Misterios, mentiras y secretos en
«El hombre que mató a Liberty Valance»
En "El asesinato de Liberty Valance", el crítico cinematográfico y fiscal Eduardo Torres-Dulce hace un repaso de los misterios, mentiras y secretos que envolvieron el rodaje de una de las más míticas películas de John Ford. En este libro, Torres-Dulce recorre, como experto en el cine de John Ford, los aspectos cinematográficos, sentimentales y jurídicos de El hombre que mató a Liberty Valance, una narración poliédrica, enmarcada en un momento crepuscular de la historia de los Estados Unidos.
El hombre que mató a Liberty Valance es una de las películas más misteriosas y complejas de John Ford y aparece ante nuestros ojos cada vez que la vemos como un insondable archivo de secretos. ¿Quién mató en realidad a Liberty Valance? ¿A quién amaba de verdad Hallie? ¿A su marido, Ransom Stoddard? ¿A Tom Doniphon, que lo sacrificó todo por su amor? ¿Cuál es la razón real por la que los Stoddard viajan de regreso a Shinbone? ¿Por qué los Stoddard no han vuelto jamás a Shinbone ni se han ocupado ni preocupado por los amigos que dejaron allí, como Tom Doniphon, Pompey, Dutton Peabody, Nora y Peter Ericson? ¿De verdad que han regresado solo para asistir al velatorio de un buen amigo, al que no han visto en siglos, como les cuenta Stoddard a los ávidos periodistas?
¿Por qué le oculta inicialmente Hallie a Ransom el gesto de colocar una rosa de cactus sobre el ataúd de Doniphon? ¿Por qué confiesa Ransom Stoddard, tras tanto tiempo, a los periodistas que no fue él quién mató a Liberty Valance? ¿Es verdad lo que Stoddard les cuenta a los periodistas sobre esa confesión que le hizo Stoddard? ¿Es verdad lo que Tom Doniphon le contó a Ransom Stoddard sobre la muerte de Liberty Valance o lo hizo, una vez más, por el amor de Hallie a fin de que Stoddard no tirara la toalla y volviera al este renunciando a todo y especialmente a Hallie?
John Ford nos ofrece con "El hombre que mató a Liberty Valance" una narración fragmentada, rota. Vamos y venimos del presente al pasado y regresamos al hoy. Es una narración suspensiva, anclada en esos misterios que la atraviesan y justifican. Una narración que, como ocurre con todo el cine de Ford, exige al espectador una participación emocional. Un thriller sobre fantasmas del pasado y en especial sobre la elusiva figura de Tom Doniphon: un fantasma siempre amenazador, un personaje más allá de un símbolo, un muerto viviente. Una narración sobre secretos, mentiras y recuerdos. Solo nosotros, los espectadores, somos capaces de reunir las piezas del puzzle de la vida de estos personajes, por mucho que Ransom Stoddard diga a los periodistas que solo él puede contar completa la historia. Porque esa es otra de las dificultades morales de la película: que es Ransom Stoddard, un avezado político, el que nos narra la historia y dependemos de sus recuerdos y de su punto de vista para adentrarnos el filme. Y Stoddard nos narra, y eso añade un plus de complejidad, incluso el flasback dentro del flashback, lo que le contó Tom Doniphon sobre quién en realidad mató a Liberty Valance.
"Ford odiaba las explicaciones de motivación, la retórica de la simbología, las grandes parrafadas grandilocuentes"
Algunos críticos disminuyen la epicidad del relato alegando que es un no wéstern, una especie de wéstern de cámara, rodado en blanco y negro por Ford, cómodamente, en decorados de estudio y en exteriores que lejos de la espectacularidad de Monument Valley detectan un artista cansado y en retirada. Incluso desdeñan la fotografía de William Clothier como sencillamente convencional. Otros en cambio se dejan llevar por un aroma de retirada, se trataría de un wéstern crepuscular, un wéstern de despedida, una suerte de adiós de Ford al viejo Oeste, a sus películas emblemáticas en el género, una suerte de testamento en clave wéstern; claro, que lo mismo dijeron años después de 7 Women (Siete mujeres) nuevamente rodada en estudio y en este caso con un reparto all women y una conmovedora y áspera galería de personajes femeninos presididos por una atea pecadora que se sacrifica por unas misioneras cristianas.
Quizás "El hombre que mató a Liberty Valance" sea todo eso, cada uno es muy dueño de ver en las películas aquellas claves personales con las que se forma un juicio personal o crítico, pero siempre he pensado que abarcar todos los sentidos y significados de esta película es tarea extraordinariamente difícil. Personalmente, El hombre que mató a Liberty Valance es una película que me fascinó desde que la vi, poco después de su estreno, en el cine Bilbao de Madrid, y esa fascinación ha permanecido inalterable a lo largo de los años, ampliándose visión tras visión de la película.
Ford es un artista, un cineasta sutil, lleno de digresiones y recovecos tanto narrativos como formales, muy dado a que sus personajes, como el propio relato dejen en zona de penumbras: su pasado, sus motivaciones, su futuro. Ford odiaba las explicaciones de motivación, la retórica de la simbología, las grandes parrafadas grandilocuentes. En muchas de sus películas la clave para comprender el sentido del relato se descubre en un plano fugaz, oblicuo, una frase de sentido indirecto, una mirada —o un cruce de miradas—, un silencio, lo que no se dice pero se intuye.
"Es una película que puede entenderse como un wéstern noir o un thriller político, un melodrama amoroso o un ensayo sobre la Historia"
El hombre que mató a Liberty Valance está llena de todos esos resortes. El plano de un féretro desnudo de un hombre olvidado coronado por una flor de cactus, una sombrerera, una diligencia arrumbada y cubierta de polvo, unos libros de leyes remendados y leídos mientras se friegan unos platos, un bistec caído en el suelo de una casa de comidas, la mirada de una mujer asomada a una puerta sobre un hombre que desaparece en la oscuridad de un callejón silencioso, un tiroteo en el que nadie sabe bien quién dispara y desde dónde, un rancho incendiado, un borrachín citando a Shakespeare antes de morir con dignidad, una verdad que es mentira y una mentira que es verdad, una vida construida sobre la gloria y la derrota de la vida que ha hecho posible esa gloria, una mujer que elige a un hombre y nunca olvida a quien abandonó, una escuela multirracial en un pueblo sin escuelas, un marshall que era un gordinflón cobarde pero que al cabo de mucho tiempo es un tipo lleno de dignidad que sabe adónde quiere ir, una mujer que aprieta entre sus manos una sombrerera, un viaje —o muchos viajes— a Shinbone, al pasado que es siempre presente y un regreso que se adivina como de siempre jamás.
EL HOMBRE QUE MATÓ
A LIBERTY VALANCE
(INDIAN COUNTRY)
DOROTHY M. JOHNSON
Bert Barricune murió en 1910. A su funeral no fueron más de una docena de
personas. Entre ellos estaba un destacado y joven periodista que esperaba encontrarse
con una historia de interés humano. Corría la leyenda de que el viejo había sido una
especie de pistolero en sus años mozos. Unos pocos carcamales andaban torpemente,
ya a solas, ya en parejas, nerviosos y ceñudos, aferrándose a sus deteriorados
sombreros. Hombres que fueron los compañeros de Bert en la bebida o en las partidas
de póquer en las que se jugaban cantidades nimias mientras el mundo rodaba delante
de ellos. También vino una mujer que lucía un denso velo que le ocultaba el rostro.
Rayas blancas y amarillas se adivinaban en su pelo teñido de negro. El reportero
tomó nota mentalmente: un viejo colega del viejo barrio. No hay ninguna historia que
merezca la pena.
Uno a uno pasaron delante del ataúd y miraron a la cara impasible del viejo Bert
Barricune, que había sido un don nadie. Su pelo era blanco, muy corto, y su rostro
arrugado resultaba tan vacío en la muerte como lo fue durante su vida. Pero la muerte
le añadió dignidad. Una gran cantidad de flores se extendían detrás del ataúd.
En un
tarjetón se leía: «Senador Random Foster y señora». Excepto unos pocos brotes
amarillos y rosas, sin hojas, repartidos por los escalones alfombrados, las flores que
adornaban la sala eran, como pudo observar el reportero al forzar la vista, flores de
nopal. Flores de cactus. Parecían apropiadas para el anciano… Flores que crecen en
los baldíos de las praderas. Bien, eran libres de recogerlas como gustasen. Los
amigos de Barricune no parecían muy prósperos. Pero ¿cómo se le ocurrió al senador
mandar un ramillete?
Hubo un retraso y el director de la funeraria se puso un poco nervioso con la espera. El reportero se sentó muy derecho cuando vio entrar a los dos últimos
asistentes.
Es el senador Foster… seguro, tiene el brazo impedido… y aquella debe de ser su
esposa. El Congreso todavía está en período de sesiones y él ha hecho todo el viaje
desde Washington. ¿Para qué se ha tomado la molestia? ¿Por un viejo desecho como
Barricune?
Después de que el funeral se efectuara con decoro, el reportero fue a preguntarle.
El senador estuvo a punto de decir la verdad, pero pudo contenerse a tiempo.
—Bert Barricune fue mi amigo durante más de treinta años —afirmó.
No podía dar la respuesta verdadera: Él fue mi enemigo; él fue mi conciencia. Él
hizo de mí lo que soy.
Ransome Foster llevaba siete meses en el Territorio
[18] cuando chocó con Liberty
Valance. Había vagabundeado dos días a pie por la pradera cuando se topó con Bert
Barricune. Hasta aquel instante, Ranse Foster no era nadie especial… Un nota del
Este, bastante fisgón, que se mudaba de una ciudad destartalada a otra. Un
advenedizo más, con sus propias razones para quedarse allí y sin ningún objetivo
concreto en la vida.
Cuando Barricune se lo encontró en la pradera, Foster era, pues, un novato. Sus
botas estaban tibias y húmedas y sus pies se habían llenado de ampollas, que
sangraban tras reventar. Estaba sucio, magullado y con quemaduras debidas al sol.
Estaba arrastrándose, pero cuando vio a Barricune cabalgando hacia él se sentó. En
aquel tiempo no tenía caballo, ni silla, ni orgullo.
Barricune lo miró de arriba abajo sin decir nada.
De repente, Ranse Foster pidió algo:
—¿Agua?
Barricune movió la cabeza.
—Aquí no tengo, pero podemos ir a donde la hay.
Se bajó de la silla de montar como un samaritano improvisado y subió en ella de
un empujón a Foster.
—Ya te he colocado en la silla, ¿podrás sostenerte en ella? —le preguntó.
—Si no puedo, pégame un tiro —respondió con sus labios hinchados.
—De acuerdo —dijo Bert con buen humor, y tiró del caballo.
