Pelayo:
la resistencia que dio vida a un reino y forjó una leyenda.
La novela del héroe que salvó Hispania.
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En 718, al pie de la santa cueva de la Virgen, Pelayo y sus recios astures, que no hace mucho lo han designado rey, acaban de conseguir lo imposible: rechazar al gran ejército del valí al-Hur. Así, Asturia se ha convertido en un reducto incómodo para enemigos y también para presuntos amigos. Ni siquiera su vecino y rival por linaje, Pedro, duque de Cantabria, tiene claro que haya de unirse a él; además, ¿quién es ese advenedizo Pelayo?
La victoria en Covadonga tiene una cara aún más amarga: el jefe de exploradores, Addi, el lobo de los banu ifran, ha dado con un tesoro en su búsqueda de cautivos que esclavizar. Es un niño pequeño, sí, pero es Favila, el hijo de Pelayo, y bien sabe el moro lo que vale. Tanto como Marina, casada con el ambicioso emir Munuza, a quien ella odia, aunque no tanto como a su hermano, ahora rey de los astures: no parará hasta que acabe con su vida y la de su familia.
En la Hispania del siglo VIII, mientras Pelayo guerrea, un moro cruel custodia a un niño, un guerrero fuerte como un oso sucumbirá al embrujo de unos ojos negros y una hechicera busca la fuente para volver con su hijo. Tras Egilona, reina de Hispania, llega Pelayo, una extraordinaria novela armada como un reloj de precisión por José Soto Chica, cronista contemporáneo de un tiempo olvidado y magnífico narrador de la gesta de los que no se rindieron. Honremos a Pelayo pues el héroe que salvó Hispania.
«En aquel tiempo el rey Rodrigo perdió la gloria del reino.
Con razón se mantuvo la espada árabe. Cuya plaga,
por tu diestra, Cristo, expulsaste por medio de tu siervo Pelayo.
El cual al principio, haciéndose con el poder,
victoriosamente golpeó a los enemigos que combatía y,
alzándose victorioso, defendió al pueblo de los astures y de los cristianos».
TESTAMENTO DE ALFONSO II,
BISNIETO DE PELAYO
(originalmente redactado en 812)
PRÓLOGO
Febrero de 783 en un pequeño monasterio de los Pirineos
A García le duelen las manos de frío. Con la diminuta llama de una lucerna descongela la tinta solidificada en el tintero de hierro. Sabe que se está demorando más de lo nece sario en ese menester, pues la tinta ya fluye de nuevo y, sin embargo, sigue aplicando la vacilante llama al metal que la contiene, con el inconfesable propósito de calentarse las ateridas manos. Y es que García se ha propuesto mortificar su cuerpo y someterlo al frío y al hambre,pero está comprobando, una vez más, que una cosa es proponerse algo y otra muy distinta cumplirlo. Por suerte, bien lo sabe él, la conciencia de un hombre es tan acomodaticia como lo es la tinta sobre el pergamino: la misma tinta cuenta una cosa y la contraria, la misma conciencia reniega de algo y luego lo justifica con vehemencia.
Pero los hombres no son ángeles y, además de la voluntad, también tienen frágil la memoria. Por eso Dios quiere que haya personas como él que escriban sobre el pasado. Un pasado hecho de pecado.
Pecado...Por su culpa se perdió el reino de los godos. Pues sin duda fue un castigo divino el que asoló Hispania y la sometió al imperio de los árabes.
Pero se está extraviando en pensamientos oscuros y tiene mucho trabajo por delante. Pues, ahora que ha completado la historia de cómo la ruina se abatió sobre los godos, debe narrar cómo Pelayo reunió a los últimos de ellos y, sumándolos a las gentes de las montañas del Norte, sostuvo, contra toda esperanza, un último estandarte de rebeldía en Hispania.
