CATECISMO
DE LA
VIDA ESPIRITUAL
Para que Dios recobre el lugar que le corresponde en el centro de la vida de la Iglesia y del cristiano, el Cardenal Robert Sarah nos guía con su característica fuerza misionera por la auténtica senda: la vuelta a los orígenes, al evangelio y los siete sacramentos."Creo que el eclipse de Dios en nuestras sociedades posmodernas, la crisis de los valores humanos y morales fundamentales y sus repercusiones incluso en la Iglesia -en la que se constata la confusión en torno a la verdad divinamente revelada-, la pérdida del auténtico sentido de la liturgia y el desdibujamiento de la identidad sacerdotal exigen con urgencia que los fieles cuenten con un "catecismo de la vida espiritual" en forma de itinerario espiritual jalonado por los sacramentos de la Nueva Alianza".Este libro puede parecer un resumen de toda la fe cristiana, sin embargo, se trata más bien de un camino de vida interior que señala las principales vías para entrar en la vida espiritual.
Robert Sarah nació en Guinea en 1945. Sacerdote desde 1969, en 1979 fue nombrado Arzobispo de Conakri, con 34 años de edad. En 2001 Juan Pablo II lo llamó a la Curia romana, donde desempeñó sucesivamente dos altos cargos. Benedicto XVI lo creó Cardenal en 2010, y en 2014 Francisco lo nombró Prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, donde ha estado hasta junio de 2020. El 8 de mayo de 2021, el Papa Francisco lo nombró miembro de la Congregación de las Iglesias Orientales.
«La vida, si no es espiritual,
no es realmente humana»
El cardenal Sarah insiste en la necesidad del silencio y del espíritu de adoración para facilitar el encuentro con Dios.
Inquieto por la despreocupación que la modernidad muestra por las almas, el cardenal Robert Sarah acaba de publicar un Catecismo de la vida espiritual sobre el cual le ha entrevistado Charlotte d'Ornellas en Valeurs Actuelles:
-Usted ha escrito un nuevo libro que lleva el título de Catecismo. No de la Iglesia, sino de nuestra vida espiritual... ¿Por qué ha sentido la necesidad de escribir sobre este tema?
- La vida espiritual es lo más íntimo, lo más precioso que tenemos. Sin ella, somos animales infelices. Quería subrayar este punto: la espiritualidad no es un conjunto de teorías intelectuales sobre el mundo. La espiritualidad es una vida, la vida de nuestra alma.
Llevo años viajando por el mundo, conociendo a gente de todas las culturas y condiciones sociales. Pero puedo afirmar una constante: la vida, si no es espiritual, no es realmente humana. Se convierte en una triste y agónica espera de la muerte o en una huida hacia el consumo materialista. ¿Sabía que durante el confinamiento, una de las palabras más buscadas en Google fue la palabra "oración"?
Nos hemos ocupado de la economía, de los salarios, de la sanidad, ¡esto está bien! Pero ¿quién se ha ocupado de su alma?
Quería responder a esta expectativa inscrita en el corazón de todos. Por eso he elegido este título, Catecismo de la vida espiritual. Un catecismo es una colección de verdades fundamentales. Tiene una finalidad práctica: ser un punto de referencia incuestionable más allá del flujo de opiniones. Como cardenal de la Iglesia católica, he querido dar a todos un punto de referencia para los fundamentos de la vida del alma, de la relación del hombre con Dios.
- Usted ya había escrito un libro sobre La fuerza del silencio. En este libro, usted sigue insistiendo mucho en la necesidad vital de encontrar el silencio. ¿Qué podemos encontrar tan importante en el silencio?
- Permítame que le dé la vuelta a la pregunta: ¿qué podemos encontrar sin el silencio? El ruido está en todas partes. No solo en las bulliciosas ciudades envueltas por el estruendo de los motores; incluso en el campo es raro no ser perseguido por un fondo musical intrusivo. Incluso la soledad está colonizada por las vibraciones del teléfono móvil.
Por consiguiente, sin el silencio, todo lo que hacemos es superficial. Porque en el silencio podemos volver a lo más profundo de nosotros mismos. La experiencia puede ser aterradora. Algunas personas ya no pueden soportar este momento de verdad en el que lo que somos ya no está enmascarado por ningún disfraz. En el silencio, ya no hay forma de escapar a la verdad del corazón. Entonces se revela nuestro interior: la culpa, el miedo, la insatisfacción, los sentimientos de carencia y el vacío. Pero este pasaje es necesario para escuchar a Aquel que habla a nuestro corazón: Dios. Él es "más íntimo a mí mismo que yo", dice San Agustín.
Se revela dentro del alma. Es ahí donde comienza la vida espiritual, en esa escucha y diálogo con el otro, el Totalmente Otro, en lo más profundo de mí. Sin esta experiencia fundacional del silencio y de Dios que habita en el silencio, nos quedamos en la superficie de nuestro ser, de nuestra persona. ¡Qué pérdida de tiempo! Cuando me encuentro con un monje o una monja ancianos, desgastados por años de silencio diario, me sorprende ver la profundidad y la radiante estabilidad de su humanidad. El hombre solo es verdaderamente él mismo cuando ha encontrado a Dios, no como una idea, sino como la fuente de su propia vida. El silencio es el primer paso en esta vida verdaderamente humana, en esta vida del hombre con Dios.
- Entendemos que encontrar el silencio es bastante original para nuestro tiempos. Es más, usted nos recuerda que debemos obligarnos a encontrarlo... en una época de comodidad, bienestar y rechazo casi sistemático del esfuerzo. ¿Es necesario romper con los tiempos para ser un buen cristiano?
- Tiene usted razón al señalar esto. ¡No animo a ir con el viento! Una ambición de hoja muerta, como dijo Gustave Thibon. Vivir, vivir plenamente, requiere un compromiso, un esfuerzo y a veces una ruptura con la ideología del momento. En un mundo donde el materialismo consumista dicta el comportamiento, la vida espiritual nos compromete a una forma de disidencia. No se trata de una actitud política, sino de una resistencia interior a los dictados de la cultura mediática.
No, la comodidad, el poder y el dinero no son los fines últimos. Nada bello se construye sin esfuerzo. Esto es cierto en todas las vidas humanas. Es aún más cierto en el plano espiritual. El Evangelio no nos promete una "superación personal sin esfuerzo" como muchas de las pseudoespiritualidades baratas que abarrotan las estanterías de las librerías. Nos promete la salvación, la vida con Dios. Vivir la vida misma de Dios implica una ruptura con el mundo. Esto es lo que el Evangelio llama conversión. Es un giro de todo nuestro ser. Una inversión de nuestras prioridades y nuestras urgencias. Significa a veces ir a contracorriente. Pero cuando todo el mundo corre hacia la muerte y la nada, ¡ir a contracorriente es ir hacia la vida!
