El Estado:
La lógica del poder político
ANTHONY DE JASAY,
EL ESTADO Y LOS PARÁSITOS
Para nuestro autor, el Estado no es un instrumento al servicio de los demás, como sí lo ha sido, y sigue siendo, para el pensamiento político dominante a lo largo de los siglos, a pesar de los importantes matices y diferencias (Hobbes, Locke, Rousseau, Mill, Marx, e incluso para los autores de la Public Choice).
Con el objetivo de entender el comportamiento del Estado, de Jasay propone comenzar el análisis en un contexto donde no existe el Estado, es decir, donde nadie renuncia a su soberanía y nadie posee el monopolio del uso de la fuerza. Aunque para muchos autores, desde los clásicos teóricos del contrato social, pasando por economistas modernos como Mancur Olson, este estado de naturaleza es radicalmente incompatible con el orden y la civilización, el húngaro mantiene una postura diferente.
Sostiene que esta cuestión no pasa por el análisis histórico, dado que las situaciones en las que la sociedad ha vivido sin Estado durante periodos de tiempo prolongados son escasas. Pero de Jasay tiende a pensar que existiría cooperación en ausencia de esta entidad monopolística de la fuerza. De hecho, señala el caso de los estados nacionales que cooperan con sus vecinos a pesar de no existir un ‘superestado’. Y se pregunta: “¿Respetaría la gente los contratos si no hubiera un agente que velara por su cumplimiento monopolizando el último recurso de la fuerza?”.
Él piensa que sí, a contracorriente de la opinión mayoritaria entre los científicos sociales. No obstante, coincide con una serie de trabajos de investigación que, tanto desde la teoría como desde el análisis de distintos casos históricos, apuntan a la notable capacidad de los individuos de cooperar productivamente sin un gobierno efectivo encargado de velar por el cumplimiento de los contratos, leyes, y la seguridad de los derechos de propiedad.
Su obra es además una crítica a todos aquellos que, como Hayek o Buchanan, han pensado que se podía limitar efectivamente el poder político mediante Constituciones. Escribe que éstas, que son concebidas originalmente como contrapeso y restricción del poder político, pueden incluso llegar a usarse en beneficio del Estado, dándole una mayor legitimidad ante la población para llevar a cabo sus fines y expandirse más fácilmente. Asimismo critica la visión ingenua de que “la sociedad civil se gobierna a sí misma y controla al Estado, el cual, a su vez, no es más que una máquina de registrar y ejecutar ‘elecciones sociales’”.
Si el valor de su obra no explica que no sea un autor conocido fuera del ámbito académico (y, con frecuencia, dentro), quizás lo sea que su curriculum no es muy habitual. Nació en Hungría en 1925. En 1948 huyó a Austria, y dos años más tarde emigró a Australia. Allí estudió economía, y logró una beca en Oxford, donde impartió clases hasta 1962. Posteriormente se instaló en París, e inició una carrera en el mundo financiero. Combinaba su carrera profesional, ya alejado del mundo académico, con sus investigaciones. Cabe pensar que precisamente esa independencia del ámbito universitario, y el hecho de contar con medios propios para investigar, le otorgaron por un lado la independencia intelectual, y por otro facilitaron que llegase a conclusiones que no acaban de gustar a muchos de sus colegas. En este sentido, me recuerda a Edgar Morin, aunque el francés no llegase a un prado fuera del redil mayoritario.
En su última gran obra, comienza por señalar algo que para muchos resulta chocante, y es que el Estado es innecesario. Realmente lo es, si entendemos que el Estado es esa organización que aspira a ejercer el monopolio de la coacción. Para otorgar, aunque sea en principio, ese enorme poder a una organización, debemos de estar muy seguros de que su contribución al desarrollo de la sociedad es fundamental; una condición sine qua nonque nos obligue a aceptar algo tan grandioso, y tan poderoso, como un mal menor.
Aquí, De Jasay recoge sus críticas a los bienes públicos, sobre la base de la insuficiencia del teorema del prisionero. La vida real, dice De Jasay, se parece más a un proceso de prueba y error, en el que la información sobre lo que hacemos acaba por transmitirse, lo cual favorece la creación de acuerdos que permitan una colaboración que es mejor para el conjunto. Además, la realidad es también más compleja que lo que sugiere ese dilema; más parecida a un encuentro entre halcones y palomas, en el que los primeros asumen que los segundos pasarán por el aro de contribuir a crear el bien común, y se benefician de ser free riders, y las palomas crean, efectivamente, ese bien.
