entre el Estado y el sector privado en la moderna democracia venezolana, consúltense: FRIEDMAN, 1965, y BLANK, .1973: capítulos 4, 8-9; sobre la ideología de la planificación en Venezuela, GIORDANI, 1986). Este «sistema» funciona a través de diversos mecanismos: consejos consultivos permanentes para políticas públicas diversas; consejos consultivos ad hoc para proyectos o leyes específicos; comités asesores a nivel de burocracia; representación de intereses privados en institutos autónomos, entes descentralizados y empresas del Estado; fondos de administración de subsidios estatales, etc. (véanse NJAIM, 1973 y 1975, y COMBELLA, 1975). Pero todos ellos tienen en común —al igual que el sistema de entes descentralizados— el reconocer la presencia privilegiada de representantes de ciertos intetereses privados especiales, que serían particularmente afectados por ciertas políticas públicas, para que, junto con representantes del Estado, lleven a cabo un diálogo y puedan llegar a la concertación. El desarrollo de este poderoso sistema semicorporativo no tiene un significado meramente estatizante (en el sentido de aumentar el control por parte del Estado sobre la sociedad civil), sino fundamentalmente privatista (es decir, que significa una penetración y colonización por parte de intereses privados del ámbito de actividades propias del Estado). Así, por ejemplo, la proliferación de empresas del Estado y otros entes descentralizados dedicados a la actividad económica no ha llevado a un aumento del control estatal sobre el conjunto de la economía, sino a poner a disposición de los intereses privados, capital de origen público (sin embargo, véase una discusión sobre este problema en BIGLER, 1981). 

Esto implica sustraer del área de las decisiones políticas centrales un sector de toma de decisiones, asegurando que en esta esfera no intervengan perturbaciones irracionales, molestas para esos intereses especiales, y significa que un conjunto de importantes decisiones de naturaleza socioeconómica quedan al margen del control y del debate democrático para tener lugar, de acuerdo a criterios y argumentos supuestamente técnicos, en un escenario especializado y segregado en el que tienen una presencia permanente y privilegiada sectores o intereses especiales. Esta representación corporativa y privilegiada no se limita a los empresarios, sino que comprende también a los trabajadores organizados —fundamentalmente representados a través de la CTV—, a sectores gremiales y profesionales diversos y, en general, a cualquier grupo con poder suficiente para convertirse en una fuente de apoyo importante para la preservación del régimen (o, negativamente, en un eventual factor perturbador que pudiera significar una amenaza de desestabilización para el mismo). No puede desconocerse que, en ocasiones, ha llevado a una incorporación a beneficios económicos y sociales diversos a grupos anteriormente no participantes que habían adquirido importancia social y política. 

Pero, además de ese poderoso sistema semicorporativo para la toma de decisiones, que implica una importante distorsión de la democracia (ARROYO TALAVERA, 1988), existen otras limitaciones, que producen un inadecuado funcionamiento de los mecanismos de competencia electoral entre partidos y que llevan a que los representantes elegidos por el voto popular no sean responsables ante los electores y escapen del posible control de éstos. Entre tales limitaciones se encuentran, principalmente, la concentración de poderes en el presidente de la República y su liberación de la disciplina partidista; el estilo crecientemente pragmático y la desideologización y fraccionalización de los partidos políticos, y el desarrollo de un sistema de competencia duopólica de partidos, unido a la falta de democracia interna de éstos.

CONCENTRACIÓN DE PODERES EN EL PRESIDENTE 
Y SU LIBERALIZACION DE LA DISCIPLINA PARTIDISTA

El voto no es sólo un procedimiento para seleccionar al gobernante que se considera más idóneo, sino también es fundamentalmente un mecanismo para hacer efectiva la responsabilidad democrática. En regímenes políticos, como el venezolano, en que el candidato electo no está sujeto a mandato imperativo de sus electores, ni éstos pueden removerlo de su cargo antes de terminar su período, el «voto castigo» es el único mecanismo a través del cual puede hacerse efectiva una responsabilidad política mínima. La posibilidad de que, si la actuación del Gobierno irrita o defrauda a un número suficientemente grande de electores, éstos lo «castiguen» en las próximas elecciones y desplacen al partido que ocupaba el poder, actúa como una amenaza que constituye un incentivo efectivo que tienen quienes ocupan el Gobierno para satisfacer las expectativas de quienes los eligieron y cumplir con sus ofertas electorales. 

Ahora bien: en Venezuela se ha desarrollado una mentalidad según la cual el liderazgo político supremo debe corresponder al presidente de la República, de modo que la función del partido de Gobierno en el Congreso se limita a manifestar una solidaridad sin reservas, y llega incluso, cuando cuenta con una mayoría, a declinar sus responsabilidades propias, cediéndoselas al Ejecutivo (no sólo a través de las «habilitaciones legislativas» extraordinarias, sino incluso mediante la legislación ordinaria). En un sistema político como el venezolano, el «voto castigo» debería estar dirigido fundamentalmente contra quien ocupa la Presidencia, pero esto sólo tendría sentido si esa persona aspirara a la reelección inmediata. En Venezuela, donde la reelección inmediata del presidente está prohibida, el «voto castigo» opera contra el candidato del partido de quien ocupa la Presidencia y, en realidad, involucra la responsabilidad política del partido en cuestión, más que la personal de los candidatos. Pero para que esa responsabilidad partidista pudiera ser efectiva, los partidos tendrían que disponer de mecanismos políticos y disciplinarios que les permitieran presionar sobre sus candidatos, una vez que ocupan el Gobierno, para que cumplan con sus ofertas y programas electorales. Sin embargo, en Venezuela, a partir de 1958, nuestros partidos políticos han adoptado la práctica de liberar de la disciplina partidista a sus candidatos elegidos a la Presidencia de la República, y esto contribuye a debilitar la responsabilidad política. Tal práctica, iniciada con motivo de la elección de Rómulo Betancourt y seguida después ininterrumpidamente con los presidentes sucesivos, estaba claramente inspirada en las acusaciones que se hicieron en 1948 contra Rómulo Gallegos (y que sirvieron como uno de los pretextos para el golpe militar) de que era controlado por el partido AD, que le inducía a acciones sectarias, orientadas por el solo interés partidista y no inspiradas en el interés nacional. Desde esta perspectiva, la liberación del presidente de la disciplina del partido puede ser vista como una defensa frente a los peligros de sectarismo, pero, de hecho, consagra su irresponsabilidad política: el presidente electo ya no responde ante su partido y ante el electorado, sino sólo —casi como los déspotas— ante Dios y ante la historia.