Pellizcando sus orejas, mantenía al animal lo suficientemente tranquilo para
ayudar al angustiado forastero que montaba en la silla. Luego, a pie (pese a que Bert
Barricune, como cualquier vaquero, odiaba caminar), condujo al caballo durante
cinco millas hasta el río. Dejó que Foster se tumbase sobre un soto de álamos y le
obsequió con un sombrero lleno de agua.
Después de eso, Foster hizo tres intentos de levantarse. Al tercer fracaso, Barricune le
preguntó con una sonrisa:
—¿Quiere que le dispare, después de todo?
—No. Antes hay algo que debo hacer —respondió Foster.
—Bueno, yo pensaría lo mismo —contestó Barricune mientras observaba sus
magulladuras. Montó en su caballo y se marchó.
Al cabo de una hora estaba de vuelta con comida y ropa de cama.
—¿Aún no se ha muerto? —le preguntó a Foster.
—No, aún no me he muerto del todo, todavía falta un poco —contestó el
baqueteado y claudicante individuo, que entreabrió su único ojo sano.
A Bert, aquello le hacía gracia. Trajo un cubo de agua y montó una pequeña
acampada: un saco de dormir sobre un hule y un cargamento de madera para un fuego. Se puso en cuclillas cuando el recién llegado, con movimientos muy
parsimoniosos que delataban su dolor, se desvistió y derramó algo de agua por su
cuerpo. No le vio heridas de bala, pero sí señales de golpes, de los que un par de ellos
parecían obra de una fusta.
—¿Te busca alguien? —le preguntó Bert después de un rato, no en tono
inquisitivo, sino como alguien que tiene derecho a saber cómo van las cosas.
Foster se restregaba el polvo de las ropas, sacudírselo le hacía demasiado daño.
—No. Pero estoy buscando a alguien —contestó Foster.
—No puedo ayudarte en tu búsqueda —le advirtió Bert—. A dos millas,
siguiendo ese camino, está la ciudad. Llegarás a ella cuando estés en condiciones. Al
irte, haz un alijo con todas las cosas, ya pasaré a recogerlas.
Tres días después se encontraron en la oficina del marshal
[19]. Se miraron
mutuamente pero no se dirigieron la palabra. Esta vez el magullado era Bert
Barricune, pero no mucho. El marshal lo estaba soltando de la única celda de la cárcel
cuando irrumpió Foster en la oficina. Nadie habló hasta que Barricune,
tambaleándose y caminando con no demasiada estabilidad, se marchó. Foster le
siguió con la mirada. Le vio detenerse frente al siguiente edificio para hablar con una
muchacha. Se alejaron juntos y parecía que el joven estuviese recibiendo una riña.
—¿Quería algo, señor? —dijo el marshal mientras se aclaraba la garganta.
—Tres hombres me abandonaron en la pradera sin caballo —respondió Foster—.
¿Es eso una infracción de las leyes de este Territorio?
El marshal se acomodó a sí mismo y a su vientre. Luego se concentró.
—Desde luego, va contra las costumbres —admitió—. ¿De quiénes se trata?
—El jefe era un hombre corpulento, de ojos oscuros y con dos dientes de oro. Los
otros dos…
—Lo conozco. Liberty Valance y un par de muchachos suyos. ¿Cuál es su
denuncia, entonces?
Foster empezó a comprender que no le iba a llegar ninguna ayuda del marshal.
—¿Le robaron? —preguntó el marshal.
—No me registraron.
—¿Le quitaron su pistola?
—No la llevaba.
—¿Le robaron el caballo?
—Le dieron un fustazo y se marchó.
—¿Lo cabalgaron?
—No. Lo dejé irse solo.
El marshal movió la cabeza.
—No puede usted elevar una denuncia por una infracción de la ley —dijo el
marshal con alivio—. ¿Dónde sucedió todo?
—En un camino del bosque, junto a un arroyo. A dos días de aquí a pie.
El marshal se puso en pie.
—Usted ni siquiera sabe en qué jurisdicción pasó. Le dieron una paliza. Bueno,
son cosas que pasan. Uno se mete en una pelea… podría pasarle a cualquiera.
—Muchas gracias —le contestó secamente Foster.
Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, el marshal le retuvo.
—Hay una recompensa por Liberty Valance.
—Todavía no tengo una pistola. ¿Viene a menudo por aquí? —preguntó Foster.
—No. A él no se le ha perdido nada en Twotrees. Es un hombre difícil de
encontrar.
El marshal miró a Foster de arriba abajo.
—No vendrá aquí a por usted.
Era como si hubiese añadido: ¡Hijito! Una vez que te ha sacudido, no se
molestará en venir otra vez para lo mismo.
Y yo, se dio cuenta Foster, no soy lo bastante hombre como para ir a buscarlo.
—Así son las cosas. No puedo imaginarme ningún reclamo que lo traiga hasta
aquí —añadió el marshal—. Este es un lugar muy tranquilo. Sí, señor.
Puso los pulgares en los tirantes de su pantalón y miró a través de la ventana,
como si quisiera comprobar esa tranquilidad.
Foster pensó en un reclamo. Se marchó de la oficina con la mente ocupada en
ello. Por primera vez en un par de años albergaba una ambición… no muy
recomendable, pero era algo en lo que empeñarse. Él iba a ser el reclamo para Liberty
Valance y, en la medida en que le fuera posible, también su trampa.
Permaneció muy modoso ante la puerta del café Elite, con el sombrero en la
mano, como si fuera una persona que espera y merece que se le niegue cualquiera de
las cosas que anda buscando.
—¿Puedo trabajar por una comida? —preguntó tras aclararse la garganta.
La muchacha que estaba rellenando los frascos de azúcar le miró y tuvo piedad de
él.
—Creo que sí. Voy a preguntar al señor Anderson.
Era la joven que había caminado junto a Barricune mientras le reñía.
El propietario salió de la cocina y Ranse Foster le repitió la pregunta encogido
pero con una sonrisita que sugería doblez.
—Ve allí detrás y corta algo de leña —respondió Anderson, que regresó a la
cocina.
—Él podría comer primero —sugirió la camarera—. Para empezar le prepararé
un estofado.
Ranse comió con ansiedad, parecía que alguien le iba a arrebatar el plato. Sabía
que la muchacha lo observaba de vez en cuando y la odiaba por ello. No esperaba que
nadie se apiadara de él en su nueva comedia de humildad fingida, pero sabía que
tendría que habituarse.
—Si estás buscando un empleo…
—dijo ella al traerle el pastel.
—¿Sí? —contestó él, tratando de mirarla con cierta suspicacia.
—Podrías intentarlo en el Prairie Belle, allí necesitan un mozo.
Bert Barricune, cuando salió hacia el campamento del río para recuperar su saco
de dormir, apenas conocía al hombre que se encontró allí. Ranse Foster era arrogante,
condescendiente y servil a la vez. Hablaba con una suave socarronería y, a juzgar por
su actitud, parecía que se preparaba para recibir un golpe de alguien.
—Supuse que regresarías a por tus pertenencias —dijo Foster—, cuando caí en la
cuenta de que podías haber cambiado de idea.
Barricune ató su saco y parecía muy pálido.
—Nunca cambio mis planes —le rebatió—. Siempre hago lo que digo. Y nunca te
regalé mi saco de dormir.
—Claro que no, claro que no —admitió el nuevo Ranse Foster con fingida
humildad—. Es tuyo. Tienes todo el derecho del mundo a reclamarlo.
Barricune le miró fijamente. Alzó el saco de dormir para atarlo tras su silla.
—Tenía que haberte entregado a los buitres —afirmó.
Foster asintió con una sonrisa que le tenía que haber ocasionado un puñetazo en
la boca.
—Gracias, amigo —dijo sin agradecimiento—. Gracias por toda tu amabilidad,
que no he hecho nada por merecer y que no podré compensar.
Barricune se alejó a caballo, maldiciendo. El recuerdo de su buena obra le irritaba
como si fuera un piojo. Tras él, a lo lejos, el nuevo Foster le seguía a pie.
A veces, pasados los años, Ranse Foster pensaba en los diversos hombres que
había encarnado. No admiraba mucho a ninguno de ellos. No se avergonzaba para
nada de la persona en que finalmente se convirtió, salvo en que esta le debía
demasiadas cosas a otros. Una de las identidades que impostó en su juventud fue la
de un estudiante serio, diligente y crédulo. También fingió ser un tipo inquieto y sin
metas. Se marchó al oeste con dos mil dólares de su peculio tras haber disputado con
el albacea de su padre. Aquella encarnación no duró mucho. Liberty Valance le azotó
con una fusta y le golpeó hasta dejarlo inconsciente, sin más razón que Liberty, al
encontrarle y reconocerle como novato, pudo hacerlo así. Aquel hombre murió en la pradera. Después de él, se transformó en el individuo que puso el cebo que iba a
atraer a Liberty Valance a Twotrees.
Ranse Foster nunca había odiado a nadie hasta que conoció a Liberty Valance,
pero Liberty no fue el último hombre al que aprendió a odiar. También detestaba a la
persona en que se convirtió mientras esperaba volver a encontrarse con Liberty.
El trabajo de mozo en el Prairie Belle no era tan desagradable hasta que Ranse lo
ejerció. Cuando barría el suelo, era tan obvio su desagrado por esa tarea y por sí
mismo que se volvía despreciable ante los ojos de los demás. Observaba a los
parroquianos con una mueca en el labio, como si se hallaran por debajo de él. Pero
cuando un cliente tiró una ficha blanca al suelo, el mozo lo miró con un odio apenas
velado y la recogió. La gente hablaba de él en el Prairie Belle, porque no se podía
ignorar.
Al acabar el primer mes, le compró un Colt 45 a un vaquero borracho que
necesitaba más el dinero que sus dos pistolas. Después, Ranse le escamoteó horas al
sueño para ir a practicar tiro siete mañanas a la semana, para lo cual caminaba hasta
el lugar donde acampó por vez primera y allí disparaba a los blancos. En la segunda
ocasión en que se quedó dormido por cansancio, Joe Mosten, el patrón del Prairie
Belle, lo despidió.
—Aquí está tu paga —gruñó Joe mientras tiraba las monedas al suelo.
Pasó una semana hasta que encontró otro trabajo. Comió con frugalidad en el café
Elite y se permitió robar los trozos de comida abandonados en los otros platos.
Lillian, la más veterana de las camareras, gritaba con enojo. Pero Hallie, que era
joven, sentía lástima de él.
—Ven a la puerta de atrás cuando sea tarde —le decía en voz baja— y te daré un
trozo. Hay un montón de comida que sobra.
La segunda noche que fue a la puerta trasera, Bert Barricune estaba frente a él.
—Hallie es mi chica —dijo con amabilidad.
