"Un vivo recordatorio de
CÓMO LA GUERRA SE ADAPTA A LA TECNOLOGÍA
y de que los civiles forman parte de los conflictos modernos,
les guste o no". Roger Boyes, The Times
TODO ES UN ARMA
UNA GUÍA DE CAMPO PARA LAS NUEVAS GUERRAS
Guerra híbrida, guerra en la zona gris, guerra sin restricciones… hoy en día, el conflicto tradicional –combatido con armas convencionales– se ha vuelto demasiado caro de librar, demasiado impopular en casa y demasiado difícil de gestionar, como está demostrando la guerra entre Rusia y Ucrania, abordada ya por Mark Galeotti en su anterior libro, el aclamado Las guerras de Putin. Estamos en una época en la que el mundo se encamina hacia una nueva era de conflictos permanentes de baja intensidad, a menudo soterrados, no declarados e interminables, en la que potencias, actores nacionales y otros agentes como grupos terroristas y criminales libran batallas en sordina.
Este libro ofrece un estudio exhaustivo y pionero de las nuevas formas de hacer la guerra, que en muchos casos no son tan nuevas: el uso del espionaje, la propaganda, el soborno, la falsificación y la extorsión, a menudo en colaboración con el hampa, tiene muchos precedentes históricos, como describe Galeotti. Estas actividades, más allá del umbral de la guerra, no son sino aspectos permanentes y perennes del sistema internacional. Recorriendo todo el planeta, Todo es un arma muestra cómo los conflictos actuales se libran con todo tipo de medios, desde la desinformación y el espionaje hasta la delincuencia y la subversión, lo que conduce a la inestabilidad dentro de los países y a una crisis de legitimidad en todo el planeta. Pero en lugar de sugerir que cabe esperar volver a una era pasada de guerra «estable», Galeotti detalla formas de sobrevivir, adaptarse y aprovechar las oportunidades que presenta esta nueva realidad.
INTRODUCCIÓN
Pasado mañana. De pronto, las luces comienzan a apagarse. Los trenes van perdiendo velocidad hasta dete nerse en las vías, la actividad nocturna en las fábricas se ralentiza y cesa por completo. Frustrados, los adolescentes de todo el país se preguntan qué ha pasado con la señal de intemet. Más tarde se sabrá que, durante más de un año, los piratas informáticos habían sorteado, con sumo cuidado y profesionalidad, el en principio imponente despliegue de defensas y sistemas de seguridad y respaldo destinado a garantizar el funcionamiento de las redes eléctricas suministradoras del este y el oeste de Japón. Las centrales nucleares, las turbinas eólicas y los quemadores tradicionales de combustibles fósiles siguen generando electricidad, pero esta, sencillamente, no va a ninguna parte, pues las redes nacionales están paralizadas. Serán necesarias cuarenta y ocho horas para eliminar el malware hostil de los sistemas y proceder a su reinicio. Dos días en los que todos vuelven a tener clara su dependencia de la electricidad ininterrumpida, abundante y -sobre todo- fiable.
En lo primordial, el ataque ha sido incruento... pero no del todo. Se han producido fallecimientos en las unidades de cuidad os intensivos, donde los generadores de emergencia son insuficientes o han tardado demasiado en conectarse. El apagón de los semáforos provoca setenta y una muertes. Hay un rosario de minúsculas tragedias inesperadas, las de quienes se caen por las escaleras bajo la oscuridad repentina, por poner un ejemplo. En Osaka, un hombre atrapado en un ascensor sufre tal acceso de pánico que hace añicos la ventana a patadas y se tira al vacío.
¿A quién llamas cuando se produce una crisis nacional con todas las de la ley? El ejército ha sido movilizad o para hacer frente a algunos de los efectos secundarios. Una pérdida colateral: la de su capacidad para tomar parte en las maniobras Espada Acerada que las fuerzas territoriales niponas iban a llevar a cabo en conjunción con Estados Unidos. Los soldados están demasiado ocupad os transportando generadores a asilos y residencias o ayudando a la policía a patrullar las calles para evitar los esporádicos episodios de pillaje.