DESIDEOLOGIZACION Y PRAGMATIZACION DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

Todo partido se propone diversos objetivos. Entre ellos están los objetivos de poder (que consisten en aumentar la probabilidad de que el partido conquiste el poder y conservarlo) y los objetivos ideológico-programáticos (que consisten en aumentar la probabilidad de que los programas del partido sean llevados a la práctica mediante políticas públicas). Podemos decir que un partido tiene una orientación predominantemente pragmática (o de poder) cuando, en caso de conflicto entre ambos tipos de objetivos, está dispuesto a sacrificar la realización de sus objetivos ideológico-programáticos a cambio de conquistar el poder; por el contrario, el partido tiene una orientación predominantemente ideológica si está dispuesto a afirmar sus principios ideológico-programáticos aun a riesgo de no conquistar el poder, o de perderlo una vez conquistado. Desde este punto de vista, la orientación de los principales partidos durante el trienio 1945-48 era predominantemente ideológica. 

Pero, en el caso de una democracia no consolidada, como la que se inicia en Venezuela en 1958, los partidos políticos interesados en el mantenimiento del régimen, al tomar una parte significativa de sus decisiones tienen que considerar la posibilidad real de que el Gobierno pueda ser derrocado. Cuando un partido está dispuesto a sacrificar no sólo sus objetivos ideológicos, sino los de poder para lograr la preservación del régimen, podemos decir que tiene una orientación predominantemente institucional. Esta orientación institucional es la que caracterizó a los principales partidos políticos —ante todo, a AD y COPEI— durante los primeros años que siguieron a la restauración de la democracia en 1958, y es radicalmente diferente de la que adoptaron durante el trienio 1945-1948. Particularmente clara es, a este respecto, la actitud del presidente Betancourt, quien, para preservar la democracia, no sólo estuvo dispuesto a afrontar la división de su partido (AD), sino a favorecer el fortalecimiento de su tradicional rival (COPEI). Este partido, por su parte, además de colaborar lealmente con el presidente Betancourt hasta el final de su período, renunciando a las eventuales ventajas electorales que podría haberle deparado lanzarse a la oposición, mantuvo durante la Presidencia de Leoni, con la línea política conocida como «AA» (Autonomía de Acción), una oposición moderada y constructiva, que no le impedía colaborar con el Gobierno en apoyo de las iniciativas razonables o cuando era necesario para la estabilidad institucional. 

Ahora bien: aproximadamente a partir de 1968, en la medida en que desaparecieron las amenazas más visibles al régimen democrático y se produce su consolidación, el objetivo de preservación del régimen pierde su carácter prioritario. A partir de entonces, la orientación de los partidos es crecientemente pragmática o de poder, de acuerdo al modelo desarrollado por Downs (1957), según el cual los partidos no tratan de ganar las elecciones para la realización de sus programas, sino que elaboran programas para ganar las elecciones. 

Como consecuencia de esa creciente pragmatización, nuestros principales partidos políticos —AD y COPEI— se han convertido en catch-all parties, pues ya no se oponen en función de diferencias ideológicas, que se expresarían en programas de Gobierno también diferenciados, sino que se limitan a una pura competencia por el éxito electoral, de modo que el éxito o el fracaso del partido no se mide por el grado de realización de su programa, sino por la conquista y conservación del poder, y el programa y las ofertas electorales que se presentan a la consideración del electorado están destinados a maximizar los votos del partido. Así, por un lado, en aquellos temas generales en que la distribución de las preferencias de los electores es estadísticamente normal, las ofertas electorales de los partidos convergen hacia el centro, buscando la atracción del votante medio; por otro lado, en aquellas otras cuestiones en que existe incertidumbre sobre la distribución de las preferencias, las ofertas son generales y abstractas o vagas. Y junto a todo ello se presenta un agregado de ofertas concretas y específicas para satisfacer los más diversos intereses sectoriales. De esta manera se logra una amplia y heterogénea coalición de intereses diversos que proporciona el éxito electoral. Pero una vez que se ha conquistado el poder resulta difícil satisfacer esos diversos intereses (y cuanto más amplia y heterogénea es la alianza que llevó al triunfo, la dificultad es mayor), de modo que, paulatinamente, se van produciendo crecientes descontentos y rupturas en la coalición inicial. Si además los recursos gubernamentales escasean, el deterioro es más rápido y amplio. El resultado es que el ejercicio de la función gubernamental lleva necesariamente a un desgaste o deterioro del caudal electoral con el que se llegó al poder. Bajo estas condiciones, la función del principal partido de oposición parece muy sencilla: oponerse sistemáticamente a las políticas del Gobierno no para modificarlas o para proporcionar otras alternativas viables, sino con el fin de capitalizar su fracaso, formando una coalición ganadora que incorpore a todos los descontentos o desencantados con esas políticas. Si el deterioro del Gobierno es suficientemente profundo, funciona «el péndulo», y el principal partido de oposición logra sustituirlo en las siguientes elecciones. De esta manera, los dos principales partidos se turnan periódicamente en el ejercicio de las funciones gubernamentales. 

Esa actitud supone la abdicación de las responsabilidades de los partidos en una democracia y una desnaturalización o perversión de sus funciones: renuncian a sus funciones de conducción y liderazgo y se convierten en receptáculos vacíos, sin preferencias ni opiniones propias, que se limitan a registrar los resultados que les proporcionan las encuestas de opinión pública para acomodar sus ofertas a las que parecen ser las preferencias mayoritarias. O, lo que es peor, incurren en un insensato torneo demagógico, de ofertas electorales irresponsables que, al no poder ser satisfechas, conducen a la frustración del electorado. 

