EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL ÍDOLO QUE DEVORÓ A SU PUEBLO" por XAVIER PADILLA 💥💀

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viernes, 6 de junio de 2025

LIBRO "EL ÍDOLO QUE DEVORÓ A SU PUEBLO" por XAVIER PADILLA 💥💀


EL ÍDOLO
QUE DEVORÓ 
A SU PUEBLO

XAVIER PADILLA

A la memoria de los dos mil cuatrocientos 
prisioneros venezolanos realistas 
(criollos, canarios y peninsulares) 
que las fuerzas «patriotas» masacraron 
en La Guaira, Caracas y Valencia, 
en febrero de 1814, por orden de Bolívar. 


“Después de la Batalla campal de Tinaquillo, 
marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tinaquillo, 
marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, 
Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, 
San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios, 
casi sin excepción, han sido pasados por las armas”. 


¿Y si Simón Bolívar no fue un libertador, sino el origen de una tragedia?
Este libro desmonta el mito fundacional de Hispanoamérica: la figura sacralizada de Simón Bolívar. A través de una investigación profunda, apoyada en fuentes originales, el autor revela las sombras que la historiografía oficial ha escondido durante dos siglos: masacres ideológicas, traiciones políticas, saqueos, totalitarismo embrionario y una guerra civil disfrazada de independencia.
«El ídolo que devoró a su pueblo» es un ensayo demoledor que desmantela el culto político, escolar y mediático en torno a Simón Bolívar. Lejos de la imagen prefabricada del «Libertador», este libro revela a un caudillo marcado por el resentimiento, la ambición desmedida y la violencia sistemática, responsable de crímenes de masa hoy deliberadamente olvidados.
Desde una investigación rigurosa y sin concesiones, El ídolo que devoró a su pueblo expone el proyecto independentista como una farsa oligárquica impulsada por élites criollas que, bajo la retórica de la emancipación, destruyeron un orden espiritual, jurídico y cultural fundado durante siglos por el Imperio español. Frente al mito de las colonias oprimidas, el libro reivindica la verdad histórica: las provincias americanas eran parte integral del orbe hispánico, con derechos forales y una vida institucional que desmiente las caricaturas heredadas de la Leyenda Negra.

Este libro no sólo es una crítica a Bolívar, sino a toda una cosmovisión moderna que ha sepultado los valores trascendentes de la Conquista —la cruz, la lengua, el derecho, la fusión de pueblos— bajo la idolatría del progreso y la victimización perpetua. La hispanofobia, nacida en las cancillerías protestantes y perfeccionada por las revoluciones liberales, es aquí desenmascarada como arma geopolítica y mental.
Con estilo afilado, fuentes primarias y una narrativa que combina análisis histórico, denuncia moral y reflexión civilizatoria, El ídolo que devoró a su pueblo es una obra que incomoda, interpela y libera. Una contraofensiva cultural contra el olvido programado, la sumisión ideológica y el saqueo de la verdad.

¿Y si la independencia no nos liberó sino, que nos desarraigó?
Este libro desmonta el mito de Bolívar, 
denuncia la impostura republicana y reivindica el legado hispánico 
como raíz silenciado de orden, dignidad y unidad.
Un libro que rompe con la leyenda negra antiespañola 
y abre una vía para repensar la identidad 
de Hispanoamérica sin complejos.

El ídolo que devoró a su pueblo no es una biografía, sino una autopsia. Una autopsia de un símbolo que ha sido convertido en dogma estatal, y cuyo culto ha paralizado la conciencia histórica de millones. Este ensayo afilado, polémico y documentado pone en jaque el relato dominante y restituye una mirada olvidada: la del otro bando, el vencido, el que pagó el precio de la idolatría.
Una lectura urgente para quienes se atreven a pensar más allá de la leyenda. Porque a veces, el enemigo no fue el Imperio, sino quien prometió salvarnos de él.
Durante más de dos siglos, el mito de Bolívar ha sido elevado a los altares del culto político, convertido en símbolo incuestionable de libertad, justicia y emancipación. Pero ¿qué se esconde detrás de esa imagen pulida? ¿Qué historia ha sido silenciada en nombre de la idolatría republicana?

El ídolo que devoró a su pueblo es un ensayo implacable que desmonta, paso a paso, el relato oficial sobre el Libertador. Con un estilo afilado y una documentación exhaustiva, el autor recorre los episodios más oscuros de la gesta bolivariana: masacres sistemáticas, levas forzadas, saqueos a poblaciones leales a la Corona, represión ideológica, traiciones políticas, culto personalista, y el desmantelamiento violento de un orden civilizatorio fundado por el Imperio español.

Este libro no es una biografía: es una autopsia. Una autopsia intelectual y moral de un personaje que, lejos de liberar a su pueblo, lo arrastró a una nueva forma de servidumbre: la del caos, el caudillismo y la desmemoria.
¿Qué encontrarás en este libro? Una crítica profunda y argumentada al mito de Bolívar.
Testimonios y fuentes primarias olvidadas o censuradas.
Un análisis del proceso revolucionario desde el otro lado: el de las víctimas.
Una defensa del legado hispánico frente a la propaganda independentista.
Una invitación a repensar la historia desde la verdad, no desde la ideología.
Un libro necesario para historiadores, lectores críticos, y para todos aquellos que intuyen que el relato fundacional de América Latina está construido sobre una falsedad.

Advertencia: este libro puede incomodar a quienes necesitan héroes intocables. Pero también puede abrir los ojos a quienes buscan comprender por qué nuestras repúblicas nacieron rotas.

PADRE DEL TERROR, 
VENGADOR AUTO INVENTADO


¿Naciste en Venezuela? Entonces es seguro que fuiste arrullado por el mito fundador de la independencia. Durante dos siglos se nos ha enseñado, desde la más tierna infancia, a venerar a «nuestro Padre Libertador».
Tu primer desayuno: que fuiste liberado. Comienzas a tomar notas en tu cuaderno.
Deducción subsiguiente de cualquier niño: «Entonces quiere decir que antes no éramos libres; estábamos ocupados». Pero hay más…

Según la descripción que se te da del ocupante, deduces que representaba lo peor de Europa; que era un cerdo cruel y sanguinario.
Luego, te das cuenta de que hablamos su lengua, y de que incluso llevamos su sangre…
Nueva deducción: «No sólo nos invadió físicamente, sino también biológicamente».
En resumen, nos sometió, se apoderó del país, exterminó a sus habitantes originarios (los indios) y violó a sus mujeres.
Tu siguiente descubrimiento es una consecuencia dramáticamente lógica: «Nosotros mismos debemos ser, entonces, bastardos (bastardos liberados, claro, pero bastardos al fin); hijos de una violación».
Ante tal filiación, ¿qué hacer?
Silencio sepulcral.

Con ella, lo que se hace con cualquier estigma o trauma. El niño procede a enterrarla, a esconderla en el subconsciente. La deja en el subsuelo, destino natural de todo lo incómodo.
Pero todo baúl del olvido es un futuro latente…
El joven crece en la inseguridad. Cultiva en las sombras un complejo de inferioridad.
Pero dispone de un recurso compensatorio: el héroe, el Padre Libertador. Todo un regalo providencial, más que suficiente para forjar en cualquiera alguna auto estima.
Pero esta es una de tipo paliativa. Un parche.