- El mundo ve a la Iglesia como una institución milenaria, pero a menudo plagada de los mismos males que el resto de la sociedad. El tema de la pedofilia es un ejemplo... ¿Cómo deben entender los cristianos (y quizás explicar) lo que es la Iglesia en sus vidas?
- La Iglesia está formada por hombres y mujeres que tienen las mismas faltas, los mismos defectos, los mismos pecados que sus contemporáneos. Pero estos pecados, cuando son cometidos por hombres de la Iglesia, escandalizan profundamente a creyentes y no creyentes. Todo el mundo sabe intuitivamente que la Iglesia nos da los medios de la santidad, todo el mundo sabe que el fruto más hermoso de la Iglesia son los santos. San Juan Pablo II, Santa Madre Teresa, San Carlos de Foucauld son el verdadero rostro de la Iglesia.
Sin embargo, la Iglesia es también una madre que carga con los hijos recalcitrantes que somos. Nadie sobra en la Iglesia de Dios: los pecadores, los que flaquean en su fe, los que se quedan en el umbral sin querer entrar en la nave. Todos son hijos de la Iglesia. La Iglesia es nuestra madre porque puede darnos sus dos tesoros. Ella puede alimentarnos con la doctrina de la fe que recibió de Jesús y que transmite de siglo en siglo. Ella puede curarnos a través de los sacramentos que nos transmiten la vida espiritual, la vida con Dios, lo que se llama la gracia.
La Iglesia es, pues, una madre para nosotros porque nos da la vida. A menudo nuestra madre nos molesta porque nos dice lo que no queremos oír. Pero en el fondo la queremos con gratitud. Sin ella, sabemos que no seríamos nada. Lo mismo ocurre con la Iglesia, nuestra madre. Sus palabras son a veces difíciles de escuchar. Pero seguimos volviendo a ella, porque solo ella puede darnos la vida que viene de Dios.
La Iglesia es el rostro humano de Dios. Es veraz, justa y misericordiosa, pero a menudo desfigurada por los pecados de los hombres que la componen.
- Los que no se declaran católicos aman a la Iglesia cuando se transforma en una ONG global, a la escucha de los más pobres, de las minorías, de los perseguidos, de los diferentes... Y es una tentación que a veces parece impulsarla. ¿En qué es más que una súper ONG con sucursales en todos los países del mundo?
- Los que no se identifican como creyentes no esperan que la Iglesia sea una ONG internacional, una sucursal de la bienpensante ONU. Lo que describe usted es más bien el caso de cristianos acomplejados que quisieran ser aceptables para el mundo, populares según los criterios de la ideología dominante.
La voz del cardenal Robert Sarah es una de las más relevantes de la Iglesia actual, por su precisión en la doctrina y su rechazo a seguir la corriente dominante de sumisión al mundo.
Por el contrario, los incrédulos esperan que hablemos de fe, que hablemos claro. Esto me recuerda lo que viví en Japón cuando me encargué de llevar la ayuda humanitaria de la Santa Sede tras el tsunami. Frente a estas personas que lo habían perdido todo, comprendí que no solo debía dar dinero. Comprendí que necesitaban algo más. Una ternura que solo viene de Dios. Así que recé durante mucho tiempo en silencio frente al mar por todas las víctimas y los supervivientes. Unos meses después, recibí una carta de un budista japonés que me decía que cuando había decidido suicidarse por desesperación, esta oración le había devuelto el sentido de la dignidad y el valor de la vida. Había experimentado a Dios en ese momento de silencio. ¡Esto es lo que el mundo espera de la Iglesia!
- Usted insiste mucho en la oración. ¿Cómo podemos rezar cuando tenemos la impresión de repetir lo mismo una y otra vez, de ser más o menos escuchados...? ¿Qué debemos buscar realmente en la oración?
- Esta es una cuestión fundamental. La oración no consiste en una letanía de peticiones. Y la eficacia de la oración no se mide por si se responde más o menos. De hecho, es muy sencillo. ¡Rezar es hablar con Dios! No necesitamos fórmulas extravagantes para ello, aunque a veces puedan ayudarnos. ¿Qué tenemos que decir a Dios?
En primer lugar, que lo adoramos, que reconocemos su grandeza, su belleza, su poder, tan lejos de nuestra pequeñez, de nuestro pecado, de nuestra impotencia. Adorar es la actividad más noble del hombre. Occidente ya no puede mantenerse en pie porque ya no sabe arrodillarse. No hay nada humillante en ello. Arrodillarse es ocupar un lugar ante Dios.
Rezar es también decirle a Dios nuestro amor. Con nuestras palabras, le agradecemos su amor gratuito por nosotros, por la salvación eterna que nos ofrece. Rezar es decirle nuestra confianza, pedirle que apoye nuestra fe. Rezar es, finalmente, callar ante Él, hacerle un hueco.
¿Me pregunta qué hay que buscar en la oración? Le respondo que no busque nada. Busque a alguien: a Dios mismo, que se revela con el rostro de Cristo.
- Un catecismo escrito por un cardenal se dirige necesariamente a los cristianos... ¿Los que no tienen fe y que nos leen hoy también forman parte de su reflexión? ¿Los que no creen que Dios existe necesitan el mismo silencio?
- ¡Por supuesto! Me dirijo a todos. El silencio no está reservado a los monjes, ni a los cristianos. El silencio es un signo de humanidad. Me gustaría invitar a todas las personas de buena voluntad, creyentes o no, a experimentar este silencio. ¡Atrévanse a parar! Atrévanse a callar. Atrévanse a dirigirse a un Dios que quizás no conozcan, en el que ni siquiera crean.
Benedicto XVI repite a menudo una frase que leyó en Pascal, el filósofo francés: "¡Haz lo que hacen los cristianos y verás que es verdad!". Me atrevo a decir a todos: atrévanse a experimentar la oración, aunque no crean, y verán. No se trata de revelaciones extraordinarias, visiones o éxtasis. Pero Dios habla al corazón en silencio. El que tiene el valor del silencio acaba encontrándose con Dios.
Charles de Foucauld es el mejor ejemplo de ello. No creía, había rechazado la fe de su infancia y no llevaba una vida cristiana, por no decir otra cosa. Sin embargo, tras experimentar el silencio en el desierto, su corazón se abrió al deseo de Dios. Dejó que surgiera en su vida.
- Usted también habla de la práctica de los sacramentos para alimentar el alma. ¿Puede explicar lo que son realmente, ya que reprocha que a veces se malinterpreta su significado?
- Los sacramentos son contactos reales con Dios a través de signos sensibles. Nuestra época tiende a reducirlas a ceremonias simbólicas, ocasiones rituales para reunirse, para tener una celebración familiar. Son mucho más profundos que eso. Mediante el signo sensible del agua derramada en la frente de un niño en el bautismo, Dios lava realmente el alma de este niño y viene a habitarla. No se trata de una metáfora poética. ¡Es una realidad! A través de los sacramentos, Dios nos toca, nos lava, nos cura, nos alimenta.
