EL Rincón de Yanka: LIBRO "COMPRENSIÓN DE VENEZUELA": ANTÍTESIS Y TESIS DE NUESTRA HISTORIA por MARIANO PICÓN SALAS

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viernes, 13 de junio de 2025

LIBRO "COMPRENSIÓN DE VENEZUELA": ANTÍTESIS Y TESIS DE NUESTRA HISTORIA por MARIANO PICÓN SALAS


COMPRENSIÓN DE
VENEZUELA

Mariano Picón Salas


Prólogo

¡Oh dicha de entender, 
mayor que la de imaginar o la de sentir! 
Borges

Aún como historiador, biógrafo, sociólogo o incluso como narrador, Mariano Picón Salas fue siempre, y sobre todo, un ensayista. O digamos más bien que todos esos diversos planos de su actividad creadora estuvieron dominados por la perspectiva —el espíritu, el tono— del ensayista. Ya sé que a él no le hubiera gustado del todo esta definición tan sumaria. Alguna vez se quejó, con razón, de la tendencia (con frecuencia tendenciosa, ¿no?) a poner rótulos al escritor como una manera de “eludir el problema de criticarlo y analizarlo, de saber efectivamente qué es lo que contiene y qué se puede decir de su mensaje”.

Pero no es por seguir estimulando esa perezosa inclinación que iniciamos este prólogo calificándolo a él de ensayista. ¿Sería necesario añadir no que fue el mejor —para qué ser enfáticos— sino que fue, y quizás siga siéndolo, el más vivaz, el más versátil de los ensayistas venezolanos? Se impone, sí, una precisión mucho más (im) pertinente. 

¿No se ha abusado ya en demasía, y no sólo en nuestro país, del vocablo ensayista? Sin mucho discernimiento, en verdad, se le adjudica a cualquier ejecutante de una prosa más o menos correcta o a cualquier recolector de piezas meramente documentales —cuando no de un pretencioso enciclopedismo—, y subrayemos que esto en el mejor de los casos. Sin duda que el ensayo mismo, como género, parece prestarse a esta abigarrada prodigalidad. Vale, pues, la pena exponer, desde ahora, lo que uno piensa de dicho género. En primer lugar, un ensayista no es aquel que, con buenas o malas ideas, o intentos de ideas, parece no ahorrarse el gusto o el trabajo de arruinar o extenuar todo lo que es inherente a una buena escritura; lo que equivale a decir que un ensayista es un escritor —alguien para quien el lenguaje cuenta como tal— y no un escribiente.

Que el lenguaje cuente como tal no significa que se tenga que escribir con donosura, que es indicio de modosidad, y no solo estilística; ni siquiera que deban observarse las sacrosantas leyes de la claridad expositiva o de la concordancia gramatical. 
Significa algo infinitamente más simple, pero quizás también más arduo: no hacer de las palabras un instrumento opaco —ya sabemos que para expresar las grandes ideas o intentos de ideas que el autor dice tener—, sino crear un visible espacio espiritual y verbal. Todo texto de un verdadero ensayo, ¿no desencadena de inmediato un estímulo estético, no es también una composición, tal vez menos rigurosa, pero dibujada con igual nitidez que la de cualquier pieza literaria? ¿No es inherente al ensayista la sensibilidad ante el lenguaje, la presencia de una voluntad de estilo? 

En segundo lugar, un ensayista no es un simple divulgador de ideas, ni siquiera un muy hábil sistematizador de ellas. Es cierto que comparte con el filósofo la pasión de la inteligencia: comprender (“¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!”3) con radical y aun problemática lucidez la trama del mundo. También es verdad que, a diferencia del filósofo, le gusta ser más intuitivo que lógico, aún más fragmentario que totalizador, y que su discurso es más libre que sistemático, más flexible que ajustado a categorías bien definidas de antemano, así como más dubitativo que afirmativo. Un ensayista introduce la vida —y aun su propia vida— en la reflexión; un filósofo practica más bien una operación inversa: introduce la reflexión en la vida. Como un dios Jano, el ensayo tiene dos caras: una que mira hacia la filosofía, otra que mira hacia la estética. Pero la metáfora no es del todo exacta. Más que fronterizo o ambivalente, se trata de un género mercurial: sus componentes no llegan a formar un precipitado definitivo y estable, sino que intercambian sus propios signos: viven desdoblándose, en continua tensión dialéctica. 

No importa que el filósofo predomine sobre el artista o que ocurra lo contrario: el verdadero ensayista no es ni uno ni otro, sino ambos a un tiempo: un ente distinto, sin identidad y, sin embargo, reconocible en su no-identidad. El propio Picón Salas lo ha expresado mejor que nosotros en un texto mucho más preciso, y con el que tal vez tenga alguna analogía el anterior punto de vista. Allí, en dos pasajes exponía: La función del ensayista —cuando lo es como Carlyle, Emerson, Santayana, Unamuno— parece conciliar la Poesía y la Filosofía, tiende un extraño puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos, previene un poco al hombre entre las oscuras vueltas del laberinto y quiere ayudarle a buscar el agujero de la salida. 

No pretende como el filósofo, ofrecer un sistema del mundo intemporalmente válido, sino procede de la situación o conflicto inmediato. ¿Pero es que no participan de lo mismo para encontrar el mundo de las ideas o el mundo de la interioridad, Platón y San Agustín? Y esto explica a veces la falacia o artificialidad de los géneros literarios, pues tanto los Diálogos platónicos como las Confesiones agustinianas participan, simultáneamente, de la naturaleza de la Filosofía y del Ensayo. Es cierto que la mayor insistencia en lo concreto, la visión no sólo intelectual sino también plástica del Universo, marcará una amable frontera entre el ensayista y el filósofo. … La fórmula del ensayo —¡qué sencillo parece esto al apuntarlo!— sería la de toda la Literatura: tener algo que decir; decirlo de modo que agite la conciencia y despierte la emoción de los hombres, y en lengua tan personal y propia, que ella se bautice a sí misma. 

Este texto es doblemente esclarecedor. Al tiempo que nos da una idea de cómo Picón Salas concebía el ensayo en general, pone de relieve algunos de los rasgos de su propia obra de ensayista. Entre ellos, uno que podría ser la clave de todos: el carácter interrogativo y problemático que tiene esa obra, tanto en los temas que desarrolla, como en sus formas; también en su naturaleza misma de obra literaria, en su gestación como tal. En efecto, por una parte, la tarea del ensayista para Picón Salas no es la de un simple cronista que cuenta los hechos o expone un pensamiento ya establecido y aceptado, sino algo más radical: trastrocar los campos de una axiología rutinaria, situarse si fuera necesario contra la corriente, constituir la realidad a partir de su esclarecimiento más descarnado. Como él mismo lo dirá en uno de sus libros fundamentales, escribir es “penetrar más allá del pellejo de las gentes, morderles las entrañas y desasosegarlas como el buitre de Prometeo”; “medir las temperaturas que reinan en lo más hondo de la conciencia” (Regreso de tres mundos, 1959). Se trata —para decirlo de una manera directa— de escribir a partir de un debate con el mundo y con la historia. 

Este hecho, a su vez, está en relación con las motivaciones que conducen a Picón Salas al acto mismo de la escritura. No obstante sus evidentes dones verbales, a lo largo de su obra una pregunta —tácita o expresa— parece siempre acosarlo: ¿por qué y para qué escribir? Esa pregunta marca todo su estilo e hizo de él un caso distinto en la prosa venezolana, por lo general oscilante entre el énfasis discursivo y la platitud, o entre el preciosismo y el mazacote verbal. 
No voy ahora a caracterizar en detalles ese estilo; ya lo ha hecho con exactitud y sabiduría Ángel Rosenblat.4 

Apenas resumiré algunos de sus rasgos más notables, que forman una trama irreductible y cuyo punto textual (en el sentido de tejido) parece radicar en esto: el contraste y la fusión entre el entusiasmo poético (un amplio sistema analógico, el don de la visualización, el acoplamiento fónico, el ritmo envolvente, las transiciones airosas, la riqueza verbal, el sentido de los matices) y una tendencia al enunciado dubitativo o inquisitivo (fórmulas atenuantes, aproximativas o conjeturales, frases interrogativas, giros oblicuos o impersonales, el esfuminado, la ironía). La poesía y la reflexión crítica: persuadir por el encantamiento o por la duda; nunca por el giro rotundo o el recargo dogmático. 