Por otro lado, se plantea el problema como una cuestión según la cual no puede haber discriminación entre consumidores; una vez producido, no hay forma de ofrecérselo sólo a quienes han contribuído a crearlo: tiene que ser ofrecido a todos. Pero que sea así o no es una cuestión tecnológica, y los beneficios asociados a producir esa tecnología discriminatoria son suficientes para que aparezca. Y muestra, como han hecho otros economistas antes (Ronald Coase, por ejemplo), que los bienes públicos se pueden proveer de forma voluntaria, sin necesidad de que una organización se imponga sobre la voluntad de otros. La cooperación social no tiene esos cuello de botella insuperables, a la espera de que el Estado los resuelva, y por tanto no lo necesita.
No menos demoledora es su crítica a la teoría del “pacto social”, un acuerdo ahistórico, basado en la lógica inmanente de la vida en sociedad, que lleva a todos a aceptar la presencia del Estado. Esta idea adolece de contradicciones internas insuperables, que el filósofo húngaro expone con una claridad asombrosa. La claridad es, por cierto, una de sus características más notables como autor, aunque eso no asegura que aprehender su pensamiento sea fácil.
Luego llega al asunto que promete en el título, el de la justicia. Descarta que la justicia sea otros conceptos cercanos (las circunstancias que menciona en el título), como la redistribución o la equidad. Y asienta que hay dos conceptos de justicia, necesarios para que funcione un sistema de justicia, pero incompatibles entre sí. Uno de ellos es el de suum cuique, “a cada uno lo suyo”, que es como Ulpiano definió la justicia. El otro es “a cada uno según…”, en el que los puntos suspensivos se resuelven con el criterio político (es decir, de intervención estatal) que cada uno elija.
Es interesante que para De Jasay, según el primer criterio, la justicia se divide entre actos admisibles y no admisibles, y es necesario distinguir entre qué acto cae de un lado y de otro. “Si encontrar y apropiarse de algo que no tiene un dueño anterior es una libertad, abstenerse de consumir es una libertad y el intercambio voluntario es una libertad, entonces la propiead es libertad”. Y así, la propiedad es suya en justicia porque accedió a su posesión por medio de su libertad.
Quien se sienta cohibido por la extensión y, sobre todo, la complejidad de su libro The State (publicado, como digo, en español por Alianza), puede comenzar por leer su obra posterior Political Philosophy Clearly. Entre otras cosas, en este libro, como en Justice and its Surroundings, explica que la sociedad avanza por medio de acuerdos, o convencionalismos, en un proceso descrito ya por David Hume pero más modernamente por John Powellson, entre otros. Y es ese orden el que hace posible el Estado, y no al revés. Es más, el Estado (y esa es una de las contradicciones del poder que, por ejemplo, describió Bernard de Jouvenel) sí necesita que el orden social continúe, y no puede ir tan lejos como para destruir ese orden social sin perjudicarse.
Pero su gran obra es El Estado, y es obligado decir unas palabras sobre ella. De Jasay parte de una premisa muy razonable, y es que el Estado tiene voluntad propia, y que es contradictorio asumir que actuará en contra de sus propios intereses. Es razonable, porque aunque no es una persona, está formada por personas, que quedan sometidas a una voluntad común. Y hay un beneficio de las que forman parte del Estado asociado al ejercicio de su poder. De modo que actúa como si tuviese un propósito.
El economista y filósofo se plantea cuáles son las condiciones en las que se desenvolvería un Estado capitalista, es decir, uno que respetase el orden social liberal, que reconociese la propiedad y el resto de derechos de la persona. Sería necesario, dice, que el Estado viese como propio el objetivo del mantenimiento de ese tipo de sociedad. Pero hay poderosas fuerzas que le conducen a asumir un papel más protagonista, y convertirse en lo que llama “Estado adversario”, un Estado que se asienta en un difícil equilibrio entre la represión y el consentimiento de los gobernados. La búsqueda de ese consentimiento le va a conducir a aceptar lo que, no sin algo de cinismo, llama “valores democráticos”, y éstos a la redistribución.
