EL Rincón de Yanka: SÓLO LOS COBARDES NECESITAN DE LA MENTIRA PARA ELUDIR LA REALIDAD 😨

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sábado, 17 de diciembre de 2022

SÓLO LOS COBARDES NECESITAN DE LA MENTIRA PARA ELUDIR LA REALIDAD 😨


Los cobardes


«El verdadero destierro, escribía el historiador colombiano Alfredo Molano, no comienza con las amenazas de los enemigos, sino con el silencio de los amigos». La ventaja de la novela que escribió Fernando Aramburu sobre los años duros del terrorismo fue que, al poner encima de la mesa la experiencia cotidiana de la violencia, dejó sin argumentos a todos aquellos que se refugiaron en excusas no solicitadas y en silencios cómplices. La lección es bien simple: para que la maldad germine tiene que estar regada por un nutrido grupo de cobardes. La receta de esta forma de ignominia es siempre la misma: el caldo de la gallina se diluye en un veneno con el que, poco a poco, se va quemando la tierra.

La cobardía está hecha de oportunismo, pero también de envidia e ignorancia. El asombro que nos genera el delincuente es incluso menor que la perplejidad que nos produce el miserable que contempla el crimen sin soltar palabra. Y no me refiero en este caso a una conducta que pudiera atribuirse a la falta de ánimo o de gallardía; no hablo aquí del temor que paraliza o del terror que nos obliga a huir; y ni mucho menos hablo tampoco del miedo legítimo a perder la vida o el trabajo del que dependemos nosotros o nuestros seres queridos. Hablo de la lógica del beneficio calculado que antepone de manera deshonrosa el interés propio a la defensa de la causa justa.

El cobarde, hay que decirlo claramente, es todavía más repugnante que el malvado. De este último puede decirse que apenas si razona. El otro, sin embargo, cuenta y calcula. Lejos de amparar sus acciones en la cólera, en la venganza o en la ira, el cobarde se esconde y disimula. Te confiesa en privado lo que no se atreve a decir en público. Vive en un querer y un no poder, en una miseria moral que le conduce al dejarlo pasar o al no hacer frente. Sabe, pero no puede; podría, pero no quiere. En el peor de los casos, no solo calla, sino que también otorga: se da a sí mismo mil razones para compartir argumentos con el asesino, con el abusador, con el mentiroso, con el fanático, con el criminal, con el maledicente. Se toma (por compromiso) vinos con el canalla y contemporiza (por obligación) con el infame. Vive su complicidad como la forma más refinada de autoengaño. Se siente a gusto en el bando de la mayoría silenciosa.
No quiere problemas. No es el matón del cole, pero le gusta mirar. No es un acosador, pero le gusta que le cuenten. No es el chulo del barrio que te daría una paliza por llevarle la contraria, sino el amigo que deja de serlo en cuanto se escucha el silbido de la primera bala. Enfrentado a la lógica criminal, se mesa la barbilla, respira hondo. Se detiene y pontifica: después de todo, se dice, era un mal patriota, era una puta, era un mal amigo, ¿quién se creía que era?
Otro día hablaremos de los héroes, pero en los tiempos que corren hay que detenerse en los cobardes. Pese a su enorme protagonismo social, este colectivo no está lo suficientemente descrito ni ha sido suficientemente caracterizado. No les hemos dado el papel que sin duda merecen. Y no por falta de interés, sino porque, al contrario de lo que se dice, la historia no la escriben los vencedores, sino los cobardes. Los mismos cobardes que prescriben y dictan las leyes de la memoria. De ahí que sea tan difícil atraparlos. Se mueven por el pasado como un ejército de espectros y por el presente como una cohorte de inocentes aduladores. Fuera de los acontecimientos bélicos, hay que buscarlos en las grandes corrientes de la opinión pública. Su lógica excremental nunca se sale de la respuesta esperada ni de la casilla correcta. Saben lo que tienen que decir y el modo higiénico en el que deben comportarse. Se los distingue por su palabra taimada, su mano limpia y su corazón tan sucio.

Al contrario que los malvados, que cooperan, los cobardes se necesitan. No hay experiencia más gregaria, no hay forma más atocinada de grasa emocional, no hay excrecencia mayor que la de todos aquellos que, protegiéndose los unos a los otros y amparándose en razones prestadas, inquietos porque no los saquen del redil que ellos mismos se han creado, se muestran incapaces de decir «no», de decir «basta». Flotan en cualquier líquido y sobreviven a cualquier conflicto. Trepan y medran. Siempre victoriosos, se consideran personas de paz, de pocos líos. Lo saben, lo reconocen, se gustan, se juntan, hablan, murmuran, se quieren, se apoyan. Uno solo sería insoportable, pero todos juntos disimulan su tibieza al grito de su expresión más querida: «¡valiente imbécil!».

Se equivocó el filósofo Nietzsche al colocar a los resentidos en el centro del rebaño. La unidad de la manada no se construye sobre los rescoldos del odio, sino sobre la cobardía que alimenta el grupo, la banda, el cortijo, el colectivo, el partido, el pueblo. Las miserias de la moral adocenada no es cosa de resentidos, sino de pusilánimes. Apoyados por las denominadas redes sociales, hoy en día los encontramos en todos aquellos que callan por no comprometer su posición o poner en peligro su mamandurria. Su mayor temor no es perder la vida, como el soldado en el campo de batalla, sino que sus correligionarios los manden a pastar al otro lado de la valla, lejos de los amigos virtuales, de la posición social, de los 'likes' de las redes sociales, de las prebendas del partido o de las subvenciones del sindicato.

Las grandes pasiones de nuestro mundo contemporáneo no son ni la indignación, ni la solidaridad ni el odio. Lo que más abunda es sobre todo el deseo de gustar y de gustarse, la infantil manía de creerse el centro, la cobardía colectiva de torcer la mirada, de anteponer el trazo grueso al pincel fino. No es falta de inteligencia. Al contrario. El cobarde ha conseguido poner lo público al servicio de su razón privada. No hay más que verlos: orgullosos y redondos; felices de señalar con el dedo al fanático que no se rinde, al indignado que no se resigna, a la víctima que querrían olvidar, al testigo que molesta, a la verdad que incomoda. Quizá su mayor mérito sea hacernos creer que no existen, como el diablo del que escribía Bercier.

Javier Moscoso 
es filósofo y profesor de investigación del CSIC.

"El coraje es también saber decir a un mandón: no, Renacuajo, no, mustio eunuco, vete a la mierda".



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