Disciplinado, García anota las fechas y repasa lo ya escrito. Fue en el año 749 de la era hispana, el año 711 desde el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, cuando el rey Rodrigo sucumbió con su gran ejército ante el poder de las armas de árabes y moros... Pelayo sobrevivió a esa batalla y, durante un tiempo, cabalgó junto a la reina de Hispania, Egilona. Fue esta última mujer seductora y pecadora, que terminó casándose con Abd al-Aziz, el hombre que había dado muerte a su primer esposo, Rodrigo, pero que, loado sea nuestro Señor, recibió al fin justo castigo por sus faltas.
En cuanto a Pelayo, vagó mucho tiempo por Hispania, combatiendo unas veces, huyendo otras, hasta terminar en Asturias. Allí creyó poder olvidarse del mundo y vivir tranquilo, pero el emir Munuza, el mismo que se había casado con su hermana, le tendió una trampa para darle muerte y así poder apoderarse de sus tierras. Para sobrevivir y librar a su gente de la servidumbre, Pelayo subió a los montes y vagó por ellos peleando sin cesar, acosado como una fiera y soportando hambre y penalidades sin cuento ni medida.
Al cabo, pasados cinco años, y cuando ya hacía siete desde que llegaron a Hispania los conquistadores enviados a ella por el califa de Damasco, las gentes de la montaña eligieron a Pelayo como a su príncipe, pues ya no querían seguir viviendo bajo el pesado yugo que los árabes habían puesto sobre su cerviz.
En ese punto, García se detiene. Una racha de viento helado abre el postigo del ventanuco que airea la pequeña estancia. La luz vacila primero, y luego se aviva e ilumina el cuenco de piedra que hay junto al tintero de hierro. Lleva más de sesenta años sin separarse de aquel pequeño y excepcional recipiente, pues parece preservar su vida y aliviar su atormentada conciencia de traidor. Es un objeto precioso que des entona en la celda de un monje, pues está hecho con una ágata translúcida tallada y pulida en forma de sencillo cáliz con la maravillosa habilidad de los días antiguos y que, acunada, traspasada por la luz, libera su mágico misterio avivando el blanco de sus vetas y desplegando entre ellas cálidas tonalidades que peregrinan por el rojo, el castaño y el dorado.
Acaricia el cuenco con doloridos dedos castigados por la artritis y de inmediato cree recibir alivio. Los retira y sonríe cansadamente, pues sabe que esa piedra semipre ciosa, finamente trabajada, vale más que un reino.
¿Quién conoce su valor? Solo él y sus cinco hermanos, y a ellos, a los otros monjes, se lo reveló tras hacerles jurar, sobre el Evangelio de san Juan, que guardarían el secreto.
De hecho, García está convencido de que sus hermanos en Cristo lo tomaron por loco y no lo creyeron. En cualquier caso había de hacerlo, pues de un día para otro mo rirá y ellos tendrán entonces que preservar y custodiar el cuenco.
¿Qué hace pensando en estas cosas mientras el viento gélido entra en la celda y se empeña en congelarle el encogido cuerpo y en apagarle la lucerna? Se levanta ha ciendo un gran esfuerzo, pues no en vano son ochenta y seis años los que tienen sus condenados huesos. Hubo un tiempo, uno muy lejano, en que podía correr durante horas cargado con su armadura y, a continuación, sin pausa alguna, entablar batalla sin que le flaquearan las fuerzas... ¿Para qué lamentarse recordando esas cosas? Para nada.
Cerrar la exigua ventana le roba el aliento y tiene que quedarse un momento allí, apoyado en el postigo, antes de juntar de nuevo suficiente energía como para dar los tres pasos que lo separan de la mesa donde estaba escribiendo.
Cuando logra sentarse de nuevo, está tan fatigado que cree estar a punto de per der el sentido. Murmura una oración y, poco a poco, su agitado pulso recupera, el débil ritmo de un corazón viejo.
¿En qué andaba? Ah, sí, con Pelayo se hallaba antes de que el viento frío abriera la ventana.