Cuando el partido se orienta pragmáticamente, el poder ya no es un mero medio para la realización del programa, sino que se convierte en fundamental en cuanto fuente de recompensas y satisfacciones personales para los militantes. Y si el gran peligro que acecha a los partidos ideológicos es la aparición de corrientes o tendencias doctrinarias que pueden provocar cismas, la gran amenaza para los partidos pragmáticos es la «faccionalización»: la división en grupos de escasa duración y ninguna estructura, que se limitan a expresar conflictos personales y representan luchas mezquinas e interesadas por puestos y emolumentos. La unidad formal del partido se mantiene, pero no pasa de ser una laxa federación de «acciones», cuya vinculación se limita a la necesidad de asegurar el mínimo de coordinación que permita la conquista del poder y el consiguiente reparto del botín. Lamentablemente, los dos principales partidos —en mayor medida, AD— han comenzado a transitar, desde hace tiempo, el camino que conduce en esta dirección, y durante los últimos cinco años el proceso se ha acelerado considerablemente (véase, para un estudio del faccionalismo en AD, COPPEDGE, 1988).

LA COMPETENCIA DUOPÓLICA ENTRE PARTIDOS

Una condición fundamental para que las elecciones sean un instrumento efectivo para la satisfacción de las preferencias del votante es que se trate de elecciones realmente competitivas. Hirschman (1970) ha estudiado el paralelismo entre la competencia oligopólica en el mundo económico y la que se lleva a cabo entre partidos políticos, y ha mostrado cómo los intereses de los consumidores, en el primer caso, y de los electores, en el segundo, pueden verse perjudicados. Ahora bien: si uno examina las características del sistema electoral de competencia interpartidista de Venezuela, se observa que en los últimos años se ha convertido en un sistema de competencia duopólica entre AD y COPEI en el que se apuntan varios de los rasgos indeseables de la competencia oligopólica señalados por Hirschman. El hecho de que las campañas electorales tiendan a revestir la forma de diferenciación del producto a través de la publicidad utilizando las técnicas y modalidades de la propaganda comercial; los frecuentes acuerdos tácitos entre los dos partidos (equivalentes a la «colusión») no sólo para limitar la competencia interpartidista y evitar formas de «guerra sucia» (equivalentes a la «guerra de precios»), sino para sustraer temas de extraordinaria importancia del debate político; la poca efectividad, a la larga, de los mecanismos de «salida», pues las pérdidas que sufre el partido de Gobierno, y que lo llevan a perder las siguientes elecciones, se ven compensadas por las que también sufre el antiguo partido de oposición al llegar al Gobierno, con lo cual, a la larga, unas y otras se compensan, pues se establece la altemabilidad entre los dos grandes partidos duopolistas. Y para hacer la situación más preocupante, el hecho de que la poca efectividad de los mecanismos de «salida» no esté compensada por adecuados mecanismos de «voz», por las limitaciones de la democracia interna de los partidos. Ni que decir tiene que el gran peligro de una situación de este tipo es que, a largo plazo, se produzca una frustración del electorado y una pérdida de confianza en la capacidad de los mecanismos electorales para satisfacer sus aspiraciones. 

En el caso de Venezuela, para explicar el papel central que AD y COPEI han llegado a desempeñar en la vida política del país hay que recurrir, como explicación inicial, a factores históricos y organizativos (sobre la importancia del factor organizativo para explicar el éxito de los partidos venezolanos, consúltese LEVINE, 1988). En todo caso, la concentración oligopólica de la competencia partidista no se debe en nuestro país a ningún privilegio legal (pues nuestra legislación electoral es más bien excesivamente liberal en lo referente a la posibilidad de crear partidos y lanzar candidatos que participen en las elecciones), sino que es más bien consecuencia del alto grado de especialización, profesionalización y sofisticación que en Venezuela han alcanzado los partidos políticos y de los extraordinarios recursos necesarios para financiar su funcionamiento, no sólo el electoral, sino también el de sus actividades más permanentes y cotidianas. 

Ahora bien: un factor de primera importancia para el reforzamiento de la concentración oligopólica de los partidos es la utilización de los modernos mass media y, en especial la televisión, en las campañas electorales, que ha hecho del dinero un recurso imprescindible para el éxito electoral (véase REY et al., 1981). En efecto, antes de la utilización de los modernos sistemas de comunicación de masas y de la publicidad de tipo comercial en gran escala, el dinero era un recurso importante, pero no decisivo, pues, por un lado, su falta podía ser en gran parte compensada por el trabajo abnegado y entusiasta de los militantes y simpatizantes, y por otro, dados los recursos financieros relativamente limitados que exigía una campaña, éstos podían ser reunidos mediante pequeñas contribuciones de un gran número de militantes o amigos de escasas posibilidades económicas. Pero cuando la campaña electoral se basa en la utilización masiva de los medios de comunicación e información social, como la televisión, el dinero que proporciona acceso a tales medios se convierte en un recurso imprescindible y fundamental, hasta el punto de que, como lo han demostrado ciertos candidatos en algunas campañas electorales venezolanas, se puede llevar a cabo íntegramente una campaña sin ninguna organización partidista, utilizando como recurso principal grandes cantidades de dinero. No existen investigaciones sobre la medida en que la utilización del dinero condiciona el éxito electoral en nuestro país, pero pueden adelantarse como plausibles las siguientes dos hipótesis: 
1) por un lado, el disponer de grandes recursos de dinero no es suficiente para asegurar el éxito electoral (y así lo demuestran palpablemente los casos de la candidatura de Tinoco en 1973 y la de Arria en 1978), 
y 2) pero, por otra parte, el disponer de esos recursos es una condición necesaria para tal éxito. 
La primera hipótesis es de extraordinaria importancia, pues apunta que no basta la posesión de recursos económicos o la capacidad de manejar los mass media para incursionar con éxito en la política, pues ésta es una actividad profesional, especializada y a tiempo completo, que requiere cualidades (abnegación, dedicación, etc.) y habilidades (capacidad de organizar y convencer a las masas, articular y agregar sus intereses, etc.) específicas. 
La segunda hipótesis es no menos importante: indica que no puede participar con probabilidades de éxito en la competencia electoral quien no disponga de los ingentes recursos en dinero que se requieren para su financiamiento. La posesión de tales recursos se convierte en una «barrera de entrada» decisiva que fortalece la concentración oligopólica. Al establecerse tal barrera, para el éxito electoral ya no basta (aunque continúa siendo imprescindible) la organización partidista ni la acción voluntaria de los militantes y simpatizantes, ni siquiera las pequeñas pero numerosas aportaciones financieras que éstos pudieran hacer, sino que requieren además grandes cantidades de dinero. Y ésta es una de las razones fundamentales por las que, pese a la multiplicación de candidatos y partidos, pocos de ellos logran un cierto éxito electoral (la otra consiste en las dificultades y esfuerzos prolongados necesarios para desarrollar una organización partidista como la que exige la moderna democracia de masas). 