He aquí el problema que ignora: si esto le proporciona cierto orgullo, se trata de una estima de sí mismo basada en el resentimiento, que en sí es la fórmula misma de la arrogancia.
Este Padre Libertador no es cualquiera, no se limita a reemplazar al padre violador (el español): es además un héroe. Uno vengador y triunfal.
De hecho, este Padre ahora se escribe en el país con mayúscula. Su nombre monopoliza todo lo prestigioso. Es un nombre que debe estar presente en todas partes, para que enmascare y remiende, con orgullo y pretensión, una cicatriz. Una condición de víctima. De inferioridad. Pero de una inferioridad aprendida.
¡Epa! ¿Por qué aprendida?
Porque ese pasado repugnante nunca existió realmente.

Aquí llegamos al crucial detalle que lo cambia todo: esa condición de inferioridad nunca fue una verdad histórica, sino una invención total. Una fabricación destinada a justificar la supuesta independencia lograda.
La realidad es que no hubo invasión, cautiverio, violación, opresión; por lo tanto, no hay ninguna razón para estigmas, vergüenzas, represalias, marmóreos héroes, supuestos libertadores, ni hijos redimidos, arrogantes, prepotentes.
«Somos hijos de libertadores», así han aprendido los venezolanos a considerarse normalmente. Mientras que nada de lo que se les dijo por dos siglos —para construir un país— existió realmente.

El español violador y sanguinario nunca existió. No hubo invasor, porque ni siquiera había un país. No había un «nosotros». No había otra lengua común, otra única religión, ni nada de lo que define a una nación.
No había uniformidad continental, mucho menos coexistencia en la diversidad. Había, eso sí, guerra intensa, ínter-exterminio, supervivencia en ese «Paraíso» que los españoles conocieron al llegar.

El Nuevo Mundo que surgió de tal encuentro es nada más ni menos que una síntesis hemisférica pacificadora, lograda por los pueblos indígenas a través de España, sin la cual muchos de ellos habrían desaparecido bajo los estragos quasi maltusianos de la antropofagia común y de la industria sistemática del sacrificio religioso.
Pero una vez alcanzado, después de tres siglos, el equilibrio, el mundo exterior al imperio español se unió para desintegrarlo, y lo consiguió. Para ello recurrió a la propaganda difamatoria y a la corrupción de las clases dominantes de las provincias americanas, donde algunos jóvenes ambiciosos llevaron a cabo eficazmente esta tarea culturicida, que constituye la primera y verdadera colonización en el lugar.

Ahora sí había una lengua, una nación (extensísima), una cultura, un proyecto unitario, un imperio; en suma, un futuro que dominar, explotar, someter, «dependizar».
La primera colonización le llegó al continente con su llamada «independencia», con su «descolonización». Su amo y señor: el mundo anglosajón.

Contrariamente a las recetas historicistas en boga, no es cierto que los imperios siempre se derrumban desde dentro, también pueden ser infiltrados y envenenados. Para ello, las potencias rivales de España encontraron en Venezuela al mejor de los traidores, un joven cuya perseverancia sólo era igualada por su crueldad, dotado de tanta habilidad para maniobrar como para manipular, ávido de gloria y poder, animado por un odio sin precedentes hacia todo lo que escapaba a su control. Lo demostró así desde el poder y en su conquista de este.

¿Provenía en parte su delirio de grandeza del hecho de que sólo medía 1,62 metros y pesaba 40 kilos? ¿Del hecho de que su rica familia había fracasado varias veces en adquirir un título de nobleza? ¿O de la brevedad de su matrimonio con una marquesa española que sólo lo elevó de rango socialmente por ocho meses? La historia de su crueldad es tan amplia que nos perturba el entendimiento y nos rebaja a tener que considerar incluso tales estrecheces. Algo tendría que explicar su ejecución en tres días de 2.400 prisioneros españoles y canarios civiles; su masacre de tres docenas de sacerdotes en Angostura; su exterminio de la población indígena de Pasto; el exterminio de todos los españoles y canarios civiles de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria; y tantas otras de sus «hazañas»…

Criollo incomprensible, destructor de mundos en progreso, fue el Padre del terror y de los errores republicanos, no del verdadero venezolano, que es hispánico y no es inferior ni bastardo, contrario a lo que la república y su historia oficial bolivarista introduce en el subconsciente de un niño.
Bolívar fue un vengador auto inventado y auto invitado, su legado es un complejo psicosocial artificial, un resentimiento aprendido, falso, innecesario.

VENEZUELA: 
DE ESPLENDOROSA PROVINCIA ESPAÑOLA 
A SUPUESTA VÍCTIMA EX-COLONIAL

¿A que es cierto que al oír la palabra «independencia» los venezolanos pensamos en «yugo» y en «cruel imperio español»? Haber usado «independencia» en vez de «secesión» fue para los vencedores de aquella hecatombe triunfar también en el plano de la propaganda. Decir la verdad, que era una «guerra civil» (auspiciada además por Gran Bretaña), era perder el país. Había, pues, que llamarla «independencia».
Hasta comienzos del siglo XIX, Venezuela fue una provincia española próspera y decente, parte integral del vasto imperio español. Lejos de ser una colonia discriminada, explotada y oprimida, como la historiografía oficial pretende, Venezuela tenía un estatus de provincia y había florecido bajo el amparo de las políticas desarrollistas de la Corona. Esto no se enseña en ninguna parte, ningún sistema educativo lo promueve. En los años previos a la «Revolución de Independencia», el libre comercio de los puertos decretado por el rey Carlos III le había permitido a Venezuela triplicar tanto su población como su economía.

Contrariamente a la narrativa oficial, que enaltece la gesta independentista como una lucha necesaria contra la opresión colonial, la provincia de Venezuela creció y prosperó económica y culturalmente mucho más que en su período republicano ulterior. Fue precisamente la «independencia», liderada por una élite criolla ambiciosa y oportunista, lo que significó para la mayoría la ruina de una tierra que había sido descrita por Humboldt, apenas diez años antes, en 1800, como «la región más próspera y apacible del planeta».

El movimiento independentista americano no fue un clamor popular, fue una conspiración secesionista liderada en distintas provincias ultramarinas por figuras como Bolívar, O’Higgins y San Martín, quienes negociaron las riquezas del continente con potencias extranjeras rivales de España, especialmente con Gran Bretaña. Estos caudillos criollos, ni de lejos representantes de la mayoría de la población americana, de hecho tuvieron que apoyarse enteramente en ejércitos mercenarios contratados en el extranjero para luchar contra una sociedad local que permanecía leal a la Corona. Esta extensísima sociedad ultramarina realista, compuesta por todas las clases, incluidas la indígena y la esclava, no sólo veía en la monarquía española una representación históricamente legítima y fundacional, sino una fuente de protección y estabilidad futuras.

En aquellos tiempos, todos los habitantes de Venezuela, sin importar su origen étnico, se consideraban españoles. No confundamos esta identidad nacional con su diferencia intrínseca de clases, que era por entonces el paradigma universal, la norma societal vigente en el mundo. En Venezuela, el sentido de pertenencia a la nación española era tan mayoritariamente común como natural, y, al igual que otras espontáneas expresiones anteriores de lealtad, esta misma manifestación popular de pertenencia volvió a reflejarse en la participación voluntaria de todos los estratos sociales en las filas de la resistencia realista, incluyendo a negros e indígenas. Estos grupos étnicos también se enlistaron voluntariamente en los ejércitos reales, que eran los que representaban las leyes protectoras de sus derechos sociales. Derechos bien definidos y contemplados en las Leyes de Indias. Aparte de una extensa lista de deberes de manutención asignados al «amo» contemplados en ellas, cuyo incumplimiento era reprendido severamente, en la monarquía española los esclavos podían comprar su libertad y ser tratados como vasallos con plenos derechos, a condición de asumir responsablemente el estatus de autónomos (libertos). Los indígenas, por su parte, gozaban también de una legislación proteccionista especial que les aseguraba tanto su libertad como la propiedad de sus tierras.

