LA DESCOMPOSICIÓN
DEL CATOLICISMO
La descomposición del catolicismo es una de las obras más breves, más conocidas y más emblemáticas de Louis Bouyer. Escrita en 1968, cuando autor ha decidido ya renunciar a la comisión vaticana encargada de formular la reforma litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II, en ella expresa toda su frustración y su enojo por la mediocridad con que se han hecho las cosas.Pero no se trata solamente de una reforma litúrgica a la que percibe anticipadamente fracasada. Se trata de la situación De la Iglesia católica en general, a la cual se convirtió a comienzo de los años '40 y a la que ve postrada e incapaz de solucionar los profundos problemas que la afligen. Si el Concilio había sido para él como para muchos otros una gran esperanza de reforma, el correr de los años le ha demostrado que, lejos de mejorarse, las cosas han empeorado hasta lo impensable.Es este el drama que Bouyer expone en su libro. Con el estilo irónico y a veces cáustico que lo caracteriza describe la situación que ha vivido y la que está viviendo dentro de la Iglesia a la que quiso servir, y advierte sobre las consecuencias que sobrevendrán si no se corrige lo que está mal.
P.A.P.A.: PIETRI APOSTOLI POTESTATEM ACCIPIENS
EL QUE RECIBE LA POTESTAD DEL APÓSTOL PEDRO
EL PAPA ES EL SUCESOR DE PEDRO, NO DE CRISTO.
LA CABEZA DE LA IGLESIA NO ES EL PAPA: ¡ES JESUCRISTO!
Louis Bouyer fue el mejor teólogo del siglo XX. El podio quizás podría completarse con von Balthasar y Congar, más allá de que me gusten mucho o poco sus teologías. Bouyer, sin embargo, fue capaz de escribir no solamente monumentales tratados teológicos como su trilogía dedicada al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, sino también ingresar con la solidez de sus argumentos y de su formación en las fuertes discusiones teológicas que tuvieron lugar durante el siglo pasado. Y lo hizo a través de libros polémicos pero irrefutables. En ellos, además, volcó un cierto don de profecía que no le venía de alguna iluminación particular sino de la agudeza de su inteligencia. Escribía, por ejemplo, en 1968:
“Yo no sé si -como se dice- el Concilio nos ha liberado de la tiranía de la Curia romana, pero lo cierto es que nos ha entregado, después de haberse entregado él mismo, a la dictadura de los periodistas, y sobre todo, de los más incompetentes y los más irresponsables”.
Nunca más actuales estas palabras cuando el papa Francisco dirime la cuestiones magisteriales buscando el agrado y la aquiescencia de los medios, y sus voceros más autorizados suelen ser periodistas de la calaña de Elizabetta Piqué o de Alicia Barrios.
Bouyer fue pastor de la iglesia luterana de Francia y se convirtió al catolicismo poco antes de la Segunda Guerra Mundial, ordenándose sacerdote en el Oratorio francés. Aseguraba que debía su conversión a la liturgia, a la enseñanza de los Santos Padres y del cardenal Newman, de quiene escribió una biografía que, Dios mediante, pronto será traducida al español (“La mejor biografía de Newman”, según algunos conocedores). Enseñó en el Institut Catholique de Paris y en varias universidades americanas. Fue perito e integrante de varias comisiones del Concilio Vaticano II. Renunció a todas porque se daba cuenta que nada podía hacerse, y le resultaba insoportable tener que estar bajo las órdenes de “completas nulidades”. Por ejemplo, sirvió en la comisión preparatoria dirigida por el cardenal Pizzardo. Bouyer observaba que, si la KGB hubiese querido infiltrar la Iglesia, no habría encontrado mejor método para hacerlo que nombrar a Pizzardo prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios, cosa que hizo Pío XII. Y de modo similar se refiere a otros purpurados como Marty o Lercaro.
Es que Bouyer jamás perdió su libertad de decir lo que consideraba que era la verdad. No aceptó fidelidades de partidos, ni de escuelas, ni de congregaciones. Su única fidelidad fue a la Verdad. Tenía como enemigo al error y a la mentira, estuvieran éstos a la derecha o a la izquierda y, como no podía ser de otro modo, fue perseguido por progresistas y tradicionalistas; por jesuitas y dominicos; por curas y obispos.