Ya para la campaña de 1968, AD y COPEI se acusaban mutuamente del excesivo gasto electoral y cuestionaban el origen de los fondos utilizados por el contrario. En 1973, la duración de la campaña y la cantidad de recursos económicos utilizados eran de tal magnitud, que estaban fuera del alcance de todos los partidos, salvo de AD y COPEI (MARTZ/BALOYRA, 1976: 201). Y para 1978, un observador norteamericano consideraba las campañas electorales venezolanas como las más caras del mundo democrático (PENNIMAN, 1980: xi). En 1983 y 1988, la duración y el costo de las campañas no ha hecho sino aumentar. 

En el caso venezolano, al lado de los aportes que los partidos reciben oficialmente del Estado (que sólo representan una pequeña proporción del gasto electoral total), los recursos utilizados por los partidos en las campañas electorales provienen de dos fuentes principales: de la utilización ilegítima de recursos del Estado (a través de «comisiones» sobre los contratos públicos) y de los aportes voluntarios de los sectores privados económicamente poderosos. En cuanto a la utilización ilegal de los recursos del Estado, sólo tienen acceso a ella aquellos partidos que han ocupado u ocupan alguna posición en alguno de los niveles o ramas del poder público y trae como consecuencia una concentración del poder partidista: en la medida en que un partido ha ocupado u ocupa el poder, aumentan sus probabilidades de ocuparlo en el futuro. En cuanto a los aportes de los económicamente poderosos, aunque, como ya se ha dicho, no pueden determinar quién será el ganador, sí pueden determinar quién no lo será, o, en otros términos, poseen en la práctica un derecho de veto sobre los candidatos y/o partidos considerados indeseables, negándose a financiarlos y excluyéndolos de esta manera de toda posibilidad de éxito electoral. De esta manera, a través del sistema imperante de financiamiento privado —y, prácticamente, sin límites ni controles— de las campañas electorales, se mediatiza la actuación de quienes resultan electos por parte de quienes los financian y se debilita la responsabilidad frente a los electores.

BALANCE DE LO REALIZADO

Si evaluamos las realizaciones de la democracia venezolana a partir de los objetivos que explícitamente se propuso, los resultados son ambivalentes. Es en lo referente a los objetivos políticos y, sobre todo, en el que fue considerado fundamental y prioritario —el lograr la preservación del régimen democrático—, donde los resultados son más francamente positivos. Se ha asegurado el mantenimiento de gobiernos democráticos en circunstancias políticas particularmente difíciles. Se ha socializado en las reglas de juego de la democracia representativa a los principales actores políticos, que parecen aceptarlas sin reservas. Ha funcionado la alternabilidad del Gobierno mediante elecciones, y el traspaso del poder se ha producido sin mayores traumas, aún en el caso de que la ventaja del ganador ha sido mínima. Se ha consolidado un sistema de partidos nacionales, sólidos y disciplinados, y por mucho tiempo hemos contado con un liderazgo y una élite política hábil y perspicaz que logró ganarse la confianza de las masas y gozó de amplia libertad de maniobra para hacer frente a las situaciones difíciles. El peligro, que estuvo presente hasta 1973, de que el sistema de partidos se atomizara y fragmentara, o que se polarizara hacia el extremismo, así como las actitudes anti-partido que se manifiestan a través de los llamados «fenómenos electorales», desaparecen a partir de ese año para afirmarse cada vez más una tendencia hacia el bipartidismo. 
Por otra parte, los dos grandes partidos del sistema (Acción Democrática, de orientación socialdemócrata, y el Partido Socialcristiano, COPEI) parecen converger hacia el centro, buscando las preferencias del «votante medio», y son cada vez más pragmáticos, orientando sus programas a la satisfacción de los deseos y aspiraciones concretas y utilitarias del elector. Las elecciones se han sucedido regularmente y han atraído el interés de los votantes; las campañas electorales han sido coloridas, espectaculares y masivas y nuestro nivel de participación electoral fue, durante muchos años, bastante elevado (REY, 1989b). 

En resumen, todos los rasgos que acabo de enumerar constituyen —si creemos a la ciencia política convencional— las condiciones ideales para el funcionamiento de una democracia estable aun en los países más avanzados. Pero no sólo ha habido éxitos políticos, sino que también se han obtenido objetivos económicos y sociales nada despreciables. Así, por ejemplo, se ha logrado, sin traumas, el viejo anhelo de control de nuestras riquezas básicas (especialmente el petróleo), y se han obtenido éxitos indudables en materia de defensa de nuestros recursos. Por otra parte, los esfuerzos de nuestros distintos Gobiernos para crear una infraestructura y una industria pesada, así como para impulsar la industrialización mediante sustitución de importaciones, han sido notables, y todo ello no ha implicado una disminución de las políticas distributivas y de los gastos sociales, que en algunos renglones, como la educación y la salud, alcanzan montos impresionantes y logros indudables. 

Pero lo dicho es solamente una parte del cuadro en el que también están presentes aspectos negativos. En los últimos años se ha venido desarrollando una crisis que afecta tanto a los dirigentes y élites políticas, como al conjunto de los partidos. Los dirigentes fundamentales y «naturales» de los partidos son cuestionados o desafiados en el interior de sus propias organizaciones, y el prestigio de los políticos profesionales es bajísimo en la opinión pública, que se expresa en forma ferozmente crítica sobre ellos. Aumentan también las críticas de origen externo a la «partidocracia», y las opiniones del público hacia tales organizaciones son, de acuerdo a las encuestas, francamente negativas; los propios militantes de los partidos critican, incluso abiertamente, su falta de democracia interna y «oligarquización». 
La creciente orientación pragmática de los partidos (resentida por una parte considerable de sus militantes y aún dirigentes de primera fila) hace que el sistema sea extremadamente vulnerable a los problemas de eficacia y eficiencia a corto plazo, que pasan a primer plano, y el acercamiento entre los dos grandes partidos y la ausencia de otras alternativas viables puede llevar a la falta de una efectiva competencia interpartidista y a la alienación del electorado. El carácter festivo de nuestros procesos electorales contribuye posiblemente a la alta participación de que hemos disfrutado, pero no puede ocultar el bajo nivel y pobre contenido de los mensajes políticos; la propaganda electoral es abrumadora, masiva y manipulativa y no está destinada a mejorar la racionalidad del votante; y en las últimas elecciones el nivel de abstención electoral ha aumentado alarmantemente (REY, 1989b). 
Por otra parte, se ha desarrollado en los últimos años una gran insatisfacción con ciertos aspectos de nuestro sistema electoral que provocan distorsiones en los principios democráticos, limitan la libertad del elector y mediatizan sus relaciones con el elegido, de modo que disminuyen la posibilidad de ejercer un control sobre éste y de hacer efectiva su responsabilidad frente a aquél. Y el sentimiento de que la corrupción política y administrativa se ha generalizado y la falta de confianza en la imparcialidad y honestidad de la Administración de justicia amenazan con destruir las bases morales del sistema democrático. 