La independencia no trajo consigo la libertad sino el caos. La Venezuela que emergió de las guerras independentistas salió de ellas como una tierra devastada, marcada por la violencia, la expropiación y el saqueo. Las élites, que asumieron el poder de facto, se embarcaron de inmediato y sin interrupción en disputas intestinas que prolongaron durante décadas el pillaje y la miseria. Muy pronto la promesa de un nuevo comienzo incluso dejó de mencionarse.

Con la destrucción del antiguo orden (por la cual pereció un tercio de la población venezolana y otro tercio emigró por su vida), los revolucionarios se encargaron también de borrar la memoria histórica. La propaganda anti-española, difundida simultáneamente tanto en Europa como en Hispanoamérica, sirvió para reescribir el pasado y justificar la «revolución». En adelante, España fue presentada ante el mundo como el fracaso de una potencia atrasada, explotadora, cruel y sanguinaria, no como la autora de un emprendimiento realmente épico que había cambiado al mundo, dándole entre otras cosas su redondez escondida. Esta manipulación posterior de la historia también sepultó la memoria de una fundamental y voluntaria participación indígena en la construcción del Nuevo Mundo.

El legado de la independencia en Venezuela es un falso decorado de figuras maquilladas. Los venezolanos no contamos con una identidad hecha de realidades históricas sino de símbolos forjados. No en balde las repúblicas que surgieron en América tras la disolución del imperio español fueron incapaces de replicar la prosperidad y la estabilidad de su era provincial anterior. El continente quedó fragmentado en una serie de Estados rivales, débiles, empobrecidos y endeudados bajo la nueva hegemonía económico-cultural anglosajona, facilitada notablemente por Bolívar. La primera entidad bancaria fundada en Venezuela después de la «independencia» fue el «Banco Colonial Británico», en julio de 1839, esto es, dos años antes que el «Banco Nacional Venezolano». A buen entendedor…

Posteriormente, el siglo XX trajo a Venezuela oportunidades de prosperidad, pero totalmente inconexas con su pasado «revolucionario». Entre ellas la riqueza petrolera que prometía, cual obra providencial, redimir el pasado y construir un futuro de abundancia. Pero dicha riqueza fácil, caída en manos de un oportunismo atávico, propio de aquella misma élite secesionista del siglo precedente, sólo consiguió con dicho rubro redentor exacerbar los problemas del nuevo país, perpetuando la corrupción y la desigualdad. Los famosos «40 años de democracia», hoy celebrados ingenuamente como una época de progreso, en realidad fueron apenas un breve respiro dentro de la ya larga historia de corrupción y despilfarro republicanos. Habida cuenta de lo detentado ahora por gracia natural, y de los sacrificios padecidos, la población no merecía que dicho período fuera tan efímero. Pero la fuerza de los símbolos, especialmente los erigidos sobre bases históricamente falsas, no es realmente verdadera y no da para construir nada sobre sus hombros; la solidez de una cultura emprendedora, como la prevaleciente durante el período provincial, es irremplazable, y con la llamada «revolución» libertadora la perdimos un siglo y medio antes.

La historia de Venezuela, desde su «independencia» hasta el presente, es en gran medida una historia de oportunidades perdidas como país, de «viveza criolla» (oportunismo) e indolencia continuada. Se trata de una tendencia idiosincrática a la auto depredación. Todo ello es un subproducto republicano. La libertad es algo más profundo y complejo que un simple arrebato, que un «hacerse con el poder». Nuestra «independencia», que debía traernos libertad y prosperidad, sólo trajo división y ruina.

Así, no hay nada de qué sorprenderse ante la emergencia dos siglos más tarde de una brutal tiranía como la chavista. Es esto, nada más ni menos, lo que traen precisamente todos los falsos relatos liberticidas, los mismos que se imponen por la fuerza cuando nada de lo que reivindican realmente falta —por bellas y progresistas que parezcan las cartas históricas conservadas—.

Es así como en nuestro caso sus autores se dieron a la tarea de inventar lo que no faltaba. Bolívar fue, prácticamente solo, quien inventó con su retórica y sus actos que éramos una colonia en vez de una provincia, es decir, quien decretó y quiso probar que existía lo inexistente (la colonia), y quien, para que lo existente (la provincia) no existiera, lo aniquiló. Decidió el lanzamiento de esta guerra civil inventándola de la nada y llamándola por otro nombre. Luego de un buen primer fracaso militar contra un orden popular eminentemente realista, que le salió al paso y lo obligó a huir por mar, regresó por occidente convertido en un Atila psicótico, poseído por la visión mental de una colonia inexistente, decidido a crearla en el acto mismo de aniquilarla. A falta de monstruos contra quienes aplicar su terror jacobino, robesperiano, fue inventándolos a su paso. En 1813, a su llegada a Caracas, escribió: «…marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción, han sido pasados por las armas». Así lo confesó con orgullo neroniano en carta al separatista Congreso de la Nueva Granada.

En términos generales, durante nuestra decente provincia española, sin ser perfecta ni idealizable, no faltaba unión, prosperidad ni libertad. La presente tiranía, cuyo derrocamiento es inexorablemente necesario, debería servirnos como ejemplo a todos los venezolanos para entender las trágicas consecuencias que cualquier falsa historia oficial depara indistintamente en una sociedad. Nos urge entender que esta abominación chavista surgió de una Venezuela a la que se le vendió desde su fundación republicana un relato antiimperialista, cuando ella misma había sido en tanto que provincia una de las mejores obras imperiales de un reino generador y emprendedor, como el español.

El régimen chavista es un burdo coletazo de la tiranía bolivarista, que hace dos siglos decidió unilateralmente, sin consenso social alguno, arrancarnos por la fuerza de España. Así, nuestra decorosa provincia fue arrasada y mal reconstruida a duras penas al calor de guerras intestinas caudillistas, siempre bajo el yugo balcanizante de la deuda británica, cual una republiqueta entre veinte, con pies de barro y normalizada en la leyenda negra antiespañola, condenada a practicar la amnesia de su irreversible error «independentista».

X. P.


Nota de Yanka: 
"Hispanoamérica fue traicionada por un español nacido en la capitanía general de Venezuela del Virreinato de la Nueva Granada.
Destrozó y descuartizó la gran España en los tres océanos con la excusa de La Gran Colombia, vendiéndose y endeudándola a los enemigos como Inglaterra. Consiguió división, guerras, pobreza, más colonización... y subdesarrollo para siempre..."

Prólogo

Todo comenzó con una traición.

No fue una epopeya heroica, ni un clamor de pueblos oprimidos, ni un despertar de conciencias dormidas. Fue una ambición personal, un saqueo planificado, una men­tira cuidadosamente sembrada en los corazones hasta volverse dogma, herida abierta, enfermedad hereditaria. Y Venezuela, más que cualquier otro rincón de Hispanoamé­rica, fue el laboratorio perfecto donde el experimento del odio a la propia sangre se ejecutó con éxito brutal.
Se nos enseñó a venerar al verdugo como padre, a glorificar la desolación como nacimiento, a despreciar nuestras raíces para encadenarnos a mitologías ajenas. 
Y al centro de esta gran farsa, como tótem supremo, se erige Simón Bolívar, piedra angular de la destrucción, icono hueco de una curiosa independencia que sólo trajo cadenas. No se trata de ajustar cuentas con los muertos. Se trata de arrancar la venda que los vivos aún llevan en los ojos. Es un descenso sin concesiones al verdadero rostro de nuestras tragedias: el egoísmo disfrazado de libertad, la codicia enmascarada de justi­cia, el odio a uno mismo bautizado como redención.