Fue el autor de la llamada “Plegaria eucarística II”, que los curitas de línea media llaman “de San Hipólito” pero que, en realidad, debería ser llamada “anáfora al tuco” porque fue redactada a las apuradas en una trattoria del Trastévere luego del pranzo, a fin de acercarle un borrador al temible Bugnini quien, tiempo después, la publicó tal cual la recibió otorgándole el mismo estatus que el Canon Romano. Bouyer relata el caso para mostrar la “seriedad” que con se hizo la reforma litúrgica. Y remata con su clásica sentencia: "Si la liturgia romana era un cadáver antes del Vaticano II -tal como algunos decían-, después del Concilio es el mismo cadáver en estado de putrefacción.
Y se hartó. A fines de los ’60 renunció a la Comisión Teológica Internacional en la que había sido nombrado por Pablo VI. Se retiró a una abadía en ruinas en el norte de Francia y, durante el verano, a una modesta casa que había comprado en Normandía. Fue en este periodo de doce años en el que se desarrolló su mayor producción intelectual.
Se retiro... “¡Derrotista!”, gritarán algunos. “Escapista”, otros.¿Vale la pena responderles? Sí, con Tolkien, que fue uno de sus más preciados amigos.
¿Derrotista? Escribía Tolkien en 1956: “Soy, de hecho, cristiano, y católico apostólico romano por lo demás, de modo que no espero que la ‘historia’ sea otra cosa que una ‘larga derrota’, aunque contenga (y en una leyenda puede contener más clara y conmovedoramente) algunas muestras o atisbos de victoria” (The Letters of J.R.R. Tolkien, ed. H. Carpenter, Allen&Unwin, London, 1982, p. 255).
¿Escapista? “Muchos confunden -dice Tolkien- la evasión del prisionero con la huida del desertor” (“Sobre los cuentos de hadas”, en Árbol y hoja, Barcelona, Minotauro, 1994, p. 70). Y digo yo: ¿para quiénes es el “escapismo” un crimen tan atroz? Para los carceleros, naturalmente, de la clase que sean.
Toda esta introducción sobre Bouyer, de quien ya hemos hablado abundantemente en este blog, es para presentar la edición española de La descomposición del catolicismo, escrita en 1968, cuando terminó de hartarse de todo lo que que estaba sucediendo en la Iglesia como consecuencia del Concilio Vaticano II.
Es breve y de lectura imprescindible. Muchas de las cosas que hoy estamos viendo -“estos lodos”- serán comprendidas cuando conozcamos “los polvos” de los cuales surgieron.
La descomposición del catolicismo es una de las obras más breves, más conocidas y más emblemáticas de Louis Bouyer. Escrita en 1968, cuando autor ha decidido ya renunciar al Consilium, la comisión vaticana encargada de formular la reforma litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II, en ella expresa toda su frustración y su enojo por la mediocridad con que se han hecho las cosas.
Pero no se trata solamente de una reforma litúrgica a la que percibe anticipadamente fracasada. Se trata de la situación de la Iglesia católica en general, a la cual se convirtió a comienzo de los años '40 y a la que ve postrada e incapaz de solucionar los profundos problemas que la afligen. Si el Concilio había sido para él como para muchos otros una gran esperanza de reforma, el correr de los años le ha demostrado que, lejos de mejorarse, las cosas han empeorado hasta lo impensable.
Es este el drama que Bouyer expone en su libro a través de tres capítulos: Progresismo, Tradicionalismos y Conclusiones. Con el estilo irónico y a veces cáustico que lo caracteriza describe la situación que ha vivido y la que está viviendo dentro de la Iglesia a la que quiso servir, y advierte sobre las consecuencias que sobrevendrán si no se corrige lo que está mal.
Sus previsiones, cincuenta años más tarde, se han revelado proféticas.
Aquí un extracto que revela el carácter del libro:
Éste es el punto más paradójico de la situación, que en el momento en que se ha perdido todo sentido de la autoridad se ve renacer una especie de neoclericalismo, por cierto tanto de los seglares como de los clérigos, más cerrado, más intolerante, más quisquilloso que todo lo que se había visto anteriormente.