En lo que se refiere a la materia económica y social, no cabe duda que los logros están por debajo de lo que cabría esperar, dado el monto de los recursos utilizados, y que la actuación tanto del sector público como del privado se ha caracterizado por un notable grado de ineficiencia y corrupción. Por otra parte, hemos seguido un patrón de desarrollo concentrador y desigual.
Lejos de haber disminuido las desigualdades socioeconómicas, ha aumentado la brecha que separa a los que tienen más de los que tienen menos, y es también alarmante el incremento de la cifra absoluta de personas en situación de marginalidad y de pobreza crítica [sobre el complejo y polémico tema de la evolución de la distribución del ingreso y de la pobreza en Venezuela, véanse: URDANETA, 1977; CHOSSUDOVSKY, 1977; RELENBERG/KÁRNER/KOHLER, 1979; NISSEN (ed.), 1984; BENGOA RENTERÍA, 1985, y NISSEN/MOMMER (coords.). 1989]. De modo que, aunque las grandes diferencias socioeconómicas existentes no han dado lugar a luchas sociales abiertas, el potencial de conflicto existente es enorme —como lo muestran, por ejemplo, los sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989 (véanse: PRATO BARBOSA, 1989; KORNBLITH, 1989, y CIVIT/ESPAÑA, 1989)—, y si fallaran los mecanismos políticos de formación de consenso y si se perdiera la confianza en la capacidad del sistema electoral para satisfacer las demandas y necesidades populares, se podría crear una situación explosiva. 

Durante muchos años —y aun en los momentos de las más graves amenazas a la estabilidad de nuestros Gobiernos democráticos—, las encuestas de opinión pública reflejaban que la mayoría del pueblo venezolano mostraba no sólo un considerable grado de satisfacción con sus logros personales, sino un desbordante optimismo y fe en las posibilidades de mejora que le deparaba el futuro, y las tendencias a una evaluación pesimista que crecientemente se manifiestan en los últimos diez años, parecen indicar que la situación está cambiando (véanse, por ejemplo, datos y análisis en BALOYRA/MARTZ, 1979, y en BALOYRA, 1979). Las encuestas más confiables muestran, además, para el conjunto de la población, una actitud muy crítica frente a los políticos profesionales y los partidos (a los que se considera controlados por oligarquías y exclusivamente preocupados por ganar las elecciones), así como frente al desempeño de los Gobiernos democráticos, y expresan un fuerte sentimiento de incapacidad para influir en la acción gubernamental, que contrasta con las altas expectativas que se tienen en relación a ésta como medio de satisfacer necesidades diversas; aumentan alarmantemente, además, las evaluaciones negativas. Existe, por tanto, el peligro cierto que de persistir esas actitudes pueden convertirse, primero en frustración, después en alienación y, finalmente, en rechazo de la democracia. 

La crisis que experimenta el sistema populista de conciliación instaurado a partir de 1958 se relaciona con la erosión de los mecanismos en que se basó su funcionamiento, y el gran problema que está planteado es el de si, pese a ello, podrá sobrevivir la democracia venezolana. El funcionamiento de ese sistema ha dependido, fundamentalmente, de tres factores: la abundancia relativa de recursos económicos, con los que el Estado ha podido satisfacer, en una buena medida, las demandas de grupos y sectores heterogéneos; un nivel relativamente bajo y relativa simplicidad de tales demandas, que permitía que fueran satisfechas con los recursos disponibles, y la capacidad de las organizaciones políticas (partidos y grupos de presión) y de sus líderes para agregar, canalizar y manejar esas demandas y mantener la confianza de quienes las formulan. Ni los factores estructurales ni los puramente políticos explican por sí solos el exitoso funcionamiento del sistema (para un buen balance de la importancia de ambos factores, véase KARL, 1986). Una modificación adversa en cualquiera de ellos representa una eventual amenaza para la estabilidad, que, sin embargo, puede ser compensada, dentro de ciertos límites, por un adecuado funcionamiento de los otros. Pero si se juntan, simultáneamente, fallas en los tres factores señalados, estamos en presencia de una crisis, que representa un límite para el sistema, pues no puede continuar funcionando satisfactoriamente. 

Durante una primera etapa, el éxito inicial del modelo de «desarrollo hacia adentro» mediante la sustitución de importaciones y la estabilidad de los ingresos provenientes del sector petrolero externo proporcionó los recursos necesarios para satisfacer, así fuera de manera desigual, las aspiraciones y demandas de los distintos grupos sociales e hizo compatibles, políticas de acumulación, con políticas distributivas y sociales a cargo del Estado. El elemento clave de que gran parte del excedente económico, a partir del cual se iba a financiar el proceso de desarrollo, era relativamente abundante y procedía del sector petrolero externo, permitió aminorar al máximo los conflictos internos. A esto se unía el nivel relativamente elemental del que partieron las demandas populares a la caída de la dictadura, el hecho de que fueran canalizadas por organizaciones regulares y de que las masas confiaran en éstas y en sus líderes, lo cual hizo que éstos dispusieran de un amplio margen de libertad de acción para determinar el ritmo en que serían satisfechas, y permitió manejarlas con relativa comodidad. 