No hay redención posible mientras persista el mito. 
Por eso hay que demolerlo.
Piedra por piedra.
Capítulo I

El crimen universal que fundó ala república: 
la orden del 8 de febrero y la triple masacre silenciada

La independencia de Venezuela no comenzó con un grito de libertad. Comenzó con una degollina.

No hubo acta, ni congreso, ni declaración. Hubo un documento, sí, pero no procla­ maba derechos: ordenaba ejecuciones. Fue escrito de puño y letra por el hombre que después sería consagrado como Libertador. Y en vez de sellar el nacimiento de un país justo, marcó la apertura de una época atroz, que el mismo autor de aquella orden lla­maría -sin ironía- «la espantosa revolución».
Todo comenzó con una carta. Está fechada en Valencia, a las ocho de la noche del 8 de febrero de 1814, y dice:

«Señor Comandante de La Guaira, ciudadano José Leandro Palacios: Por el oficio de US. de 4 del actual, que acabo de recibir, me impongo de las criticas circunstancias en que se encuentra esa plaza con poca guarnición y un crecido número de presos. En su con­secuencia, ordeno a US. que inmediatamente se pasen por las armas todos los españoles presos en esas bóvedas y en el hospital, sin excepción alguna.
«Cuartel General Libertador en Valencia, 8 de febrero de 1814. 2°, a las ocho de la noche. SIMÓN BOLÍVAR».

Según relata Salvador de Madariaga en el tomo I de su biografía Bolívar, el Libertador no actuó impulsivamente. Antes de firmar esa orden, había recibido correspondencia previa de Palacios. Allí se le informaba de la cantidad de presos que no podían ser custodiados y del riesgo que eso representaba para la seguridad de la plaza. Fue una decisión meditada. Calculada. Ejecutiva. No hay en esa carta ni asomo de duda ni fór­mula de justicia. Es un mandato de exterminio. Y fue cumplido.

Imagínese la escena: un jinete delgado, con el uniforme polvoriento, galopa de noche desde Valencia hacia el puerto de La Guaira. Cruza montañas, valles y pueblos. Lleva en la pechera un pliego cerrado. La carta que porta no pide refuerzos, ni trata sobre estrategia militar. Es un mandato seco: 
«pasar por las armas sin excepción alguna». O quizás el mensaje viajó por mar, desde Puerto Cabello, en una pequeña embarcación. Seguramente ocurrió así: un emisario de confianza entrega el pliego a Palacios en su despacho. 
El comandante lo lee, no dice palabra, y lo dobla con cuidado. Después co­mienza el conteo de las víctimas.

José Leandro Palacios, caraqueño de linaje, bisnieto de un comandante general de la provincia (un criollo elegido cinco veces alcalde de Caracas), responde con una eficacia que no deja lugar a dudas. Durante cuatro días consecutivos -del 13 al 16 de febrero- va remitiendo partes militares a Bolívar, informando de la marcha de la ejecución. No escribe crónicas ni hace valoraciones, rinde cuentas como quien vacía depósitos, o como si se tratara de simples movimientos de ganado:

«En obedecimiento a la orden expresa del Excmo. Sr. General-Libertador para que sean decapitados todos los presos españoles y canarios reclusos en las bóvedas de este puerto, se ha comenzado la ejecución pasándose por las armas esta noche 100 de ellos. Y lo comunico a V.S. para su inteligencia. Dios, &c. Guaira 13 de febrero de 1814. Leandro Palacios, Co­mand ante General de la Provincia».

«Ayer tarde fueron decapitados 15O hombres de los españoles y canarios encerrados en las bóvedas de este puerto y entre hoy y mañana lo será el resto de ellos. Lo participo a V. S. para su inteligencia. Dios, &c. Guaira 14 de febrero de 1814. Leandro Palacios, Coman­ dante General de la Provincia».

«Ayer tarde fueron decapitados 247 hombres de los españoles y canarios encerrados en las bóvedas,y sólo quedan en el hospital 21 enfermos, y en las bóvedas 108 criollos. Lo parti­ cipo a V.S. para su inteligencia. Dios, &c. Guaira 15 de febrero de 1814. Leandro Palacios, Comandante General de la Provincia».

«Hoy se han decapitado los españoles y canarios que estaban por enfermos en el hospital, último resto de los comprendidos en la orden de S. E. Lo que participo a V.S. para su inte­ligencia. Dios, &c. Guaira 16 de febrero de 1814. Leandro Palacios, Comandante General de la Provincia».

«Se servirá V. S. elevar a la consideración de Excmo. general en jefe, que la orden comu­ nicada por V. S. con fecha del 8 de este mes se halla cumplida, habiéndose pasado por las armas, tanto aquí como en la Guaira, todos los españoles y canarios que se hallaban presos en número de más de 800, contando los que se han podido recoger de los que se hallaban ocultos. Dios, &c. Guaira 25 de febrero de 1814. Secretario de la guerra».

Las ejecuciones no fueron limpias. Pero fueron relativamente discretas, porque ocu­ rrieron en el Fuerte San Carlos, una construcción militar enclavada en la montaña, sobre el puerto de La Guaira. Allí, lejos de las miradas, los cuerpos fueron decapitados con machetes o sables, apuñalados, ahorcados, rematados a pedradas, quemados vivos, ejecutados en hogueras improvisadas. Se evitó el uso de pólvora, que había que conservarla para la guerra. El asesinato así era también más económico e íntimo, sin el ruido de fusilamientos.

En Caracas, la ejecución de la orden no contó con la discreción colateral de la de La Guaira, pero vaya si se cumplió. Allí las ejecuciones fueron visibles, ocurrieron en las plazas. Pero fueron tan sucias y desesperadas. Los presos eran sacados delos calabozos del cuartel y conducidos más allá del patio, al exterior. Serían además ejemplarizan­tes. Algunos prisioneros no podían caminar. Eran arrastrados por los cabellos, por los brazos, por los pies. Se usaban sables, lanzas, cuchillos, piedras. Se ataban a los hombres de dos en dos para economizar el esfuerzo. No se disparaba. La pólvora se reservaba para los realistas en combate, no para los realistas civiles, que eran la mayo­ría de estos prisioneros. Y no, por supuesto, para los realistas enfermos.

Imaginemos los eventos: allí vemos a un oficial que se negó a participar, y fue degra­dado, y también ejecutado. Otro, no lejos, tuvo que llorar mientras golpeaba con el filo de su bayoneta a un comerciante viejo que había sido su vecino. Todo ocurrió a plena luz del día. Algunos vecinos cerraban las ventanas. Otros miraban. Nadie intervino.

En Valencia, la escena fue igualmente brutal. Los presos fueron degollados por gru­pos. A los enfermos los sacaban en camillas para matarlos en la explanada. El hedor de los cuerpos debió llegar hasta las casas. Allí no hubo listas. No hubo partes. Bolívar en persona supervisaba.