Persuadir y no intimidar, como hubiera dicho Borges. Es verdad que ese mismo estilo tuvo aspectos vulnerables, que tampoco queremos ocultar. Quizás Picón Salas estereotipó un tanto sus propios recursos; en sus creaciones metafóricas se dejó llevar por el facilismo, a veces intolerable; aun cayó en lo que él mismo reprochaba a los modernistas: lo deleitoso y deleitable del decorado verbal. Pero es posible que esos mismos defectos tuvieran, como en los modernistas, cierta “virtud”: fueron expresión de una sensibilidad venezolana o latinoamericana (la pobreza de nuestra vida social que nos hace buscar una compensación en la “riqueza” verbal); nos dieron un sentido de las formas, de la materialidad del lenguaje. En efecto, lo “decorativo” puede ser también un don; bien empleado, hace pasar el aire por la trama verbal, le da a esta un valor en sí misma, liberándola de su función meramente referencial. 

¿Por qué y para qué escribir?: hay que volver sobre esta pregunta que tanto —tácita o expresamente— el propio Picón Salas se formuló a sí mismo.
Ella, en verdad, nos conduce a la gestación de su carácter como escritor. Hablemos de dos momentos muy distantes en el tiempo. 

En 1943, Picón Salas publica Viaje al amanecer. Autobiografía, ficción y ensayo a la vez, en este libro evoca las experiencias de su infancia y adolescencia en un mundo casi arcádico. En ese mundo de la fascinación comenzó a formarse la sensibilidad del escritor, pero ya con este signo: el debate entre la fantasía poética y la inteligencia analítica. Refiriéndose a ese debate, confiesa: 
La infancia quería destruir su deleitoso hacer, en las primeras cavilaciones y los primeros análisis. Interrogaba mucho, y quería saber todo lo que hubo, todo lo que existió antes de mí. 

La explicación del Mocho Rafael ya no me satisfacía del todo, y apliqué a sus cuentos e historias de magia una crítica tempranamente racionalista (subrayado nuestro). Décadas después, la experiencia va a ser inversa: el espíritu crítico parece optar entonces por la magia que antes había querido reducir a razón y orden. Contraponiendo el mundo contemporáneo dominado por la cibernética, deshumanizado, cercenado de los ritmos primordiales de la vida, vuelve sobre su infancia y dice: 
Todavía cuando yo era niño, en mi pequeña ciudad montañesa conocí chalanes y yerbateros y gentes que hicieron la guerra civil a pie, y parecían llevar en las plantas la orografía de los caminos, el olor de las yerbas pisadas, toda una fresca y personalísima ciencia popular de leyendas, refranes y canciones. Y luego añade esta doble confesión tan reveladora: 
La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los Ieit motiv de mi obra literaria, pero al mismo tiempo el público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista.5

La nostalgia de un mundo extático, como fuera de la historia, y la urgencia de otro metido en la historia misma, con reclamos y problemas ineludibles; la sensibilidad que quiere demorarse en la contemplación y la conciencia que se ve obligada a aceptar sus deberes: entre estos dos polos se desarrolló siempre la vocación creadora de Picón Salas. Polos al parecer irreconciliables, pero de los cuales resultó la tensión de su obra. Una tensión viva, que por lo mismo llegaba a alcanzar un difícil, pero justo equilibrio, es decir, una forma humana de aceptar la dialéctica de la libertad y de la necesidad en el mundo. Un acto de sabiduría. 

Por ello pudo decir igualmente: “Cierto gusto por la forma estética y cierto escepticismo que producen los libros de Historia, cuando enseñan que la Humanidad repite en distintas épocas parecidos errores y experiencias, me libraron del fanatismo ideológico”.6 

Comprensión de Venezuela fue concluido en 1948, solo que publicado un año después. Importa precisar esta fecha, porque de algún modo es central en el destino de nuestro país. En ese año parecía consolidarse, por primera vez en la historia venezolana, un régimen democrático, un sistema de libertades plenas y de grandes reformas sociales y económicas. Todo ello se resumía en un hecho que para Picón Salas era quizás el primordial: la vida del país regida por un pensamiento civilista, por líderes modernos y no por caudillos militares; por valores de convivencia y por una búsqueda de creación y progreso colectivos. 
¿No era ya ejemplar —aunque demasiado utópico también— el que el primer Presidente venezolano electo en votación popular hubiese sido nada menos que Rómulo Gallegos? 

Es evidente que el libro de Picón Salas está impregnado del entusiasmo que nacía de tales circunstancias, pero no se circunscribe a ellas, incluso por el hecho de que muchos de sus ensayos datan de años anteriores. Hay, además, otras razones que dan más amplitud a sus perspectivas. Por una parte, si bien su visión sigue los pasos del nacimiento de una nueva y moderna Venezuela, no deja por ello de internarse por todo el proceso de la historia, la educación y la cultura nacionales. Por la otra, esa misma visión se inserta en un marco más vasto de referencias y valores: la conciencia de lo americano y de lo universal. 
¿No fue este sentido para las relaciones y analogías su método predilecto y más significativo? 
“Quien carece de punto de comparación ni siquiera ve lo próximo”, era uno de sus principios, expresados en un libro anterior.7 

En el prólogo a Comprensión de Venezuela no será menos explícito e importa subrayarlo ahora cuando se habla —con tanta insistencia e inconsistencia, y no sin cierto filisteísmo— de nacionalismo e identidad nacionales en nuestros países; allí dice, con ironía: 
El nacionalismo eficaz no es el de aquellos que suponen que un misterioso numen nativo, la voz de una Sibila aborigen ha de soplarles porque cruzaron el Orinoco en curiara o les azotó la ventisca del páramo de Mucuchíes, sino el de que quienes saben comparar y traer a la tierra otras formas de visión, técnicas que aclaren las circunstancias en que están sumidos. Los países como las personas solo prueban su valor y significación en contacto, contraste y analogía con los demás. Por ese anhelo de que lo “venezolano” se entienda y se defina dentro de las corrientes y las formas históricas universales; por esa responsabilidad que a veces insurge contra tantos mitos y prejuicios, ya recogí bastantes molestias en mi carrera de escritor. 

No hay que engañar al país, sino ayudarlo y comprenderlo. Embriagándose de palabras, en cerrado provincianismo mental, muchos venezolanos escribieron sobre la Patria como si ella fuera una excepción histórica, como si nuestra originalidad o idiosincrasia mereciesen aquella literatura de asombro que provocó el país de Gulliver o las inencontrables islas de la Utopía.

Después de esta larga cita, vale la pena, sin embargo, formular una observación general. A pesar de los propósitos universalistas del autor, se echa de menos que en sus análisis lo venezolano no alcance la intensidad, la complejidad y, por ello mismo, la (única posible) universalidad que alcanzan, por ejemplo, lo argentino en el Facundo, o lo mexicano en El laberinto de la Soledad. No digo esto para restarle méritos al libro de Picón Salas (y quizás la comparación en este caso sea injusta), sino para situarlo en su real dimensión —también para no seguir contribuyendo a la tendencia ditirámbica, que tanto se cultiva en nuestro país—. 

Los valores de su libro, en verdad, pertenecen más al orden del análisis histórico o sociológico que al de la exploración profunda de un alma o inconsciente colectivo. Un hecho es necesario señalar también: 
Comprensión de Venezuela está integrado por ensayos de diversas épocas y aun como respuesta a estímulos o exigencias de variada naturaleza; quizás esto lo privó de esa unidad más creadora, de esa suerte de extrema aventura de la imaginación y el pensamiento discernibles en los libros de Sarmiento y de Octavio Paz. Pero tampoco ello debe hacer suponer que se trate de un libro sin coherencia o que solo la tenga a partir del tema de lo venezolano. 