Tal vez a veces nos sintamos un poco celosos de los apóstoles y de los que conocieron a Cristo. Lo tocaron, lo besaron, lo abrazaron. Él los bendijo, los consoló y los fortaleció. Y nosotros... tantos años nos separan de Él. Pero tenemos los sacramentos. A través de ellos, estamos físicamente en contacto con Jesús. Su gracia viene a nosotros. No se trata de un símbolo bonito que solo es tan bueno como nuestro fervor. No. Los sacramentos son efectivos. Pero debemos dejar que produzcan su fruto en nosotros, preparando nuestras almas mediante la oración y el silencio. Entonces, de verdad, si me confieso, es el mismo Jesús quien me perdona. Si participo en la misa, estoy participando realmente en el sacrificio de la cruz. Si comulgo, es realmente Él, Cristo, Jesús, quien entra en mí para alimentarme. Los sacramentos son los pilares de la vida espiritual.
- Los sacramentos también van acompañados de una liturgia... ¿No es necesario también un acompañamiento para que todos puedan tomar conciencia del valor real de estos signos?
- Es cierto. ¡Hay una inmensa necesidad de catecismo! Con demasiada frecuencia, las enseñanzas de los sacerdotes se desvían y se convierten en comentarios sobre la actualidad o en discursos filosóficos. Creo que la gente espera de nosotros un catecismo claro y sencillo que explique el sentido de la vida cristiana y los ritos que la acompañan. Sería bueno que las homilías explicaran el significado de los gestos de la misa. ¡Eso sería fructífero! Pero también creo que la liturgia habla por sí misma. Habla al corazón. El canto gregoriano no necesita traducción porque evoca la grandeza y la bondad de Dios. Cuando el sacerdote se dirige a la cruz, todo el mundo entiende que nos señala la dirección de nuestra vida, la fuente de luz. La liturgia es un catecismo del corazón.
Traducido por Verbum Caro.
Introducción
Seguir a Cristo a través de los sacramentos
"Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15): estas palabras que introducen el término de Cuaresma, el camino hacia la Pascua en la gozosa esperanza para participar en la gloria de la Resurrección del Señor Jesús, bien puede aceptar el situarnos en el sendero de la vida cristiana, de la que el Cuaresma es, por así decirlo, una intensificación. La conversión es, en efecto, el trabajo de toda nuestra existencia. Convertirse es alejarse de todas esas cosas vanas y tóxicas que nos mantienen presos, para volvernos hacia Dios; pero ¿de qué debemos alejarnos y dónde nos espera Dios? Las Escrituras nos dan la respuesta cuando nos dicen cómo Dios sacó a su pueblo escogido de la esclavitud a la tierra prometida.
Un sendero en el desierto
Cuando Dios, lleno de misericordia, quiso arrancar a su pueblo de la violencia de la esclavitud y de la pobreza para sacarlo de Egipto, no fue por él, para hacer la vida cómoda y sin preocupaciones, sino para conducirlo al desierto, para que allí experimentara la pobreza, el despojo, la renuncia, la soledad, el silencio, la lucha contra uno mismo y contra Satanás, que nos hace esclavos del mundo y del dinero. Es precisamente en la pobreza que nos desnudamos y, en el silencio que aprendemos a estar atentos a Dios, y para así, descubrir que Lo necesitamos. En el desierto, al vaciar el vacío de nuestras vidas; la sed y el silencio en el hombre, lo prepara a la escucha de Dios y de su Ley. El desierto es este lugar extraordinario, lejos del vértigo de los medios de comunicación y de información, donde se puede vivir una profunda experiencia mística de encuentro con Dios que transforma y transfigura!
Hay, en el fondo de cada uno, un deseo más o menos consciente de escapar de este interminable torbellino de apariencias vacías y decepcionantes en el que vivimos. El desierto es naturaleza virgen, tal como Dios la creó, capaz de manifestar a Aquel que lo hizo. Como lo anotó la Beata María Eugenia del Niño Jesús:
El desierto quita de los sentidos y de las pasiones la multiplicidad de las satisfacciones que contaminan y de las impresiones que ciegan y atan. Su desnudez empobrece y desprende. Su silencio aislado del mundo exterior, y ya no dejando la arena que la uniformidad de los ciclos de la naturaleza y la regularidad de la vida que ha trazado, la obligan a entrar en ese mundo interior que ha venido a buscar allí.
Esta desnudez y este silencio no son vacío, sino pureza, virginidad y sencillez. En el alma que ha podido apaciguar, el desierto descubre este reflejo de la Trascendencia, este rayo inmaterial de divina suplicidad que lleva dentro de sí, esta huella luminosa de Aquel que lo atraviesa apresuradamente y que allí permanece presente, por su acción. El desierto está lleno de Dios; su inmensidad y su sencillez la revelan, su silencio la regala. Con razón se ha señalado al estudiar la historia de los pueblos que el desierto es monoteísta y que preserva de la multiplicidad de ídolos. Nota importante que prueba que el desierto, a quien se deja envolver por él y le da su alma, le entrega también su alma, el Ser único y trascendente que lo anima.
Los rabinos parecían jugar con las asonancias de los palabras "dabar" y "midbar", de estas palabras hebreas que significan respectivamente "palabra" y "desierto", para expresar esta doble convicción de que sólo la Palabra puede hacer florecer de nuevo el desierto, y que sólo en el desierto se difunde la Palabra con toda su fuerza creadora y vivificante. Sólo un corazón inmenso y vacío como un desierto puede acoger y contener la Palabra de vida. En el desierto, los corazones se purifican, se adquieren al mismo tiempo firmeza y delicadeza, haciéndose más aptos para el encuentro personal, la escucha atenta y el diálogo íntimo con Dios. Por lo tanto, el maravilloso poema de amor y alianza nupcial entre el Señor y su pueblo Israel que encontramos en el profeta Oseas: "La voy a seducir, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2, 16).
El desierto es lugar de sufrimiento, de prueba, de lucha y de purificación, donde Dios nos hace morar para humillarnos, para ponernos a prueba y conocer la profundidad de nuestro corazón (cf. Dt 8, 2), como probamos el oro (cf. Za 13, 9). Toda vida cristiana seria incluye esta etapa crucial en su camino espiritual. Sí, siguiendo a Abraham, a Moisés, a los profetas y al pueblo elegido, nos ponemos de acuerdo para entrar, allí moriremos nosotros mismos para resucitar más vivos, portadores del fruto del Espíritu.
En la Biblia, este lugar árido es también el espacio sagrado donde nos es dado experimentar la fidelidad divina, la ternura de su providencia benévola que vela por nosotros y nos protege. Como un águila vigilando su nido y revoloteando por encima.
En la Biblia, este lugar árido es también el espacio sagrado donde nos es dado experimentar la fidelidad divina, la ternura de su providencia benévola que vela por nosotros y nos protege. Como el águila que vigila su nido y revolotea sobre sus polluelos, Dios despliega sus alas y nos lleva consigo (cf. Dt 32, 10-11).