Pero podemos -y debemos- seguir imaginando escenas: en un momento de silencio, un miliciano joven, no mayor de diecisiete años, recibe la orden de degollar a un hom­bre que está de rodillas. Teme fallar el primer tajo. Le tiembla la mano. El capitán le grita. Entonces cierra los ojos y corta. El filo se traba en el hueso. Tiene que volver a dar otro golpe. Después otro. Y otro. Cuando el cuerpo cae, alguien se le acerca y le da un codazo, como diciendo: «ya está». El joven no responde. Su cara está manchada de puntos rojos.

Nadie hablará de eso. ¿Es morbo nuestro permitirnos imaginarlo tan gráficamente? La historiografía oficial ha preferido hablar de «fusilamientos». Pero los partes mismos indican lo contrario: las víctimas fueron «decapitadas», y las crónicas contemporá­neas hablan de otros medios empleados. Las decapitaciones no fueron con guillotina. Fue un exterminio sistemático y deliberado, por orden del comandante supremo, Bo­lívar, pero realizado por todos los medios.

Y, sin embargo, la cifra final que se dio en el parte del 25 de febrero no corresponde con lo que más tarde sabría el médico caraqueño José Domingo Díaz, exiliado en Curaçao.

En Recuerdos Sobre la Rebelión de Caracas, Díaz relata que entre los papeles incautados a Urdaneta apareció una carta del oficial Ricaurte a su padre. En ella afirmaba con franqueza que la cifra de muertos era de 2.400.

«En carta de un tal Ricaurte, oficial al servicio de Bolívar, encontrada entre los papeles cogidos á Urdaneta en Barquisimeto para dirigirla á su padre, le cuenta haber sido sa­crificados dos mil cuatrocientos godos, de los cuales novecientos eran criollos adictos á la causa de la nación».

Así lo recoge Díaz, con una nota literal al pie de la página 158 que podemos encontrar en la edición original de su obra impresa en Madrid en 1829. No es rumor ni conjetura. Es la palabra de un patriota. Un hombre de Bolívar. Y la cifra duplica -casi exac­tamente- la que Palacios había comunicado, o la de 1.253 muertos, que el general H.L.V. Ducoudray Holstein dio en 1828 en sus Memorias de Simón Bolívar Presidente Li­bertador de la República de Colombia y de sus principales Generales.

Pero Díaz no se conforma con citar cifras. Él no fue testigo presencial de la degollina -estaba entonces en el exilio-, pero tenía fuentes directas y testigos. Era activista, cronista y parte civil de la resistencia realista. Su estilo no es académico: es visceral. Su prosa no busca convencer: busca honrar la verdad, llamar las cosas por su nombre, po­nerlas en su sitio. Sus palabras son un estallido.
En la Gaceta de Caracas, número 14, del 2 de mayo de 1815, entonces bajo su direc­ción, José Domingo Díaz redacta lo que sin duda son las palabras más demoledoras y frontales jamás dirigidas en vida a Simón Bolívar. Su tono no es político ni jurídico. Es profundamente humano:

«Venezolanos: en nuestro idioma no hay una palabra capaz de expresar suficientemente esta especie de descaro. Vosotros que, fuisteis testigos de sus bárbaras atrocidades, juz­gadle.

«Quando toda la superfisie de Venezuela está manchada con la sangre de hombres inocentes y pacíficos sacrificados a su insensata y desmesurada ambicion: quando cente­ nares def amilías lloran en la horfandad y la miseria la muerte injusta de sus pad res, de sus esposos: quando todavía se oyen con lágrimas los nombres de Iparraguirre, Sanchez, Arizurrieta, M adariaga y otros muchos que mereciéron el aprecio universal por la bondad y dulzura de sus costumbres, ¿te atreves, Inhumano, a decir a la faz del mundo que jamas en Venezuela se ha cometido un acto tan chocante y reprehensible, ni sido sacrificados los espatioles ilegal e injustamente?

«¿Te has olvidado acaso de la inmensa y horrible serie de crímenes con que llenaste los once meses de tu usurpacion, e hiciste desaparecer a tantos hombres dignos de mejor suerte? [...]

«Desde vuestras pobres y ensangrentadas sepulturas en que ya descansaís, hablad voso­tras cenizas respetables de mas de quatrocientas victimas que habeis sido sacrificadas a la ambician mas desenfrenada, en medio de los insultos mas atrevidos. Hablad vosotros innumerables españoles que gemís en las bovedas de La-Guayra, despues de haber sido públicamente robados por el depositario de vuestra libertad. Y vosotros que ya descansais para siempre de vuestros males, despues de la agonía de una muerte perfida conducidos al hospital de aquel puerto, cuya santidad e inmunidad jamas violó pueblo alguno, hablad tambien y publicad quales fuéron vuestras últimas agonías.

«¿No eres tú mismo a quien dixe en 24 de diciembre del mismo año: "Tú sí, hombre cruel, que en el furor de tu desenfrenada ambición has exercido por medio de tus mas crueles ministros cuantos actos de inhumanidad han podido inventar la rabia, el temor y la venganza. Vuelve los ojos a esas estrechas prisiones de La-Guayra, en donde tienes sepul­tados todos los europeos y canarios que se libertáron del asesinato con que señalaste tu entrada, y todas las tropas que entregáron las armas baxo la salvaguardia de un tratado.
Mira a cada dos con un par de grillos: con ese nuevo e inaudito género de tormento, en donde las incomodidades del uno se hacen comunes al otro, y en donde se ha visto ya tener un cadáver por compañero inseparable de muchas horas. Mira esa multitud de hombres venerables, cuyas costumbres y beneficencia han honrado a nuestra patria, desnudos, desollados por el calor, respirando una atmósfera ya pestílencial, traspasados de hambre, cubiertos de miseria. Mira ese alimento que les franqueas: ese groserísimo alimento de pocas onzas de legumbres, y otras pocas de plátanos. Mira comerlo mezclado con sus elo­quentes lagrimas a esos mismos que en otro tiempo franqueáron sus caudales para que vuestros cólegas fuesen tratados con abundancia en esas propias prisiones. Mira esa mul­titud de honrados, cuyas espaldas has despedazado con azotes, bañados en llanto, mas por esta ingratitud que por sus dolores. Mira, en fin, ese crecido número de cadáveres que diariamente salen de las mazmorras, llevando en sus negros y desfigurados semblantes la verdadera imágen del criminal que los ha sacrificado. ¡O compatriotas, cuya probidad y rubor todavía existen á pesar de tan funestos exemplos, volved tambien vuestros ojos para compadecer á las víctimas, y maldecir al tirano!"?

«¿Qué respondiste entonces? ¿Qué respondieron tus baxísimos aduladores? Dí. Ni tú hi­ciste, ni ellos hicieron otra cosa que llenar tu miserable gaceta con calunnias e injurias las mas atroces e indecentes. Se dirigieron á mi persona, y se desentendieron aun de poner en duda los crímenes que para que fuesen tú y ellos conocidos, yo presentaba á todo el mundo. Los confesaste con tu silencio; aunque no podías negarlos delante de un pueblo que los miraba.

«¿Qué executaste quando las victoriosas tropas de Boves hicieron desaparecer por la primera vez en La-Puerta las que mandaba Campo Elias? ¿Qué hiciste? Di.