Pocos conocen por entero la gesta de Pelayo. Es una historia violenta, plena de aventura y sembrada de acontecimientos extraños.Una de esas historias que muchos prefieren olvidar y que otros adornan con leyendas o sepultan bajo mentiras, conde nas y maledicencias.
Sí, se cuentan muchas cosas sobre Pelayo y los extraños días que le tocaron vivir... Pero contar la verdad, la verdad de lo que realmente hizo y vivió Pelayo, eso es otra cosa y solo alguien como él, un viejo monje medio loco y cansado de vivir, puede atreverse a hacerlo.
¿Valdrá la pena el esfuerzo? Probablemente no. Pero le pesan mucho los años y presiente que la muerte se apresura ya a buscarlo y, quizá por todo ello, se ha propuesto cumplir al fin el último juramento que tantos años atrás le hizo a Pelayo.
Pelayo... fue su hombre y, antes que él, lo fue su padre. Ambos combatieron por Pelayo y lo obedecieron en todo. ¿En todo? Bueno, él, nunca se lo ha confesado a nadie, lo desobedeció, le falló, lo traicionó. Sí, traicionó a su Señor y lo hizo dos veces y por dos mujeres distintas. Primero por una que movió la tierra bajo sus pies y que le demostró que nada, nada dentro de él, era tan fuerte como el deseo que sentía por ella.
Ella... ¿Cómo es posible que aún recuerde tan vivamente su hermoso rostro? La amó más que a su vida y, sin embargo, nunca supo su nombre. Cuando se fue, solo quedó tras ella un vacío que nadie pudo llenar. Por ella mató, por ella arriesgó cien veces la vida, por ella traicionó...
Sí, y otro tanto hizo por la segunda mujer que era para él tan querida como una hermana pequeña y de la que siempre recibió cariño, amistad y comprensión. Ella le sanó las heridas que tenía por dentro, ella fue su confidente, su cómplice... sí, esa última palabra, «Cómplice» es la que más le cuadra y la que más le atormenta a él el alma. Y el recuerdo de la desobediencia, de la traición, es a su vez tan fuerte como el que le dejaron esas dos mujeres y quizá por eso es a su vez tan fuerte como el que ella le dejó y tal vez por eso García se ve obligado afijar de nuevo la mirada en el cuenco de piedra que, guardián de maravillas, sigue haciendo danzar colores y luz en el interior de su alma pétrea y perfecta.
-Ojalá hubiera sido como tú -murmura con infinita tristeza, y ni siquiera él sabe si se dirige a la tallada ágata o al espíritu de Pelayo.
En 718, al pie de la santa cueva de la Virgen, Pelayo y sus recios astures, que no hace mucho lo han designado rey, acaban de conseguir lo imposible: rechazar al gran ejército del valí al-Hur. Así, Asturia se ha convertido en un reducto incómodo para enemigos y también para presuntos amigos. Ni siquiera su vecino y rival por linaje, Pedro, duque de Cantabria, tiene claro que haya de unirse a él; además, ¿quién es ese advenedizo Pelayo? La victoria en Covadonga tiene una cara aún más amarga: el jefe de exploradores, Addi, el lobo de los banu ifran, ha dado con un tesoro en su búsqueda de cautivos que esclavizar. Es un niño pequeño, sí, pero es Favila, el hijo de Pelayo, y bien sabe el moro lo que vale. Tanto como Marina, casada con el ambicioso emir Munuza, a quien ella odia, aunque no tanto como a su hermano, ahora rey de los astures: no parará hasta que acabe con su vida y la de su familia.
¿Quién fue realmente Pelayo? ¿Un noble visigodo, un caudillo astur o un mito fundacional de la Reconquista? En este episodio conversamos con el historiador y novelista José Soto Chica sobre su nueva obra “Pelayo”, una novela que reconstruye con rigor y épica los orígenes del Reino de Asturias y la resistencia cristiana en el siglo VIII. Desde la batalla de Covadonga hasta los conflictos internos entre astures y cántabros, exploramos la figura del hombre que encendió la llama de la resistencia frente al avance islámico en la Hispania post-visigoda. Descubre la verdad tras el mito, la historia tras la leyenda y la novela que da voz a los olvidados.