Cuando nos levantamos en medio de las tentaciones, cuando experimentamos, como Elías, que no somos mejores que nuestros padres (cf. 1 Reyes 19, 4) y que nos sentimos aplastados por el peso de nuestros pecados y nuestras múltiples infidelidades, cuando estamos desanimados, al final de nuestras fuerzas en nuestro doloroso y difícil camino hacia la santidad, cuando nuestros esfuerzos de conversión y nuestra lucha por unirnos a Cristo parecen estériles y en nada modifican nuestra mediocridad humana y espiritual, ¿qué hacemos? hacer? ¿Dónde buscar ayuda? Siguiendo a Elías, debemos atravesar el desierto para llegar a la Montaña de la Alianza que hemos frustrado. Para salvaguardar esta Alianza y restaurar la pureza de la fe, Elías "se casó cuarenta días y cuarenta noches con el monte de Dios, Horeb" (1 Reyes 19, 8). Moisés y el pueblo hebreo habían pasado cuarenta años en el desierto (cf. Nb 14, 33; Ex 16, 31-36); Cristo se retira allí por cuarenta días y cuarenta noches, ayuno, soledad, contemplación silenciosa y oración.
Los profetas, especialmente Elías y Juan Bautista, llenos de un celo apasionado por Dios, nos llevan con el vigor de su fe y el fuego de su amor a este largo camino hacia la fuente de nuestra vida, nuestra fidelidad y nuestra verdadera identidad. Hay que seguir adelante, porque la vida que no se desarrolla, muere. Avanzar es avanzar en santidad; quedarse quieto o retroceder es asfixiar el desarrollo normal de la vida cristiana. El fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, y es quemando nuevos elementos para que el fuego permanezca vivo. Si no se expande, está a punto de extinguirse.
“Si dices: ya basta, advertía San Agustín, estás perdido. Aspira siempre a más, camina sin cesar, siempre progresando. No te quedes en el mismo lugar, no retrocedas, no te desvíes».
Este camino liberador que nos cuenta el libro del Éxodo prefigura el camino interior que todo cristiano está llamado a recorrer durante su vida. Porque Dios se toma su tiempo para conquistar nuestro corazón y prepararlo para la Nueva Alianza con él. Este itinerario es el que nos proponen los siete sacramentos: bautismo, confirmación, matrimonio, sacerdocio, penitencia o confesión, Eucaristía y unción de los enfermos. En efecto, vivir los sacramentos en su sentido profundo y en la fe en el poder regenerador de Dios, es aceptar que Dios nos vuelve a llevar al desierto para hacernos cruzar de nuevo el Mar Rojo y renovar la Alianza con Él.
Caminar a la luz de la fe
Os sugiero que hagáis juntos este camino, la Biblia entre las manos, rogando al Señor que nos dé un corazón que escuche y sepa discernir entre el bien y el mal (cf. 1 R 3, 9), iluminado y guiado por la luz de la fe. Los la fe es la hueva sobre la que el hombre construye lo más íntimo de su vida: su relación con Dios. La fe es tan necesaria como la luz para la vista. Nuestros sentidos son los memes de la noche y del día; pero en la noche no podemos ver, porque la luz del sol nos elude. Sólo el don de la fe, privilegio maravilloso, realmente da acceso a Dios, en cierta oscuridad por supuesto, pero con plena certeza de la verdad. Como lo dice San Juan de la Cruz, “¡la fe la da Dios Mismo!”.
Contemplado a esta luz de la fe, aparece el mundo. como Dios lo ve, muy diferente de lo que es a los ojos de los que juzgan por sus propios medios. Estas miradas diferentes son portadoras de antagonismos; tambien los impíos gritan que “el justo [es decir, el hombre de fe] nos estorba, se opone a nuestra conducta, nos reprocha nuestras faltas contra la ley y nos acusa de abandonar nuestras tradiciones [. . .]; se ha convertido en un culpabilizador para nuestros pensamientos, su mirada acusadora es una carga para nosotros, porque su forma de vida no es como la de los demás [...]" (cf. Sab 2, 12-15).
No va no de otro modo hoy: el divorcio, el aborto, la eutanasia, la práctica de la homosexualidad, la negativa a aceptarse en la propia identidad de hombre o de mujer son, para algunos, graves trastornos opuestos a la verdadera naturaleza del hombre, como ella que Dios la formó con amor, mientras que las otras vinieron a modificar los derechos humanos fundamentales que expresan la libertad absoluta del individuo. Al mismo tiempo, las personas de fe y las personas del mundo no tendrán la misma percepción del sentido de la vida humana, de la hermosa e indispensable complementariedad del hombre y la mujer, de la importancia del matrimonio, de la familia, de la educación. No atribuirán el significado de la enfermedad y de la muerte, ni juzgarán del mismo modo el uso que hagamos del progreso de la ciencia y de la tecnología.
Para el hombre de fe, en efecto, la verdadera dignidad humana es la que Cristo vino a revelar, la de nuestra vocación a convertirnos en hijos de Dios, llamados a transfigurar este mundo desde dentro para que se convierta en el vestíbulo de la eternidad dichosa. A sus ojos, la enfermedad, como en el caso de Job, Naamán el sirio (cf. 2 Reyes 5) o el pobre Lázaro (cf. 16, 19-3 1), es algo que viene de Dios, ya sea porque quiere manifestar su gloria curándonos, o porque quiere desligarnos así del mundo y darnos que experimentemos esta prueba en unión con Él, los sufrimientos de Jesús, para completar en nuestra carne lo que falta en las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Col l, 24).
Comprendiendo a la luz de la fe, la realidad ineludible de la muerte que es el resultado maravilloso de nuestro encuentro con el Señor, donde tendremos que dar cuenta de cómo hemos vivido a un juez justísimo y misericordioso. Ella es, como canta la liturgia, promesa de inmortalidad, “porque para todos los que creen en ti, Señor, la vida no se destruye, se transforma”. Finalmente, el progreso técnico pierde a los ojos del creyente ese poder fascinante que termina por embriagar a la humanidad primero, luego en esclava y pronto en víctima de su propio dominio de la naturaleza. La ciencia se ha convertido demasiado a menudo, en virtud de una comprensión profunda, en el ejemplo de la maldad y la perversidad humanas.
La fe nos lleva a la oración, a este diálogo con Dios al que he querido dar un lugar importante en este libro. Jesús mismo nos recomienda "orar sin cesar, y no desanimarnos" (Lc 18, 1). San Pablo, el misionero incansable, anima así a los primeros cristianos: “Sed asiduos en la oración; que ella os guarde en acción de gracias” (Col 4, 2).