—No te lo tomes a mal —respondió Foster—. La señorita me ofreció comida y he
venido a recogerla.
—Como los perros —afirmó Bert mientras pronunciaba lentamente.
Los músculos de Ranse se tensaron y la rabia subió por su garganta, pero se
contuvo con un estremecimiento. Bert dijo algo que le produjo escalofríos.
—Si quieres que hablen de ti, lo estás haciendo muy bien. Lo hacen, y sin pelos
en la lengua, en Dunbar.
—¿Y qué hacen o dicen en Dunbar? No tiene nada que ver conmigo —respondió
Foster.
—Es donde Liberty Valance se suele dejar caer. En ese caso, ten cuidado —
insinuó el otro.
Ranse casi confiaba en él.
—No entiendo del todo el extraño interés que te tomas por mis asuntos —le
amonestó Foster algo estirado.
Barricune echó atrás su sombrero y se rascó la frente.
—Yo tampoco me entiendo del todo. Pero deja en paz a mi chica.
—Por muy encantadora que sea la señorita Hallie —le dijo Ranse—, solo me
interesa tener el estómago lleno.
—Entonces, ¿por qué no buscas un trabajo para vivir?
El dependiente de Dowitt
se ha marchado esta tarde.
Jake Dowitt le contrató como dependiente porque nadie más quería ese empleo.
—¿Sabes leer y escribir? ¿Y operar con cifras? —le preguntó Dowitt.
Foster se alzó.
—Señor, sea lo que sea que digan contra mí, creo que puedo proclamar que soy
un hombre educado. No me puedo enorgullecer de muchas cosas, pero he estudiado
leyes.
—Entonces, quizás el trabajo no sea lo suficientemente bueno para usted —
sugirió Dowitt.
Foster volvió a ser humilde.
—Cualquier trabajo es bueno para mí. Hasta puedo barrer el suelo.
—También cuidará el fuego en la estufa —le dijo Dowitt—, desde las siete de la
mañana hasta las nueve de la noche. ¿Tiene dónde vivir?
—Duermo en el establo de la casa de postas a cambio de limpiar las cuadras con
la pala.
Al principio, Dowitt pensó instalar a su dependiente en un cuartito encima del
almacén, pero luego cambió de idea.
—Tengo un cobertizo allá atrás donde puedes refugiarte. Límpialo. Antes lo tenía
para las gallinas.
—Solo una cosa —dijo Foster—:
Quiero libres dos medias jornadas a la semana.
Dowitt lo miró por encima de sus anteojos.
—¿Y qué harás con ese tiempo perdido? Ni hablar. Pero puedes tenerlo… por
menos dinero. Te haré también un descuento por lo que compres en el almacén.
La única compra hecha por Foster fueron cuatro cajas de cartuchos a la semana.
En el almacén, pesaba el embutido de cerdo como si fuera de calidad ínfima, pero
él se sentía aún más bajo. Con humildad medía el largo de las piezas de tela de las
clientas. Añadía la vanidad a sus otros defectos y permitía que los clientes le
sorprendieran peinando sus cabellos delante de un pequeño espejo. También se
dejaba ver leyendo un libro de cubiertas negras que suscitaba la curiosidad.
Fue mientras trabajaba en el almacén cuando empezó sus tareas en la escuela en
Twotrees. Hallie fue la responsable de ello. Cuando le llevaba un plato que sostenía
por encima de los de los otros clientes del café, ella le dijo:
—Dicen que es usted un hombre instruido, señor Foster.
Con Hallie no podía burlarse ni aparentar humildad, porque era humilde, así
como gentil y amable. Se protegía de ella tratando de no hablar a no ser que fuera
inevitable.
—Digamos que disfruté de algunos privilegios, señorita Hallie, antes de que el destino me trajera hasta aquí.
—¿De qué trata el libro que lee? —preguntó ella con anhelo.
—Fue escrito por un hombre que se llamaba Platón —respondió Ranse muy
estirado—, y está en griego.
Le trajo una taza de café y se quedó dubitativa durante unos instantes.
—¿Puede usted leer y escribir también en americano o no? —le preguntó ella.
—En inglés, señorita Hallie —le corrigió—. El inglés es nuestra lengua materna.
Estoy muy familiarizado con el inglés.
Ella puso sus manos encarnadas sobre el mostrador del café.
—Señor Foster —le susurró—, ¿me enseñaría usted a leer?
Él se quedó demasiado sorprendido como para esbozar una respuesta que ella no pudiera rebatir.
—A Bert no le gustaría —dijo él—. Además, es usted una mujer adulta. No
parece apropiado que se ponga a aprender a escribir y leer ahora.
Ella movió la cabeza.
—Nada pude aprender cuando era más joven —suspiró—. Siempre quise saber
cómo se lee y se escribe.
Ella se marchó hacia la cocina y Ranse Foster se sintió golpeado por una emoción
que no podía permitirse. Se sintió arrebatado por la piedad. Le pidió que volviera.
—Señorita Hallie, usted sola, no… La gente hablaría… Pero si se trae a Bert.
—Bert ya puede leer algo. A él no le interesa nada. Pero hay algunos niños en la
ciudad.
Su rostro estaba tan encendido que Ranse tuvo que mirar hacia otro lado.
—¿No sentiría vergüenza de aprender junto a los niños? —preguntó Ranse en un
último intento de librarse de ella.
—¿Por qué? Estaré orgullosa de aprender de cualquier manera —dijo ella.
Durante las primeras sesiones de la escuela de Twotrees, dio clases a tres niñitas,
a dos niños inquietos y a Hallie una hora por la tarde, en el almacén de Dowitt. Este
no le retuvo su paga por el tiempo perdido, pero se quedó muy asombrado. Igual que
los padres de los niños. Las mismas criaturas se asombraban de algunas de las cosas
que él les leía en voz alta, pero tenían paciencia. Después de todo, las lecciones solo
duraban una hora.
—Cuando seáis mayores, entenderéis esto —les prometía.
Y, sin mirar a Hallie, les recitaba el soneto de Shakespeare que comienza:
No llores por mí cuando esté muerto
[20]
pues oirás doblar la hosca y sombría campana.
y que termina:
No malgastes tus horas repitiendo mi nombre,
mas deja que tu amor se desvanezca junto con mi vida,
impide que el prudente mundo contemple tu duelo
y se mofe de ti por causa mía.
Supo que Hallie había entendido el mensaje. Leyó también otro soneto
[21]:
Cuando en desgracia frente a la Fortuna y a los ojos de los hombres
lloro en soledad mi estado miserable.
y tuvo cuidado de no levantar la mirada hacia ella hasta que lo terminó:
porque el recuerdo de tu dulce amor me trae tal riqueza
que entonces desprecio cambiar mi suerte por la de los reyes.
Le disgustaba su interés por aprender… la ansiedad con la que esgrimía el lápiz y
trazaba las letras, el pequeño jadeo que soltaba antes de leer en voz alta. La hizo
llorar dos veces, pero ella jamás se perdió una clase.
Le habría gustado tener un profesor para su aprendizaje particular, pero Ranse no
podía confiar en nadie, por lo que aprendía sus lecciones a solas. Bert Barricune lo
encontró aplicándose a ello cuando Foster, en una de sus tardes libres, había
cabalgado varias millas lejos de la ciudad, en un caballo de la casa de postas, hasta un
paraje solitario.
—Los he visto mejores —señaló Barricune mientras aparecía tras una columna de
arenisca. Ranse Foster le daba la espalda y tenía una pistola vacía en la mano.
Foster se revolvió.
—Podría haber sido otra persona… y tu pistola está descargada —añadió
Barricune.
—Cuando vea a otra persona, no lo estará —prometió Foster.
—Si me hubieras preguntado —sugirió Barricune—, podría haberte enseñado.
Pero no querías ninguna ayuda.
Un hombre no debe sentir vergüenza por consultar a
alguien que sabe más que él.
Su pistola apareció de pronto en su mano y disparó cinco tiros cuyos ecos
retumbaron entre los pilares de arenisca blancos como calaveras.
Media pulgada por
encima de unos naipes que Ranse había fijado a un árbol muerto, un agujero astillado
aparecía entre la madera.
—No quería destrozar tus blancos —le explicó Barricune.
—No me da vergüenza consultarte —le dijo enojado Foster—, porque sabes
mucho. Yo tiro directo al blanco, pero soy lento. Ahora te estoy consultando.
Barricune recargó su pistola y meneó la cabeza.
—Es ya un poco tarde para eso. He venido para decirte que Liberty Valance está
en la ciudad. Está interesado en el nota al que todo el mundo puede darle una
patada… Ese recién llegado que dice que puede leer en griego.
—Bueno —dijo Foster suavemente—, ya ha llegado la hora.
—No te imagines que vas a cabalgar a la ciudad conmigo —le advirtió Bert—.
Irás tú solo.
Ranse cabalgó hacia la ciudad con el cinturón de la pistola atado. Antes, siempre
lo había llevado envuelto en un impermeable
[22]. Una vez en la ciudad, se permitió el
lujo de una última vanidad. Fue al barbero sin fingir ni inclinarse.
—Córteme el pelo, rápido —ordenó tajante.
El barbero estaba nervioso, pero trabajó con una rapidez comprensible.
—Pensé que estaba usted muy orgulloso de su mata de cabellos ondulados.
—No sé por qué lo pensaba —respondió Foster con frialdad.
Una vez que estuvo de nuevo en la calle, cayó en la cuenta de que no sabía cómo
llevar a cabo la tarea. Tampoco dónde estaba Liberty Valance, y no estaba dispuesto a
dejarse atrapar como una rata. Trató de buscar a Liberty.
El hombre de confianza de Joe Mosten estaba acomodado en la puerta del Prairie
Belle. Se hizo a un lado para dejarle el camino expedito.
—No está aquí, Foster —dijo solícito. Era la primera vez en varios meses que un
hombre se dirigía a él con respeto. Su presencia era reconocida como una amenaza
para las instalaciones del Prairie Belle.
Cuando muera, quizás hoy, pensó Foster, nunca dirán que fui un cobarde. Puede
que digan que fui un maldito chiflado, pero ya no me importará en ese momento.
—¿Dónde está? —preguntó Ranse.
—No te lo puedo decir —le contestó en tono de disculpa—. Soy joven y sano, y
el sitio donde esté no es asunto mío. Joe te estará muy agradecido si permaneces
fuera del local. Eso es todo.
Ranse miró a través de los cristales del almacén de Dowitt. Había puesto el
candado. Dirigió su mirada al norte, hacia la oficina del marshal.
—También está cerrada —le dijo cortésmente el empleado del salón—. Hace una
hora que reclamaron al marshal fuera de la ciudad.
