Iniciarnos en el misterio de lo cotidiano
Palabras que han nacido en Facebook y buscan eco en la vida diaria.
Palabras que han nacido en Facebook y buscan eco en la vida diaria.
COTIDIANA
Tomé sopa
recorrí la casa
reaseguré mi soledad.
Enhebré las persianas
cosí botones en las puertas.
Desnuda miré al espejo
para comprobar
la aurora
y el ocaso
hojas muertas
cicatrices.
Dentro de mí todo sucede,
el dictado de la luz
la revelación de las formas.
Aguardo lo simple y su reverso.
Búscame entre el gentío,
en el bosque donde se demoran los trinos.
Sígueme
que el llanto no gane
esta carrera.
Cava en mi cuerpo
se ahogan las palabras
encuentra el verbo
el nido para tu cansancio.
Muerde el silencio.
Sácame del infierno.
Hay un misterio oculto en la vida de cada uno al que podemos acceder desde la profundidad de nuestro corazón. Porque solo podemos amar realmente lo que tiene misterio, lo que nos invita hacia la hondura de la vida, hacia las raíces profundas de nuestro ser. Los textos que componen este libro son fruto de la soledad y el reposo. Nacieron en ese lugar circunstancial (que no insustancial) y fueron dados a luz en el perfil de Facebook del jesuita Xavier Quinzá, en diálogo con las personas que iban respondiendo o aceptando con sus ‘Me gusta’ y sus ‘Compartir’. Son cinco años de reflexiones para descubrir el misterio de Dios en lo cotidiano. “O mejor –dice el autor–: lo cotidiano como lugar teologal en donde la experiencia de la fe se ensancha”. Podemos aspirar hacia un saber de Dios gustado y sabroso. Y si lo descubrimos, estaremos alimentando nuestra vida diaria y saborearemos una sabiduría nueva.
Hay una gramática del amor en medio de los saberes de la vida cotidiana. Y esta gramática nos enseña una manera de despertar los sentidos interiores, de acceder al misterio de la vida con respeto desde el misterio mismo que somos. Y a vivir la relación con los demás abriendo espacios de intimidad, de ternura, de compasión. Aprender del amor cómo vivir y cómo cuidar a los que amamos, cómo escuchar y acoger sus gemidos o secundar los cantos de su corazón, cómo nutrirnos de su cercanía y de su confianza a prueba de cualquier adversidad, cómo compadecer los sufrimientos y sanar las heridas de su corazón.
Por consiguiente, nos abrimos a un aprendizaje del gusto por las cosas de Dios y por los misterios del Reino. Ante los retos del mal y la injusticia podemos hacer la increíble experiencia de la comunión en la herida, del reconocimiento humilde de que todos estamos implicados en ello, y de que para participar en el gozo de la comunión hay que saber ahondar en el conflicto y permanecer en la brecha abierta en el corazón del mundo.
Solo llegamos a saborear la dulzura de la divinidad si despertamos los sentidos interiores y accedemos a un cierto grado de intimidad con ella. El escenario de la intimidad es la confidencia, el intercambio de amor, el coloquio de corazón a corazón. Porque nos cuesta mucho comprender sin resquemor ni tristeza que la comunicación íntima siempre es asimétrica. Y experimentar el gozo de «ser recibido», sin ningún mérito, es fruto de esta aceptación humilde de lo desconcertante de ese desnivel amoroso.
La iniciativa siempre es del Amante, y responder y acogerla con cuidado es la ocasión de oro del amado o la amada. La acción amorosa recae como una invitación sobre el amor receptivo y le mueve a amar, a reaccionar amorosamente a la iniciativa. Él es el que conduce la relación, como quien conduce un coche: nosotros estamos sentados en el asiento a su lado. Amo porque primero, soy amado y amo con el amor con que Él me ama.
Los signos del amor están dispersos en toda la creación y en toda la historia, y precisan de una mirada enamorada para saber apreciar las huellas, orientarse por rastros muy sutiles, que no todos saben captar. Hace falta una mirada de lince y un olfato de sabueso para explorar los signos de humanidad de un Dios encarnado que se nos muestra en la carne y en la debilidad, y desaparece de nuestra vista cuando le escrutamos en los signos del poder y del prestigio.
Precisamos atender más al yo profundo, ese que no reclama nada para sí, pero que es el corazón de lo que somos... Estamos más reclamados por el yo superficial, el interesado, el protagonista, el ambicioso, y a ellos los escuchamos más, porque se nos imponen a cada momento. Pero el yo profundo es más discreto, no reclama nada, a pesar de ser el arraigo de nuestra vida, la fuente de donde brota la vida verdadera (¡la Vida verdadera!):
«Por encima de todo guarda, hijo mío, tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida» (Prov 4,23).
Hay una experiencia del amor ferviente que, cuando se ha aprendido con horas de silencio y paciencia, nos aporta un clima de serenidad benigna, en la que se nos convierte el corazón, se nos transfigura de dentro a fuera, se nos refresca la mirada y nos altera, en el buen sentido de la palabra, nuestra vida tan ajetreada.