«¿Qué fin tuvieron los infelices enfermos y heridos, que á su retirada de Bocachíco dexó el valiente Boves en los hospitales de la villa de Cura? Acuerdate. Un oficial tuyo los asesinó en sus mismas camas, sin que su situacion fuese bastante á detener el brazo de aquel digno compañero de tus maldades.
¿Donde están los desgraciados que despues de muchos meses de las mas horribles prisiones, sufridas contra tus palabras y juramentos, y en desprecio de solemnes tratados y promesas mandaste que fuesen conducidos a la plaza de Puerto-Cabello para ser allí cangeados?
¿Qué se híciéron? ¿Quantos se cangeáron? Acuérdate: veintidos: los demas, o fueron asesi­nados en los caminos, o perecieron de hambre, de insultos y fatigas.
«¿Qué se hicieron 200 enfermos que se hallaban el 28 de enero ultimo en los hospitales de Guasdualito, quando tus agentes estuvieron pocas horas apoderados de aquel pueblo? Acuérdate: sus cabezas fueron conducidas á Pore. Por ellas hubo regocijos y fiestas publi­cas: y aquel nefando asesinato que solo tu y tus viles aduladores pudieron aprobar, fué ce­lebrado como el triunfo del valor.

«Has desolado nuestra patria: has hecho degollar, o degollado la juventud de Venezuela: se han destruido sus pueblos, quemado sus campos, y aniquilado su comercio. Esta es tu obra. Ve aquí tus proezas: no lo niegas: tu mismo la llamas nuestra espantosa revolucion. Sí: tuya es: gloriate de ver los caminos publicas cubiertos de esqueletos,y familias enteras desaparecidas, o en la indigencia. Algun día quando la eterna sabiduría que te conserva para castigo de los pueblos haya llenado sus incomprehensibles designios, entónces ca­yendo sobre tí todo el peso de su justicia expiarás tus horribles crímenes, como han expiado los suyos muchos de tus cólegas. Tiembla: ese día terrible ya se acerca: e ¡infeliz de tí sí entre tanto vives tranquilo sin que la sombra de tus innumerables víctimas no te persiga á todas horas!

«Esos desgraciados pueblos de Santafe que Dios ciega para que no te conozcan, ni recuer­den tu primitiva conducta hacia ellos, digna por lo menos de su desprecio: esos pueblos comienzan á ser la presa de tu ambicion. Les das ya en recompensa de su credulidad los males que te son inseparables, y muy en breve toda la superficie de su territorio presenta­ ría el mismo espectácuto á que has reducido nuestra patria, si el mejor de todos los reyes no hubiese dado una ojeada de compasión sobre ellos,y nosotros. Doce mil hombres de los que vencieron a Napoleon Bonaparte en tantas batallas, y de quienes quando los desprecias, tiemblas, y algunos otros miles de aquellos cuya ferocidad ya conoces, van a arrancar de tus manos parricidas esa incauta presa que d evoras, y con cuya sangre te saboreas. Se ha pasado ya el tiempo de tus imposturas: poco importa tu hipocresía, menos tu descaro, aun menos tu desesperacion. Sabes que la sangre inocente que derramaste, va a ser vengada dignamente. Sábelo; y quando veas los leones que despedazaron las águilas de Bonaparte: cruel, tiembla. [...}

«¿Te has olvidado acaso de tu famosa orden de 8 de febrero ?¿De aquel rasgo de cobarde ferocidad a que no igualaron Tiberio ni Caligula? ¿Vives tranquilo, o á todas horas no se presenta á tu menoría esa órden del asesinato universal?

«Inhumano, que ahora lleno de una grosera hipocresía te presentas entre los pueblos de Santafe negando las maldades con que desolaste nuestra patria: tú fuiste quien presento al universo las sangrientísimas escenas de febrero. Tú fuiste, tú que ahora lo niegas, quien hizo morir de los modos mas inauditos y escandalosos tantos centenares de hombres inocentes: a nuestros amigos, a nuestros conocidos, nuestros mas apreciados. Tú quien de­xaste tantas viudas y huérfanos miserables y desconsolados. Tú quien hizo a Venezuela el objeto de abominacion de todos los hombres.

«Bárbaro: yo he nacido como tú en este suelo desgraciado: siento todos sus males como quien más puede sentirlos: y siendo tu conocimiento uno de sus principales remedios, no descansaré miéntras no te conozcan todos.

Pueblos sencillos de Santafe, que abrigais el mas cruel de todos los hombres, leed en los siguientes documentos su corazon, la verdad que merecen sus palabras, y la suerte que os espera». [Aquí publica los partes de José Leandro Palacios sobre la matanza, antes citados]
«Cruel: esta es tu obra: estas tus hazañas, tus glorías militares. Huyes en el campo entre­gando tus soldados al arbitrio de tus vencedores, y asesinas fríamente en los pueblos a los hombres indefensos y pacíficos. Allí sacrificas á tu ambicion tus sencillos compatriotas: y aquí á tu temor y á tu codicia los que por tantos años han sido tus conciudadanos. Esta es tu obra: la obra de tu brutal y detestable política».
«Carácas abril 30 de 1815. - Josef Domingo Diaz».

Lo que vino después, por décadas, por generaciones, fue el silencio. No hubo duelo. No hubo exequias.
Las ciudades futuras, en la república, vivieron a su ritmo. Venían del miedo. Sin saberlo.

En febrero de 1814, la sangre fue lavada con cal. Las bóvedas cerradas. El Fuerte San Carlos quedó en silencio. Las plazas de Caracas dejaron de hablar. La tierra removida ocultó los cuerpos. Y la República, recién nacida en este acto bautismal apocalíptico, quedó fundada. Signada por este hecho. Un siglo más tarde la república ya tendría un Capitolio y frescos de batallas uniformadas adornando sus salones elípticos. Arcas con Actas y Proclamas de salón.

Pero no fue así como pasó. Y el nuevo país jamás lo supo.

Volvamos a nuestra fundacional masacre fratricida. Cuatro meses después de ella, no fueron sin embargo los realistas quienes comenzaron a huir. Fueron los republicanos ante la inminente llegada de Boves. Y arrastraron con ellos a los civiles sobrevivientes, traumatizados, condenados por sus vidas a seguirlos. Y a callar.

Ese tenía que ser el «pueblo» que seguía a su «Libertador» hacia Oriente. Hombres, mujeres, niños, monjas, esclavos, comerciantes, mendigos, ancianos, recién nacidos. No huyendo: avanzando obligados, secuestrados. Y es que la matanza fundacional no provocó adhesión, sino falsa estampida. Montada por el terror. Pero no del que venía, Boves, sino del que huía, Bolívar.

El éxodo también fue una orden, y todos sabían que no seguían precisamente a Moisés...

Tampoco fue una marcha organizada, ni una evacuación planificada. Fue un flujo humano desgarrado que salía de Caracas y de los valles centrales hacia Cumaná, Bar­celona, Maturín. «Huían» arrastrados por Bolívar. Bajo la influencia de lo que habían visto. De lo que se había hecho en nombre de la «patria libre».

Pero no todo el botín era humano, ni logró todo atravesar los caminos de oriente. En la refriega de la retirada, cuando la ciudad ya había sido dejada al hambre, al espanto y al silencio de los rezagados, ocurrió un hecho que desmiente la leyenda heróica con brutal sencillez: una parte del tesoro que Bolívar y sus secuaces habían sustraído de las iglesias -alhajas de plata, joyas litúrgicas, cálices, custodias y cruces- fue captu­rada por las tropas realistas. Nuevamente, es José Domingo Díaz quien lo relata con precisión:

«Se cogieron 36 quintales [ l.656 kg ] de alhajas de plata y oro robadas por el sedicioso en su fuga a las iglesias de Caracas, y las cuales, remitidas puntualmente al Reverendísimo é Ilustrísimo Arzobispo, se entregaron a las iglesias a que pertenecían: entrega que yo pre­sencié por órdenes del Gobierno».