Ranse echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. El sonido encontró su eco
entre las fachadas con falsos frontones. No había nadie paseando por las calles, ni
siquiera estaban los caballos atados a sus estacas.
—Mándale un mensaje a Liberty —ordenó con el tono de uno que tiene la
potestad de dar órdenes—. Dile que el novato quiere verle de nuevo.
El empleado del salón se aclaró la garganta.
—No creo que sea necesario. Por ahí viene, está bajando desde el final de la calle.
¿Qué dice?
Ranse echó un vistazo, sabía que el empleado del salón lo miraba con curiosidad.
—Yo diría que es él. Sí, yo diría que es Liberty Valance.
—Ahora iré adentro —señaló el otro hombre en tono de disculpa—. Bueno,
cuídese.
Y se marchó sin hacer el menor ruido.
Ranse percibió que esa era una situación clásica. Dos enemigos que caminan para
encontrarse a lo largo de la polvorienta y vacía calle de un poblado del Oeste. Qué
razones tienen los otros, nunca lo sabré. ¡Hay tantas cosas que nunca he aprendido!
Pero ya no queda tiempo, pensó.
Era un actor que sabía cómo acababa la obra, pero que había olvidado los
diálogos y las claves para recordarlos. Uno de nosotros tendría que decir algo,
meditó. Debería haber planificado esto desde el principio, pero todo lo que veía era el
final.
Liberty Valance, fornido y ancho de hombros, caminaba con las piernas rígidas y
los codos doblados.
Cuando esté lo bastante cerca como para que pueda ver si sonríe o no, alguien
tendrá que decir algo, supuso Ranse Foster.
Al observar lo que pasaba dentro de su mente, lo vio claro:
Este hombre tiene
miedo. Este Ransom Foster. Pero nadie más lo sabe. Avanza y tiene miedo, pero no es
un cobarde. Recuérdalo. Recuérdalo, Hallie.
Liberty Valance le dio la clave.
—¿Me andabas buscando? —le dijo entre dientes. Sonreía.
Ranse casi le estaba agradecido. Era como si Liberty hubiese dicho:
¡Ya es la
hora!
—Te debo algo y quiero pagar mi deuda —le respondió Ranse.
La mano de Liberty relampagueó con su arma. El revólver en la mano de Foster
explotó, y con él todo el universo.
Dos disparos suyos por uno mío, fue su último pensamiento durante unas horas.
Miró hacia el extraño e inestable techo y descubrió un rostro que se ondulaba
como un reflejo en el agua. La cama bajo él parecía hundirse incluso antes de cerrar
los ojos. A lo lejos, alguien decía:
—Pon más vendas en la herida, esto para la hemorragia.
Él sabía, por el terrible dolor que le ocasionaba, dónde estaba la herida:
en el
hombro derecho. Cuando se lo tocaban, podía oír sus propios gritos.
La cara que se desdibujaba ahora sobre él era otra: Bert Barricune.
—Está muerto —dijo Barricune.
—Yo, no —respondió Foster desde el más allá.
—No me refería a ti —contestó Barricune.
Ranse volvió la cabeza hacia la fuente del dolor, y el rostro que se estremecía ante
él era el de Hallie, pálido y con grandes ojos. Ella puso una mano dubitativa sobre él
y Ranse se asombró de que estuviera temblando.
—¿Tiemblas —le dijo— porque hay sangre en mis manos?
—No —respondió ella—. Es porque podrían estar enfriándose.
Se dio cuenta de que había otras personas en la habitación. Se movieron y se
apartaron al entrar el doctor.
—Quizás conserve ese brazo —le indicó por fin el doctor—, pero nunca le
resultará de gran utilidad.
El juicio tuvo lugar a las tres semanas después del tiroteo, en la habitación del
hotel donde yacía Ranse. El delito que se le imputó fue perturbar la paz pública. Se le
encontró culpable de los cargos y le multaron con diez dólares.
Cuando los otros se marcharon, le dijo a Bert Barricune:
—He oído que hay una recompensa. Con ella se pagarían el doctor y el hotel.
—No la vas a recoger —le informó Bert—. Esos calzones te vienen demasiado
grandes.
Bert Barricune se sentó frente a él y le observó durante un momento.
—Tú no mataste a Liberty —le indicó.
Foster frunció el ceño.
—Le enterraron.
—Liberty disparó una vez. Tú disparaste otra y fallaste. Yo disparé una vez, y
nunca fallo. De todas formas, yo tampoco iré a recoger la recompensa, Hallie no
aprueba la violencia.
—Eso es todo lo que tenía para estar orgulloso —dijo Foster pensativo.
—Le hiciste frente —afirmó Barricune—, fuiste a su encuentro. Si quieres estar
orgulloso de algo, puedes recordar eso. Es cierto que no hiciste mucho más.
Ranse le miró fijamente.
—Bert, ¿eres mi amigo?
Barricune sonrió sin humor.
—Sabes que no lo soy. Te recogí en la pradera, pero lo hubiera hecho por la
última escoria que se debatiera en esa situación. Si hubiera querido, no lo habría
hecho.
—Entonces, ¿por qué…?
Bert miró hacia la punta de sus botas.
—Hallie te quiere. Soy amigo de Hallie. Es lo que siempre seré mientras tú andes
por aquí.
—Luego, yo soy el hombre que mató a Liberty Valance —dijo Ranse.
Eso fue lo más cerca que estuvo de atreverse a decir «gracias». Y desde entonces
Bert Barricune comenzó a ser su conciencia, su némesis, su enemigo vitalicio y el
hombre que le hizo grande.
—¿Sería ella feliz si regresáramos al Este? —preguntó Foster—. Me espera una
fortuna si vuelvo allí.
—¿En qué estás pensando? —respondió Bert, que se estiró y se levantó—.
¿Tienes un buen problema, no es así? Podrías resolverlo fácilmente si te vuelves solo.
No hay mucho que pueda hacer aquí un hombre con un brazo inútil.
Bert salió y cerró la puerta tras él.
Siempre hay una salida, pensó Ranse, si un hombre quiere utilizarla. Él encontró
la suya cuando se enfrentó a Liberty en las calles de Twotrees.
Volver a casa es la
salida para esto.
Aprendí a vivir sin orgullo, se dijo a sí mismo. Aprenderé a olvidar a Hallie.
Cuando ella vino, entre los platos del almuerzo y preparar las mesas para la cena,
se lo dijo.
No lloró. Se sentó en una silla al lado de su cama. Retorció las manos con fuerza
cuando él dijo:
—Tan pronto como pueda viajar, regresaré al lugar del que procedo.
Ella no protestó.
—Te deseo buena suerte, Ransom. Bert y yo te cuidaremos mientras estés aquí. Y después de que te vayas, te recordaremos —fue lo único que dijo.
—¿Cómo me recordaréis? —le preguntó con rudeza.
—No me preguntes eso —contestó al tiempo que se levantaba de la silla.
Como estudiante había sido humilde, pero como mujer tenía su orgullo.
—¡Hallie! ¡Hallie! —le imploró él—. ¿Cómo puedo arraigar aquí? ¿Cómo me
ganaré la vida?
—¡Ranse Foster! —dijo ella indignada, como si alguien le hubiese insultado
—.
Creo que tú podrías hacer todo lo que quisieras.
—¡Hallie! —dijo Ranse con dulzura—. ¡Siéntate!
Realmente, él nunca quiso destacar. Tenía dos objetivos en la vida:
hacer feliz a
Hallie y mantener a Bert Barricune al margen de complicaciones. Defendió a Bert de
cargos que iban desde la embriaguez hasta el robo de ganado, y Bert tuvo que
cumplir condena dos veces.
Ranse Foster no quería presentarse a juez, pero Bert le indicó:
«Creo que a Hallie
le gustaría que a alguien como tú se le llamara Su Señoría». Hallie se sintió contenta
pero no sorprendida cuando fue elegido. Ranse estaba asombrado, pero no contento.
Tampoco quería presentarse al Congreso, aquello fue cuando el Territorio se
convirtió en un Estado… Pero allí estaba Bert Barricune tras los bastidores. Nunca
apremiaba, nunca aconsejaba, pero le miraba con los ojos semicerrados e inyectados
en sangre. Bert Barricune, que nunca llegó a nada, pero que nunca se entrometió, fue
un recordatorio viviente y silencioso de tres deudas:
un sombrero lleno de agua entre
los álamos, un pistoletazo en una calle polvorienta y Hallie, que cosía tranquilamente
en una silla junto al velador. Y los Foster tuvieron cuatro hijos.
Todas las cosas que la oposición dijo sobre Ranse Foster cuando aspiraba a la
legislatura estatal eran ciertas, excepto una: había sido un mozo de un salón en la
frontera; había sido un pordiosero que aceptaba limosnas a la entrada de un café;
había sido despreciable y despreciado. Pero la acusación que le costó las elecciones
era falsa: él no mató a Liberty Valance. Nunca sirvió en la legislatura del Estado.
Cuando se empezó a hablar de que se presentara para gobernador, él lo rechazó.
Handy Strong, que sabía de política, trató de persuadirle.
—Lo de ese tiroteo, ya sabremos cómo tratarlo:
«El Honorable Ransom Foster iba
por la calle a plena luz del sol para hacer frente a un enemigo de la sociedad.
Le
disparó en una pelea limpia, en defensa propia, como cuando se le dispara a un perro
rabioso… Pero Liberty Valance podía responder y lo hizo. Ranse Foster lleva la
marca de ese encuentro aún hoy en su brazo impedido. Todavía paga el precio por
proteger a los ciudadanos cumplidores de la ley. Y él fue el primer profesor al oeste
de Rosy Buttes y ejerció sin paga».
Has recorrido un largo trecho, Ranse, y aún
llegarás más lejos.
—Un largo camino para alguien que nunca pretendió ir a ninguna parte. Yo no
quiero ser gobernador —asintió Foster.
Cuando Handy se marchó, entró Bert Barricune, sin lavar y sin afeitar. Se sentó con rigidez. A la edad de cincuenta ya era un viejo, una reliquia olvidada de la
frontera que había desaparecido, un legado para los tiempos más civilizados en los
que no quedaba sitio para él. Llenó su pipa con parsimonia.
—Los del otro bando dicen que no te vas a presentar a gobernador porque tu
mujer no tiene ese capricho —dijo tras un rato de silencio—. Van a contar que Hallie
no aprendió a leer hasta que fue mayorcita.
Ranse se puso en pie, blanco de furia.
—¡Entonces ganaré esas elecciones aunque sea lo último que haga!
—No creo que eso te mate. Liberty Valance no pudo —dijo Bert con voz cansina.
—Podría haberme desembarazado del peso de ese asunto hace tiempo contando la
verdad —le recordó Ranse.