Si bien es un libro escrito según las circunstancias, no es un libro de circunstancias, no es un libro circunstancial. El lector puede volver sobre él —sobre todo el lector joven— no como un acto de nostalgia por una realidad ya anacrónica, sino como búsqueda de los signos que siguen dominando en la Venezuela de nuestros días. Aun así, si este fuera el único indicio de su vitalidad o vigencia, podría parecer un indicio ambiguo: revelar la clarividencia del autor, pero también esa suerte de inmovilismo, profundo y esencial, en que suele desarrollarse la vida venezolana, no obstante su aparente vertiginosidad. 
(En un país donde todo el mundo habla de cambio —burgueses y antiburgueses, derechas e izquierdas, clericales y anticlericales, militaristas y antimilitaristas—, ya sabemos que el verdadero cambio es solo frenesí retórico). En tanto que la naturaleza crítica y desmistificadora del libro, su visión moderna, su capacidad para ser comprensivo sin caer en la complacencia, su poder de catalizador de ideas, removedor de esquemas y escombros mentales: es esto lo que lo hace todavía perdurable. 

Comprensión de Venezuela se inicia con un ensayo del mismo nombre y cuyas dos primeras partes tratan de la geografía venezolana. Podría parecer algo convencional, pero no lo es dentro de los lineamientos del libro. De ningún modo Picón Salas quería seguir el esquema positivista —aunque no solo de esta tendencia de explicar una cultura o un proceso histórico a partir del medio o del ambiente— sino, por el contrario, cuestionar ese punto de vista. 

“Cierta sociología naturalista, muy de moda a fines del siglo XIX, nos desacreditó el Trópico como tierra del más langoroso calor, donde se anula y amortigua el impulso del batallar humano”, aclara desde el principio. La precisión no dejaba de ser oportuna y polémica: no solo una reacción contra el determinismo de cierta filosofía oficial venezolana, que curiosamente coincidía con un substrato de superstición colectiva, sino también, y sobre todo, una manera de dinamitar el alma de un país aletargado. Así el signo del calor perdía para siempre su carácter de estigma o de símbolo predestinados para convertirse en lo que realmente es: un signo más de nuestra cultura, un factor que el venezolano podía combinar y cambiar según su capacidad de decisión. 

Dentro del signo del calor, ¿no había nacido acaso, en la época colonial, una verdadera civilización, cuyo mejor reflejo encontramos en su arquitectura? 
La opción por el libre arbitrio, por la voluntad creadora del hombre es quizás uno de los ejes centrales en el pensamiento de Picón Salas. 
Una idea, y una creencia, que da unidad a todos los ensayos de Comprensión de Venezuela, y que le confiere a este libro un valor estimulante, un reto que todavía las nuevas generaciones no han resuelto. Así, por ejemplo, su meditación sobre los países pequeños. No deja de ser significativo que, en otro ensayo, Picón Salas ya hablase justamente de lo que hoy se conoce como la tercera posición —que no debe confundirse necesariamente con el tercermundismo—. 

Algunos podrían calificar su actitud de mero humanismo, pero ¿no percibimos hoy que es esa actitud lo que le ha faltado a ciertas empresas ideológicas que han confundido la revolución con el resentimiento, como si este no fuera un mecanismo diabólico que convierte a los antiguos “esclavos” en los nuevos “amos”? En un pasaje del ensayo antes aludido, Picón Salas expresaba: Entre los dos campos antagónicos que ya perfilan una nueva guerra mundial, cabe soñar en la tercera posición: la de los países pequeños que no desean desgarrarse, sino desarrollarse, y para quienes la tarea no consiste en pugna por la primacía, sino por el bienestar y la cultura.8 

Pero semejante punto de vista no deriva en un nuevo aislacionismo o provincianismo. Picón Salas concibe el carácter universal de la historia contemporánea y por ello, en otro ensayo, dirá: hay que quitar —a quienes todavía la tienen— la falsa ilusión de que Venezuela, como las demás Repúblicas sudamericanas, pueden ser países aislados, separados del mundo exterior tras sus peculiares regímenes de gobierno y de sus economías atrasadas como lo fue el sueño de más de un voluntarioso caudillo criollo. 

Ese ensayo, por cierto, es central en el libro. Se titula “El problema de nuestra cultura”, problema que, para Picón Salas, reside en la Educación misma. Se trata de un ensayo central por muchas razones. Aunque toca los puntos concretos de nuestro sistema educativo, Picón Salas no lo hace con la mentalidad del pedagogo ya tradicional en Venezuela cuyas soluciones tienden siempre a ver —si es que algo ven— los árboles y nunca el bosque; él, por el contrario, se preocupa por una visión amplia y totalizadora. Los dos fundamentos de que ha carecido nuestra educación —dirá— son los de una Filosofía y una Política. 

Podría ser paradójico, ¿no?, dado el abuso con que se han empleado estos dos términos entre nosotros. Pero Picón Salas les confiere un sentido no solo distinto, sino exacto: filosofía: un sistema de ideas que configure una acción coherente, y no el eventual acomodamiento “ideológico”; política: una estrategia social (y no necesariamente partidista) que ponga en práctica aquel sistema y sepa combinar los fines inmediatos y los mediatos, el adiestramiento individual y el bien colectivo. No solo esto; el autor inserta estos dos términos en una tradición del propio pensamiento venezolano: Simón Rodríguez, Andrés Bello y Cecilio Acosta ¿No habían ellos formulado orientaciones muy aplicables a una Educación que tomando en cuenta el carácter nacional no perdiera de vista lo universal, que al mismo tiempo reconciliara Historia y Naturaleza, Humanismo y Pragmatismo? 

Solo que “el pensamiento de ninguno de los tres logró influir ni imprimir una directiva filosófica” a nuestra educación —observa Picón Salas—. Esta se desarrolló sin principios cardinales, al azar de las improvisaciones y del mimetismo ante lo foráneo. Escrito hace más de treinta años, este ensayo tiene todavía plena vigencia y no deja de impresionar la visión premonitoria (y, claro, admonitoria) con que su autor penetraba en el tema cuando advierte: 
“Lo peor que le puede ocurrir a Venezuela es que al amparo de un presupuesto próvido como el que la riqueza petrolera vuelca sobre el Estado nos trocásemos en un país de burócratas y parásitos”. 

¿No será este uno de los factores que ha paralizado nuestra educación en todos sus niveles: oficiales o privados, estatales o autónomos, elementales o superiores? ¿No es el nuestro, además de desorientado, un sistema educativo burocrático, donde parece privar más el espíritu mezquinamente gremial, la holgazanería sabihonda o la trabajosísima sabiduría personal ineficaz, carente de lucidez o de entusiasmo creador? 
Ese entusiasmo y esa lucidez con que justamente Picón Salas concluye su ensayo: Formar pueblo, es decir, integrar nuestra comunidad nacional en un nuevo esfuerzo creador; trocar la confusa multitud en unidad consciente; vencer la enorme distancia, no solo de leguas geográficas, sino de kilómetros morales que nos separan a los venezolanos, y adiestrar “comandos”, es decir, hombres que comprendan su tiempo, que se entrenen para la reforma con que debemos atacar nuestro atraso; que tengan voluntad y coordinen sus esfuerzos, son las tareas educativas más presurosas que reclama nuestro país. Junto a la transformación pedagógica, a la necesidad de humanizar y difundir las escuelas y preparar maestros —maestros para Venezuela, es decir, que deban conocer y actuar en un medio precisamente determinado—, la idea filosófica que nos conduzca a alguna parte, que imponga a esta acumulación informe que hemos llamado nuestra Cultura un sistema y un espíritu ordenador. 