Sin embargo, el modelo de desarrollo económico adoptado pronto encontró obstáculos, y ya para finales de la década del sesenta comenzó a dar señales de agotamiento. Al mismo tiempo, nuevos sectores y grupos sociales, cada vez más extensos, se incorporaban al ciclo de demandas, que se hacían día a día más heterogéneas y exigentes y que difícilmente podían ser canalizadas por los partidos y organizaciones sociales tradicionales. Pero las dificultades fueron totalmente olvidadas como consecuencia de la revolución en los precios del petróleo que se produce a fines de 1973. El aumento explosivo de los ingresos del Estado no sólo permitió satisfacer esas demandas, sino que aceleró la dinámica propia del sistemy populista de conciliación, llevando a que se estimularan y multiplicaran en grado increíble las aspiraciones, apetencias y expectativas de grupos sociales diversos, que tenían acceso a los mecanismos de distribución del Estado, y que otros grupos nuevos lograran tal acceso. Se exacerbó el estilo característico de un Estado rentista que pretenda resolver los problemas y obtener resultados mediante un gasto público cada vez más cuantioso y crecientemente improductivo, y se llegó incluso a comprometer insensatamente los recursos del futuro (MALAVÉ MATA, 1987). 

Pero cuando, junto a la crisis de los mecanismos tradicionales de articulación y agregación de intereses, se produce una agudización de la crisis económica y fiscal, como la que recientemente ha tenido lugar, las demandas se convierten en inmanejables y amenazan con desbordarse, y su falta de satisfacción crea una peligrosísima frustración que se convierte en explosiva. De modo que los dramáticos sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989 no son sino la manifestación pública y espectacular de los síntomas más visibles de una crisis que abarca simultáneamente varias dimensiones (la económica, la social y la política), y que, en realidad, ha estado presente —aunque en forma larvada o solapada— desde muchos años atrás [GUEVARA, 1989; ESPAÑA, 1989, y NISSEN/MOMMER (coords.), 1989].

LA CRISIS DEL SISTEMA Y LAS PERSPECTIVAS DE LA DEMOCRACIA

Pese a la crisis por la que atraviesa el sistema populista de conciliación hasta el momento actual, ningún actor social o político de importancia ha planteado una alternativa que no sea democrática, y el debate se centra más bien en la cuestión de, en qué consiste y cómo realizar una «verdadera» democracia, que se supone ha sido distorsionada por el proyecto político que hemos seguido a partir de 1958. Esto requiere una modificación de las reglas de juego básicas del orden político. 

En lo que se refiere a las reglas de juego jurídico-formales, consagradas en la Constitución de 1961, hasta hace poco ningún sector de derecha o de izquierda había proclamado expresamente que su proyecto político no cabía dentro del marco amplio y extraordinariamente flexible que proporciona el texto constitucional, y a lo más se habían sugerido ciertas enmiendas que no tocaban lo esencial. Pero con motivo de los trabajos que lleva a cabo la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado y la Comisión Bicameral del Congreso, encargada de estudiar posibles modificaciones a la Constitución, se han hecho oír algunas voces, asociadas al sector empresarial, y que expresan una posición neoliberal, según las cuales habría que modificar sustancialmente el actual texto constitucional, pues consideran que obedece al modelo de welfare state, que sería incompatible con el desarrollo de la iniciativa y la empresa privada. Aunque no es probable que se llegue a una modificación de las reglas jurídico-formales de la Constitución, en el sentido en que lo desearía la iniciativa neoliberal, su ofensiva contra las reglas informales en que se basaba el sistema populista de conciliación se está desarrollando con notable éxito. 

En Venezuela se está desarrollando una feroz crítica al «populismo», al que se identifica como el principal responsable de la crisis que vive nuestro sistema político, y que es atacado, por igual, tanto desde las posiciones ideológicas propias de la nueva derecha neoliberal (ROMERO, 1986) como desde las de la izquierda tradicional (MALAVÉ MATA, 1987). Esa crítica abarca los más variados aspectos de ese complejo sistema, que van desde su ideología y mensaje político manipulativo (BRITTO GARCÍA, 1988 y 1989) hasta su manejo ineficiente de la economía (SUÁREZ/MANSUETI, 1983); pero los dos blancos favoritos de tales ataques son el «estatismo» y la «partidocracia». 
En Venezuela, la acción del Estado y de los partidos políticos ha sido fundamental no sólo para el mantenimiento de la democracia, a partir de 1958, sino, desde mucho antes, para el proceso de integración nacional y para la promoción y el desarrollo de la sociedad moderna; por esta razón, la presencia de ambos (Estado y partidos) en todo el entramado social es muy prominente. De modo que, como consecuencia de esa acción del Estado y de los partidos, no sólo se ha producido un importante desarrollo de la llamada «sociedad civil», sino también ha tenido lugar una compleja imbricación entre todos ellos, cuya naturaleza y significación última está abierta a discusión. 

De acuerdo a la interpretación neoliberal, el crecimiento del sistema de empresas del Estado, de los entes públicos descentralizados y del llamado «sistema de planificación», que se incrementa y acelera después de 1958, ha significado básicamente un aumento del papel del Estado, de su capacidad reguladora y de la esfera de actividades sometidas al mismo, así como una disminución correlativa de la autonomía de la «sociedad civil», y representa —según tal interpretación— un creciente e indeseable «estatismo», que se impone unilateralmente sobre la sociedad, asfixiando o bloqueando sus iniciativas, energías y potencialidades y amenazando convertirse en un abierto despotismo. Pero, de acuerdo a la interpretación que es propia de la izquierda, ese proceso obedece básicamente al deseo de favorecer los intereses de la empresa privada y ha tenido como consecuencia poner a disposición de ese sector recursos financieros e instrumentos de regulación públicos (para una discusión de ambas interpretaciones, véase BIGLER, 1981a). En mi opinión, ambas interpretaciones son excesivamente unilaterales. En realidad, como consecuencia de la creación de esos mecanismos semicorporativos, una significa tiva parte del proceso de formación de políticas públicas del Estado venezolano tiene lugar mediante un complejo proceso de negociación entre factores de poder e intereses diversos. Aunque el Gobierno, en cuanto representante oficial del Estado, aparece como un «arbitro» entre los diversos intereses privados especiales, de hecho es un poder más, sin duda muy importante, pero que, en la práctica, carece de una capacidad de regulación unilateral, de modo que tiene que negociar constantemente con esos intereses (lo cual, frecuentemente, ocurre en la fase de implementación de las decisiones o políticas). A partir de esa interacción entre poderes e intereses diversos, se producen eventuales equilibrios a largo plazo que no son el producto de una acción reguladora autónoma y unilateral por parte del Estado, sino del «balance de poder» de los distintos actores que toman parte. La existencia de ese sistema semicorporativo introduce, sin duda, en favor de los grupos minoritarios y poderosos, una importante distorsión del resultado final (con respecto al que cabría esperar si sólo funcionaran mecanismos de representación y participación puramente democráticos) (véase ARROYO TALAVERA, 1988). En estas circunstancias, el Gobierno (en tanto que representante oficial del Estado), los partidos políticos y las organizaciones sociales por éstos controladas son, frecuentemente (pese a sus tendencias elitistas, oligárquicas y manipulativas), los únicos factores que contribuyen a balancear la situación en favor de los sectores populares para intentar restablecer un cierto equilibrio. 