—Aún podrías hacerlo —respondió Barricune—. ¿Por qué no te animas?
—Porque te debo mucho —dijo con amargura—… Y no creo que Hallie quiera
ser la esposa del gobernador. Es tímida.
—Hallie nunca quiere nada para ella. Lo quiere para ti. Tal y como yo lo siento,
no lloraría en tu funeral. Pero lo que Hallie quiere, trataré de que lo obtenga.
—Yo también —prometió Ranse, lúgubre.
—Por lo tanto —admitió Bert—, no me importa decirte que fui yo quien recordó
a la oposición que desenterrara ese asunto de que ella no sabía leer.
Mientras el senador y su esposa regresaban a casa después del sombrío funeral de
Bert Barricune, Hallie suspiró.
—Bert nunca tuvo mucho. Supongo que tampoco ambicionaba demasiado —dijo.
Quería que fueras feliz, pensó Ranse Foster, y lo hizo lo mejor que supo.
—Me pregunto de donde habrán venido esos brotes de nopal —musitó él.
Hallie le miró sonriente.
—Los traje yo.
__________________
[18] Se llama Territorio al espacio que aún no está organizado políticamente y
permanece bajo la tutela del gobierno federal hasta que se organiza su autogobierno y
acaba por ser admitido como estado en la Unión.
[19] Alguacil. No confundir con el sheriff.
[20] Soneto LXXI.
[21] Soneto XXIX
[22] Slicker: prenda de piel y untada con aceite que protegía de la lluvia
Un cactus florecido es lo que Doniphon le regaló a Hallie la noche en la que llegó Stoddard al pueblo, y un cactus es lo que Hallie le ofrece como regalo póstumo al hombre que la amó como nadie en su vida, y que deposita discretamente sobre su ataúd como símbolo del amor que todavía ella le sigue profesando tal y como nos muestra Ford en cada plano que toma a Hallie. Como símbolo de que sobre la sacrificada vida de Doniphon crece la vida y que ella, en el ocaso de la vida, se da cuenta de que hubiera preferido la flor de cactus a las bellas rosas que le ofrecían Stoddard y la civilización. Su expresión, su mirada, su rictus emocionado, triste y profundamente melancólico y afligido se asoma al objetivo de Ford para transmitir al espectador que, quizá, Tom Doniphon fue siempre el dueño de su corazón y que si el pistolero pasó media vida solo, ella la pasó añorando una vida que dejó atrás en busca de una prosperidad y un progreso que, en el fondo, no le hizo feliz. Prefirió caer en brazos de un amor más pragmático que le ofrecía letras, rosas y dinero que en los de otro más pasional, profundo y entrañable porque salía de las propias entrañas del ser. “¿Quién ha puesto la flor de cactus sobre el ataúd de Tom?”, pregunta Ransom Stoddard en el tren de vuelta a Washington. “Fui yo”, responde Hallie con la mirada perdida y el alma enferma de nostalgia.
En la mirada de Hallie sobre la flor del cactus es la que representa la nostalgia de John Ford por el mundo salvaje que se muere. La flor de cactus representa uno de los símbolos, presente o aludido en la cinta, que puede conducir discretamente a percibir la nostalgia por el Lejano Oeste y su leyenda y por el género, que había ido perdiendo su auge desde los 50. La modesta mata salvaje del Oeste, de flores blancas, rosas o amarillas, se opone a las elegantes rosas del Este.
Por eso Doniphon renuncia a representar a Shinbone en el Parlamento democrático, porque él prefiere seguir siendo libre, cabalgar por las praderas, no tener que ir a la escuela y alejarse de cualquier convención social.
Esta lectura del texto fílmico de Ford
trasciende el sentido amoroso porque lo
que también pone bajo sospecha el director americano es la absoluta bondad del
progreso. El progreso aleja a los hombres
de su naturaleza, de sus pasiones y los encorseta en unas convenciones sociales y
normas que anulan algunas de sus mejores
virtudes, las que representa Doniphon y
su relación con Hallie, como son la lealtad, la pasión, la ingenuidad y la libertad
de hacer lo correcto.
Todo eso y posiblemente mucho más es El hombre que mató a Liberty Valance, una película que puede entenderse como un wéstern noir o un thriller político, un melodrama amoroso o un ensayo sobre la Historia y la historia, la ley y la violencia. La riqueza de la película es que abarca todos esos géneros. Es por completo fordiana porque en toda la película, en sus personajes, en su moral narrativa, en el diseño a golpes, en la traza formal, se adivina la ingenuidad pionera de tantos wésterns que John, entonces Jack Ford, rodó en la Universal en los años 10 y 20. Pero también se rastrea la simbología moral de otros wésterns más complejos como 3 Bad Men (Tres hombres malos, 1926) y su heredero en clave de cuento de navidad, Three Godfathers (Tres padrinos, 1948), como su ambiente nocturno de fatalidad y frontera le emparenta con el tercio final de Stagecoach (La diligencia, 1939) y la de My Darling Clementine (Pasión de los fuertes, 1946) ya que los pueblos de frontera de esas películas, Lordsburg, Tombstone, son hermanos de sangre y violencia de Shinbone.
El tema de fondo de "El hombre que mató a Liberty Valance" es la historia de amor y rivalidad a tres bandas entre Tom Doniphon (John Wayne) y Ransom Stoddard (James Stewart) con Hallie (Vera Miles) pivotando entre ambos. Toda la película se encierra en el corazón y en la cabeza de Hallie, en sus controvertidas decisiones y en lo que de verdad guardaba en su corazón, algo que revelará su viaje de regreso a Shinbone en compañía de su marido, Ransom Stoddard. ¿Homenaje fúnebre al hombre cabal, al amigo leal al que le debe la vida de su marido y la felicidad de su vida? O, más secretamente, la confesión de un error, la confesión de cuánto ha seguido recordando y amando cada día de su vida aTomDoniphon.
Ese secreto, ese misterio en la vida de los Stoddard, se enlaza con el suceso que persigue toda la trama desde que comienza la película: el duelo entre Liberty Valance y Ransom Stoddard. Un duelo resuelto en las calles de Shinbone, una ruidosa noche de sábado, con la muerte del pistolero a manos del novato. O quizás ese suceso que cimentó la vida y el futuro político de Stoddard es una pura falacia, una de esas leyendas que se imprimen en el Oeste para cimentar famas, para crear un aura de frontera que ya no existe. Tom Doniphon desde su silencio en un féretro quizás hable públicamente de aquella noche de duelos de pólvora en Shinbone.
"Ha sido un territorio pleno de violencia y sangre, de vida y muerte, entre indios primero, entre indios y blancos después, entre blancos siempre"
Ese duelo en las calles de Shinbone nos lleva a otra escala de reflexión. John Ford fue calificado por el cineasta Jean-Marie Straub como el más brechtiano de los directores de cine, un artista cuya dialéctica de contradicciones resulta harto difícil de rastrear. El hombre que mató a Liberty Valance es un wéstern y como tal un relato de frontera, la crónica romanceada de unos hechos de los que quedan pocos supervivientes, pocos testigos, la crónica de un tiempo en el que la Historia se aprestaba a girar sobre sus goznes y a alumbrar un mundo nuevo.
Ransom Stoddard llega a Shinbone con su equipaje de ilusiones lincolnianas, desde un este en el que ha estudiado que la vida se atempera a las leyes y que los conflictos individuales y colectivos se someten al imperio de la ley y a la decisión de los jueces y tribunales. Nada de ello existe en Shinbone, un pueblo situado al sur del río Picketwire. La ley y el orden lo representa un gordinflón que duerme en la única celda de la cárcel que no tiene cerradura. Como le advierte Tom Doniphon a Stoddard, en Shinbone, en la frontera, los hombres arreglan por sí mismos sus problemas, con los puños o con las armas de fuego. El avance de las oleadas de emigrantes ha ido poblando el gran desierto americano, desde los grandes ríos a las Montañas Rocosas, desde el Atlántico hasta las nevadas cumbres, la Continental Divide, de esa espina dorsal montañosa y de esta al Pacífico. Ha sido un territorio pleno de violencia y sangre, de vida y muerte, entre indios primero, entre indios y blancos después, entre blancos siempre. Un darwinismo rampante ha surtido de vida y muerte a la colonización. Primero los Mountain Men, los cazadores, exploradores, la expresión de la más pura y radical individualidad, la que representa la frase de Liberty Valance cuando los burgueses de Shinbone le cierran el paso a una asamblea porque no vive en Shinbone, porque no está censado como elector en el pueblo: «Yo vivo donde cuelgo mi sombrero». Luego llegaron los ganaderos y extendieron por los pastos libres millones de cabezas de ganado y seguía no habiendo más ley que la del más fuerte, y esos eran los grandes ganaderos situados al norte del Picketwire. El siguiente conflicto era el de los pastos libres frente a las alambradas de los pequeños rancheros, los granjeros y los agricultores, que reclaman leyes, orden, oficiales que la impusieran, escuelas, iglesias, instituciones públicas, regadíos, ferrocarriles, el incontenible avance del progreso y la industrialización; era el momento de elegir entre una u otra forma de vivir en la frontera o, aún mejor, decidir si la frontera, su estilo de vida, violento, sin reglas, vital, podía pervivir siendo un territorio en manos de los poderosos ganaderos o se transformaba en un estado de la unión, desarrollando las ideas de civilización y progreso.
Ese es el móvil de la narración, junto con la historia de amor a tres bandas, y ambas aparecen inextricablemente unidas.
Porque el joven e ilusionado Ransom Stoddard que diligencia al Oeste con el reloj de su padre, unos cuantos dólares y sus libros de leyes recibe un brutal baño de realidad fronteriza esa noche en medio de un camino desierto. La diligencia en la que viaja es asaltada en plena noche y en el desierto por unos hombres enmascarados y, cuando defiende a una dama viajera tratada brutal- mente por los bandidos, recibe una paliza no menos brutal a manos de un tipo que maneja un látigo con empuñadura de plata. Cuando Stoddard alega la ley, y, quijotescamente, la caballerosidad, ante el ultraje de los bandidos a esa pobre viuda recibe, no menos quijotescamente, más golpes, la ley de la frontera, mientras el bandido rasga los libros de leyes. A ese mundo, a esa frontera, llega el joven Stoddard. Si sobrevive, lo hace merced a que le recoge Tom Doniphon, como un buen samaritano, un hombre de frontera tan peligroso como el bandido del látigo de plata; de hecho este, el notorio Liberty Valance, es el segundo hombre más duro al sur del Picketwire tras Doniphon, según su propia confesión. Desde ese momento el abogado Stoddard, acogido en el negocio de comidas de los Ericson, unos emigrantes suecos, y curado por Hallie, la chica de Tom, o al menos eso se cree él, solo tiene en mente atrapar en la ley a Valance y someterlo a juicio. Ransom Stoddard no lo logrará porque la frontera lo atrapa en su espiral de violencia y deberá dirimir la cuestión colt en mano frente a Valance en las calles de Shinbone. Conforme, como le había pronosticado Tom Doniphon, con la ley del Oeste.