Este volumen sigue exactamente la primera edición de Comprensión de Venezuela; 9 añadiendo solo los ensayos sobre Caracas (la ciudad más demoniaca del Caribe, llega a llamarla) que el autor escogió en sus Obras Selectas. Habría que decir que en vida de este apareció un volumen ampliado, con el mismo título, en las Ediciones Aguilar (Madrid, 1955) y quedó preparado otro todavía más extenso, que reunía textos posteriores y/o dispersos sobre el mismo tema de lo venezolano, bajo el título de Suma de Venezuela, cuya edición fue postuma.10 

Mariano Picón Salas murió en enero de 1965 y el prólogo que escribió para ese nuevo volumen fue quizás uno de sus últimos escritos; en él condensaba una vez más —¿era acaso su despedida?— su idea de la libertad y de la tolerancia: 
“A mis años y cuando ya contemplamos bajo los más diversos prismas el espectáculo del mundo, nos resistimos a la petrificación y los dogmas inflexibles que quieren imponernos las ideologías. Calvino sigue siendo para mí uno de los personajes más antipáticos e intolerantes de la Historia. Su deseo de rigor y de uniformidad humana quizás era un complejo de castración. Y suele haber el “calvinismo” de los totalitarios de la extrema derecha y de la extrema izquierda, igualmente, exterminadoras. Ninguna ideología puede configurar la amplitud o dificultad de la vida. Venturosamente vivir es más problemático o más poético que lo que pretenden ciertos simplificadores o empresarios de mitos que suelen ser también candidatos o verdugos”. 
Picón Salas había nacido un mismo mes de enero, el año 1901, en la ciudad de Mérida. Allí realizó sus primeros estudios y aun inició los universitarios continuando estos en Caracas adonde viaja el año 1919. Su residencia en la capital fue relativamente breve: los estudios jurídicos no satisfacían su verdadera vocación11 y decide regresar a la ciudad natal, no sin antes publicar su primer libro, de prosas poéticas y ensayos, Buscando el camino (1920). 
En 1922 se encuentra, pues, en Mérida, pero al poco tiempo, por causas políticas y personales, entre ellas, la ruina económica de su familia, emprende su primer largo viaje y exilio voluntario. 

Durante casi trece años vivirá en Chile; una vida signada por la intensidad: estudia Historia, enseña luego en Liceos y en la Universidad, escribe numerosos ensayos y textos narrativos, participa hacia 1930 en el movimiento socialista chileno, funda grupos y revistas con jóvenes intelectuales y mantiene siempre un estrecho contacto epistolar con los integrantes de su generación, dentro y fuera de Venezuela. Volverá al país en 1936, después de la muerte del dictador Gómez; pero desde entonces su destino no podrá escapar al signo de la errancia, o del nomadismo, como él lo hubiera llamado. Nomadismo no sólo geográfico, sino también espiritual, cultural, que era, para él, un signo del escritor latinoamericano. Ya en la madurez, confesará: 
“Acaso contra mi voluntad, el Destino me impuso una vocación de escritor nómada, y por ello mis escritos obligan frecuentemente al lector a largas expediciones por el mapa. (...) Los europeos, que nacieron en el regazo de civilizaciones viejas, ya ordenadas y sistematizadas, no pueden comprender esta instintiva errancia del hombre criollo, la continua aventura de argonautas que debemos cumplir aún para esclarecer nuestras propias realidades”.12 En efecto, durante el resto de su vida, compartirá la permanencia en Venezuela con los viajes: 
recorrerá Europa, América Latina y Estados Unidos; será indistintamente diplomático o simple profesor en diversas ciudades de estos continentes. Pero lo que nunca llegó a ser fue un desarraigado. 

No solo en los años en que vivía en el país nativo se entregaba con fervor a una tarea colectiva y aun fundadora (Revista Nacional de Cultura, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto Nacional de Cultura), sino que además de su experiencia extranjera surgieron algunos de sus mejores libros sobre la idea de lo nacional o de lo latinoamericano: 
De la Conquista a la Independencia (1944), Europa-América (1947), Pedro Claver, el santo de los esclavos (1950), Gusto de México (1952). También Comprensión de Venezuela fue concluido en Bogotá, el año 1948, siendo entonces Embajador del Presidente Gallegos. Y, sin duda, es de toda esta vasta experiencia con los viajes y la vida de otros países de donde nace su excelente autobiografía —excelente aun en todo el ámbito latinoamericano— que es Regreso de tres mundos (1959). 
¿No fue el destino de Picón Salas la sencilla, pero también extraordinaria encarnación del mito del Hijo Pródigo, el que siempre regresa para enriquecer su ausencia?
Guillermo Sucre

Bibliografía mínima: 

Manuel Granell: “El pensamiento humanista de Picón Salas”, en Del pensar venezolano. Caracas, Ediciones Catana. 1967.
Pedro Grases: “M.P.S. o la inquietud hispanoamericana”, en Digo mi canción a quien conmigo va. Caracas, Ediciones de la Fundación Eugenio Mendoza, 1974.
Ángel Rosenblat: “Mariano Picón Salas”:
I. Venezolanidad y universalismo;
II. El maestro de la juventud;
III. El estilo y el hombre, en La primera visión de América y otros ensayos, 2a ed., Caracas, Ministerio de Educación, Colec. “Vigilia” 8, 1969.

Prólogo del autor

De multitud de páginas escritas sobre Venezuela —algunas en horas de efímero periodismo y apagadas con la luz del mismo crepúsculo— selecciono un manojo de las que acaso tengan mayor validez y vigencia. 
Se escribe sobre la Patria en extrema tensión y apremio; acosado por los problemas y como una forma de deber cívico más que de arte gratuito. La Cultura y los métodos que uno pudo aprender al contacto de otros libros, lenguas o civilizaciones quiere emplearse como reactivo para juzgar o mejorar lo próximo. 

El nacionalismo eficaz no es el de aquellos que suponen que un misterioso numen nativo, la voz de una Sibila aborigen ha de soplarles porque cruzaron el Orinoco en curiara o les azotó la ventisca del páramo de Mucuchíes, sino de quienes saben comparar y traer a la tierra otras formas de visión, técnicas que les aclaren la circunstancia en que están sumidos. 

Los países como las personas solo prueban su valor y significación en contacto, contraste y analogía con los demás. Por ese anhelo de que lo “venezolano” se entienda y se defina dentro de las corrientes y las formas históricas universales; por esa responsabilidad que a veces insurge contra tantos mitos y prejuicios, ya recogí bastantes molestias en mi carrera de escritor. No hay que engañar al país, sino ayudarlo y comprenderlo. 

Embriagándose de palabras, en cerrado provincianismo mental, muchos venezolanos escribieron sobre la Patria como si ella fuera una excepción histórica, como si nuestra originalidad o idiosincrasia mereciese aquella literatura de asombro que provocó el país de Gulliver o las inencontrables islas de la Utopía. Cuando quise señalar dentro de un cuadro de movimientos y corrientes universales (barroco, neo-clasicismo, romanticismo, positivismo, etc.), el proceso de nuestras ideas o de nuestras letras, recibí denuestos de quienes piensan que este género de trabajos debe hacerse para elogiar a todos los amigos y llamar insuperables artistas a todos los que ocasionalmente publicaron un soneto o una crónica. 

Así como nuestra Historiografía fue durante mucho tiempo listas de héroes y batallas aliñadas de profusos adjetivos, todavía se supone que la Crítica literaria debe ser un catálogo y alabanza de todos los oradores que pronunciaron discursos en las reparticiones de premios de Tucupita o de los filósofos en agraz que se preparan en Baruta a ofrecer su propia concepción del mundo. Definir problemas aunque la definición parezca inusual a los diarios comentaristas de la vida vernácula, ha sido para mí un duro propósito de escritor en que me gustaría insistir, lejos de todo halago y todo ruido. 

Hay una Literatura tan maravillosa en el mundo que cuando uno, abandonando el epicúreo goce de leer, se decide a borronear su modesto testimonio, debe cumplir, al menos, una obligación de conciencia. Ya se entra en esa edad —edad de sosiego, edad penserosa— en que no nos quita el sueño la vanidad literaria, empezamos a conocernos implacablemente y no nos preocupa como a los veinte años que salga cada semana nuestro retrato o una mención de nosotros en los periódicos. 