«¡Si supiéramos adorar...!». Es un reto: realizar el lento aprendizaje de ir ensanchando el interior, de ir despejando un espacio mayor en ese recóndito lugar en donde se entrecruzan tantas voces, en donde se anudan tantos pensamientos y deseos. Hacer espacio interior como práctica espiritual no es nada nuevo.
Todos hemos experimentado la atracción –y también las resistencias– hacia ese centro activo y viviente en el que habitamos sin percibirlo a veces. Pero vincular la adoración a una experiencia oracional de dejarnos trabajar en una actitud de pasividad receptiva, de dejarnos hacer por Dios desde el corazón, me parece digno de retener y, sobre todo, de practicar.
Adorar es abordar una cierta práctica de la intimidad, es asistir al ensanchamiento de nuestra tienda interior, en la que él habita. Y, por tanto, es intensificar la relación, abrigar el deseo y alertarlo a la vez, para que nos ilumine una presencia poco reconocida. Es ir sacando a la luz la presencia oculta del Amor, que siempre nos descoloca, nos descentra, dando entrada al Otro y a los otros en nuestro propio y personal espacio. Y entonces el ensanchamiento se produce porque se nos cuelan los demás dentro, sus vidas, sus sufrimientos, sus amores, y les dejamos pasar en el encuentro misterioso con el Señor de la vida.
Este ensanchamiento del corazón que adora se experimenta como un don, en la medida en que no se produzca un repliegue cicatero en nuestros pequeños mundos de deseo, en nuestro cerrado jardín del corazón. Si aprendemos a adorar, aprendemos también a no excluir a nadie de ese espacio sagrado en el que nos encontramos, cuerpo y palabra compartidos con aquel que casi sin darnos cuenta se ha hecho el Guardián de nuestra intimidad.
La soledad, espacio sanador La soledad ofrece un espacio de reposo sanador. Tras pasarnos el día rodeados de gente, atentos al móvil, hiperactivos..., necesitamos volver a descubrir la soledad. Queremos estar solos, pero no aislados. La soledad resulta básica para el equilibrio interior. Se ha comprobado que los adolescentes que no sortean la soledad son incapaces de desarrollar el talento suficiente para crear, para crecer, para relacionarse...
Tenemos la creencia de que toda la creatividad proviene de lugares extrañamente sociables, pero no es así: la soledad es el ingrediente social de nuestra vida. Antonio Machado nos recuerda: «Converso con el hombre que siempre va conmigo». La soledad importa. Para algunas personas incluso es el aire que respiramos. No descubrimos un pensamiento propio cuando estamos rodeados de gente, sino en la contemplación de lo que brota en nuestro interior.
Es cierto que, por inercia, cuanto menos solo estás, más te cuesta estarlo. No obstante, en una sociedad que te obliga a estar enormemente pendiente del afuera, los espacios de soledad representan la única posibilidad de contactar otra vez con uno mismo. Solo cuando estamos solos nos sentimos completamente libres, nos encontramos con nosotros mismos, lo que resulta enormemente reparador.
Solo tolerando el vacío y el aburrimiento seremos capaces de generar algo nuevo y de desintoxicarnos de un mundo lleno de estímulos y carga implosiva. Nos olvidamos de que nadie está más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo. La soledad es el espacio necesario para hacer una auditoría existencial, para indagar qué es lo importante y qué no lo es, pues lo importante en la vida es saber qué es lo importante.
En soledad dejamos ese espacio en blanco para escuchar, sin interferencias, lo que sentimos y necesitamos; no podemos seguir cada día más pendientes de cuidar y satisfacer a los demás que de escucharnos a nosotros mismos. Debemos introducirnos en el aprendizaje de la gramática del amor de Dios. Dejarnos fascinar por Dios, dejarnos afectar por sus invitaciones, mover el corazón, dejarnos seducir por sus palabras, sentir su invitación a entrar en el secreto del corazón. En ese lugar seguro e impenetrable de lo íntimo: ámbito privilegiado de la confidencia y del recreo amoroso. Lugar del silencio y la soledad más profunda y habitada.
Aprendemos a buscarle y encontrarle no en la clausura, sino en la vida; no en la soledad, sino en la solicitud, en el cuidado de cada día, en los diversos modos en que se halla presente y activo en todas las cosas. Y ello exige un aprendizaje cuidadoso y atento, porque solo podemos reconocerle desde una mirada atenta y escrutadora. A lo que somos invitados es a una ciencia de desciframiento, a una mántica, porque se trata de saber leer el amor en sus señales.
La soledad nos da miedo, porque en ella caen todas las máscaras. Despierta temor, porque solemos asociarla al vacío y la tristeza... Pero debemos aprender a transitar la soledad. El temor representa simplemente el aflojarse de la tensión después de haber aguantado la presión enorme del ruido de los que nos rodean. Transitar la soledad es un aprendizaje para descubrir el interior habitado y fecundo desde el que somos y vivimos.