REY DE LOS HISPANOS
Esta es la historia del hombre que, en su propio tiempo, mereció que se le diera el título de rey de los hispanos. Un hombre que fue señor de la guerra invencible, legislador sagaz, estadista genial… y padre fracasado. Cuando subió al disputado trono visigodo, Hispania era una tierra sumida en la violencia y el caos, fraccionada en múltiples señoríos y reinos, donde los godos, en verdad, no eran dueños sino de la tierra que sombreaban sus lanzas. Cuando murió, dejaba tras de sí un reino poderoso y bien gobernado, en el que godos e hispanorromanos se regían por una misma ley, y en el que su voluntad se había impuesto desde el Fines Terrae hasta el Ródano, y desde el Cantábrico hasta las proximidades de las Columnas de Hércules.
Si Leovigildo hubiera sido rey en las contemporáneas Britania o Escandinavia, su vida hubiera sido leyenda. Pero fue rey en Hispania, y sus hechos son historia. Porque fueron historia, el gran rey se merece una biografía en la que se aborden no solo los hechos de su reinado, sino que también rescate su personalidad para tratar de comprenderlo no únicamente como guerrero y soberano, sino también como ser humano, con sus claroscuros, que en él fueron muchos. Y no solo a él, ni no también a su poderosa e intrigante esposa, la reina Gosvinta, y a sus enfrentados hijos, Hermenegildo y Recaredo, que, junto a su padre y los demás señores del Occidente postromano, tejieron una roja red de conspiraciones y traiciones, de batallas y asesinatos, que desembocarían en una terrible tragedia familiar. Esta nueva biografía de Leovigildo del gran especialista en el mundo visigodo José Soto Chica nos permite asomarnos a lo más tenebroso del alma humana y al bélico estruendo de una Hispania peligrosa, a un agitado y hostil mundo en el que todos pugnaban por sobrevivir, pero en el que solo uno, Leovigildo, supo triunfar y persistir.
PRÓLOGO
Es curioso el destino de los pueblos germanos. Durante la Edad Media, los vikingos fundaron asentamientos en la inhóspita Groenlandia; cultivaron el arte de las sagas, semejantes a la novela moderna; practicaron la religión de Odín y la de Cristo; sus naves alcanzaron el continente americano. Todo esto pasó inadvertido para la historia universal y apenas se menciona como una curiosidad. Muchos siglos antes, los visigodos realizaron gestas paralelas: derrotaron a los orgullosos romanos y fundaron un nuevo reino: Hispania, dictaron un código de leyes que perduró hasta el siglo XIX, practicaron la religión de Arrio y de Roma, lucharon contra los ejércitos del lejano emperador de Bizancio. También el devenir histórico los entregó al olvido y los visigodos se convirtieron en una curiosidad para especialistas. Incluso el conocimiento de los nombres de sus reyes se propone hoy con sorna como ejemplo de inutilidad. Borges decía con acierto que los pueblos tienen su destino y que el destino de los pueblos germanos es parecido a un sueño. Sin embargo, acaso más que de ninguna otra, la historia de España surgió de esa ensoñación.
En raras ocasiones, el drama de un individuo coincide con el drama de un pueblo. En este libro, el más completo que se haya escrito acerca del tema, se recoge la vida de uno de los reyes de esta lista proscrita, Leovigildo, vida que es también la de Hispania, reino al límite entre Roma y Germania, entre la Antigüedad y la Edad Media, entre el poder y la anarquía. Iba a cumplirse el centenario de la caída de Roma y nuevos caudillos combatían entre los escombros de la civilización. En consecuencia, se nos dice que «nació Leovigildo en un mundo catastrófico de frío, guerra y hambre». Se trataba de un hombre al límite, que ignoró el descanso y se entregó a la práctica de las artes destructoras (el autor, acertadamente, llama a la guerra «el arte del engaño»). Así, en los dieciocho años que duró su reinado en solitario, solo tuvo un año de paz.