Para algunos —cada vez menos—, la realización de la «verdadera» democracia consistiría en introducir «mejoras» en el sistema de privilegios de naturaleza semicorporativa existente, incorporando al mismo, eventualmente, a sectores o grupos sociales que todavía no han sido beneficiados por ese sistema. Pero esta «solución» plantea dificultades teóricas, y prácticas insuperables. 
Primera, no existe una teoría satisfactoria de algo que pueda ser considerado como una democracia corporativa. 
Segunda, un sistema corporativo se basa en una distribución desigual del poder y de los privilegios, y es incompatible, por tanto, con los valores básicos de la democracia, mucho más en situaciones como la venezolana, en que los grandes sectores populares carecen de organización (salvo los partidos políticos y los sindicatos controlados por ellos, sobre cuyas deficiencias volveré en un momento), y, por consiguiente, les falta poder de negociación. 
Y tercera, una ampliación o extensión del sistema de privilegios existente encuentra límites infranqueables en la situación de escasez relativa de recursos del presente, y sólo podría ser viable a partir de un modelo de desarrollo económico basado en un aumento continuo e ininterrumpido de la renta petrolera, que no es previsible; por el contrario, a medida que la economía del país se vuelva menos dependiente de los recursos petroleros de origen externo, aumentarán los conflictos distributivos (incluso se convertirán en conflictos redistributivos, en los que hay que «quitar» a unos para «dar» a otros), de modo que lo que, en realidad, está planteado no es el aumento de los privilegios, sino cuáles de sus actuales beneficiarios deberán ser excluidos de los mismos. En realidad, para la realización de una verdadera democracia habría que desmantelar los mecanismos de representación y participación semicorporativa existentes, o limitarlos severamente, asegurando y reforzando el control democrático sobre la toma de decisiones públicas; pero ello no debería implicar ni una eliminación de las actividades distribuidoras y políticas sociales del Estado, ni una disminución de su capacidad para responder a las preferencias de la mayoría, sino, por el contrario, un aumento de ella. 

La prédica antiestatista propugna no sólo la privatización de gran número de actividades o empresas actualmente bajo control estatal y la eliminación de gran parte de las regulaciones de la actividad económica privada, sino también el abandono de las políticas sociales y de bienestar por parte del Estado venezolano (en las que ve la manifestación de una democracia «populista», esto es, demagógica) como condición para el libre desarrollo de la iniciativa privada. Esta «solución» resulta muy tentadora, pues, por un lado, es la propugnada por los grandes organismos financieros internacionales, cuyo respaldo es necesario para hacer frente a los graves problemas derivados del manejo de la deuda externa, y por otro, permite aliviar la carga del Estado, agobiado por las dificultades fiscales, y renovar el apoyo de grupos de poder (empresariales e incluso sindicales), que serían los beneficiarios de la privatización de algunas empresas estatales. Esta es la línea de acción que ha emprendido el actual Gobierno del presidente Pérez, aunque con serias reservas y creciente descontento dentro de su partido (AD). Pero esta política perjudica a los sectores mayoritarios, que disponen de menos recursos y poder, de modo que cabe prever que generará un mayor descontento y probablemente obligará al Gobierno, a medio o largo plano, si no la abandona, a tomar medidas más autoritarias y represivas. 

El otro gran tema de crítica generalizada es el de los partidos políticos. Aunque, desde mucho antes de 1958, está presente, entre los sectores más conservadores, una actitud de hostilidad hacia los partidos, no es sino mucho después cuando se extiende y generaliza la crítica a la llamada «partidocracia». Una idea constante en la cultura política tradicional del país, de inspiración roussoniana-bolivariana —y muy arraigado aún en el estamento militar—, es el rechazo del «espíritu de partido» (como equivalente a la facción) y la exhortación a la construcción de la «unidad moral» de la República mediante la superación o renuncia de los intereses particulares. Pero es evidente que, en las condiciones de la sociedad venezolana contemporánea, la eliminación del «espíritu de partido» sólo podría hacerse a costa de instaurar una dictadura o alguna forma de despotismo estatal, que, con toda probabilidad, serviría, en realidad, a algún interés privado. En todo caso, es frecuente considerar a los partidos políticos como responsables de gran parte de los males que afectan a nuestro sistema político e incluso al conjunto de nuestra sociedad. Así se ha afirmado que nuestra democracia ha degenerado en una «partidocracia», pues (ha dejado de ser el Gobierno del pueblo y para el pueblo y se ha convertido en un Gobierno no sólo de los partidos, sino para los partidos» (BREWER-CARÍAS, 1985: 57), y no sólo se llega a considerar a los partidos políticos como los responsables de la crisis política e institucional del Estado venezolano (BREWER-CARÍAS, 1988), sino que se les acusa de haber usurpado funciones propias de la sociedad civil y de ahogar sus iniciativas y posibilidades de libre desenvolvimiento. 