Que se nos censure con razones; que se medite para rectificarnos, que encontremos adversarios que nos mejoren y superen es entonces mucho más grato que la alabanza fácil, el elogio sin motivación que como pintarrajeada flor de lata se alquila en toda Agencia de pompas fúnebres. Y a la mentida fama, a todo espejismo de celebridad, preferimos un sencillo fin de servicio; que estas cosas que nosotros pensamos, que vimos y sobre las que nos documentamos, resulten útiles a cualquiera que las encuentre o repiense; a ese lector solitario, a ese ciudadano perplejo que cualquier día en la más silenciosa biblioteca descubra entre papeles amarillosos un gesto o una actitud de nuestra conciencia. 

Creo que el mayor goce o justificación de toda obra literaria es hablar a ese lector innominado, a ese desconocido hermano o camarada nuestro que pueda compartir nuestra misma angustia y a quien haga cavilar aquella idea — frágil plumilla de cardo— que arrojamos a la azarosa merced del viento.

Chapinero - Bogotá: 1948.

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[1]_ “Y va de ensayo”, en Obras Selectas. 2a ed. corr. y aum. Madrid-Caracas, Ediciones Edime, 1962.
[2]_ Distinción que hace Roland Barthes entre “écrivain” y “écrivant”; ver Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967.
[3]_ Frase de un cuento de J. L. Borges: “La Escritura del Dios” (El Aleph, 1957), que tiene este sentido: la comprensión de las cifras del universo.
[4]_ Ver bibliografía final.
[5]_ “Pequeña confesión a la sordina”, prólogo a la edición de Obras Selectas; ob. cit
[6]_ Idem.
[7]_ Europa-América (Preguntas a la Esfinge de la Cultura). México, Cuadernos Americanos, 1947.
[8]_ Ver también un desarrollo más completo de este tema en el ensayo “Las Pequeñas Naciones”, en Europa-América; ob. cit.
[9]_ Comprensión de Venezuela, Caracas, Ediciones del Ministerio de Educación, Colec. “Biblioteca Popular Venezolana” 34, 1949.
[10]_ Suma de Venezuela. Caracas, Editorial Doña Bárbara, 1966.
[11]_ “Don Julio, el cincuenta por ciento de los venezolanos son abogados, y yo no tengo nada que hacer en Caracas”, le escribe a Julio Planchart.
[12]_ “Pequeña confesión a la sordina”; ob. cit.

Antítesis y tesis de nuestra historia

Hace pocos meses uno de los escritores venezolanos más diestros en la reflexión histórica, Augusto Mijares, reunió en un conjunto de ensayos titulado “La interpretación pesimista de la Sociología hispanoamericana”, lo que se puede llamar la crítica y el proceso de la tesis materialista y fatalista con que cierta familia de pensadores criollos abordó la explicación de nuestras sociedades vernáculas. Mijares polemiza un poco contra aquellos doctores que no vieron en la historia social y política de la América Latina después de la Independencia sino una pintoresca montonera insubordinada, donde la agria ley del instinto bárbaro y un gusto del desorden por el desorden, fue más eficaz que el principio jurídico y la construcción abstracta de los ideólogos. 

En el alba de la historia política de nuestras nacionalidades se opera ese conflicto entre el letrado y el jurista que ha recibido la cultura europea y quiere arraigarla en el duro terral americano, y el violento hombre del destino que viene con sus jinetes nómades, su lanza y su violencia a destruir la abstracta y artificiosa construcción de los intelectuales. Es simbólicamente el conflicto entre Rivadavia y Rosas en la República Argentina; entre Carujo y Vargas en la historia venezolana. 

La Historia de América no fue en aquel oscuro momento genésico, como debía ser, sino como pudo ser. Lo rural suele prevalecer sobre lo urbano; la inmensa tierra adentro —llano, pampa, serranía— no solo manda a las más civilizadas ciudades del litoral la fuerza de sus vientos y sus lluvias, sino la más ciega voluntad de sus multitudes fanáticas y vengadoras. Son días de violencia y furor; verdaderos “dies irae”. 

Cuando la civilizada y confortable Europa de aquel tiempo que era para ella de expansión económica y de seguridad burguesa, y de fe en que las ciencias experimentales y el materialismo científico no solo explicaran los fenómenos particulares sino pudieran proyectarse, también, al fondo complejo de las sociedades humanas; cuando más allá del Atlántico, Europa y sus sabios miraban orgullosamente a nuestros pueblos recién nacidos, lo hacían aplicando esquemas y prejuicios que coreaban después —porque tenían la suprema autoridad de lo europeo— nuestros repetidores y exegetas. 
En Sur América había frecuentes revoluciones; cambiaban con extraordinaria prisa algunos jefes de Estado, o bien si lograban dominar a los pequeños caciques alebrestados que competían con ellos, se afirmaban en el poder por largos e inconstitucionales lustros. 

La Constitución era una camisa elástica que cambiaba —zurcida y enmendada por los doctores— según fuera el apetito y la gana del caudillo dominador. Miradas superficialmente nuestras revoluciones y montoneras parecían a la risa pronta de los europeos optimistas y bien alimentados de aquel tiempo, estupendos temas para las operetas y el “vaudeville”. 

En los espectáculos parisienses de “varieté”, allá por el novecientos, las revueltas suramericanas competían con las balcánicas sus posibles argumentos de pintoresca teatralidad. Más de una canción parisiense de “avant guerre” inventa y ridiculiza un falso paisaje americano de cocoteros, indios y revoluciones. De la misma manera en la zarzuela española el caudillo americano que viene de la manigua con su sombrero de cogollo y su melancólica voz cantante, solía ser a menudo un protagonista de la comparsa cómica. 

La estilización europea más lograda de esa visión arbitraria y absurda de nuestra América nos la ofrece la buida prosa del “Tirano Banderas” de Valle Inclán; canto y caricatura magnífica de una América de cromo poblada de guitarras, hamacas, machetes y caciques de pelo hirsuto y ancho sombrero. Cuando se quería dar una explicación pretenciosamente científica de aquella turbulencia se achacaba al clima tórrido y al mestizaje racial. 

Con estos dos factores de Raza y Clima se fundamentaron algunos estudios sociológicos nuestros —por ejemplo, en Venezuela, los del Dr. Pedro M. Arcaya, discípulo de Le Bon o de Letourneau. La Europa que nos juzgaba había olvidado la perspectiva histórica y pretendía que nuestras soluciones sociales se adaptaran armoniosamente a las suyas. Olvidaba la Europa del siglo XIX que ella también fue díscola y tumultuosa en su período de formación; por ejemplo, en la Edad Media. Y que los caballeros de la Epopeya francesa no eran menos aficionados a la sangre que los caudillos de nuestra guerra civil. 

La técnica política, la crueldad fría y la astucia de un gran personaje de la vieja historia europea como Luis XI no eran, miradas en su medio y momento, diametralmente distintas de las de un voluntarioso caudillo criollo como Juan Manuel de Rosas en la Argentina. El error más grave era, así, aplicar a los fenómenos americanos los mismos valores de juicio que podían convenir a la Europa próspera, parlamentaria y capitalista del siglo XIX. La seguridad, la tolerancia, la organizada vida de la Europa de entonces, ¿no eran una consecuencia del bienestar económico, de la abundancia de mercados y productos, de la democratización de los progresos técnicos? 

Y como para desencantar a la orgullosa Europa que ya creía haber asegurado para siempre, como adquisiciones permanentes de su civilización, la tolerancia y la libertad civil, la filosofía política del liberalismo, la democracia electoral y el creciente ascenso económico de las masas, ¿no hemos visto después de la Guerra en las naciones que sufrieron más, un como retroceso y crisis de aquellos valores, un nuevo e insospechado predominio de la violencia sobre la ley, un como “suramericanismo” político en el sentido en que calificaban nuestro sistema social los envanecidos pensadores de hace treinta años? ¿No se adornan de títulos pomposos, como nuestros caudillos del pasado, los dictadores europeos que brotaron de la tormenta material y moral de la post-guerra? 