Un ejemplo típico es el del latín litúrgico. El Concilio ha mantenido en términos explícitos el principio de conservar esta lengua tradicional en la liturgia occidental, aunque abriendo la puerta a amplias derogaciones cada vez que las necesidades pastorales impongan un uso, más o menos extenso, de la lengua vulgar. Pero la masa de los clérigos que hasta ahora no podían siquiera imaginar que se hiciera sitio a la lengua vulgar, por lo menos en el anuncio de la palabra de Dios, han saltado inmediatamente de un extremo al otro y no quieren ya que se oiga una palabra de latín en la Iglesia. Según parece, los seglares tienen hoy la palabra, pero, por supuesto, a condición de que en este punto, como en los otros, se limiten a repetir dócilmente lo que se les dice. Si protestan y quieren, por ejemplo, conservar el latín por lo menos en los cantos del ordinario de la misa con que estaban familiarizados, se les replica que su protesta carece de valor: no están iniciados en la nueva teología y por tanto no hay que tener en cuenta lo que dicen... Esto es tanto más curioso cuanto que reclaman precisamente lo que el Concilio había recomendado.
Pero el Concilio tiene mucho aguante: cuando se evoca su nombre, las tres cuartas partes de las veces no se apela precisamente a sus decisiones y a sus exhortaciones, sino a tal o cual declaración episcopal individual que la asamblea no había en modo alguno ratificado; o se apela a lo que tal o cual teólogo o tal o cual chupatintas sin mandato alguno habría querido ver canonizado por el Concilio, y hasta a tal o cual exposición atribuida al Concilio, aun cuando tal exposición lo contradiga palabra por palabra.
Y lo que sucede con el latín se puede decir también de toda la liturgia, lo cual es tanto más grave en el momento preciso en que el Concilio acaba de proclamar el carácter central de la liturgia en la vida y en la entera actividad de la Iglesia. No hace mucho se subrayaba que las Iglesias tradicionales, y en primer lugar la Iglesia católica, con su liturgia objetiva, sustraída a las manipulaciones abusivas del clero, salvaguardaban la libertad espiritual de los fieles frente a la subjetividad fácilmente invasiva y opresiva de los clérigos. Pero esto ha pasado a la historia. Los católicos contemporáneos sólo tienen ya derecho a tener la religión de su párroco, con todas sus idiosincrasias, sus limitaciones, sus rarezas y sus futilidades.
La princesa palatina describía a Luis XIV el protestantismo alemán con esta fórmula: “Aquí, cada uno se hace su propia religioncita”. Hoy día, cada sacerdote, o poco menos, se halla en este caso, y los fieles sólo tienen que decir amén, y todavía tienen suerte cuando la religión del párroco o del coadjutor no cambia cada domingo, a merced de sus lecturas, de las tonterías que ha visto hacer a otros o de su pura fantasía.
Había, pues, llegado, y de sobras la hora de recordar, primeramente, que la jerarquía es un ministerio, es decir, un servicio, puesto que representa entre nosotros a aquel que, siendo el Señor y el Maestro, al encarnarse no quiso adoptar sino el puesto y la función de servidor. Como lo ha mostrado muy bien el padre Congar, no bastaba siquiera con decir que las funciones sagradas debían ejercerse con espíritu de servicio (esto se había dicho siempre, por lo menos con la lengua), sino que había que volver a descubrir que son realmente un servicio. Si no era suficiente para ello la lectura del Evangelio, de las cartas de san Pablo y de san Pedro, no había más que leer la carta de san Gregorio Magno al patriarca de Constantinopla.
Y así como en la Iglesia los cabezas mismos, comenzando por los más elevados, no podrían apuntar más alto que a ser «servidores de los servidores de Dios», importaba reconocer que la Iglesia entera en el mundo está llamada a servir a la humanidad y no a dominarla (aunque fuera «para su bien» supuesto)
Todo esto estaba muy bien. Pero, desgraciadamente, aquí es donde caemos del Evangelio a la mitología; parece que los católicos modernos cuando dicen «servidor» son incapaces de pensar en otra cosa que en criado. Hay que preguntarse si su mismo triunfalismo de ayer era algo más que una mentalidad propia del lacayo, que se pavonea envuelto en sus galoneados harapos, tratando así de olvidar que viste precisamente el hábito suntuoso de su alienación. La mentalidad no parece haber cambiado, sólo que sus formas exteriores se han adaptado a la moda.