Finalmente, la fe es indispensable para vivir los sacramentos. Estos, de hecho, no tienen nada de automático o mágico. La Eucaristía en particular exige que nos acerquemos al altar del Señor con fe y pureza de corazón, según la palabras del salmista:
"Lavo mi mente en señal de inocencia para acercarme a tu altar, Señor, para dar gracias en voz alta y recordar todas tus maravillas Señor, amo la casa donde habitas, el lugar donde habita tu gloria” (Sal 25, 6-8).
Cuando las comunidades cristianas se marchitan y mueren lentamente, es porque han perdido la fe en la presencia real de Jesús en el sacramento de la Eucaristía. Cuando los sacerdotes ofrecen indignamente el Santo Sacrificio de la Misa, cuando dan a Jesús-Eucaristía a los pecadores que no tienen intención de pedirle el perdón de sus pecados y de armonizar su vida con el Evangelio, traicionan de nuevo a Jesús. Cuando, por el sacerdote, la misa se ha convertido en un teatro, una reunión social, un entretenimiento donde se comporta como un presentador de espectáculos que debe recurrir a su creatividad personal para que el ambiente sea interesante y atractivo; cuando se permite adaptaciones culturales, explicaciones y comentarios personales en lugar de ceder a los gemidos inefables del Espíritu Santo presente en cada celebración eucarística, ¿qué puede ser de la fe de los fieles? En el corazón de la Eucaristía, el sacerdote debe experimentar la singular fuerza de la adoración, callar y tener en el corazón una oración que, bajo todos sus aspectos, sea en consonancia con la oración que Jesús dirige a su Padre. Tenemos suficientes eminentes especialistas y doctores en ciencias eclesiásticas. Lo que trágicamente le falta a la Iglesia hoy es hombres de Dios, hombres de fe, y sacerdotes que sean adoradores en espíritu y en verdad.
Un libro para seguir a Jesús a través de las siete entidades sagradas
Este volumen quiere acompañar modestamente a todos aquellos que tienen el corazón para responder al amor de Dios con una vida plena, feliz y fecunda que florece en la eterna felicidad de contemplarlo. Nació del deseo de ayudarlos a navegar en un viaje interior de ascenso espiritual, para abrirse a la alegría de un encuentro que cambia la vida. Estas líneas emanan de corazón a corazón con el Evangelio y la persona de Jesucristo, con el deseo de suscitar en el lector este mismo corazón a corazón ayudándole a volver a sí mismo, al lugar de la presencia interior de Dios, y dando a su esfuerzo de conversión un carácter tangible, indicando la ruta a seguir y los medios concretos a utilizar para adorar a Dios en el centro de nuestras preocupaciones esenciales.
Me parecía que el eclipse de Dios en nuestras sociedades posmodernas, la crisis de los valores humanos y morales fundamentales y sus repercusiones incluso en la Iglesia, donde hay confusión sobre la verdad divinamente revelada, la pérdida del auténtico sentido de la liturgia y el oscurecimiento de la identidad sacerdotal, exigió con fuerza que un verdadero catecismo de vida
espiritual se ofrezca a todos los fieles. Que no se equivoque, sin embargo, acerca de este litro. No busqué escribir un resumen de toda la fe cristiana. Nosotros tenemos el Catecismo de la Iglesia Católica y su Compendio que siguen siendo instrumentos insustituibles para la enseñanza y estudio de la totalidad de la doctrina revelada por Cristo y predicada por la Iglesia.
Este libro es un catecismo de la vida interior. Quiere indicar los medios principales para entrar en la vida espiritual, con un fin práctico y no académico. Según los Padres de la Iglesia, los catecúmenos fueron acompañados durante todo la cuaresma por una gran catequesis para que comprendieran cuánto iba a cambiar su vida el bautismo que estaban a punto de recibir. Este catecismo, organizado en torno a los sacramentos, la oración, la ascesis y la liturgia, tiene el mismo objetivo: concienciar a todos de que su bautismo es el comienzo de una gran conversión, de un gran retorno al Padre.
La multitud preguntaba a San Juan Bautista: “¿Qué debemos hacer?". Esta pregunta sigue siendo la de los oyentes de Pedro el día de Pentecostés:
"Que debemos hacer ? (Hechos 2:37); y debe haber sido también, después de "¿Quién eres, Señor?" » (Hch 9, 5), la de Pablo sobre el camino de Damasco, ya que Jesús le dijo: «Levántate, entra en la ciudad: se te dirá qué hacer» (Hch 9, 6). Estas dos preguntas: “¿Quién eres, Señor? y "¿Qué quieres que haga?" surgen cada vez que escuchamos o leemos la Palabra de Dios, o que Jesús nos encuentra en los sacramentos.
Las páginas que siguen nos llaman a confrontarnos con Dios y con su Palabra en un cara a cara franco, leal, vivido en la luz y en la verdad. Nos invitan a frecuentar asiduamente la Escritura para nutrirnos de ella e iluminarnos nuestra vida. La Palabra de Dios es, en efecto, la norma de nuestra existencia, muestra el camino al mismo tiempo que ella es nuestra ayuda: cada vez que cruzamos los barrancos de la muerte y de la oscuridad (cf. Sal 23, 4), que las dificultades oscurecen el camino de nuestra existencia, ella nos ilumina y nos muestra cómo realizar la santa e intachable voluntad de Dios. ella es una palabra activa a el interior de los creyentes (cf. 1 Tes 2,13), penetrando hasta lo más profundo de nuestro ser y enseñándonos a vivir en la justicia y la santidad.
Ojalá estas páginas pudieran ser un eco del clamor hacia Mí del pueblo de Dios, hambriento, sediento y extenuado por su caminar en una "tierra árida, sedienta y sin agua", donde no hay habitación ni alimento (cf. Sal 63, 2). Quisiera que suscitaran o despertaran en cada uno de nosotros una sed insaciable y un hambre de la Palabra de Dios, y que, como los israelitas, nos exigimos con insistencia a nuestros obispos y a nuestros sacerdotes el acceso a este alimento esencial para crecer interiormente y llegar a Dios; no los discursos sociopolíticos, las conferencias pastorales sobre los derechos humanos y las democracias modernas, o las últimas novedades (cf. Hch 17, 21), sino la Palabra perdurable, firme y definitiva de Jesús, y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia que brotan de eso.
Porque ha llegado el tiempo anunciado por san Pablo, “en que los hombres no sufrirán más la sana doctrina, sino que en la verdad se volverán a las fábulas” (cf. 2 Tim 4, 3-4). Desgraciadamente, así lo atestiguan las voces de eminentes prelados de la Iglesia católica, que hoy hablan públicamente para decir que "la enseñanza actual de la Iglesia sobre la homosexualidad se equivoca", porque "la base sociológica y científica de esta enseñanza ya no es correcta", y que, en consecuencia, "es hora de proceder a una revisión fundamental de la doctrina", pues "la Iglesia debe cambiar su doctrina sobre la moralidad sexual”. ¿Cómo llegaron la sociología y la ciencia a ocupar el lugar de la Palabra de Dios como fundamento de la enseñanza de la Iglesia en estos obispos? Parece que para ellos la sexualidad está totalmente volcada hacia el individuo como tal, reducida a la búsqueda del placer personal; en estas condiciones, no es irrelevante que ella se conforme con una persona del mismo sexo...