El gobierno no tarda en anunciar que se ha tratado de un ataque, aunque de momento no está en situación de aclarar cómo ha tenido lugar y menos aún quién es el agresor. Sin embargo, durante los últimos meses, ciertos medios de "comunicación (DE EMISIÓN)" hostiles han ido trabajándose a la opinión pública, han llamado su atención y despertado su indignación al hacerse eco de corruptelas varias y, en particular, de la mala gestión de la infraestructura nacional. Como resultado, la gente no sabe qué pensar. Y acaba por tomarla con el gobierno, de forma masiva y contundente, después de que la filtración de unos correos electrónicos oficiales demuestra que los ministros estaban advertidos de que la combinación de sistemas anticuados y la cicatería a la hora de actualizarlos conllevaba el riesgo de que se produjeran fallos catastróficos y en cascada de las redes eléctricas. Lo peor de todo es que estos correos existen, son una realidad. Los portavoces hacen lo posible por explicar el contexto: junto con estas advertencias, otros informes dejan claro que el sistema era robusto y cumplía su cometido. Empero, todo esto suena vago e interesado, y más cuando sale a la luz que varios de los documentos mencionados han desaparecido de los archivos del gobierno.
Desde fuera, todo esto suena a encubrimiento de lo sucedido. Los argumentos del gobierno naufragan en el aluvión de denuncias en los medios de "comunicación (DE EMISIÓN)", efectuadas por figuras influyentes a sueldo, sinceramente escandalizadas o simples oportunistas: desde políticos a estrellas de Tik Tok. Un vídeo en el que se burlan del primer ministro, pues aparece hablando bajo el infortunado lema electoral «energía para hacer las cosas bien», se torna viral al tiempo que la imagen de una fotogénica joven que llora en el funeral de su abuelo fallecido a los 96 años -un antiguo camillero que a los ochenta aún participaba en maratones benéficos- se convierte en un emblema de las repercusiones del desastre. Un periódico amarillista publica un titular sangrante: «Señor primer ministro, ¿diría que el abuelito no "cumplía su cometido"?».
Dos años antes, Beijing se presentó al concurso establecido para la renovación de las redes eléctricas pri marias d el país, pero el gobierno nipón vetó la propuesta por consideraciones de seguridad nacional. Ahora, un consorcio perteneciente en un 51 % a una corporación energética china hace una nueva oferta: reconstruir la red con su propia tecnología, a precio de saldo y a toda prisa. El presidente de la comisión parlamentaria de asuntos exteriores y defensa, uno de los más acérrimos críticos de la propuesta inicial, no tiene tiempo de expresar su opinión, pues lo asesinan en un atraco chapucero, o eso dice la policía a falta de más indicios. No obstante, hay quienes siguen afirmando que todo eso es una compleja maniobra destinad a a obtener el contrato y, con este, el control potencial de las redes nacionales.
En todo caso, el consorcio incluye unas cuantas compañías japonesas de menor tamaño, unas empresas que ven peligrar los dividendos a con seguir. Y que a su vez cuentan con los servicios de abogados de colmillo retorcido cuyas minutas no salen pre cisamente baratas, con el resultado de que llueven las querellas por difamación. El mucho o poco recorrido fi nal de estas denuncias viene a ser irrelevante, pues la perspectiva de tan costosos litigios sitúa a muchos fuera de combate y amedrenta a bastantes más. La gente deja de hablar de los riesgos asociados al proyecto, en público cuando menos.
Por su parte, Beijing se muestra moralizante y dice esperar que la «Sinofobia» no determine la actuación de los políticos. Y en paralelo, echa mano a la artillería más pesada de todas y ofrece el gigantesco oso panda Chu Lin al zoológico tokiota de Ueno. Se aprueba el acuerdo de renovación. China consigue el contrato, una victoria y, quizá, la capacidad de influencia a largo plazo que andaba buscando.
Se trata de una situación hipotética de pesadilla, y muy poco probable, sin duda. Tan improbable -con viene recordarlo- como que diecinueve yihadistas pertrechados con cúteres pudieran secuestrar cuatro aviones comerciales en el espacio aéreo estadounidense en 2001 y llevar a cabo uno de los atentados terroristas más sangrientos de la historia. O, yéndonos a Irán, como que un virus informático llamado Stuxnet, introducido de contrabando en una memoria USB en el complejo nuclear de Natanz -un centro subterráneo a profundidad considerable, vigilado por tropas de élite, sistemas antiaéreos y concertinas de alambre con cuchillas- pudiera provocar la autodestrucción de las centrifugadoras destinadas a enriquecer uranio para bombas. O como que Rusia pudiera conquistar parte de un estado vecino en 2014 sin apenas disparar un tiro, mientras aseguraba que la cosa no iba con ella en absoluto. Todos y cada uno de los elementos en la mencionada situación hipotética, desde el sabotaje informático a una infraestructura hasta el asesinato, ya se han utilizado en las guerras en la sombra, no declaradas, de nuestro siglo XXI.