Decir, pues, que los ministros de la Iglesia, comenzando por sus cabezas son servidores, ha venido a significar que no tenían que asumir sus responsabilidades de guías y de doctores, sino seguir al rebaño en lugar de precederle. Al coronel de la guardia nacional, que asistía a la desbandada de sus tropas a la sazón de la revolución de 1848, se le atribuye este dicho lleno de sabor: «Puesto que soy su jefe, tengo que seguirlos» ¿No tenemos a veces (quizá fuera mejor decir: a menudo) la sensación de que los obispos de hoy, y tras ellos todos nuestros doctores de la ley, podrían tomar este dicho por su divisa? Los sacerdotes y los fieles pueden decir lo que quieran, hacer lo que quieran, pedir lo que quieran: Vox populi, vox Dei! Se bendice todo con perfecta indiferencia, pero preferentemente todo lo que antes del Concilio se habría estigmatizado.
«¿Qué es la verdad?», preguntaba Pilato. Los responsables parecen no tener otro reflejo de respuesta que éste: «Todo lo que queráis, amigos míos».
El reino de Dios pertenece a los violentos que lo arrebatan: se diría que esta palabra se entiende hoy en el sentido demasiado fácil de que el renio de Dios es sencillamente una merienda de negros. A Newman se le dejó en la sombra durante veinte años porque había tenido la desgracia de recordar esta verdad histórica:
al concilio de Nicea había seguido una especie de suspensión de la autoridad durante toda una generación. Al Vaticano II le habría seguido una dimisión casi general de la Iglesia docente. ¿Por cuánto tiempo? ¿Quién podría decirlo?
El difunto padre Laberthonnière observaba con aquella capacidad de simplificación que era a la vez el fuerte y el flaco de su pensamiento: «Constantino hizo de la Iglesia un imperio, santo Tomás hizo de ella un sistema y san Ignacio una policía» En alguna manera se le podría excusar si hoy dijera que el Concilio ha hecho de ella una abadía de Thélème (nota: mandada a construir por Gargantua, en ella cada cual vivía a su capricho)
Pero esto no es todavía lo pero. Lo peor es la tergiversación de la idea de la Iglesia como entidad al servicio del mundo. Hoy se traducirá así: La Iglesia no tiene ya que convertir al mundo, sino antes convertirse a él. No tiene ya nada que enseñarle, sino que ponerse a su escucha: Pero, ¿y el Evangelio de la salvación?, se dirá. ¿No es la Iglesia entera responsable de él para el mundo? ¿No es lo esencial de su misión presentar este Evangelio al mundo? ¡Quién piensa en eso! ¡Todo lo hemos cambiado nosotros! Como dice un volumen típicamente posconciliar, «la salvación sin el Evangelio» ha venido a ser nuestro Evangelio. Aunque, puesto que nos hallamos aquí como en una partida de póquer , en la que el bluff de los unos no hace sino excitar el de los otros, la fórmula está ya superada. Como me decía estos días uno de nuestros nuevos teólogos, la idea misma de salvación es un insulto al mundo en tanto que creación de Dios: el hombre de hoy no puede aceptarla. No se hable más de ello. Pero, ¿podrá esto bastar? ¿El hombre de hoy no considerará como un insulto todavía más intolerable la suposición o la insinuación de que es criatura de Dios? Dios ha muerto, ¿no lo sabéis?, ¿no leéis acaso las publicaciones católicas que están al día? Si Dios ha muerto, con mayor razón no se le podrá calificar de creador….
Con otras palabras: servir al mundo no significa ya más que halagarlo, adularlo, como se adulaba ayer al cura en su parroquia, como se adulaba al obispo en su diócesis, como se hiperduliaba al papa en la cátedra de san Pedro ¿No es esto natural si servir a la Iglesia misma no consiste ante todo en servirle la verdad evangélica, si el repentino apetito de paternidad de nuestros sumos sacerdotes y de nuestros sacerdotes de segundo o de vigésimo quinto rango se avergüenza tanto de su paternalismo inveterado, que ya no quieren, a decir verdad, ser padres.
