EL SIGLO DEL MILAGRO
La consagración de Compostela
De milagros fantasiosos
Cuentan que Compostela nació cuando Paio, el eremita, fue guiado por unas luminarias misteriosas hasta la tumba del apóstol Santiago. De ahí el nombre de Campus Stellae. Y también que el rey Alfonso II fue el primer peregrino de la historia. Y que comenzó así una afluencia masiva de caminantes que no ha cesado hasta nuestros días. Una increíble sucesión de milagros, ¿verdad?
Pues lamento decir que todo esto es mentira. Una leyenda, nada más. Una fantasía.
La Compostela primigenia
En los primeros tiempos, en torno a un sepulcro sin identificar no había nada más que un burgo modesto y una pequeña iglesia. El propio Vaticano desmintió que esa pudiera ser la tumba de Iacobus, e incluso algún obispo llegó a ser excomulgado por defender esa tesis.
Un milagro tangible
Es en 1068 cuando nace Diego. Él hizo de Compostela una archidiócesis, y creó la catedral más fastuosa del mundo. Él coronó reyes y entronizó papas, ordenó escribir los códices más maravillosos y puso a la insignificante Compostela a la altura de Roma y de Jerusalén.
Él creó el Camino de Santiago, y en torno a él forjó Europa. Esta es su historia, y es real.
Esto es lo que construyó en el siglo del milagro.
Hasta ahora conocías la leyenda. Ahora descubrirás la verdad.
PREFACIO
ARTÍFICE DEL MILAGRO
Un santuario remoto entre colinas boscosas. Y un modesto poblado con cimientos de ceniza. Eso era Compostela en el año 1000. Todo había empezado en el siglo IX, cuando el obispo de la vieja Iria Flavia anunció el descubrimiento de un sepulcro. Siguiendo una vieja leyenda y sus propios intereses, Teodomiro identificó esa tumba como la del apóstol Iacob, el primo hermano de Cristo. El rey cristiano de la época, Alfonso II, suscribió con entusiasmo sus afirmaciones. Concordaban a la perfección con sus intereses políticos.
El aval del monarca le dio un primer impulso al santuario, y empezaron a llegar fieles. Peregrinar hasta las tumbas de los santos era uno de los usos más extendidos en aquel tiempo. Sin embargo, pronto se alzaron las primeras voces críticas. Hombres sabios y doctores de la iglesia sostenían que aquella no podía ser la tumba de Iacobus. Que era imposible que el señor Sant Iago estuviera enterrado allí, y que el apóstol jamás había estado en Hispania. Ni vivo ni muerto.
Sostener algo así era contravenir a la mismísima biblia. Había que acabar con aquel fraude.
El obispo y el rey se reafirmaron en sus tesis. El dominio musulmán, tras un siglo de ocupación, amenazaba con expulsar a los pocos cristianos que quedaban en la Península. Que el mejor amigo de Jesús de Nazaret hubiera elegido aquel rincón de la Gallaecia para su descanso eterno era lo único que podía evitar la consumación definitiva del desastre. Y hubo quienes quisieron creerlo así. Por eso, al principio, la peregrinación a Compostela experimentó un cierto auge.
Sin embargo, con el paso de las décadas, el fervor inicial se fue enfriando.
El poblado que había surgido en torno al santuario no acababa de despegar, y empezaron a pesar más las dudas (y la dificultad de alcanzar el Finis Terrae) que esa leyenda incierta sobre el sepulcro del apóstol. La ciudad, todavía incipiente, empezó a languidecer.
La puntilla llegó en el año 997, cuando Almanzor arrasó el lugar. Tras la razia, Compostela apenas fue capaz de resurgir de entre las brasas. Su santuario pasó a un plano muy secundario en el ideario colectivo de la Europa cristiana. También la sospechosa reliquia que contenía. Ese pudo ser el golpe definitivo.
La ciudad pudo haber desaparecido igual que había nacido: como un milagro súbito entre la bruma. Sin embargo, justo ahí es cuando aparece nuestro protagonista.
En 1068, año de su nacimiento, la ciudad era apenas un villorrio de adobe que se extendía por unas callejas cubiertas de lodo. Una iglesia pequeña y unas casas protegidas por una muralla frágil; un par de prioratos y un puñado de monjes.
Eso era Compostela: un pueblo frío y húmedo en torno a un humilde santuario. Ni rastro de una catedral, ni sede de una diócesis. Un lugar olvidado en los confines de la tierra.
Cómo un hombre logró convertirla en faro de la Cristiandad es lo que hallarás en estas páginas. Él hizo de ella la última Sede Apostólica de Occidente, y consiguió construir la más fastuosa catedral que jamás se había visto en todo el mundo. Nombró reyes y entronizó papas.
Propició la creación de nuevos reinos, y robó las reliquias más sagradas. Instauró tributos que perduraron a lo largo de los siglos.
Mandó escribir los códices más maravillosos de su época y creó la primera guía de viajes de la historia.
Construyó una armada de guerra, algo nunca visto en los reinos hispánicos, y se convirtió en la figura más relevante de su tiempo. Tal vez el mayor genio político de cuantos hayan existido.
Con todo eso, y mucho más, consiguió poner a la insignificante Compostela a la altura de Roma y de Jerusalén. Y todo lo consiguió en una vida plagada de prodigios. Una existencia desbordante de tesón y de talento. No se trataba de un conde, ni de un príncipe, sino del hijo de un soldado. Su nombre, Diego Gelmírez. El artífice del milagro.
Eran tiempos convulsos para los reinos cristianos. Tras la muerte de Fernando el magno, sus reinos fueron repartidos entre sus tres hijos: al mayor, Sancho, le correspondió Castilla; al segundo, Alfonso, el reino de León, y el más pequeño, García, sería rey de Galicia. Sin embargo, poco tardaría Alfonso en coronarse como único rey. Sancho sería asesinado en oscuras circunstancias, y él juraría ante el Cid que nada había tenido que ver con su muerte. Pese a ello, no dudaría en hacer prisionero a García para apoderarse de Galicia.
Las luchas fratricidas incendiaban la cristiandad. Sin embargo, no estaban las aguas más tranquilas tras la frontera andalusí. Las taifas resultantes de la desintegración del califato de Córdoba se disputaban la hegemonía de los territorios islámicos, pagando generosas parias a los cristianos para que los defendieran de sus enemigos… y para que renunciasen, también, a conquistarlos. Hispania entera era un polvorín. Cualquier chispa podía desencadenar una hecatombe. Hasta la más inesperada.
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