Acaso el lector podría juzgar por esto que era un hombre atroz y despiadado. Sería inexacto. No lo fue más que los otros monarcas y probablemente lo fue menos. El emperador Justiniano no dudó en aniquilar a treinta mil partidarios de los equipos Verde y Azul en el hipódromo de Constantinopla, quienes, a su vez, habían sembrado la ciudad de muerte y destrucción durante una semana. Los reyes de Austrasia y Neustria –vinculados con Leovigildo a través de su mujer, Gosvinta– se entregaron con desenfreno al exterminio y tortura de sus familias. Etelfrido de Bernicia (uno de los plurales y efímeros reinos de Inglaterra) asesinó a mil doscientos monjes que rezaban por la victoria de sus enemigos, de donde se infiere que era hombre piadoso, pues creía en la eficacia de la oración.
El libro señala magistralmente que «en el siglo VI no se toleraba la debilidad».
Dicen los Proverbios de Salomón que «la altura del cielo, la profundidad de la tierra y el corazón de los reyes son inescrutables». Sin embargo, mediante la lectura de esta obra, atisbamos una idea –o mejor, una obsesión– que guía la conducta de Leovigildo: la unificación de Hispania. Apenas hay una nación que no haya soñado a lo largo del tiempo con recuperar la unidad, esto es, revertir la descomposición que el tiempo impone: en Irlanda, el alto rey Brian Boru la alcanzó con su vida y la perdió con su muerte. En China, son célebres los casos del primer emperador y de los Tres Reinos. En Leovigildo parece como si todos sus esfuerzos y acciones estuvieran encaminados a este único propósito. Destruía para construir algo más resistente. No era el único en el siglo VI. En Bizancio, el emperador Justiniano intentó conjurar la destrucción del mundo antiguo recuperando los territorios del Imperio romano de Occidente. Así fue como el sur de Spania se convirtió de nuevo en provincia romana. Por su parte, Leovigildo quiso hacer frente al caos del mundo ordenando su reino. Así, en torno al año 570, desató contra el Imperio romano de Oriente su primera guerra. Toda esta campaña, con sus intrigas políticas y su decurso bélico, está perfectamente descrita. Aduciremos tan solo una consideración. Ese mismo año, en La Meca, muy lejos de las cortes bizantina e hispana, nació Mahoma, profeta del islam. Es decir, al mismo tiempo empezaron a actuar dos fuerzas históricas: una que buscó la unificación del reino de Hispania y otra que la destruyó casi un siglo y medio más tarde. Cuando estos paralelos acontecen en la épica o en la novela, sentimos la presencia del destino; cuando acontecen en la historia, los llamamos coincidencia.
A continuación, se narra que Leovigildo tuvo una actividad bélica anormal. El ataque a Bizancio fue solo el comienzo de una larga serie. Citemos solo algunos casos de cuantos vienen detallados: se dirigió contra el reino de los suevos, en el noroeste. Luego contra Corduba, Sabaria, Cantabria, Aregia y la Oróspeda. Hizo frente a rebeliones de ciudades y rebeliones de aristócratas y a la traición de sus familiares. Hermenegildo, su hijo mayor, asociado al trono y gobernador de la Bética, se rebeló contra su padre e intentó secesionar gran parte del reino.