En otras épocas los cristianos católicos, aun sin lograr cristianizar de arriba abajo las instituciones sencillamente humanas en que se encuadraban, conseguían en conjunto introducir en ellas una cierta purificación, y hasta una elevación incontrovertible Sea lo que fuere lo que se piense del imperio de Constantino y de sus sucesores, era ciertamente mejor, por no decir más, que el de Nerón o de Cómodo. El caballero medieval, sin ser un modelo acabado, manifestaba virtudes que ciertamente no poseían los reitres bárbaros que le habían precedido. Y el humanista cristiano del renacimiento, pese a sus propias limitaciones, hacía enorme ventaja a sus colegas no cristianos.
¿Es pura casualidad el que en nuestros días el hecho de entrar los cristianos, y especialmente los católicos, en los marcos del mundo contemporáneo, parezca hacer más llamativos los defectos que se observaban anteriormente, si no es que todavía añaden ellos algo por su cuenta? Lo que se dice de la prensa o de la información en general ¿no es sencillamente el equivalente de lo que se puede observar en los partidos políticos o en los sindicatos cuanto entran en ellos los católicos? Ya se trate de los «ultras» en el PSU, de la Action Française y el MRP, por no hablar de otros países, del Zentrum germánico de la democracia cristiana italiana o del «revolucionarismo» católico de América del Sur, es difícil librarse de la impresión de que los partidos de signo clerical, inscríbanse a la derecha, a la izquierda o en el centro, se sumergen muy pronto en el irrealismo, el espíritu maniobrero de camarilla, el verbalismo huero o la violencia brutal que son defectos comunes a los partidos modernos y que tales partidos, a menudo, alcanzan los límites de lo grotesco y de lo odioso. Lo mismo se diga de los sindicatos: colonizados por los católicos parecen no tener ya otra alternativa que la de elegir entre el servilismo de los «amarillos» o la demagogia de los «rojos» particularmente frenéticos.
¿Serán los católicos modernos de esos individuos, a los que una carencia congénita predispone no sólo a coger todas las enfermedades que puedan presentarse, sino a acusar en ellas una forma especialmente virulenta? La gracia parece haber cesado en ellos de ser no sólo elevans, sino hasta sencillamente sanans.
(…)
Cuando Juan XXIII, que acababa de ser elegido, salió de la Capilla Sixtina, dijo a los que le rodeaban: «Querría que mi pontificado restaurara la colegialidad en la Iglesia». Y de hecho la realización más considerable del Concilio podría ser la de haber canonizado este principio. Jesús, desde el comienzo mismo de su ministerio en la tierra, y no sólo para que le sucedieran, se rodeó de doce discípulos, a los que asoció a todas sus preocupaciones. Después de la pasión, de la resurrección y de la ascensión aparece Pedro a ojos vistas como el portavoz de esta comunidad y, lo que es más, como su jefe responsable. Sin embargo, actúa siempre en unión con sus colegas y cuando se presenta un grave problema, aunque él lo haya zanjado ya por su parte, como se ve en la historia del centurión Cornelio y de la primera evangelización de los paganos, los pone, o deja que se ponga a discusión entre los Doce: será lo que se suele llamar con términos un tanto pomposos, aunque muy exactamente si se va a al fondo de las cosas, el «concilio de Jerusalén», descrito en los Hechos de los apóstoles. Pero no es todo. Los apóstoles mismos, como lo vemos ya en el Nuevo Testamento, no se preocuparon tampoco de procurarse simples sucesores, sino primero colaboradores, que asocian lo más estrechamente posible a sus quehaceres y a sus decisiones. Y no siquiera esto es todo.
Si nunca se consideró verdaderamente fundada a la Iglesia sino a partir de pentecostés, fue seguramente porque el Espíritu Santo descendió sobre ella en aquel momento, pero también fue entonces cuando la predicación apostólica agrupó a los primeros creyentes en torno a los testigos de la resurrección. Y es de notar que el Espíritu Santo no descendió solamente sobre los predicadores, sino conjuntamente sobre los creyentes. «¿Los seglares?, ¿qué es esto?», masculló un obispo delante de Newman. Éste se limitó a contestarle: «Well!, with-out them the Church would look rather foolish!», lo que, traducido algo libremente, equivaldría poco más o menos a esto: «¡Sin ellos, bonita estaría la Iglesia!»