"La mirada fordiana al conflicto de la frontera es misteriosa, compleja, no creo que ambigua, ya que no es John Ford un tipo al que le vayan las medias tintas"
Stoddard, empero, revoluciona Shinbone, fundando una escuela abierta a todos, incentivando el celo profesional del Dutton Peabody, el desilusionado y borrachín editor, propietario y único redactor del Shinbone Star, el periódico del pueblo, liderando el proceso político de la convención de ciudadanos que desean que el salvaje territorio se convierta en estado derrotando a los poderosos ganaderos. Pero todo eso lo hace a la sombra, bajo la protección recelosa de Tom Doniphon, y en la admiración o el amor que por él siente Hallie.
¿Y Doniphon? Tom es un hombre de frontera, pero sus códigos no son los de Valance, un hombre sin ellos. Doniphon puede recurrir a la violencia, a la fuerza, pero solo cuando es desafiado —veremos la secuencia del bistec caído en el suelo del comedor de Pete Ericson, en esa forma de vida de vivir y dejar vivir, sin abusos ni imposiciones—. No creo que vea con satisfacción, aunque su lucidez es notable, el cambio de los tiempos, el cierre de la frontera, el avance de la civilización que contempla con reticencia e ironía. Ayuda a la gente de Shinbone y a Stoddard, con quien no simpatiza, pero al que reconoce valores y coraje personal contra los ganaderos y contra Valance porque comprende que su propio estilo de vida, un rancho pequeño de caballos, una existencia que prevé y sueña tranquila, un hogar en el que vivir y ser feliz con Hallie en el rancho que está ampliando, no tiene sentido si triunfa la ley de la violencia sin tasa de los poderosos.
"Es indudable que Ford —él lo declaró a Bogdanovich a su manera— siente más proximidad por Tom Doniphon que por Ransom Stoddard"
La mirada fordiana al conflicto de la frontera es misteriosa, compleja, no creo que ambigua, ya que no es John Ford un tipo al que le vayan las medias tintas ni las ambigüedades, aunque tampoco sea un hombre de grandes certezas morales o sociales. Es indudable que Ford —él lo declaró a Bogdanovich a su manera— siente más proximidad por Tom Doniphon que por Ransom Stoddard, aunque su irreductible individualismo le lleva a la idea moral y cristiana del sacrificio por la colectividad, muy presente en toda su obra. Pero el sacrificio deja siempre en el alma, un enorme caudal de soledad, desilusión, amargura, desesperación y melancolía, y a eso se reduce, fuera de plano, fuera de la narración, lo que fue la vida de Tom Doniphon tras sacrificar todo por Hallie, no por Stoddard ni sus ideas. Una vida sin futuro, anónima, probablemente poblada por la miseria y el abandono, el alcohol y el olvido de todos, incluidos Hallie y Ransom Stoddard, quienes le debían todo.
Por todo ello creo que la lectura de "El hombre que mató a Liberty Valance" tiene más que ver en claves personales, de estilo de vida, de valores y principios, de moral existencial, que de discurso político y social, una discusión que ha llevado a muchos a disertar con brillantez sobre la dialéctica de cómo se destruye la frontera y sus valores y cómo se construye la modernidad, o cómo es necesario un cierto uso de la violencia para construir una sociedad asentada en el imperio de la Ley y el Orden, en la gobernanza de las instituciones y de los individuos bajo leyes legítimas y justas, todo lo cual subyace evidentemente en la película pero muy instrumentalmente al conflicto personal, al triple duelo Liberty-Doniphon-Stoddard y al más esencial, emocional y sentimental, que es el triple duelo Tom-Hallie-Ransom.
Autor: Eduardo Torres-Dulce. Título: El asesinato de Liberty Valance. Editorial: Hatari! Venta: Todostuslibros
La tensión entre John Wayne y John Ford
y otras curiosidades de
'El hombre que mató a Liberty Valance'
Colisión de vaqueros
La actitud de John Ford con John Wayne fue tan hostil como la de algunos generales en películas bélicas. Dos años antes, director y actor habían coincidido en 'El álamo', western para el que Ford había dirigido algunas escenas sin recibir crédito por ello. El problema fue que pocas de esas secuencias pasaron el corte de la sala de montaje, y al parecer Ford la tomó con Wayne por ese desprecio a su trabajo. Un día en el set de 'Liberty Valance' el intérprete sugirió una pequeña modificación en una escena, y el cineasta se enfureció con él por cuestionarle: "Dios mío, te saco de los westerns baratos, te introduzco a las grandes películas, y me haces una estúpida sugerencia como esa".
La última película
John Ford se adaptó al salto del blanco y negro al color, pero no cabe duda de que la mayoría de sus trabajos más reconocidos fueron filmados en gama de grises, de oscuros y claros. 'El hombre que mató a Liberty Valance' fue su última película en blanco y negro. Una despedida en toda regla de los colores que dotaron de vida a 'Las uvas de la ira' o 'La diligencia'.
Alegría de vivir
John Ford llegó al rodaje de 'El hombre que mató a Liberty Valance' como una estrella absoluta del cine, estatus que justificaba su dictadura durante las grabaciones. En esta película Ford rebajó un poco su dureza habitual, incluso el actor Edmond O'Brien resaltó la felicidad de su director: "Nunca he visto a John Ford más feliz que haciendo esta película; vino radiante cada mañana, y no era algo muy habitual en él".
Reducir costes
El origen de la decisión de rodar en blanco no está del todo claro, ya que Ford señaló que se hizo para incrementar la tensión, pero otras fuentes hacen mención a la necesidad de Paramount de rebajar el presupuesto todo lo posible. De no haber reducido la inversión, Ford probablemente habría recurrido al Technicolor para filmar el largometraje, que habría pasado por una localización tan espectacular y vasta como Monument Valley.
Del suelo al cielo
Actualmente 'El hombre que mató a Liberty Valance' es considerada una de las obras cumbres de la sobresaliente carrera de John Ford, pero en el momento de su estreno no se tuvo la misma consideración. La cinta fue recibida como un trabajo menor del realizador, presentado un año después del estreno de 'Dos cabalgan juntos'. Por suerte el paso del tiempo ha dado la razón al sentido común y no a la fiebre que nubló la vista en su llegada original a los cines, que no hizo justicia a uno de los grandes títulos de la historia del cine estadounidense.
Lifting cromático
Una buena razón por la que se decidió aplicar el tratamiento en blanco y negro fue por la escasa coherencia entre la edad de algunos personajes y los actores que los interpretaban. James Stewart contaba 53 primaveras cuando el rodaje comenzó, y John Wayne 54, por lo que había una brecha de cerca de tres décadas con sus personajes. Esa divergencia no fue tan notable gracias a la ausencia de color, que habría delatado instantáneamente a los dos veteranos actores.
Aval seguro
Las recomendaciones laborales funcionan en Hollywood mejor que en cualquier otro sitio. Después de trabajar con él en 'Los comancheros' meses antes, John Wayne sugirió a Lee Marvin para interpretar el papel del criminal Liberty Valance. John Ford le hizo caso y le otorgó uno de los roles más importantes de su vida, que sirvió de anticipo a su maravillosa e impecable aparición en 'Doce del patíbulo'.
Igualdad temporal
También acerca de esa notable diferencia de edad entre actores y personajes cabe destacar que Ford dudó a la hora de seleccionar a James Stewart para encarnar a Ransom Stoddard. El cineasta se planteó elegir a un actor con una edad acorde a la del joven abogado inexperto en su oficio, que llega al pueblo a desarrollar su vocación. Pero finalmente se decantó por Stewart para no hacer tan evidente la diferencia de edad entre John Wayne y su justiciero personaje, Tom Doniphon.
El mimado del jefe
John Ford y Lee Marvin consiguieron una fantástica química en el set de rodaje, tanto que el actor fue el único que se libraba de las broncas del jefe. Ford le consideraba una persona auténtica, por su carácter, su talento y su servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, un día el equipo de la producción se quedó estupefacto cuando Ford entró al set y Marvin silbó con fuerza. Todos creían que el día iba a comenzar con tormenta, pero el director le dedicó una sonrisa porque aquel silbido era propio de la Armada, para dar la bienvenida al capitán.
Nada de cobardes
"No eres un cobarde. No eres un cobarde". Eso le susurró John Ford a James Stewart cuando perdió la orientación con su personaje. Ese momento tuvo lugar durante el rodaje de la escena de la diligencia, en la que Stewart se encontraba muy inseguro con su rol, hasta que el cineasta se acercó a él y le infundió la confianza que le faltaba.
Lee Marvin
A pesar de la dulce relación de Ford con los Oscar, la película solo fue nominada a uno de esos cuatro premios que ya tenía agrupados en su hogar. Su estreno se produjo en la primavera de 1962, y supuso su reunión con Wayne tras triunfar con obras maestras como 'La diligencia' o 'Centauros del desierto'. Además, dio la oportunidad a los espectadores de ver juntos en pantalla a dos leyendas del western como eran el propio Wayne y Stewart, que compaginaba sus viajes al oeste con otro tipo de dramas y comedias.
'El hombre que mató a Liberty Valance' se considera la última gran película de John Ford, que sigue propagando su influencia 60 años después de su fallecimiento. De las más de 100 películas que filmó Ford, la historia de Stoddard y Doniphon tiene reservado un sitio muy especial en la memoria cinéfila.
(QUÉ GRANDE ES EL CINE)
El hombre que mató a Liberty Valance - 1/6
VER+:
Pendenciero, fabulador, inestable, autoritario y melancólico, John Ford era un tipo verdaderamente duro. Durante su primer partido de fútbol americano en el instituto, se rompió la nariz por tres sitios distintos, pero continuó jugando hasta el final, con el rostro hinchado y ensangrentado. Alto, corpulento, pelirrojo y con un acusado estrabismo, le llamaban “Toro” y “La Apisonadora Humana” por sus violentos placajes y su resistencia al dolor. Durante la Segunda Guerra Mundial, acompañó a las tropas estadounidenses en el frente, rodando varios documentales propagandísticos. Desembarcó en las playas de Normandía y se lanzó en paracaídas en la jungla birmana desde un C-47. Años más tarde, reconocería que descendió rezando avemarías. En la batalla de Midway, exigió al operador de cámara que no detuviera la filmación, pese a que un caza japonés había enfilado hacia ellos. Herido en un brazo, el ejército le condecoró con un Corazón Púrpura. Socialdemócrata en los años treinta, se hizo republicano tras la contienda, pero se negó a colaborar con el macartismo. Como fundador del Sindicato de Directores, rehusó firmar un documento de lealtad a la nación que comprometía a delatar a cualquier presunto comunista empleado en Hollywood: “Creamos este sindicato para protegernos […] de esos hombrecillos que reptan y que afirman que los rusos apestan”. La revolución contracultural de los sesenta despertó su lado más conservador. Apoyó la guerra de Vietnam y aceptó la Medalla Presidencial de la Libertad que le concedió Nixon. John Ford, que desde joven se hacía llamar “Jack”, disfrutaba con su fama de “maldito loco irlandés”. Cuando un periodista escribió que era “el poeta de la epopeya del Oeste”, exclamó: “Menuda gilipollez”.