Lo que la enseñanza moral de la Iglesia rechaza es precisamente esta reducción hedonista de la sexualidad, heredada de la individualidad filosófica. Me parece urgente recordar a todos los pastores de la Iglesia que es en la norma de Dios que deben hablar, y que su misión es enseñar, santificar y guiar a los fieles no según sus opiniones personales o lo socialmente aceptado, sino a la luz de la Revelación divina, llevando sin temor, ambigüedad o falsificación alguna, una palabra clara, fuerte y verdadera. Está en juego la unidad de la Iglesia, porque no hay unidad fuera de la verdad. Jesús nos lo dijo claramente: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35). Confiemos en su palabra con preferencia a cualquier otra, porque “sólo tenéis un señor, Cristo” (Mt 23, 10). La historia de la Iglesia nos ofrece el testimonio de muchos cristianos que prefirieron decir no a un mundo de tinieblas, perversión y decadencia moral, incluso a costa de su vida, antes que perder el tesoro que habían descubierto en Jesús (cf. Mt 13, 44; Flp 1, 2 1).
La fe nos da la certeza de la acción discreta pero eficaz de la gracia, aunque las apariencias dejen suponernos que nuestro mundo está condenado, que la Iglesia católica va a desaparecer, y que si queremos evitar su desaparición, según el extrañísimo "camino sinodal" que se está abriendo en Alemania, debemos plantearnos modificar radicalmente su constitución divina para adaptarla al mundo actual y reinventar el sacerdocio. Incluso en nuestro siglo, los hombres tienen derecho a esperar que los cristianos den su testimonio con valentía, claridad, tenacidad y firmeza en la fe.
En los pasos de Cristo
A través de este libro me gustaría ofrecer una reflexión más profunda y un itinerario espiritual renovado respecto a lo propuesto en un libro titulado "En el camino de Ninive". Al no parecerse al escriba "se hizo discípulo del Reino de los cielos" (Mt 13, 52) que saca de su tesoro lo viejo y lo nuevo, he incluido en mis reflexiones de hoy un cierto número de meditaciones extraídas de pastorales recientes escritas entre 1997 y 2001, cuando era arzobispo de Conakry, en la República de Guinea. Quería reformularlos y presentarlos como un camino tras las huellas de Cristo, a la luz de los sacramentos. La vida cristiana, en efecto, como lo atestigua toda la Tradición, es ante todo una imitación de Cristo, para ponernos en comunión con los misterios de su propia vida, Jesús nos dejó los sacramentos, que se convertirán en los hitos de nuestro camino tras sus huellas. Ellos son, en efecto, para nosotros, según la expresión de San Josémaría Escrivá, "fuente de la gracia divina y manifestación maravillosa de la misericordia de Dios hacia nosotros.
Así como Jesús comenzó su vida pública con el bautismo recibido en el Jordán, nuestra vida cristiana comienza con la recepción del sacramento del bautismo (cap. 1), la primera parte de la tríada de la iniciación cristiana. Luego viene el encierro, el Pentecostés personal de cada cristiano en el que se le dan todos los dones del Espíritu Santo (cap. 2), y la Eucaristía, sacramento supremo de la Armadura de Dios para toda la humanidad, en la que se entrega hasta el final a cada uno de nosotros (cap. 3).
Luego Jesús nos da el ejemplo de su gran retiro de oración en el desierto, al final del cual debe enfrentar las tentaciones de Satanás, sostenido por la fuerza de la Palabra de Dios reeditada, por un largo tiempo en soledad (cap. 4).
En el ministerio que entonces emprendió, la llamada a la conversión y a la penitencia ocupó un lugar primordial, subrayando él mismo en muchas ocasiones cómo la curación de los cuerpos es a la vez imagen y consecuencia de la de los corazones que renuncian al pecado. El sacramento de la penitencia, que hoy necesita desesperadamente redescubrirse, nos permite experimentar este maravilloso contacto con Jesús Salvador que nos levanta de nuestras caídas y nos sana de nuestras heridas, en la lucha diaria por ser fieles a nuestro bautismo (cap. 5).
Cristo vino a llamar a todos los hombres a esa felicidad del amor más grande que consiste en dar la vida. Los mártires lo hacen todo a la vez, por una gracia singular que se les concede; otros lo hacen a lo largo de su vida, ya sea se haya dado en matrimonio (cap. 6), este magnífico compromiso de amarse unos a otros como Cristo reunió a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25), o en la vocación sacerdotal, que consiste en dar toda su existencia al Señor para ser entre sus hermanos otro Cristo, el mismo Cristo (cap. 7).
La predicación de Jesús se consuma finalmente con el sacrificio que hace de su vida en la Cruz en obediencia al Padre, en el amor común a nuestra humanidad herida, para redimirnos del pecado. Este misterio de la Cruz, ardiente de amor y rebosante de fecundidad, está llamado a reproducirse en la vida de todos los cristianos (cap. 8).
Es a los pies del Calvario que la santa Iglesia de Dios nace, pura e inmaculada hasta el último día, al mismo tiempo que su misterio se despliega en la existencia de los pobres pecadores que la constituyen ya veces desfiguran su rostro. Cristo resucitado lo envía en misión por toda la tierra para recoger la mies del Padre celestial, en vista de la eternidad de felicidad que Dios nos ha querido (cap. 9).
La vida cristiana, conducida tras las huellas de Cristo y alimentada por los sacramentos, es verdaderamente este nuevo éxodo interior que Dios quiere hacer con nosotros para llévanos al monte de nuestra transfiguración en verdaderos hijos e hijas de Dios en el Hijo, Jesucristo Nuestro Señor.
Estas páginas tienen la humilde ambición, a pesar de sus limitaciones, de mostrar cómo el camino cristiano en el bautismo es un camino de conversión y transformación radical de toda nuestra vida. Que te sean de gran apoyo en tu camino de profundización y crecimiento interior por el cual debemos lograr, "todos juntos, llegar a ser uno en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, y constituir a ese Hombre perfecto, en la fuerza edad, que realiza la plenitud de Cristo" (Ef 4,13).
Dirijámonos a nuestra Madre Inmaculada, la Mediadora de todas las gracias. María es el modelo luminoso de todo hombre y de toda mujer. Para crecer en santidad, debemos entrar en el corazón de la Virgen María y escondernos, por así decirlo, en ella, Madre del perpetuo Socorro.