En pocas palabras, la Iglesia es un pueblo, el pueblo de Dios, en el que hay cabezas, responsables, pero en el que a todos los niveles, entre los cabezas y los otros miembros, hay una comunidad de vida de preocupaciones, porque hay una comunidad de fe y, por encima de todo esto y animándolo, una comunión en un solo Espíritu, que dispensa sus dones a todos, y a cada uno su don particular, pero de tal forma que todos los dones, los más elevados como los más humildes, son para todos, para el bien de todos, necesarios a todos. Y el don más grande, a cuyo servicio están todos los otros, es la caridad. Repitámoslo: esto no significa abdicación por parte de las cabezas responsables. San Pablo, muy al contrario, después de haber dicho a los Corintios la sustancia de esto que precede, no tenía reparo, no sólo por cantarles las verdades, sino en inculcarles lo que debían creer y hacer, les agradase o no, porque tal era su función y porque la había recibido de Cristo. Ahora bien, esto significa ciertamente que la Iglesia no puede dividirse en dos: una Iglesia docente simplemente superpuesta a una Iglesia enseñada, sin el menor intercambio entre las dos, y menos todavía una Iglesia activa, úncia capaz, y única juez para lanzar o no la corriente en una Iglesia simplemente pasiva.
Una vez más: no cabe la menor duda de que en vísperas del Concilio estábamos lejos de un reconocimiento franco de esta doctrina. Y si bien – como sucede siempre que las gentes no se resignan a perecer sofocadas dentro de un corsé de fórmulas muertas -, la vida de la Iglesia compensaba en cierta manera las estrecheces de la teología corriente y más aún de las rutinas canónicas, no por ello dejaba de verse bastante entorpecida. Habíamos llegado, poco más o menos, a una concepción de la Iglesia no ya meramente monárquica, sino piramidal, y lo peor era que la pirámide se suponía reposar sobre su vértice. En el plano del episcopado, quien leyera los manuales y observara la práctica de la Curia, podía fácilmente convencerse de que el papa era todo y los obispos no eran nada. En el plano de la diócesis, el obispo era a su vez todo y los sacerdotes no eran nada. En el plano de la parroquia, el señor párroco era todo, y los feligreses no eran nada. En una palabra, en todos los plano, cada uno era un Jano, que llevaba un cero en una cara, y en la otra al infinito, y el vulgum pecus al caer…De hecho, repitámoslo, la realidad distaba mucho de ser tal excepto en los manuales.
Conocí a un profesor protestante de teología pastoral que decía hace ya treinta años que si la Iglesia quisiera hacerse oír por el mundo, tendría que comenzar por procurar resumir su credo en una tarjeta de visita. En realidad Gaudium et Spes, la proclama del Concilio al mundo, es el más voluminoso de sus documentos, y de una lectura tan poco amena, que uno se pregunta cuántos de los mismos que lo votaron lo leyeron desde el principio hasta el fin… y cuántos de los que lo han leído lo han comprendido. Tres objetos formales, como dirían nuestros maestros, se dan codazos en este documento, como los frères Jacques en su inolvidable parodia de un partido de fútbol, y el último para el tiempo tratando inútilmente de colarse a la primera línea.
En un principio se quería, aun hablando entre bastidores tratar de darse ánimos para afrontar aquello que no se había observado nunca sino con una visión marginal. Se quería luego, y aquí fue donde se desplegó mayor prodigalidad, dar (¿al mundo mismo o en la Iglesia?, esto no aparece muy claro) una descripción de este mundo, en la que, desgraciadamente, la buena voluntad es más conmovedora que el rigor de los hechos y sobre todo que la precisión de los criterios. Y luego se tenía también la intención de anunciarle el Evangelio. Pero, aunque esta solicitud subyacente reaparece a todo lo largo del documento, como eco de la conciencia profunda, es innegable que el documento no logró expresarse claramente. Sería exagerado decir que se tiene la sensación de que los padres no osaban ya pedir nada al mundo. Más bien dan la sensación de no haber sabido exactamente qué decirle…. Estas flaquezas de un documento abigarrado, incompleto, aunque de una prolijidad desalentadora (son siempre los predicadores que no saben exactamente lo que quieren decir, los que no acaban nunca de decirlo), no le impedían tener algunas buenas bases como punto de partida para un conato de recuperación, y el mero hecho de reconocer finalmente su urgencia habría sido quizá lo mejor que se hubiera podido esperar de tal asamblea.