INDIAN COUNTRY
DOROTHY M. JOHNSON
Incluye "El hombre que mató a Liberty Valance"
y "Un hombre llamado Caballo",
relatos que inspiraron las películas homónimas
de John Ford y Elliot Silverstein.
PRESENTACIÓN
SOBRE EL WESTERN EN GENERAL Y SOBRE
EL WESTERN EN ESPAÑA EN PARTICULAR
Cuando en 1823 Fenimore Cooper da a la imprenta "The Pioners", la primera de sus novelas de la serie «Calzas de cuero», y, poco después, "The Last of the Mohicans" (1827), deja puestas las primeras piedras de un nuevo género narrativo: el Western. Cierto es que Fenimore Cooper muy posiblemente no pretendía tal cosa, sino aclimatar a Estados Unidos ese tipo de novela de ambientación en el pasado con la que su admirado Walter Scott venía triunfando universalmente desde una década antes; pero... lo quisiera o no, sin saberlo, Cooper daba un nuevo universo temático a la ficción y planteaba esa dualidad «Novela histórica de ambiente norteamericano» / «Western» que aún sigue proporcionando materia especulativa a los teóricos de este género.
Sin intentar ahora deslindar dónde acaba la novela histórica, o la de aventuras, y dónde empieza el western, o el policíaco, o el romántico —lo
cierto es que las fronteras entre los géneros narrativos son muy difusas—, sí
puede establecerse que el núcleo fundamental del western está intrínsecamente ligado a un momento y circunstancia concretos de la historia de los Estados Unidos, lo que los norteamericanos denominan «La
Frontera». La vida en la frontera es la materia narrativa del western. Su ámbito geográfico y temporal es amplio y cambiante, pero el que ha cuajado universalmente en el imaginario de lectores y espectadores es, en
concreto, el de la vida en la frontera de los Estados Unidos entre 1860 y 1900.
En ella están instalados el tópico, la realidad y el setenta por ciento de los escenarios del western: ganaderos, tahúres, indios, sheriffs, caballería de los Estados Unidos, el ferrocarril, las diligencias... Pero conviene recordar que el género western —y la Frontera, como concepto— se extiende por diversos territorios y periodos cronológicos de la historia de los Estados Unidos. Esos otros ámbitos, menos frecuentados, acentúan y dan características propias a otros subgéneros o tradiciones narrativas del western, y así, los estudiosos del género hablan de «Gran Norte», «Pre-western», «Western colonial», «Western crepuscular»... Y eso en cuanto a escenarios, porque conviene no perder de vista que, como en cualquier otro género, caben enfoques de comedia, drama, musical, aventuras, parodia, épica, etcétera.
Estas líneas precedentes aspiran simplemente a recordar que si barremos a un lado, sin despreciarlos, los tópicos que el público en general identifica con el western, tenemos una estirpe literaria —como la policíaca, la
fantástica o la de «la novela histórica»— llena de matices, tradiciones, cánones; con unas cuantas decenas de millares de novelas, cuentos, poemas, y otros materiales, susceptibles de ser «obras maestras», «buenas», «malas» o «deleznables»: justo como cualquier otro gran género narrativo. Esta valoración sobre la literatura western, obvia para cualquier lector norteamericano, que en 1902 situaba a The Virginian de Owen Wister —el primero de los westerns «modernos»— como el libro más vendido del año, y ve cómo en las listas de bestsellers de los años veinte se mezclan Sinclair Lewis, con Edith Wharton y Zane Grey, o que entre los diez más vendidos de 1986 Louis L’Amour comparte honores con Stephen King y Robert Ludlum, no parece suscribirla el público lector español.
Los aficionados al cine de nuestro país, sí. Nadie le discute ahora el título de «maestro» a John Ford, Howard Hawks o Clint Eastwood, ni la grandeza a Centauros del desierto, o a "El hombre que mató a Liberty Valance", pero no ocurre lo mismo con la vertiente literaria de este género. En nuestro país, el término «Western» u «Oeste», como aún se sigue frecuentemente diciendo, trae a nuestras mentes... muchas buenas películas; la serie de televisión Bonanza y las novelitas de Kiosco de Marcial La Fuente Estefanía. Los más veteranos suman a estas referencias culturales los nombres de Zane Grey y José Mallorquí. Y los realmente entendidos pueden añadir a lo precedente los nombres de Ernest Haycox y Louis L’Amour... y esto ya da para «notable». Sin embargo esto no fue siempre así. En las primeras décadas del siglo XX los lectores españoles tenían acceso a la traducción del Buffalo Bill Weekly (editorial Sopeña) y se vertían con regularidad al castellano a Mayne Reid, Zane Grey, Peter B. Kyne y James Oliver Curwood. En los años treinta, la época dorada del pulp-western, las colecciones de aventuras españolas dan cabida en sus catálogos a Ernest Haycox, Byron Mowery, Rex Beach, Max Brand, Hoffman Birney y otros muchos clásicos americanos, además de, lógicamente, a Karl May, Salgari, Gustave Aimard y otros europeos cultivadores ocasionales del género. Ya en los años cuarenta, y hasta inicios de los sesenta, además de editarse con gran éxito las novelas y series del muy notable autor local José Mallorquí, se vienen traduciendo y publicando, en ediciones muy dignas, a Ernest Haycox, Edna Ferber, Paul I. Wellmann, Kenneth Roberts, Neil Swanson, Conrad Richter y otros grandes autores, a caballo entre el western puro y la novela histórica ambientada en la frontera norteamericana.
Y, finalmente, en los años sesenta, no menos de quinientas novelas de autores norteamericanos —de esos que en cualquier enciclopedia voluminosa de western merecen al menos un par de párrafos— aparecen en nuestro país inundándolo todo. Eran ediciones muy modestas, hechas básicamente para kiosco, pero lo cierto es que tres o cuatro editoriales españolas de literatura popular, como Molino, Toray, o Bruguera, en colecciones especializadas y mediante acuerdos comerciales con las grandes editoriales norteamericanas del momento, hacen que la producción de western de los años cincuenta y sesenta —Lewis B. Patten, Will Cook, Noel Loomis, Todhunter Ballard, Louis L’Amour, etc.— esté excelentemente representada en español... al menos en cuanto a número de títulos, e ilustraciones de portadas.
Las traducciones, la integridad de los textos, la coherencia en la elección de títulos, la continuidad y el orden de algunas series... eso ya es otra cosa. Y, de pronto, finalizados los sesenta, tras esta sobreabundancia en número, aunque no en calidad de edición, todo desaparece. Solo quedan los intentos aislados de la editorial Videorama — supongo que al albor de algún éxito del sempiterno Louis L’Amour en Estados Unidos—, algunas cosas de ediciones Vértice, las reediciones de Zane Grey, Curwood o Kyne, de la editorial Juventud, aunque casi con consideración de literatura juvenil, y la edición de bestsellers de ambiente western, como el Centennial de Michener, la saga del Bicentenario de John Jakes, o las novelas del detective navajo de Tony Hillerman... No vamos a examinar aquí y ahora las causas de la desaparición del western literario anglosajón de calidad en España. Quizá algo tuviera que ver con ello el triunfo de las novelitas de vaqueros «de a duro» escritas por autores españoles con seudónimo anglosajón que llenaban kioscos y vagones de metro en nuestros años sesenta. ¿Para qué pagar derechos a los americanos y costear traducciones, si un Pérez o un González podían escribirte, por muy poco, «una del Oeste» por semana y se obtenían más beneficios? O quizá circunstancias empresariales más genéricas... Lo cierto es que algo similar ocurrió en aquellos años con las colecciones de ciencia ficción...
Fuera como fuese, el western internacional, a partir de los setenta, salvo contadísimas excepciones, desapareció de los anaqueles de libros en lengua española. Y esa es, aún hoy, la curiosa situación del western en España. Como cine goza del prestigio que lógicamente ha conquistado para público y crítica un género adulto y serio. No han dejado de verse y valorarse los grandes westerns de los últimos cuarenta años, desde Pequeño Gran Hombre (1970), pasando por la Venganza de Ulzana (1972), Bailando con Lobos (1990), El jinete pálido (1985), la serie Deadwood (2004-2006), hasta la última versión de Valor de ley (2011), casi nada nos ha faltado de este cine. En el cómic poco nos hemos perdido del mejor western que se haya convertido jamás en historieta: Blueberry, Jonathan Cartland Comanche, Mac Coy, Durango... con ausencias, pero lo imprescindible ha visto la luz entre nosotros, y se siguen recuperando cosas. En literatura, sin embargo, las ediciones modernas casi no existen. Hay excepciones como Warlock, de Oakley Hall (Galaxia Gutemberg, 2009), Pequeño Gran Hombre, de Thomas Berger (Valdemar, 2004), o Al otro lado del río, de Jack Ketchum (El Andén, 2008), e incluso una gran y muy reciente novela de autor español como Los acasos (Mondadori, 2010) de Javier Pascual.
Las clásicas, las de hace más de medio siglo, hay que buscarlas en librerías de segunda mano y no hay garantía alguna en cuanto a la calidad e integridad de las traducciones. En nuestro país, la corriente general de la literatura western, parece haber quedado oculta tras el éxito del western cinematográfico y anulada por su identificación con la novela de kiosco. No tiene ocasión ni de estar desprestigiada, puesto que es prácticamente desconocida.
Casi todo el mundo conoce y aprecia esta serie de películas: La diligencia, Las aventuras de Jeremiah Johnson, Fort Apache, Centauros del desierto, Un hombre llamado Caballo, Río de sangre, Raíces profundas, El hombre que mató a Liberty Valance, Flecha rota, Los comancheros, Johnny Guitar, Dos cabalgan juntos, La pasión de los fuertes... todas, absolutamente todas estas películas tienen una base literaria de partida y son mencionadas aquí simplemente como ejemplo de muchas otras más. Una lista interminable. Para que todas ellas iniciasen su andadura, a alguien le fascinó una determinada novela o relato y decidió que era una buena historia para convertir en imágenes. Con los nombres de los autores de esas novelas y relatos se puede hacer otra lista, me temo que de autores desconocidos para el lector español: Jack Schaeffer, Will Henry, Alan Le May, Vardis Fisher, James Warner Bellah, Louis L’Amour, Dorothy M. Johnson, Ernest Haycox, Will Cook... algunos con decenas de novelas publicadas. Junto a estos, que mencionamos en relación a sus adaptaciones al cine para movernos en el terreno de lo más conocido por el lector español, otros muchos como Frank Gruber, Gordon D. Shirreffs, Noel Loomis o Elmer Kelton, han venido proporcionando a los lectores literatura de buen nivel.