El amor no es lo contrario de la soledad, sino una soledad sonora, es decir: una soledad compartida. Nos sentimos asustados por los espacios vacíos de nuestro interior. Y la propia soledad no tiene nada que ver con la presencia o ausencia de las otras personas. En nuestra sociedad, el no hacer nada se teme y despierta la culpa.
¡Nos han preparado para hacer cosas, y muchas cosas al mismo tiempo, a ser posible! Pero para vencer la culpa deberemos hacer las paces con nuestra soledad y aceptarla como amiga, sin asustarnos de sus espacios vacíos, que son las estancias solícitas del amor y la amistad.
* * *
Los textos que componen este libro son fruto de la soledad. Unos vinieron a mis manos, otros resonaron pausadamente en el silencio, otros brotaron al filo de la desesperanza de unos acontecimientos que, como proyectiles, la dureza de lo cotidiano me lanzaba a los ojos.
Pero todos encontraron en mi conciencia un lugar de soledad y de reposo. Un lugar circunstancial, pero no insustancial, un lugar en donde reposar la vida, la Vida. Porque también el misterio me regaló momentos de soledad sonora, de compañía doliente, de espera desesperada.
En algunos me repito, seguramente; son fogonazos, unos más reflexivos que otros, pero que no han perdido el gusto por lo incidental de tantos momentos en que el misterio roza con su susurro el rostro de mi alma. Como Elías en la ruta del Horeb, la montaña del Dios que siempre espera.
Facebook ha sido el instrumento para ir hilvanando el rumor de los días y el diálogo despertado con las personas que me han respondido, me han aceptado con sus «Me gusta» o su «Compartir». Sus voces forman parte, y muy importante, de lo que vas a leer. Voces mudas, seguramente, pero no por ello menos activas, que han ido configurando los textos que, con sus pulsaciones cordiales, han ido brotando en el teclado de mi ordenador.
Una consideración de alcance más personal: el 13 de marzo de 2013 –¡una de mis primeras anotaciones!–, tras la renuncia inesperada de Benedicto XVI, fue elegido papa, por primera vez en la historia de la Iglesia, un compañero jesuita: el argentino P. Jorge Mario Bergoglio, quien quiso ser conocido como «Francisco» en honor al santo de Asís. De modo que estas anotaciones mías en Facebook coinciden en el tiempo con sus casi cinco años de obispo de Roma, que preside en la caridad a toda la Iglesia.
Recogen los últimos cuatro años de mi vida, los más recientes: de 2013 a 2017. Y cada uno de estos períodos anuales los he titulado a posteriori con una frase que sugiriese, en cierto modo, una temática. De ningún modo se ajustan todos ellos al mismo tema. Más bien he pretendido dar a cada período anual un hilo conductor, un subrayado que, como corriente profunda de agua, atravesara todo mi pensar y sentir. Como se puede comprobar, el intento ha sido bastante vano. Se hace imposible creer que hay un solo espíritu que rige todo lo que somos y pensamos.
Los espíritus que habitan nuestra vida brotan tanto del corazón como de la realidad cotidiana, y nos inspiran voces que buscan el eco de la nuestra, la respuesta a su insistencia, un brote de tensión reflexiva que se imprima en un texto vivo, algo que palpite al eco de la música recibida... Y ahí es donde he ido descubriendo el misterio de Dios en lo cotidiano. O mejor: lo cotidiano como lugar teologal en donde la experiencia de la fe se ensancha: inicio y consumación, al decir del maestro, siempre tan lúcido, Andrés Tornos.
Podemos aspirar hacia un saber de Dios gustado y sabroso. Y, si lo descubrimos, alimentamos nuestra vida de todos los días y saboreamos una sabiduría nueva. Entonces seremos como ese árbol que, al estar plantado cerca del agua fresca de la acequia, crece lozano y frondoso y da frutos en su sazón. Hay un misterio oculto en la vida de cada uno al que podemos acceder desde la profundidad de nuestro corazón. Porque solo podemos amar realmente lo que tiene misterio, lo que nos invita hacia la hondura de la vida, hacia las raíces profundas de nuestro ser.
En el amor se nos descubre que lo más nuclear de nuestra existencia no lo podemos manipular, que se nos entrega desde la gratuidad o se nos cierra una y otra vez; y entonces nos vamos a perder lo más interesante, aquello que da brillo a nuestra vida, que nos hace vivir con intensidad. Porque solo al que ama se le pone derecha la columna vertebral.
Iniciarnos en lo sabroso de Dios es un elemento de la cultura del fervor en lo cotidiano, y saborear internamente el amor, gustado desde la pobreza más íntima de nuestro ser, es un ejercicio restaurador. Porque lo hacemos con la seguridad de sabernos en manos de un Amor que siempre es exigente y excesivo.
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