Desgraciadamente, lo fuerte que contenía este texto no fue lo que despertó mayor eco. Hasta ahora, sus debilidades demasiado llamativas son prácticamente las únicas que han hecho escuela, y el rasgo se ha extremado de golpe hasta la caricatura.
La apertura al mundo que se proponía a los católicos, la conversión al mundo que se les sugería ¿en qué se han quedado para ellos, por lo menos para los que inmediatamente se apoderaron del micrófono y que monopolizan la prensa? Al escucharlos resulta difícil no evocar a estos salvajes de tieras remotas, que delante de un transistor, de una cadena de water o de un paquete de preservativos caídos repentinamente a su puerta, no saben sino caer de rodillas y creen a pie juntillas que el avión de carga que les ha arrojado esas maravillas no puede ser sino Nuestro Señor en persona.
Se ha hablado de postración delante del mundo para describir la moda de hoy en el pensamiento católico o en lo que lo remplaza. Realmente es decir muy poco. «No me gustan esas postraciones, no me gustan esas postraciones cobardes, todas esas sucias postraciones de esclavos», decía el Dios de Péguy. Hay que suponer que los católicos han oído por fin por lo menos esa palabra de Dios.
Pero las postraciones en cuestión de tal manera deben formar parte de su naturaleza, que no han podido hacer, no se les ha ocurrido, sino transferirlas a una divinidad menos hastiada de adoradores. Así multiplican las zalemas, amontonan los superlativos, se prosternan a porfía. Se piensa en la frase inaudita, hábilmente destacada por el canónigo Martimort en su estudio Le Gallicanisme de Bossuet: «Colgado de los pechos de la Iglesia Romana, me postro a los pies de Vuestra Santidad…» ¡Qué gimnasia, cielo santo! Los católicos de hoy, manteniéndose colgados de los pechos del progreso no acaban nunca de arrastrar el vientre por el suelo, a los pies más o menos hendidos de todos los becerros de oro que aquél ha hecho popular. Pero lo verdaderamente extraordinario es que, absortos en sus oraciones, no oyen la enorme carcajada que lanza poco a poco el mundo ante el espectáculo ofrecido por su servilismo maníaco. A decir verdad, hace ya tiempo que se había dejado de tomarlos en serio.
Pero ante este súbito e inesperado hormigueo a cuatro patas, de personas que os volvían la espalda desde hace generaciones, ¿qué queréis que se haga sino desternillarse de risa? Hay, sin embargo, en este mundo personas delicadas, más numerosas de lo que imaginan los católicos, que no sólo no se han embriagado con todo ese incienso rancio, desviado de Dios para el solo provecho de sus fosas nasales son que les da náuseas el hedor de esa humildad abyecta….
Los católicos de ayer eran incapaces de recibir ninguna lección del mundo. Ahora están convencidos como Mussolini, de que el mundo da sempre razones. Pero olvidan que el mundo no está compuesto únicamente de imbéciles y que todo lo que en él tiene lucidez se plantea cuestiones cada vez más angustiosas. Si la Iglesia puede tener todavía sentido para el mundo de hoy, hay que suponer que es capaz de responderle o, cosa quizá todavía más importante, de ayudarle a plantearse por fin las verdaderas cuestiones. ¿Qué queremos que haga con toda esa pandilla de histéricos, a los que la idea descabellada de que ya no hay problemas que no haya resuelto el mundo o que no esté a punto de resolverlos, basta para sumergirlos en un estado de delirio?