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Sin embargo, para quienes les gusta estar entretenidos y ociosos, y sumergirse en un mundo irreal y dejarse llevar por la fantasía y la imaginación, para todos los que se sienten apasionados y seducidos por personajes o series de ficción, o por los ídolos que hoy ofrece el mundo, para todas las mentes esclavas de los medios de comunicación social actuales y sus entretenimientos, y para las mentes esclavas y partidarias de las políticas actuales que van contra las verdades de la fe, contra los mandatos de Dios, y hasta contra la propia naturaleza y el sentido común,
todo lo dicho acerca de las realidades espirituales verdaderas a ellos les parecen pura fantasía y algo absurdo, incluso dicen no tener tiempo para pensar en ello y consideran que todo lo afirmado son cosas de curas y monjas anticuados que aún creen en tonterías.
¡Qué paradoja! Al final, el que vive en el engaño no es consciente y cree que los demás están engañados; pero el que está en Cristo y en su verdad sabe discernir y descubrir el engaño.
Si después de todo lo que ya hemos explicado, aún hay quien prefiere seguir perdiendo el tiempo y dejar volar su imaginación para vivir su fantasía o la de cualquier otro autor de entretenimiento fantástico, aunque sea de origen supuestamente católico, exponiéndose a cualquier tipo de influencia carnal, mundana y demoníaca, para evadirse de la realidad; si aún hay quien decide exponer sus sentidos al terrible influjo de los medios de comunicación actuales cargados de mensajes contra Dios y Su Verdad y a favor de los enemigos de Dios, mensajes subliminales incluidos…
Es porque, entonces, aún no se ha entendido la trascendencia del tiempo que nos toca vivir, tiempo que corre presto y que no volverá, pero del que tendremos que dar cuenta ante el único tribunal que determinará nuestro futuro para toda la eternidad: el de Cristo Jesús (cf. 2ª Cor 5,10).
Deberíamos prestar mucha atención a aquellas palabras que San Pablo dirigió en su carta a los Efesios porque son perfectas para el momento actual:
“Mirad atentamente como vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor.” (Ef 5, 15-17)
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En esta ocasión, el cardenal pretende abordar un "eclipse de Dios" palpable en las sociedades posmodernas y al que contribuye, en buena medida, desviaciones en la propia Iglesia.
Así, menciona la "confusión en torno a la Verdad divinamente revelada, la pérdida del auténtico sentido de la liturgia" o "las repercusiones en la Iglesia" de la propia posmodernidad entre las principales amenazas actuales.
"La voz de algunos eminentes prelados de la Iglesia católica se alza hoy para decir públicamente que la enseñanza actual de la Iglesia sobre la homosexualidad está equivocada", argumentando que "la base de esa enseñanza ya no es adecuada" y se hace necesaria "una revisión de las enseñanzas de la Iglesia", denuncia.
Por ello, el cardenal reitera nuevamente un mensaje "urgente": el de "recordar a todos los pastores de la Iglesia su deber de hablar en nombre de Dios y su misión de enseñar, santificar y conducir a los fieles, no guiados por sus opiniones personales o por lo que es socialmente aceptable", sino "iluminados por la Revelación Divina, transmitiendo sin miedo, sin ambigüedad y sin adulteraciones un discurso claro, firme y veraz".
En este sentido, el cardenal expresa su deseo de "el pueblo de Dios" reclame "insistentemente de obispos y sacerdotes la Palabra perenne, firme y concluyente de Jesús y no discursos sociopolíticos, ni cartas pastorales sobre los derechos del hombre y las democracias modernas o sobre las últimas novedades"
El bautismo debe llevar a la coherencia
Pero una de las tesis fundamentales de Sarah es que esos peligros deben enfrentarse -también- desde la vivencia coherente de la fe entre los propios católicos. Y el primer paso para ello consiste en comprender y asumir las implicaciones del bautismo, que, como los otros sacramentos, "no tiene sentido si no lleva a una unión íntima con la Persona de Nuestro Señor Jesucristo".
Por ello, "estar inscrito en los registros de la parroquia, llevar un nombre cristiano sin vivir el bautismo, participar en los ritos sin trasladarlos a la vida o no comprometerse a una verdadera amistad con Jesús" supone hacer "estéril" ese cristianismo. Lejos de ello, dice, el bautismo significa aceptar que "la brújula" de la existencia "es la voluntad del Padre" y debe llevar a "librar una dura batalla contra Satanás y contra el pecado, también en su dimensión social.
INTRODUCCIÓN AL CATECISMO DE PERSEVERANCIA ROMANO
PARA PÁRROCOS Y FIELES
No siendo posible considerar las maravillosas excelencias de la obra inmortal de un Dios misericordioso, cual es la Iglesia católica, sin que la más profunda veneración hacia la misma se apodere de nuestro ánimo, ya se atienda a los hermosos frutos de santidad que han aparecido desde su institución, ya a sus constantes esfuerzos para elevar al hombre, ya a su prodigiosa influencia en todos los órdenes de la vida, para la realización del reinado de Jesucristo en medio de la sociedad, ¿cómo no deberá aumentar más y más esta admiración si nos fijamos en lo que ha hecho la Iglesia católica para propagar las verdades reveladas por Jesucristo, de las que la hiciera depositaria, tesorera y maestra infalible? Que la Iglesia haya cumplido el encargo de su divino Fundador de enseñar a los hombres toda la verdad revelada, lo están pregonando los mil y mil pueblos que conocen al verdadero Dios, y le adoran; son de ello monumento perenne todas las instituciones cristianas encaminadas al auxilio de las necesidades de los hombres redimidos por Jesucristo.
No solamente ha propagado la Iglesia católica las verdades que recibió de Jesucristo, sino que, como la más amante de las mismas, ha condenado cuantos errores a ellas se oponían. Cuantas veces se han levantado falsos maestros para negar las verdades evangélicas, cuantas veces el espíritu del mal ha querido sembrar cizaña en el campo de la Iglesia, cuantas veces el espíritu de las tinieblas ha intentado obscurecer la antorcha de la fe, ella ha mostrado a sus hijos, al mundo entero, cuál era la verdad, en dónde estaba el error, cuál era el camino recto y cuál el que conducía al engaño y a la perdición. Desde las páginas evangélicas en que el Apóstol amado demostró a los adversarios de la divinidad de Jesucristo su divina generación, hasta nuestros días, en que hemos contemplado cómo el sucesor de San Pedro anatematizaba la moderna herejía, siempre ostenta la Iglesia, en frente del error, en frente de la herejía, su más explícita y solemne condenación. Este carácter de la Iglesia santa, esta su prerrogativa, esta su nota de acérrima defensora de la verdad, tal vez no ha brillado jamás tan resplandeciente, quizá no la ha contemplado jamás el mundo con tanto esplendor como en el siglo décimosexto.