Por aquel entonces no había un único tipo de cristianismo (en realidad, y a pesar de las pretensiones romanas, nunca lo ha habido). Los cristianos hispanos se distinguían entre católicos y arrianos. Los primeros creían que la relación que vincula al Hijo con el Padre era la generación en la eternidad; los segundos creían que dicha relación era de creación. Leovigildo era arriano –lo que quiere decir que todos los cronistas le son adversos, puesto que no han llegado a nuestros días crónicas arrianas de este periodo–, aunque no era dado a las sutilezas de la teología y mantuvo una política de tolerancia. Por el contrario, Hermenegildo se convirtió al catolicismo y se alzó en armas. En realidad, no se trató de una cuestión religiosa, sino de algo mucho más antiguo que aparece en la vida de múltiples gobernantes: un príncipe se rebela contra su padre para descubrir que no era mejor que él y que con la derrota ha perdido el trono que hubiera alcanzado sin hacer nada.
Este episodio se nos relata con todos sus entresijos políticos y militares, nacionales e internacionales, personales y familiares. Pero lo más destacable es que Leovigildo, en contra de su costumbre, tarda en reaccionar. Por primera vez, lo vemos titubear y asoma ante nosotros no ya un rey combatiente, sino una persona que se debate entre la idea rectora de su vida y el amor a su hijo.
Cuando logra reaccionar nos queda claro que Leovigildo, al igual que sus antepasados, pertenecía a la casta de los guerreros. No obstante, y a diferencia de nuestra época contemporánea, la especialización no volvía inútil para las demás materias. En medio del naufragio del mundo antiguo fundó dos ciudades: Recópolis y Victoriaco; fue el único monarca germano que lo hizo. No ignoraba la importancia de los símbolos. Fue el primero en adoptar la diadema, el cetro y el protocolo del trono, hasta entonces reservados al emperador, rey de reyes. Acuñó moneda y mantuvo el uso de las calzadas.
El libro es perfectamente veraz y estricto en el manejo de las fuentes, pero, lejos de incurrir en el frío mecanismo narrativo de las obras históricas, tiene el acierto de no rechazar los momentos líricos y heroicos. El autor es consciente de que reconstruir la historia es, de alguna manera, cantarla. Se relaciona con el pasado como un historiador riguroso, ciertamente; pero también como un escaldo, los antiguos poetas nórdicos, cuya misión era cantar las batallas para que perdurasen en el recuerdo. Permítansenos algunos ejemplos. Así se nos profetiza la traición de Hermenegildo: «El dragón sentado en el trono de Hispania podía ser herido en el corazón», imagen no indigna de los poetas germanos.
Para describir cuando Leovigildo entra en combate para sofocar la rebelión, señala: «Aquel día arriesgó su vida como cuando era joven y el acero, codicioso, lo tentaba». La codicia es del rey, pero desplazarla sobre el acero que empuña es propio de los grandes poemas épicos. Además, se afirma que dicha batalla tuvo lugar «en la embarrada orilla del Betis, ahíta de sangre de hombre y caballo». Por último, después de narrar con precisión la muerte de Leovigildo y sus consecuencias, se nos dice, como si se pusiera fin a un cantar de gesta:
«Un hombre así merece ser recordado». Estamos seguros de que nada lo hará mejor que este libro.
Luis Gonzaga Roger Castillo
Profesor de Derecho en la Universitat Oberta de Catalunya,
doctor en Filosofía, graduado en Teología, licenciado en Derecho.
Esta es la historia del hombre que, en su propio tiempo, mereció que se le diera el título de rey de los hispanos. Un hombre que fue señor de la guerra invencible, legislador sagaz, estadista genial… y padre fracasado. Cuando subió al disputado trono visigodo, Hispania era una tierra sumida en la violencia y el caos, fraccionada en múltiples señoríos y reinos, donde los godos, en verdad, no eran dueños sino de la tierra que sombreaban sus lanzas. Cuando murió, dejaba tras de sí un reino poderoso y bien gobernado, en el que godos e hispanorromanos se regían por una misma ley, y en el que su voluntad se había impuesto desde el Fines Terrae hasta el Ródano, y desde el Cantábrico hasta las proximidades de las Columnas de Hércules.
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