El aggiornamiento va de la mano con la apertura al mundo, aunque la desborda. El aggiornamiento que quería Juan XXIII, el que el Concilio, a tientas, como era inevitable, pero después de todo con vigor, había tratado de incoar, era el del escriba avisado que busca nova et vetera en un tesoro que había perdido la costumbre de frecuentar, estando como estaba totalmente ocupado en guardarlo y defenderlo, como un dragón arisco agazapado sobre su inútil tesoro. Y para responder finalmente a las necesidades del momento había que comenzar por dar de nuevo con las necesidades de siempre.
El aggiornamiento que se nos propone y se nos quería imponer consiste simplemente en largar toda la tradición para saltarle al cuello a una futuridad que nade sabe exactamente qué figura tendrá. Pero la idea misma de una historia que para ir hacia su meta tuviera que abolir su pasado, es una de esas que han desaprobado los pensadores más modernos. Un Einstein no creyó ni un instante que con su obra estaba aboliendo a Newton:
sabía mejor que nadie que, según el dicho de Pascal, podía escasamente montarse sobre sus hombros para procurar ver más lejos. Si hay algo cierto en el estructuralismo contemporáneo, es que el espíritu humano de nuestro tiempo, así como el de todos los que lo han precedido, trabaja dentro de marcos que han heredado y de los que no puede evadirse, como uno no puede tampoco saltar fuera de su sombra. Todavía más profundamente, las psicologías profundas no han advertido que los que creen suprimir su pasado para emanciparse de él, no hacen más que reprimirlo en vano. Refugiado en el subsuelo de nuestra personalidad, corroe sus bases y nos veda todo desarrollo verdadero. Habría que comenzar por asumirlo francamente para que comience el verdadero presente, donde el futuro se construye libremente.
Con más razón hay que decir esto cuando nuestro pasado, como es el caso de los cristianos, lleva en sí la revelación única y definitiva de lo eterno. Esos católicos que sólo quieren mirar el punto omega, sólo pueden conservar a Cristo volatilizándolo en la pura mitología. Lo que dijo, lo que hizo, lo que es y será para siempre, ya no les interesa. Ya no lo guardan sino como un símbolo tribal vaciado de todo contenido y con el que están dispuestos a etiquetar cualquier cosa, con tal que sea o parezca nueva. No les preguntemos ya si creen todavía en su divinidad: os responderán muy ufanos que están más allá de esa cuestión. Sólo les interesa el futuro de la humanidad, es decir, lo que la nuestra, llegada a la edad adulta, tomando sola en la mano su destino, puede devenir (sea lo que fuere, un Superman o un mono con un ojo en la punta de la cola, que eso les tiene sin cuidado, con tal que sea algo nuevo o que por lo menos lo parezca).
Jesús, un Jesús ahora ya completamente humano, porque únicamente humano, no tiene ya para ellos otro sentido que el de ser la promesa, la garantía de esas mutaciones que se nos anuncian como inminentes. ¿Por qué fue elegido para este papel precisamente Jesús, más bien que cualquier otro personaje de la historia humana? Verdaderamente no se ve por qué… Seguramente la única fuerza de la costumbre que es tanto más tiránica en todos los que tienen la fobia de su pasado. Sin embargo, si hay un rasgo de la personalidad de Jesús que están acordes en reconocerle todos los historiadores, aun los más críticos, es que no vivía sino para Dios: el Evangelio del reino era para él lo que san Pablo resumiría felizmente en la fórmula: «Dios, todo en todos».
Pero Dios mismo ha muerto para estos neo-adoradores del mundo. Él les había dicho ya que no se puede servir a dos amos. Ellos han escogido. El mundo, Mammón, los ha acaparado inmediatamente. Como me decía poco ha una religiosa de la nueva ola: «Para mí mi religión sólo conoce la dimensión horizontal». Ahora bien, la dimensión horizontal por sí sola no ha constituido jamás una religión. Se ha lanzado, pues, por la borda la religión, después de haber hecho almoneda de lo sagrado. Pero como en un cristianismo desacralizado no había ya nada que hacer con el Cristo de la fe, ni tampoco con el de la simple historia, en un mundo irreligioso, consagrado finalmente en su profanidad moderna, Dios no ha tardado evidentemente, en convertirse en el vocablo más vacío de sentido que se pueda imaginar.
Bouyer, Louis - La Descomposición Del Catolicismo by Abel Della Costa
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