En algunos países que nosotros reverenciábamos como civilizadísimos ¿no está ahora sujeta la prensa, comprimida la opinión pública, repartida y confiada la Administración al grupo ciegamente adicto, con la exclusión de toda idea discordante y análisis libre? 
Y ha ocurrido como para destruir aquel esquema que nos asignaba a las naciones jóvenes de América en comparación con las de Europa, una fatal inferioridad política, que en la hora presente la vida social y los regímenes de gobierno de nuestros pueblos americanos parecen ya más normales y jurídicos, con mayor respeto por la persona humana que las construcciones de odio que se han levantado en algunos refinados y súper civilizados países europeos. 
No es, pues, el clima o la mezcla de razas lo que produce la turbulencia o la dictadura, como nos enseñaban algunos maestros de la sociología naturalista. Violencia y dictadura son estados sociales y complejos que rompen el marco falso de una interpretación étnica, geográfica, antropológica. 

Un caso como el de nuestra historia nacional podemos los venezolanos estudiarlo y mirarlo sin los prejuicios de una pseudo-ciencia marchita, porque es nuestro mismo tiempo y el ensanche de nuestra pupila histórica, lo que está ratificando los dogmáticos esquemas de ayer. 
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Fue Venezuela uno de los países donde la Historia se vivió más como tormenta y como drama. El largo trazo de gloria y aventura marcial que una milagrosa voluntad venezolana —guiada por hombres del empuje y el estilo de un Bolívar, de un Sucre, de un alma tan potentemente conspiradora y demoníaca como la de Miranda— marcó en la Historia de América, esa extraordinaria hora en que nuestros jinetes y pastores llaneros, ansiosos de espacio, cruzaron la América del Sur e iban a disputarse Repúblicas, vive en el recuerdo y la tradición venezolana con todo su patetismo romántico y hasta servía de contraste para lamentarse de la miseria y el dolor inútil que después siguió en muchas horas oscuras de nuestro inmediato pasado. 

En nuestra vida histórica de cortos años, pues solo comenzó efectivamente en 1810, ya los venezolanos hemos hablado de “apogeo” y “decadencia”. Como la historia es reciente y tiene por escenario una naturaleza inmensa y todavía en trance de domar, el esfuerzo del hombre es discontinuo y el hecho nuevo parece imprevisible. A la magnífica energía venezolana que se hizo sentir en el Continente durante las Guerras de la Emancipación, a ese momento triunfal en que Venezuela proveía de presidentes y libertadores a la mitad de la América del Sur; a la empresa libertadora que comenzando en el Caribe iba a finalizar en las lejanísimas punas heladas del Alto Perú, le sucede en nuestra Historia interior una época de intranquilidad y turbulencia que tiene su reverso terrible en las luchas sociales de la Federación. 

De la voluntad aglutinadora, de la conciencia nacional que habían tenido los próceres de 1810, se pasaba a la anarquía y disgregación de las contiendas civiles, apenas apaciguadas en la paz con mordaza, de nuestros caudillos. Independencia y Federación eran como las dos claves históricas en que se desencadenaba el drama de nuestra nacionalidad. Una primera época afirmativa en que los venezolanos ofrecen a la libertad de América un caudal excedente de ideas y energía, y una segunda época negativa en que recluidos ya de nuevo en nuestro escenario cantonal nos devoramos unos a otros; matamos venezolanos porque ya no hay godos ni españoles; guerreamos y peleamos y nos “alzamos” porque se ha destruido en el rencor fratricida todo concepto y toda idea de convivencia política. 

A los Libertadores se oponen, entonces, los Dictadores; los jefes de la mesnada ululante en quienes la ley se convirtió en látigo de cuero retorcido y la “cosa pública” se volvía despojo privado. 
Con breves interregnos de civilidad y legalismo que ni alcanzaban a gustarse, se desarrolla así todo un período de nuestra historia social que comenzó en 1858, o acaso mejor en 1848 con la primera presidencia de José Tadeo Monagas, para terminar en 1935 con la presidencia que parecía vitalicia de Juan Vicente Gómez. Interregno trágico de 87 años en que los venezolanos hemos alternativamente peleado o llorado, o bien, porque era menos peligrosa razón de vivir, nos adormecimos en el sopor de una vida material fácil ya que exigía poca cultura y poco bienestar y el trópico regalaba sin esfuerzos sus opimos frutos. 

En ciertos momentos, y ante lo que sentíamos como invencible y empecinado desastre político, inquirimos si cuando Bolívar dijo su desconsoladora frase de “aré en el mar” no había descubierto la más dolorosa corroboración de nuestra historia. Pero solo en la Biblia o en los elevados y lejanos símbolos de la Teología, existen pueblos perdurablemente marcados con un signo de maldición. 

La Historia no puede interpretarse solo como antítesis, como alternancia de gloria y de miseria, de premio o de castigo. El hecho histórico tiene una vibración infinitamente más amplia que la que le impone nuestro subjetivismo romántico. Y ver, por ejemplo, en Venezuela una época grandiosa y dorada a la que se opone en clarobscuro una época negra, es una forma de ilusión, una metáfora. 
La turbulencia y la ilegalidad violenta de todo un período de nuestra historia no significan para nosotros, ninguna inferioridad específica en relación con cualquier pueblo americano o europeo, sino una explicable etapa de nuestro proceso social. Y aún podemos preguntarnos si esas revueltas que retardaron nuestro avance material no contribuyeron, desde cierto punto de vista, a solucionar o cuando menos a precipitar, la solución de otros problemas que sin ellas gravarían o complicarían más la vida venezolana.

De aquella antítesis, de aquel período oscuro, el historiador puede desprender también una tesis; algunos valores positivos susceptibles de hacerse razón y conciencia en el desenvolvimiento nacional. Veamos estas fuerzas y formas que marcaron la tipología de nuestro país en el conjunto de los pueblos de América. 

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La guerra fue —haciendo una desacreditada imagen romántica— como la enorme criba, el tremendo caldero de las brujas, donde iba a fundirse o a prepararse lo que empezamos a llamar democracia venezolana. 
Quien pueda sentir nuestra historia no como documento inerte, sino como color, cuadro, imagen, notará cómo estas guerras fueron cambiando el tono y mudando el paisaje social. Hasta 1810, hasta 1814 tal vez, fue la colonia cerrada y dividida en sus estamentos y castas. Rígidos prejuicios de clase y de raza, la etiqueta y el formulismo puntilloso de una sociedad hermética, caracterizan nuestra vida colonial como la de otros pueblos de América. Hay algo más que anécdotas y lance divertido en aquellas disputas coloniales por la limpieza de sangre, por el privilegio de servir en la milicia real o de llevar paraguas. 

Episodios y escenas que nosotros interpretamos con humor, los contemporáneos los sintieron como tragedia. (Aquello que un filósofo actual, Max Sheler, ha estudiado como un factor sociológico de suma importancia, el resentimiento, obra como un explosivo en grandes hombres de acción venezolanos, desde Miranda hasta Ezequiel Zamora. El joven Miranda que ha visto humillar a su padre, convierte en conspiración genial su soterrado rencor contra los españoles, del mismo modo como Ezequiel Zamora no olvidará nunca, hasta que muere en San Carlos, en plena tormenta federal, la bofetada que recibió de un jefe godo en el año 46). 
Pero la Guerra fue en Venezuela, entre otras cosas, una como descarga y liberación del rencor de castas que había sedimentado la Colonia. Episodios tan trágicos como el de la Guerra a Muerte y el de la gran emigración del año 1814 ante el avance y reconquista española, me parecen decisivos para la formación del alma criolla. 

Con la Guerra a Muerte —aunque haya sido tan horrible, porque los momentos genésicos de todo pueblo y toda historia suelen ser momentos horribles—, el criollo (llamando criollo no solo al blanco americano, sino a todos los que seguían la bandera de Bolívar) toma conciencia de su orgullo y de su valor frente al español; el derecho del suelo, su ocupación de la tierra, crean en él una como fuerza jurídica y moral que opone osada y cruelmente, frente a la jerarquía administrativa y nobiliaria española. Bolívar trabaja y aprovecha la vehemencia de ese instinto popular; domina y es jefe porque no intenta imponer a esa belicosa montonera el orden y la disciplina militar, de tipo europeo, que había querido importar Miranda. 