Las armas convencionales cada vez son más y más costosas; las opiniones públicas (incluso en los re gímenes autoritarios), menos y menos tolerantes con las bajas en combate y, por lo demás, han pasado a la historia los días en los que el poder se medía en función del número de minas de carbón, puertos de aguas cálidas o kilómetros cuadrados de superficie agrícola. Los estados desde siempre han empleado medios no militares para intimidar, provocar o enredar al enemigo y hacerse con el triunfo. Sin embargo, el mundo de hoy es más complejo y -sobre todo- está interconectado de una forma mucho más inextricable que en cualquier otro momento anterior. Tradicionalmente se consideraba que la interdependencia evitaba las guerras. Lo que en cierto modo era verdad, pero las tensiones que llevaban a una contienda no desaparecieron, de manera que la interdependencia se convirtió en el nuevo campo de ba talla. Las guerras sin combates, los conflictos dirimidos con toda suerte de medios no convencionales, desde la subversión a las sanciones, de los memes a los asesinatos, bien pueden estar convirtiéndose en la nueva normalidad.
Como resultado, las líneas divisorias entre la guerra y la paz pueden desdibujarse hasta la práctica irrelevancia, y la «Victoria» ya no pasa de señalar que la jornada de hoy ha sido buena , sin garantías de ninguna clase sobre lo que el mañana deparará. En su lugar, vamos a vivir en un mundo marcado por el conflicto permanente de baja intensidad, con frecuencia inadvertido, indeclarado e interminable, en el que -por si no bastara con lo anterior- incluso nuestros aliados pueden ser nuestros oponentes. Hemos llegado a un momento en el que, sobre todo en lo tocante a la actual confrontación entre Rusia y los países occidentales, se habla de la «transformación en un arma» de esto o aquello, desde la información hasta las hinchadas futbolísticas de carácter violento. Por extraño que resulte esto último, sí: después de que los seguidores fanaty de la selección de Rusia se enfrentaran a hooligans británicos en Francia durante la Eurocopa de 2016, una «fuente del gobierno nacional» declaró al periódico londinense The Observer, con pretensiones de superioridad moral y escaso fundamento, que «lo sucedido parece ser una prolongación de la guerra híbrida puesta en marcha por Putin».
Cuando todo puede ser convertido en un arma, se diría que este concepto pasa a perder todo significado. Se trata de una objeción válida hasta cierto punto, pues, por mucho que todas las cosas son susceptibles de su utilización como arma, algunas de ellas son más susceptibles que otras.
Este libro es una guía de campo sobre la nueva forma de la guerra o, quizá sobre una nueva forma de guerra o, incluso, el nuevo mundo de la guerra. No es tanto una predicción como una introducción a una posible trayectoria en el futuro. Como la pandemia del COVID se ha encargado de recordarnos, la vida da muchos giros inesperados, y algunos de ellos pueden cambiar el mundo. Lo más fácil es considerar que el futuro aquí descrito es un futuro distópico, caracterizado por el conflicto eterno, en el que todo -desde la beneficencia hasta el derecho- puede ser empuñado como un arma. Y, sin embargo, por mi parte prefiero, con mucho, que me ataquen con memes en lugar de con misiles nucleares y, por suerte, la guerra de la información no incluye bombardeos de artillería. Ni por asomo imagino un futuro caracterizado por los conflictos incruentos -las personas siguen muriendo como resultado de las sanciones económicas, la desinformación antivacunas y la apropiación indebida de fondos destinados a sanidad-, pero sí uno cuando menos no tan sangriento, en el que la guerra directa entre un estado y otro resulta cada vez menos practicable como método por defecto.
También es un mundo donde los buenos de la película, si se ponen las pilas, están en situación de usar esos mismos instrumentos con tanta efectividad como los malos de turno. Sí, estoy haciendo uso de estos términos con ironía, pues en la geopolítica todo el mundo atiende a los propios intereses, que raras veces son buenos o malos en su conjunto, sino feos en distinto grado. Y, sin em bargo, es posible trazar unas líneas, débiles y borrosas, que separan a aquellas potencias más o menos comprometidas con la estabilidad y el orden internacional basado en la legalidad de quienes por lo general no tienen empacho en hacer caso omiso de ambos.
En último término, empero, el propósito de esta obra no es partidista. Guste o no, este es uno de los caminos que el mundo bien puede estar enfilando: sencillamente, ha llegado el momento de pensar bien dicha posibilidad. Siempre cabe el recurso de quejarse de la utilización en nuestra contra que otras po tencias más despiertas y ágiles, con menores escrúpulos, pueden estar haciendo de estos instrumentos, pero si lo único que hacemos es reaccionar, nunca pasaremos de la queja. Y al fin, a la postre, nada es tan poderoso como la armamentización del intelecto y la imaginación a nuestro servicio.
Londres, abril de 2021
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