Como tuvimos ocasión de ver, las diversas funciones que han tenido que cumplir los partidos en Venezuela no son el producto de una «usurpación», sino, por un lado, del relativo vacío social en que nacieron y, por otro, de la falta de adecuado funcionamiento del Estado y de recursos institucionales, que aún subsiste. Pero lo cierto es que, pese a todas sus deficiencias, los partidos políticos y los sindicatos por ellos controlados constituyen en Venezuela uno de los pocos factores de equilibrio en favor de los sectores populares, de modo que su eliminación o la disminución de su papel como agregadores y articuladores de intereses llevaría a fortalecer el poder de los grupos económicos o de los empresarios individuales. De modo que la «verdadera» democracia no puede consistir en el abandono por parte del Estado de las funciones que actualmente desempeña, en favor de la llamada sociedad civil, ni en la eliminación de las funciones esenciales cumplidas por los partidos políticos y por los sindicatos, pues si esto ocurriese sólo quedaría la influencia de las organizaciones económicas privadas. 

En todos los análisis anteriores he partido del supuesto de que una característica esencial de un Gobierno democrático es que debe tratar de satisfacer las preferencias de la mayoría o de dar respuestas positivas a las demandas de quienes lo han elegido. He supuesto, además, que la competición electoral entre partidos es un mecanismo adecuado para asegurar ese resultado. Pero no faltan quienes —dentro y fuera de Venezuela— rechazan estos dos supuestos. En efecto, en Venezuela son cada vez más frecuentes las voces que, desde una perspectiva neoliberal, y a partir de una crítica al «populismo» (al que identifican con la competencia demagógica entre los partidos), rechazan como indeseable la idea de que el Gobierno deba dar respuestas positivas a tales demandas, y afirman que la única función del voto debe ser proporcionar un mecanismo destinado a evitar que el Gobierno se convierta en despótico o tiránico. Desde tal perspectiva se propugna, una vez más, si no la eliminación, al menos la disminución del papel de los partidos políticos en los procesos electorales. Ante la crisis del sistema populista de conciliación y la imposibilidad de manejar y satisfacer demandas heterogéneas y crecientes, la tentación de un cierre del sistema ante ellas, de aumentar la desmovilización y de exigir, una vez más, a las masas, paciencia y pasividad, es muy grande. A tal proyecto responden gran parte de las críticas al «populismo», al «estatismo» y a la «partidocracia» que proliferan en el país. Pero en un sistema que se basó en el alza continua de las expectativas de los diversos grupos sociales, y en el que la confianza en las organizaciones y líderes está muy deteriorada, las posibilidades de lograr tal «cierre» sin acudir a la represión en gran escala son muy escasas. 

Pero el rechazo de la «partidocracia» también es común —aunque por razones distintas— en la izquierda. Así, a partir de una crítica —en gran parte justa— a la mediatización que los partidos ejercen sobre las organizaciones sociales, así como a su falta de democracia interna y al carácter oligopólico de la competencia entre ellos, propugnan el reducir al mínimo su influencia, para abrir paso a una democracia más auténtica cuyos principales actores serían los nuevos «movimientos sociales» (vecinales, ecológicos, etc.) (GÓMEZ CALCAÑO, 1987a y 1987b, y DE LA CRUZ, 1988). El problema consiste en que tal programa responde, más bien, a deseos personales y a la influencia de ideas provenientes del extranjero que a la realidad venezolana, pues esos «movimientos», que apenas se inician en el país, son extraordinariamente débiles. De modo que, aunque nadie que sea partidario de una verdadera democracia puede estar en contra de la promoción de nuevas capacidades organizativas entre los sectores sociales actualmente más débiles y desorganizados, esto constituye una tarea a largo plazo y de resultados muy inciertos; de modo que, a corto y medio plazo, la tarea más urgente parece ser la democratización de las organizaciones sociales ya existentes (en particular, los partidos políticos y los sindicatos). 

Hay, por otra parte, quienes, desde un enfoque de inspiración marxista, niegan que las elecciones puedan constituir un mecanismo efectivo para asegurar la satisfacción de las demandas de la mayoría de los electores (por ejemplo, SILVA MICHELENA/SONNTAG, 1978: 32, 77-78). Pero son muchos más quienes, insatisfechos con la falta de respuesta de los partidos a las preferencias de la mayoría de los votantes, creen que, a través de reformas electorales que lleven a la personalización del sufragio, se producirá un debilitamiento de la presencia de las organizaciones partidistas y se logrará un mayor control de los electores sobre los elegidos. Pero si lo que desea es aumentar la responsabilidad de los elegidos frente a sus electores, habría que perfeccionar los mecanismos electorales y de representación y participación democrática, que, como tuvimos ocasión de ver, en la actualidad limitan severamente esa responsabilidad. 
Es cierto que la existencia de partidos políticos organizados implica siempre una forma de competencia oligopólica en la vida política, pero no se trataría de eliminar tal forma para sustituirla por una competencia perfecta, que resultaría imposible y, en todo caso, indeseable. En efecto, para ello habría que destruir a los partidos, que son un factor indispensable para la moderna democracia de masas, y si ellos perdieran el papel central que hoy ocupan, éste sería desempeñado por los mass media (como ya comienza a ocurrir en Venezuela) y por poderosas organizaciones de intereses privados, y los dirigentes partidistas serían reemplazados por demagogos o líderes carismáticos irresponsables. Lo que habría que tratar más bien es de asegurar una competencia oligopólica imperfecta, pero satisfactoria, capaz de proporcionar incentivos suficientes a los partidos para satisfacer los deseos e intereses del electorado. Para ello, fundamentalmente, habría que bajar las «barreras de entrada», que actualmente, representan los altísimos gastos de las campañas electorales, no para colocar a todos los partidos en situación de igualdad, sino para permitir un mínimo satisfactorio de competencia efectiva. 
Por otro lado, habría que eliminar las distorsiones que introduce el sistema de financiamiento privado, a cargo de los económicamente poderosos. Junto a ello sería necesario aumentar la democracia interna de los partidos para hacerlos más responsables ante sus militantes de base y su electorado. Y sería necesario, además, que los partidos recuperaran sus funciones de conducción y liderazgo, en la formación de las preferencias de los votantes, y cesara la competencia demagógica perversa, que sólo conduce a la frustración de los electores.

"La política Venezolana y su aterradora similitud con la española". (1era entrega)

Partidocracia oligárquica de consenso


Para Aristóteles, la democracia es una forma 
de corrupción de gobierno

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LIBRO "COMPRENSIÓN DE VENEZUELA": ANTÍTESIS Y TESIS DE NUESTRA HISTORIA por MARIANO PICÓN SALAS