El Bolívar del año 13 es muy diferente del pensativo legislador de Angostura en 1819 y del hombre ya un poco desengañado y un tanto reaccionario que vive su noche triste en Bogotá, en 1828: es aquél, un Bolívar en plena fuerza de la edad, sumido y sumergido en el torrente del alma colectiva, el Bolívar que viviendo y comprendiendo a América, ha sabido cambiar su casaca europea por la ruana y la chamarreta con que los “guates” serranos cruzan los páramos o por la cobija terciada del jinete llanero. Un Bolívar que no ha sido sordo —porque era necesario— a la tremenda y espantosa lección de fiereza que daban en ese instante, desde campos contrarios, un Campoelías y un Boves. 

La Patria está ahí, con su mezcla de razas, de color, de regiones y costumbres, en estos venezolanitos rápidos y nerviosos que acampan junto a la Iglesia de San Francisco en la Caracas de 1813. Y el año siguiente es el año de la gran emigración. Seguidos de sus familiares y esclavos, conduciendo en pocos fardos lo que han podido salvar de la riqueza inmóvil de la Colonia —objetos de plata, trajes de lujo, papeles y viejos títulos de propiedad— marchan los patricios criollos en desolada e incierta fuga. La marcha de la caballería española, los crímenes de Rosete y de Boves, los patíbulos de Caracas, de Valencia y de Cumaná son los espectros de sus noches. No saben a dónde van; a dónde llegarán. Es un viaje sin itinerario. 

Unos se salvan en barquichuelos que se dirigen a las Antillas. Para otros es la inmensa marcha a pie o a caballo que terminará en la soledad de los llanos o en las altiplanicies de la Nueva Granada. 
Para algunas familias serán tres o cuatro años de nomadismo. Y es el peligro común, la trágica coherencia que produce el miedo, el impulso de la vida errante que ha roto el viejo orden sedentario, lo que acerca a las clases, lo que suaviza y aproxima la relación del amo y el esclavo. 

No es posible mantener en un caney llanero, junto a la siempre atizada fogata nocturna que los defiende de los animales feroces y de los peligros de una naturaleza bravía, la etiqueta y cerrado régimen aristocrático que imperó en las mansiones patricias de Caracas. La lucha por lo elemental: vida, alimento, choza o tienda habitable, disminuye las rígidas fronteras sociales. Hay una nueva e inédita comunicación entre el amo y el siervo. 

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El pueblo ha producido en esta inmensa faena de la guerra sus pastores y conductores. José Antonio Páez, un llanero humilde, que a fuerza de valor, galopadas y lanzazos se ha creado un inmenso destino personal, es el jefe de Venezuela en 1830. En él se apoyan los grupos oligárquicos porque —este es un fenómeno profundamente venezolano— sin él, sin el guerrero que viene del pueblo, ellos no tendrían voluntad de poder. 
Lo que en la Historia de nuestro país se llama el régimen godo o la oligarquía conservadora, es un sistema de transacción entre el militarismo que tiene origen popular y la clase aristocrática que suministra os letrados, los financistas, los grandes funcionarios. Transacción que indica un tono de vida muy diferente a lo que fue el régimen colonial. Conteniendo sus prejuicios éticos y sociales para asegurarse la buena voluntad del jefe, la aristocracia criolla en sus grandes personeros, debe visitar y rendir pleitesía a las esposas morganáticas del General Páez. 

En la Administración pública y las altas funciones del Estado se van mezclando junto con los viejos apellidos historiados y rancios, aquellos nombres nuevos de militares y caudillos que afloró la Guerra. Si pequeños círculos oligárquicos sirven para controlar y dirigir en centros urbanos y pacíficos como Caracas, Valencia, Mérida, Cumaná —ciudades godas—, tienen muy poca validez en provincias como las llaneras donde es preciso defenderse del doble peligro de un espacio inmenso y despoblado y de una gente nómade y díscola. De las grandes llanuras ha venido en la Venezuela del siglo XIX el ímpetu guerrero e igualitario. 

El militar criollo que comenzó siendo jefe de montonera bárbara, cumple en la Venezuela de entonces una misión análoga a la del tirano griego: es un poco el creador de un orden nuevo y frecuentemente ilegal, frente al constitucionalismo estático de la clase oligárquica y letrada. Después de 1848 a la fuerza fusionante y belicosa que viene de la campiña llanera, se mezcla la demagogia urbana. Y el primer gran demagogo urbano que pone en una prosa galicada la teoría liberal y casi socializante que recogió en las gacetas europeas, es Antonio Leocadio Guzmán; el viejo Guzmán que merece una biografía novelada y pintoresca, análoga a las que están hoy de moda. Extraña alma de criollo, ambiciosa e inescrupulosa, a quien mortifican —para su inmenso deseo de figuración— algunas gotas de sangre mezclada, y en quien también actúa “el resentimiento”. 

El viejo Guzmán ha sido un segundón —por la edad y los cargos que le confiaron— en la gran generación de la Independencia, y él aspira y necesita un sitio de primer plano. Su lucha es un poco contra los Generales de la Independencia y la clase oligárquica que no le permite arribar plenamente; sabe, con un arte dual y complicadísimo, halagar a la multitud y fomentar la intriga secreta entre los viejos conmilitones como Páez y Monagas. Es uno de los espíritus más diabólicamente tentados por la Política que ha producido Venezuela; el demagogo máximo que en su vejez y frente a la sociedad nueva que surgirá de la revuelta federal, podrá asumir su esperado y deseado papel de gran patricio y consejero de la “causa liberal”. Y por aquí marchan ya y se insinúan los caminos que a través de la dictadura de ambos Monagas han de conducirnos a ese revuelto mar de fondo, a ese profundo terremoto social, que se llamó la Federación. 

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En su barbarie, en el encuentro del ímpetu rural e igualitario que venía de las grandes llanuras con la demagogia urbana, la Federación —entre muchos desastres— sirve para fundir y emulsionar, definitivamente, las clases sociales. Es sobre todo un violento impulso ascencional el que desde el decreto de liberación de los esclavos por José Gregorio Monagas en 1854 conmueve a todo el país; se agitan los más profundos estratos; hombres que ayer molían caña en el trapiche engrosan las facciones federalistas, se convierten —como un Martín Espinosa— en los guías y taumaturgos inexorables de una multitud vindicadora y desalada. Verdadera invasión de masas campesinas; precipitado del campo sobre la ciudad; amalgama racial que se produce por el derecho de la ventura y la guerra. Y es ya una sociedad nueva la que debe presidir en sus veintidós años de cesarismo un hombre como Guzmán Blanco. O los godos aceptan la fusión y pactan con los hombres nuevos, o quedan reducidos al olvido y al silencio. 

A diferencia de otros países de América —como Chile o Colombia donde subsisten los apellidos ilustres y la casta ductora— la vida social venezolana se caracteriza, entonces, por su extrema movilidad; nombres oscuros y venidos de las más remotas provincias, lustrados y descubiertos por la guerra, entroncan con los apellidos históricos. Una ciudad crisol, Caracas, trata de civilizar y dar forma a esas gentes que galopando en su instinto, salieron de la comarca más lejana a fijar su nombre e imponerse. Y es comprensible que roto el marco jurídico y la jerarquía de la vieja sociedad fundada en la tradición y la sangre, sea el militarismo la única fuerza coordinadora, la disciplina instintiva de un pueblo en ebullición, en trance de fundirse. El subconsciente individual o colectivo encontró satisfacción en esta como descarga psíquica que aportaba la guerra civil. 