Grandes fueron los esfuerzos de las pasiones para la propagación del error, para su defensa, para presentarlo como el único que debía dirigir la humana conducta, como el único salvador y regenerador de la sociedad. No podía permanecer en silencio la Iglesia de Jesucristo en tales circunstancias, y no permaneció, según nos lo demuestran clarísimamente cada una de las verdades solemnemente proclamadas en el Concilio Tridentino, cada uno de los anatemas fulminados por aquella santa asamblea contra la herejía protestante. Congregado aquel Concilio Ecuménico para atender a las necesidades que experimentaba el pueblo cristiano, no le fué difícil comprender la importancia y necesidad de la publicación de un Catecismo destinado a la explicación de las verdades dogmáticas y morales de nuestra santa fe, para contrarrestar los perniciosísimos esfuerzos de los novadores al esparcir por todos los modos posibles, aun entre el pueblo sencillo e incauto, sus perversas y heréticas enseñanzas. Tal podríamos decir que fué el principal objeto de la publicación de este Catecismo.
Y con esto queda ya indicado lo que es el Catecismo Tridentino: una explicación sólida, sencilla y luminosa de las verdades fundamentales del Cristianismo, de aquellos dogmas que constituyen las solidísimas y esbeltas columnas sobre las cuales descansa toda la doctrina católica. En primer lugar, lo que distingue a este preciosísimo libro, a este monumento perenne de la solicitud de la Iglesia para la religiosa instrucción de sus hijos, del pueblo cristiano, es la solidez. Esta se descubre y manifiesta en los argumentos que emplea para la demostración de cada una de las verdades propuestas a la fe de sus hijos. No pretende ni quiere que creamos ninguno de los artículos de la fe sin ponernos de manifiesto, sin dejar de aducir aquellos testimonios de la divina Escritura reconocidos como clásicos por todos los grandes apologistas cristianos, por los grandes maestros de la ciencia divina. Este es siempre el primer argumento del Catecismo; sobre él descansan todos los demás, demostrándonos cómo la enseñanza cristiana, la fe de la Iglesia católica, está en todo conforme con las letras sagradas.
Este modo de demostrar la verdad católica, además de enseñarnos el origen de la misma, era una refutación de los falsos asertos de la nueva herejía, pues no reconociendo ésta otra verdad que la de la Escritura, por la misma Escritura, se la obligaba a confesar por verdadero lo que con tanto aparato quería demostrar y predicaba como erróneo y falso. Es tal el uso que de las Escrituras se hace para demostrar las verdades del Catecismo, que, leyéndolo atentamente, no podemos dejar de persuadirnos que es éste el más sabio, el más ordenado, el más completo compendio de la palabra de Dios. Al testimonio de las Sagradas Escrituras, añade el Catecismo la autoridad de los Santos Padres. Estos, además de mostrarnos el unánime consentimiento de la Iglesia en lo relativo al dogma y a la moral, además de ser fieles testigos de las divinas tradiciones, esclarecen con sus discursos las mismas verdades, las confirman con su autoridad y nos persuaden que asintamos a las mismas, tan conformes así a la sabiduría como a la omnipotencia del Altísimo.
Es tan grande la autoridad atribuida por el Catecismo a los Santos Padres, que, en relación con la importancia y sublimidad de los dogmas propuestos, está el número de sus testimonios aducidos. Así, para enseñarnos la doctrina de la Iglesia relativa al divino sacramento de la Eucaristía, no se contenta con recordarnos las palabras de los santos Ambrosio, Crisóstomo, Agustín y Cirilo, sino que nos invita a leer lo enseñado por los santos Dionisio, Hilarlo, Jerónimo, Damasceno y otros muchos, en todos los cuales podremos reconocer una misma fe en la presencia real de Jesucristo en el sacramento del amor. Por último, quiere el Catecismo que tengamos presente las definiciones de los Sumos Pontífices y los decretos de los Concilios Ecuménicos, como inapelables e infalibles, en todas las controversias religiosas. He ahí indicado de algún modo el carácter que tanto distingue, ennoblece y hace inapreciable al Catecismo. Más no se contentó la Iglesia con dar solidez a su Catecismo, sino que le dotó de otra cualidad que aumenta su mérito y le hace sumamente apto para la consecución de su finalidad educadora: es sencillo en sus raciocinios y explicaciones.
Quiso el Santo Concilio que sirviera para la educación del pueblo, y para ello ofrece tal diafanidad en la expresión de las más elevadas verdades teológicas, que aparece todo él, no como si fuera la voz de un oráculo que reviste de enigmas sus palabras, sino como la persuasiva y clara explicación de un padre amantísimo, deseoso de comunicar a sus predilectos y tiernos hijos el conocimiento de lo que más les interesa, el conocimiento de Dios, de sus atributos, de las relaciones que le unen con los hombres y de los deberes de éstos para con su Padre celestial. Si alguna vez se han visto en amable consorcio la sublimidad de la doctrina con la sencillez embelesadora de la forma, es, sin duda ninguna, en este nuestro y nunca bastante elogiado Catecismo. Este carácter, que le hace tan apreciable, nos recuerda la predicación evangélica, la más sublime y popular que jamás escucharon los hombres. Esta sublime sencillez se nos presenta más admirable cuando nos propone los más encumbrados misterios, de tal modo expuestos, que apenas habrá inteligencia que no pueda formarse de los mismos siquiera alguna idea.
Como prueba de esto, véase cómo explica con una semejanza la generación eterna del Verbo: "Entre todos los símiles que pueden proponerse —dice— para dar a entender el modo de esta generación eterna, el que más parece acercarse a la verdad es el que se toma del modo de pensar de nuestro entendimiento, por cuyo motivo San Juan llama Verbo al Hijo de Dios. Porque así como nuestro entendimiento, conociéndose de algún modo a sí mismo, forma una imagen suya que los teólogos llaman verbo, así Dios, en cuanto las cosas humanas pueden compararse con las divinas, entendiéndose a sí mismo, engendra al Eterno Verbo".
Otras muchas explicaciones de las más elevadas verdades hallamos en este Catecismo, todas las cuales nos demuestran cuánto desea que sean comprendidas por los fieles y el gran interés que todos debemos tener para procurar su inteligencia aun por los que menos ejercitada tienen su mente en el conocimiento de las verdades religiosas. De la solidez y sublime sencillez, tan características de este Catecismo, nace otra cualidad digna de consideración, y es la extraordinaria luz con que ilustra el entendimiento, sin omitir de un modo muy eficaz la moción de la voluntad para la práctica de cuanto se desprende de todas sus enseñanzas.
Después de la lectura y estudio de cualquiera de las partes del Catecismo, parece que la mente queda ya plenamente satisfecha en sus aspiraciones, y no necesita de más explicaciones para comprender, en cuanto es posible, lo que enseña y exige la fe. Mas no se contenta con la ilustración del entendimiento, sino que, según hemos ya indicado, se dirige especialmente a que la voluntad se enamore santamente de tan consoladoras verdades, las aprecie y se esfuerce en demostrar con sus obras que su fe es viva, práctica, y la más poderosa para la realización de la vida cristiana, aun en las más difíciles circunstancias.
IGLESIA DE CRISTO,
NO DE NINGÚN PAPA VATICANISTA
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