¡Más de una tonelada y media! Una «minucia» libertaria...

Pensando en este rapto de masas que nos han contado como éxodo,nuestra imagina­ción nuevamente nos asalta. Necesitamos contárnosla. Había pasado febrero, marzo, abril, mayo, junio. A comienzos de julio Bolívar decretó la evacuación. El 7 al amane­cer, una mujer vieja, vestida de negro, salió por la quebrada de Catuche con una niña descalza. Llevaba una imagen de la Virgen y un pañuelo donde había envuelto unas monedas, un pan y una medallita de San José. Se sumó a la fila de cuerpos en «fuga». No sabía adónde iba. Sólo que no podía quedarse. Más de veinte mil almas en pena. Pero sólo mucho menos de la mitad sobreviviría, por las inclemencias del camino. Otra masacre...

Así partió aguas Venezuela: no como nación heroica, sino como procesión del espanto.

Los verdaderos actos de independencia, fueron contra ella. Una hemorragia. Una matanza, una migración involuntaria. Una huida impuesta por autoproclamados «pa­ triotas» sin patria. Que acababan de llamarla traidora y de asesinarla.

La «independencia» era un adiós final a la apacible y próspera provincia imperial. Nunca más sería la misma.

Mientras algunos cuerpos podían ser enterrados o incinerados por sus familiares, mientras el éxodo se deslizaba por los caminos de Oriente, el nuevo Estado comenzaba a construir su relato. Porque todo crimen necesita su excusa. Y esta se escribió en tinta patriótica, literalmente roja.

Venía ya firmada. Un decreto de guerra a muerte (hoy escrito en mayúsculas) dictado por Bolívar el año anterior, el 15 de junio de 1813. No fue sólo una amenaza: fue una doctrina jurídica de exterminio. Declaraba fuera de la ley a todo español que no abra­ zara la causa independentista.

No había tribunal ni mediación: bastaba con el origen. El texto decía:

«Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, sí no obráis acti­vamente en obsequio de la libertad de Venezuela. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables».

Pero, como vemos, el famoso decreto ni siquiera era respetado cabalmente por su autor, porque también asesinaba a los americanos aunque fuesen «culpables» de di­sensión. Y estos eran la mayoría de la población. Una mayoría que fue víctima en esa masacre fundacional de febrero y siguió siéndolo en tantas otras por más de dos déca­das, a lo largo de las guerras de «independencia», en las que la revolución acabó con un tercio de los venezolanos.

Qué decir del caso, especialmente atroz, de los jovencitos del Seminario de Caracas, reclutados a la fuerza también en febrero, tras la derrota de Barquisimeto. «Bolívar ordenó a Ríbas -por primera vez desde Caramacate- que fusilara a todos los europeos y canarios,y que hiciese marchar cuantos hombres hubiese en la ciudad, con especialidad los jóvenes estudiantes. Ribas eludió las órdenes de muerte, pero llevó a cabo con formida­ble impaciencia la que se refería a los seminaristas». Es Juan Vicente González quien lo relata:

«Ellos serían hoy el ornamento de la República; y empaparon con su sangre los cerros de Vigirima y las calles de la Victoria y los campos de Ocumare. Para el 6 de marzo de 1814, de ochenta y cinco seminaristas habían quedado seis; en julio quedaba uno solamente.

En vano levantó la voz el doctor José Antonio Pérez, provisor y vicario general. Ríbas se envolvió en su amenazador silencio. Una tarde, muy fría del mes de febrero, con lanzas en la mano, pobres niños de veinte años el mayor, de doce no pocos, desfilaban a vista del general Ribas y otros oficiales. Llevaban algunos el sombrero y la chupa clerical; al dejar otros el hábito, habían quedado mal traídos y en camisa. Madres lloraban a su alrededor, mientras los desgraciados niños tomaban un aire marcial y aparentaban resolución y valor».

Hoy nos cuenta la historiografía bolivarista que los jóvenes vencieron al mando de Ribas en La Victoria. Pero no fue así: sólo fueron empleados como carne de cañón. Y aunque sí ganó el bando patriota o secesionista, casi todos perecieron. Quiso el des­tino que Boves se encontrara enfermo y no participara en este infanticidio.

No se trataba de una guerra entre ejércitos, era una purificación por la sangre en nombre de una libertad abstracta. Y si bien fue ese decreto el que proveyó el marco ideológico para la degollina de febrero de 1814, no fue la primera. En 1813, a su lle­gada a Caracas -y antes de huir a Valencia por temor a Boves- Bolívar confesó con orgullo neroniano en carta al separatista Congreso de la Nueva Granada:

«...marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Gua­cara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción, han sido pasados por las armas».

Venía, pues, «fresco» el sanguinario en sus faenas de sangre. La masacre siguiente de febrero ya no era un exceso. Era una aplicación. Una superación.

Pero cuando los partes comenzaron a filtrarse y a circular, y las noticias llegaron por otras vías a ese mismo Congreso de la Nueva Granada, hubo inquietud. Algunos oficiales allí murmuraron. Hubo cartas. Hubo preguntas. Entonces Bolívar recibió re­clamos a finales de ese bárbaro año, en noviembre de 1814, sobre un hecho inacep­table (aunque considerablemente menor), y escribió de vuelta desde Tunja una carta falsamente indignada, moralizante, pretendiendo escandalizarse por la ejecución de unos cuantos prisioneros:

«Este acontecimiento es único en la historia de nuestra milicia, y más extraordinario por su esencia que por los resultados que de él puedan derivarse {...] Estoy poseído de la más alta indignación por este hecho, que a mis ojos es más escandaloso, que cuantos han precedido en nuestra espantosa revolución».

El hecho al que se refería -una ejecución menor, cometida sin su orden directa- era, en efecto, escandaloso. Lo que no dijo fue que el verdadero hecho más escandaloso, la triple matazón de La Guaira, Caracas y Valencia, ya había ocurrido ocho meses antes, y había sido ordenado por él. No como una ejecución aislada, sino como un masivo y sistemático procedimiento de aniquilación, ejecutado durante días y sustentado do­ cumentalmente por partes oficiales.

A partir de ese momento, el proyecto de república de Bolívar optó por no mirar atrás. Se celebrarían otras «victorias». Se elegirían futuros símbolos. Y aquel acto fundacio­nal quedaría sepultado bajo una capa de silencio mortal.

La república fundante jamás pidió perdón. No celebró duelo. Y la del futuro no honró a los muertos, sino al verdugo. A los degollados en el Fuerte San Carlos, en Caracas y en Valencia no se les dedicó una calle, una lápida, un renglón en el himno. Ninguna escuela lleva sus nombres. Ningún feriado los recuerda. Las víctimas no engendraron memoria. No tuvieron genealogía. Nadie heredó sus restos. Su sangre quedó sin rito, sin tumba, sin recuerdo.

Lo que hubo, y ello desde el comienzo, fue una construcción del relato.

El episodio en sí de la triple masacre, en cuanto a él, fue reabsorbido, metabolizado por la república como un «exceso» explicable; una consecuencia lógica del estado de guerra; un acto trágico pero necesario; una herida que no debía tocarse, ni llevarse a las escuelas. En el ámbito académico, en cambio, imposible negarlo deltodo:los docu­ mentos sobrevivieron. Pero es entonces allí que la academia nos recuerda que su rol no es hacer juicios morales. Al «héroe», no obstante, no vacila en llamarlo siempre héroe.