Las fiestas de Guzmán Blanco tratan de apaciguar o domesticar aquellos jefes rurales que con una espada —siempre a punto de desenvainarse— y una plebe mística que puede seguirlos, es preciso incorporar a los nuevos estamentos sociales. La aristocracia de ayer, empobrecida y probada por tantos años de horror y de privaciones, acepta y busca —como la aristocracia romana de fines de la República— el “jus connubium” que le ofrecen aquellos plebeyos afortunados. (Quedan como en Roma los “tradicionalistas”, los Catones nostálgicos de una tradición y una jerarquía perdida. Ellos evocan —como don Domingo Antonio Olavarría— el buen tiempo pasado y quisieran restaurarlo desde las páginas de sus escritos históricos y estudios políticos. No se dan cuenta de que lo que ocurrió en Venezuela fue algo mucho más profundo que “las malas ideas del viejo Guzmán” o el largo despotismo personal de Guzmán Blanco; que era una como fuerza plutónica que removía y cambiaba los estratos sociales. Y por no comprenderlo, los últimos godos románticos buscaron durante largos años un segundo Páez. 

El último mito godo, el último sueño tradicionalista, es a fines del siglo XIX y primeros años del siglo XX el General José Manuel Hernández, el “mocho” Hernández; el caudillo de la fracasada esperanza. El “mocho” fue para el tradicionalismo venezolano lo que aquel mito de “Don Carlos, el pretendiente”, para los legitimistas españoles del siglo pasado. Se nutren ambos mitos de idéntica materia emocional. Indefinibles elementos mágicos, el conjuro de los soñadores que no pueden obrar, unge de mesianismo a estos seres que son casi fantasmas y que por ello recogen la vaga nostalgia de todo un grupo social. 

En nuestra literatura criolla “el Mocho”, el eterno alzado y el eterno proscrito, requiere un artista que lo interprete —no tanto por lo que en sí mismo valía, sino por lo que en él se puso el subconsciente colectivo— así como Valle Inclán hizo en España la novela y el poema del mito legitimista. Pero mientras los señores de provincia, el círculo de lectores de don Domingo Antonio Olavarría, siguen esperando y esperarán más de veinte años al infortunado “Mocho”, nuevas masas rurales se alzan y mueven, buscando su integración y fusión. Son, por ejemplo, las que seguirán a Cipriano Castro en 1899. 

En esta como traición de las palabras que debe debelar quien estudie nuestra historia criolla, Cipriano Castro llamó a su gran revuelta la “Restauración”, cuando en ella no se restauraba ningún régimen antiguo, sino proseguía solamente aquel movimiento de desborde y subversión campesina que comenzara bajo la Federación. Eso sí, que en 1899, las facciones no venían del Llano, sino de las montañas de los Andes. Desde cierto punto de vista —y en el proceso de un país que económica, cultural y demográficamente había permanecido estacionario; donde la aventura de la guerra civil se había convertido casi en una industria— esa época de nuestra historia es de crónico y obstinado desastre. 

El ruralismo desbocado y torpe fija el color bárbaro de un tiempo que es por excelencia el de los “jefes civiles”, como han entrado en la imaginación y en el mito popular: el guapo aguardentoso y analfabeto, gallero, armado de látigo, puñal y revolver, que dispone como patrimonio privado de la “pesa”, el juego y los “alambiques”. (En la novela de Rómulo Gallegos el “jefe civil” tiene un secretario; aquel Mujiquita meloso y bachiller letrado, que pone en palabras esdrújulas y exuberantes “considerandos”, los designios de su señor). 

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Cabe pensar, sin embargo —y en un momento como el actual en que los venezolanos parecen estar dispuestos a rectificar su inmediato pasado; en que nuevas necesidades y progresos técnicos cambian forzosamente aquel primitivo medio social; en que nos modernizamos y civilizamos a pesar de nosotros, porque la vida moderna nos llega en el avión, el trasatlántico, la creciente influencia de Europa y Estados Unidos—, cabe pensar si no hay algún saldo positivo en nuestra Historia; algún valor o fuerza que nos sirva en el nuevo combate por nuestra nacionalidad. Se ha ido formando, a pesar de todo, un pueblo venezolano, que cubrió y borró en la guerra civil aquella separación rencorosa basada en la casta, el color y el prejuicio social, que hace ochenta años nos dividiera en irreconciliables facciones. 

De todos los mitos políticos y sociales que han agitado al mundo moderno a partir de la Revolución Francesa, ninguno como el mito de la Igualdad conmovió y fascinó más a nuestro pueblo venezolano. Desde cierto punto de vista nuestro proceso histórico —a partir de la Independencia— es la lucha por la nivelación igualitaria. Igualdad más que Libertad. Para nuestra masa campesina y mestiza del siglo XIX el concepto de Libertad era mucho más abstracto que esta reivindicación concreta e inmediata de romper las fronteras de casta que trazara tan imperiosamente el régimen colonial. 

El impulso igualitario de los venezolanos empieza a gritar desde aquellos papeles de fines de la Colonia, en los que el criollo humillado manda a la Audiencia o al Capitán General su queja o lamento contra la soberbia mantuana. El valor personal o la audacia rompe con los grandes caudillos venidos del pueblo el marco de la vieja jerarquía basada en la sangre. La psicología criolla repudia en estas palabras vernáculas que dan mejor que cualquier expresión española el justo matiz del fenómeno, la que se “vitoqueó” o se “sintió chivato”. “Vitoquearse” o “sentirse chivato”, es quebrar esta línea de llaneza que nuestro instinto popular venezolano pide a sus hombres. Y contra el solemne trato castellano que todavía subsiste en algún país de América —como Perú y Colombia— surgió entre nosotros el tuteo criollo, un poco brusco y francote, pero cargado de intención igualitaria. Psicológicamente, al menos, el venezolano ha logrado —como pocos pueblos de América— una homogeneidad democrática. 

Como nuestra historia se ganaba a punta de lanza y estaba llena de emboscada, aventura y sorpresa, no pudo formarse ni estratificarse aquí una aristocracia tan recelosa como la que en otros países hermanos fija y mantiene inexorables fronteras sociales. Quizás ninguna nación del Continente haya vivido como nosotros un más precoz y tumultuoso proceso de fusión. Y esto, cuando menos, ha ido contribuyendo a nuestra homogeneidad moral. No existen entre nosotros diferencias ni distancias que obturen e impidan toda comunicación entre el indio, el blanco, el mestizo. Fuera de algunos millares de aborígenes diseminados a la vera de los grandes ríos de nuestra floresta tropical, no hay entre nosotros ningún grupo de población de que nos separe profundamente el alma, el lenguaje, las costumbres. No tenemos multitudes indígenas que redimir. Y en el color de la piel que va del blanco al oscuro —sin que ello sea límite o separación— cada venezolano ha fundido en sí mismo un complejo aporte étnico ya venezolanizado. Lo indio puro entre nosotros es Arqueología como lo negro puro tiende a ser Folklore. Solo en muy circunscritas comarcas —como la costa de Barlovento— predomina un grupo racial aislado. 

Así el venezolano parece haber vencido ya —y esto es un signo histórico positivo— aquel complejo de humillación y resentimiento étnico y social que se mantiene de manera tan aguda y peligrosa en otras repúblicas americanas donde el proceso social fue más retardado y donde se siente aún el recelo y la desconfianza de las castas. Todo esto es en la Venezuela de hoy un signo favorable. Porque, más allá de la demagogia y el rencor, pudiéramos iniciar la conquista y plena valorización técnica de nuestro país. 

Oponer al azar y la sorpresa de ayer, a la historia como aventura, una nueva historia sentida como plan y voluntad organizada. Hacer de esta igualdad criolla por la que el venezolano combatió y se desangró durante más de un siglo, la base moral de nuestra nueva historia. Esto es lo que yo llamaría la “tesis” venezolana; el saldo positivo que aún resta y debemos fortalecer conscientemente, después de la prueba tremenda que fue nuestra vida civil. 
Y en la comprensión de este problema, en la manera como la nación librada de sus tragedias y fantasmas puede ser creadora, radica el misterio alucinante de nuestro destino futuro. 
Materialmente tenemos el espacio, el territorio y hasta los recursos. Se impone ahora la voluntad humana.

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