Algunas de estas novelas aparecieron en castellano hace más de cuarenta años, en ediciones ahora no encontrables, probablemente no fiables y, en todo caso, necesitadas de una buena edición, que las trate con la seriedad y el rigor que merecen. Otras jamás vieron la luz en nuestro idioma. En todo caso, quienes se animen a disfrutar con la lectura de sus clásicos, podrán comprobar que la narrativa western tiene validez por sí misma, no solo en la medida en que haya sido capaz de proporcionar motivos y argumentos a una de las ramas más sólidas y frondosas del cine. La lectura de las viejas ediciones, la constatación de su calidad literaria y la actual vigencia del género —aunque no entre nosotros, de momento— demuestran la existencia de una determinada narrativa que han cultivado, ocasional o asiduamente, algún premio Nobel —caso de Steinbeck—, montones de ganadores del Pulitzer —Conrad Richter, Vardis Fisher, Robert Lewis Taylor, Larry Me Murtry, A. B. Guthrie, etc.—, glorias de otros géneros, como W. R. Burnett, Elmore Leonard, Robert E. Howard o Edgar Rice Burroughs, y que han sido precedidos en este camino por clásicos como Bret Harte, Mark Twain, Jack London o Ambrose Bierce.
Hay una última cuestión respecto al western literario y su relación con el cine homónimo que es pertinente plantear. Con frecuencia, al leer crítica sobre los grandes clásicos fílmicos, al asistir y disfrutar de lúcidos análisis sobre, por ejemplo, John Ford y su tratamiento de la caballería americana en su famosa trilogía, se hace inevitable pensar «¡cuántas de esas virtudes y aciertos de guion que se atribuyen al film estaban ya presentes en los cuentos de James Warner Bellah!». «¡Cómo influyó Bellah en John Ford y luego, a su vez, tras una larga relación, el propio Ford en la narrativa de Bellah!». El cine y la narrativa western han caminado imbricados, influyéndose, casi desde el principio. Los novelistas han visto adaptadas a la pantalla sus creaciones y se han convertido con frecuencia en guionistas.
Al igual que pasó con el hardboiled y el «cine negro» americano. Cuando los aficionados al cine western tengan acceso a la parte literaria del género van a disfrutar de veras. Cuando lean —y es nuestra intención tener un volumen disponible muy pronto— los cuentos de James Warner Bellah, le sacarán aún más jugo a Fort Apache o Río Grande: cuando puedan comparar los cuentos de apaches de Haycox con los de Bellah y recordar películas... En fin, esperamos que esto ocurra más bien pronto. Como decíamos antes, la narrativa western tiene validez por sí misma, pero también potencia y se ve potenciada por su aliado el cine. Quizá vaya siendo ya hora de disponer de traducciones serias y fiables que permitan disfrutar y conocer todo este universo literario.
SOBRE DOROTHY JOHNSON EN PARTICULAR
Habitualmente se desconoce o no se tiene en cuenta que muchas de las obras maestras del wéstern cinematográfico clásico son adaptaciones más o menos fieles de textos literarios, de relatos o novelas. Si alguien se sorprende por el dato, no tiene más que acudir, por ejemplo, a la filmografía por excelencia del género, la de John Ford.
La venerable señora que aparece sentada frente a su escritorio en la foto de la izquierda se llamaba Dorothy M. Johnson, y fue, aunque pueda parecer chocante, una de las autoras que más y mejor escribió sobre las andanzas de indios y pistoleros en el viejo y lejano oeste americano.
Desde que hace unos pocos años empezó a rondarnos la idea de hacer una colección de western como la que ahora se inicia, pensamos que nadie mejor que Dorothy M. Johnson (1905-1984) para inaugurarla. Sus cuentos son espléndidos. No sé si los mejores que se han escrito en western o de los mejores, pero en esos niveles se mueve esta autora de Montana ya desaparecida.
Aunque no se ha hecho hincapié en la presentación, el Western es un género literario que está muy vivo. Como pasa en ciencia ficción, terror o policíaco, los escritores profesionales y los aficionados al western celebran convenciones anuales, tienen asociaciones, convocan premios y editan revistas. El premio más importante de narrativa western es conocido como Spur Award, y se entrega todos los años desde 1953. Empezó con las categorías de «mejor novela», «mejor relato corto», «mejor novela histórica», «juvenil» y «crítica», y fue creciendo y creciendo en categorías hasta dar en nuestros días premios en 17 apartados. La asociación profesional de escritores Western Writers of America, es la asociación profesional de escritores de western más nutrida e influyente. También se dan otra serie de premios, como el Western Heritage Award y otros, pero, a lo que estábamos: en cierta ocasión la Western Writers Association (año 1995) efectuó una votación entre sus miembros, escritores profesionales de western, para ver cuál era para los asociados la mejor novela western del siglo XX, el mejor relato, la mejor... etc. Bien, la votación para saber cuál era el mejor relato de western del siglo XX, quedó así:
2 — A Man Called Horse, Dorothy M. Johnson
3 — To Build A Fire, Jack London
4 — Lost Sister, Dorothy M. Johnson
5 — The Hanging Tree, Dorothy M. Johnson
De los cinco más votados cuatro son de Dorothy M. Johnson y uno de Jack London. ¿Qué más se puede decir? Sí, que tres de ellos han dado lugar a películas inolvidables —El hombre que mató a Liberty Valance, Un hombre llamado Caballo y El árbol del ahorcado—, pero seguirían siendo igual de buenos si nadie se hubiera fijado en ellos. Estos títulos ponen de manifiesto que en una colección de clásicos del western muchas de las obras escogidas tendrán versión fílmica. No porque intencionadamente se busquen novelas que hayan dado origen a películas, sino porque es frecuente que una gran novela o relato americanos, de cualquier género, acabe siendo llevado a la pantalla. Sobre la calidad como escritora de relatos de Dorothy M. Johnson poco hay que decir. No hay mucho que desentrañar. Todo queda a la vista. No se puede manejar una paleta de registros tan amplia en emociones con menos artificios. Contundente, inteligente, irónica, a veces dura hasta la crueldad, con frases muy cortas, consigue transmitirle al lector que lo que le está contando es verdad, que su recreación de la vida en la frontera es la más creíble que uno haya podido leer nunca. Buena parte de su narrativa está centrada en la relación entre blancos y pieles rojas. Con una gran capacidad para mostrar de una forma creíble y sincera, muy empática, los irreconciliables puntos de vista de unos y otros. A veces Johnson narra cosas terribles, y cuando la leo suelo recordar una reflexión de Hitchcock en la que venía a decir: «no se puede tener en vilo durante casi una hora al espectador con una amenaza sin darle luego el alivio de que esta situación se resuelva favorablemente».
Siempre pienso que Dorothy M. Johnson sí puede hacerlo, con ella nunca puedes estar seguro de que todo acabará bien. Señalar también que, no siendo una autora excesivamente prolífica, su porcentaje de excelencia resulta apabullante. En dos volúmenes no muy extensos, se recogerán en esta colección de VALDEMAR prácticamente todos sus relatos western. Con tan escasa producción Dorothy M. Johnson está a la altura de los mejores cuentistas anglosajones de todos los tiempos. De hecho, alguno de sus relatos suele ser seleccionado para las antologías de narrativa breve norteamericana, sin restricción de géneros. En cuanto a las grandes antologías genéricas de narrativa western, en fin, por mencionar las más populares, Lost Sister ha sido seleccionada en doce ocasiones, A Man Called Horse en quince, y "The Man who shot Liberty Valance" en siete. Todo un clásico.
Este primer volumen corresponde al titulado originalmente Indian Country (1953), que en Estados Unidos se suele editar con el título de A Man Called Horse, el título del relato más popular de los comprendidos en ella para el mundo anglosajón. Valdemar mantiene el título original, lndian Country, por sus resonancias épicas, citando en el subtitulo los dos relatos más célebres: Un hombre llamado caballo, El hombre que mató a Liberty Valance y otras historias del Far West. Un segundo libro de relatos The Hanging Tree (1957) contiene casi todo el resto de su producción western.
Nuestra intención es publicarlo con el nombre de El árbol del ahorcado y otros relatos. Es también autora de dos novelas: Buffalo Woman y At the Buffalo Returning, de novelas juveniles como Farewell to Troy y Witch Princess; ha escrito una biografía de Sitting Bull (Warrior for a Lost Nation), y ensayos tan sugerentes y evocadores como Western Badmen (1970), Famous Lawmen of the Old West (1963), o The Bloody Bozeman: The Perilous Trail to Montana’s Gold (1971). No contó con demasiadas distinciones honoríficas. Una de las más curiosas y menos académicas es la de haber sido elegida miembro adoptivo de la tribu Piesnegros en 1959.
Recibió el Spur Award por su narración Lost Sister en 1957, y en 1976 el Levi Strauss Golden Saddleman Award por su contribución al conocimiento y dignificación de la historia y tradiciones conformadoras del western; y, también, el Western Heritage Wrangler en 1978. Por lo demás, se dedicó a escribir artículos y relatos para magazines como Argosy, The Saturday Evening Post o Colliers, a cartearse con otros grandes del western como A. B. Guthrie o Jack Schaeffer —colega eterno y autor de westerns como Shane (Raíces profundas)—, a la enseñanza en la Universidad de Montana, y a desempeñar diversos cargos en la Montana Historical Society y en la Montana Press Association.
Recalco de nuevo que es un honor dar inicio a «Valdemar / Frontera», una colección específica de narrativa western, la primera en años que intenta publicar este género con el adecuado nivel de dignidad, con la mejor narradora de cuentos western del siglo XX: Dorothy M. Johnson.
Esperamos que pronto podrán sumarse a su nombre los de otros grandes de
este género, como James Warner Bellah, Vardis Fisher y otros.
* * *
Se dedican novelas, se dedican ensayos, pero no se dedica una colección. Es de justicia señalar, sin embargo, que cuando dudábamos sobre la viabilidad de una colección de clásicos de narrativa western, Rosa siempre lo vio claro.
Con amor,
Alfredo Lara
El arbol del ahorcado y otr... by andres gallardo
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