El mito nos vino, directamente de ella o con su venia, con nombre propio. En Venezuela tiene un sinónimo: Simón Bolívar, El Libertador.

Ya no es necesario analizar sus órdenes, ni interrogar sus actos. El título se convirtió en escudo. Y a partir de ese momento, Bolívar deja de ser un hombre para ser una figura sacra. Se le permite todo porque se le atribuye todo. Sus crímenes son tácticas. Sus contradicciones, genio. Sus excesos, pasión.

Pero la cosa comenzó en sus propios días. Los que lo rodeaban entendieron el movi­miento y empezaron a escribirlo en esos términos. La guerra ya no era política: era revelación. Y el degollador del 8 de febrero de 1814 se convirtió en redentor de la Amé­rica oprimida.

Con los años, la Guerra a Muerte fue glorificada como ruptura fundacional. Motivo de orgullo patrio. Violencia heroica. Y Bolívar, exonerado por la historia, subió todos los peldaños del altar cívico-militar.

No hubo expiación. Hubo culto. La nueva república -sin archivos, sin autopsias, sin conciencia- eligió la amnesia como política de Estado. La nación no se fundaría sobre la verdad, sino sobre su ocultamiento.

Pero merecemos saber que su verdadero documento inaugural no fue un acta, sino una orden de ejecución. Y su mayor legado como república al nacer no fue la libertad, sino el silencio, la omisión.

Todo venezolano aprende desde niño que la república nació el 19 de abril de 1810, o quizá el 5 de julio de 1811. Se le enseña que ese fue el día de la libertad, del civismo, del nacimiento de una patria nueva. Se recitan fechas, actas, proclamas. Se honra la pluma. Se canta el himno.

Y se cree que allí comenzó todo. Pero no es cierto. No fue allí donde nació la república real. El acta fue papel. Las firmas, promesa. La guerra, epopeya.

No hubo Estado nuevo, república, nación hasta que Bolívar firmó un decreto.

No tenemos acta, sino orden de nacimiento. Fechada el 8 de febrero que ignoramos. Y que marcó un punto de no retorno. Una frontera de sangre.

Acto irreversible. Una decisión «política» ejecutada con medios absolutos, que no admitía marcha atrás. Ya no había reconciliación posible. Era una guerra de aniquila­ción. El parto sangriento de una nueva forma de poder.

Esa fue -y no otra- la verdadera fundación de la república venezolana. No fue un acta: fue una degollina.

No fue un grito: fue una ejecución en masa.

Epílogo
Carta al lector futuro

Es tarde.

No en el sentido del reloj, sino del alma. Tarde como quien regresa después de cruzar un desierto. Como quien, tras años de combate, guarda la espada no por cansancio, sino porque ya no hay necesidad de herir. Estas palabras nacen con la urgencia de quien quiere salvar algo ante de que desaparezca del todo. Fueron animadas por la fuerza del rechazo, nutridas con una verdad que duele, aunque no sean escuchadas. Pero ahora, al llegar el final, no queda furia. Queda claridad. 

La claridad no ilumina para convencer. Ilumina para ver.

Y lo que se ve es una civilización que ha olvidado su alma. 

El mundo moderno no está extraviado por falta de datos o recursos. Está perdido porque ha cortado el hilo que lo unía con lo alto. Ya no sabe de dónde viene ni hacia donde va. Ya no se pregunta por qué existe, sino cuánto puede consumir antes de extinguirse. El hombre ha dejado de ser un peregrino del sentido para convertirse en un turista superficial del instante.

Y sin embargo, en medio de ese vacío, algo permanece.

No se trata de una creencia. Ni de una doctrina. Es una orientación. Una forma de mirar el mundo sabiendo que no nos pertenece. Una intuición silenciosa de que hay un orden, una medida, una jerarquía entre las cosas. Algo anterior a nosotros, más grande que nosotros, y sin lo cual todo se disuelve.

Los antiguos lo llamaron LOGOS, TAO, DHARMA, ORDO. Pero también lo podríamos llamar simplemente centro. Porque es un un punto geográfico, in una ideología, ni una institución.

Es un eje invisible. Es lo que da forma a la vida cuando ésta no se reduce al deseo.

Eso es lo que se ha perdido.

Y eso es lo que aún puede recuperarse.

No se escribe esto desde una fe dogmática ni desde la obediencia a ningún alta. Pero sin un dimensión vertical, todo cae. La Iglesia -con todas sus sombras- fue durante siglos la gran pedagoga de esa verticalidad. Y España, en su tiempo, fue su vehículo más alto. No por ser perfecta, sino por haber sabido orientar el mundo hacia lo eterno. 

España no fue sólo un poder. Fue una forma.

Una forma que entendía la política no como gestión de intereses, sino como custodia del orden. 
Una forma que entendía la conquista no como saqueo (como el anglosajón), sino como expansión de un centro. 

Una forma que, aun en sus excesos, reconocía y creía que había un bien superior al individuo, una belleza anterior a la utilidad, una ley virtual (no escrita, pero más fuerte que cualquier decreto).

Eso fue lo que se intentó destruir.

No un imperio, sino una visión del mundo interior-exterior. 

Y eso es lo que aquí se ha querido recordar, no como consigna, sino como advertencia. 

Porque la ruina no comenzó con la caída del rey, ni con las independencias, ni con la pérdida de los territorios. La ruina comenzó cuando se olvidó que había un eje. Cuando se confundió libertad con ruptura, progreso con velocidad, justicia con resentimiento. 
La modernidad prometió autonomía y entregó fragmentación. 

Y sin embargo, la semilla no está muerta. 

Sigue germinante. En el lenguaje. En el arte. A veces en el silencio de quien aún se pregunta por el sentido. No necesita restauraciones políticas ni uniformes ceremoniales. Necesita memoria. 
Una memoria que no mire el pasado con idolatría, sino con respeto. No para repetir, sino para comprender. 

España no fue el centro del mundo. Pero si fue uno de los lugares donde el centro se manifestó. Y América -la Hispanoamérica profunda- fue el terreno donde esa manifestación quiso echar raíces. 

Falló. Se traicionó. Se olvidó. Pero no se borró.

Hoy, quienes aún hablan esta lengua llevan en la voz la huella de esa vocación. No para dominar, sino para orientar. No para imponer verdades, sino para no dejar que todo se convierta en opinión. La lengua española -ese río profundo que atraviesa ruinas y fronteras- es tal vez el último testimonio vivo de un mundo que aún recordaba el eje. 

Y por eso se escribe esto. 

No para para los lectores del presente. No para los que buscan polémica o consuelo. Sino para el vendrá después. 

Tú, que has llegado hasta aquí no buscas respuestas. Buscas señales. 

Y si has comprendido algo de lo que aquí se dice, no necesitas que te lo expliquen. Lo reconoces. 

No estás llamado a restaurar imperios, ni a fundar iglesias, ni a defender banderas. Estás llamado a custodiar una llama. A preservar, contra toda oscuridad, la posibIlidad de sentido. A ser, en medio del derrumbe, uno que recuerda. Uno que sepa que hubo una música más alta, una forma más digna, una ley más justa. 

Y quizá -sólo quizá- uno que sepa volver a oírla. 

Lo esencial no se impone. Lo esencial no se olvida. Lo esencial espera. 

No hay nada más que darte. 
Sólo esta palabra: 
RECUERDA.

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