En ese camino, que Anthony de Jasay transita por apenas 300 páginas, se pierden, quizás para siempre, algunas de las ideas más queridas del liberalismo, como la pretensión de que se puede limitar el crecimiento del poder por medio de la separación de poderes, lo que De Jasay llama “el santo grial” del pensamiento político. No lo dice, pero se desprende de su lectura que si hay una voluntad detrás del Estado, la división de poderes es como la que hay entre los brazos de un pulpo: todos remiten a un único propósito.
La idea de que el poder, y mucho menos este poder tan enrome, es innecesario, es liberadora. Porque permite mirar a los políticos y a quienes quieren beneficiarse de nosotros por medio del aparato del Estado, como lo que son: unos parásitos que no terminan de devorarnos por completo porque su vida depende de la nuestra.
¿Qué haría usted si fuera el Estado? De acuerdo al autor resulta extraño que la teoría política, al menos desde Maquiavelo, hubiese dejado de plantearse esta tema, dedicando en cambio su reflexión al sujeto individual, a una clase o a lo que la sociedad puede conseguir del Estado, o a la legitimidad de sus mandatos y a los derechos que el sujeto conserva frente a ellos.
La teoría política también ha abordado otros temas como el de la obediencia que le prestan los “esperanzados usuarios de los servicios públicos”, la forma en que participan en su funcionamiento y la indemnización que pueden reclamar las víctimas de su mal funciona miento ocasional. El autor se pregunta si acaso es suficiente abordar la temática del Estado sólo desde el punto de vista del súbdito, es decir, lo que éste necesita, quiere, puede y debe hacer.
Regresemos al tema sobre el origen del Estado. Los Estados surgen generalmente con la derrota de alguien. Comienza el autor abordando estas dos ideas:
1-“El origen del Estado es la conquista”
2- “El origen del Estado es el contrato social”
A primera vista tenemos que (1) y (2) parecen ser opuestas y mutuamente excluyentes, pero para de Jasay tal no es el caso. Explica que estas dos afirmaciones hay que entenderlas en dos sentidos que pueden coexistir sin problemas. La primera afirmación se refiere al origen cronológico del Estado. La segunda, en cambio, se refiere al origen lógico del Estado. Ambas, señala de Jasay, pueden ser válidas simultáneamente.
La investigación histórica nos enseña que la mayoría de los Estados remontan su genealogía a la derrota de un pueblo por otro o al dominio de un jefe victorioso y su banda guerrera sobre su propio. Añade que, a su vez, axiomas ampliamente aceptados ayudarán también a establecer que un pueblo racional, por su propio bien, considere ventajoso someterse a un monarca, a un Estado. Pero, ¿qué es realmente mejor? ¿vivir en el estado de naturaleza o en una sociedad regida por el Estado? ¿Bajo qué criterios y cálculos los individuos evalúan cuál situación es más óptima para así poder tomar una decisión?
El autor divide esta cuestión en dos, una «ex ante» y la otra «ex post»:
i) El pueblo en el estado de naturaleza ¿lo prefiere al Estado?
ii) Una vez en el Estado, ¿lo prefiere la gente al estado de naturaleza?
La respuesta no es simple ya todos aquellos que viven en Estados carecen de experiencia vivida respecto a las reglas del estado de naturaleza y viceversa. En otras palabras, los individuos no disponen de posibilidades prácticas de trasladarse de un estado al otro, por lo tanto, se pregunta de Jasay: ¿sobre qué bases se forma la gente hipótesis respecto a los méritos relativos del Estado y del estado de naturaleza? El autor no se cuadra con aquella interpretación que nos dice que el Estado es algo inevitable para salvaguardar las relaciones pacíficas entre las personas. El Estado real, dado su origen de facto es, para de Jasay, un accidente histórico al que la sociedad debe adaptarse.
Pero es pertinente preguntarse junto al autor si es acaso el Estado un mal necesario o en otras palabras ¿si no existiera el Estado, habría entonces que inventarlo? El autor señala que existen dos teorías que defienden la teoría de que si el Estado no existiese, entonces habría que inventarlo. La primera plantea que es el pueblo el que necesita del Estado ya que este sería el único capaz de transformar el enfrentamiento general en armonía general. La otra teoría señala que es la clase poseedora la que necesita el Estado como instrumento de dominio de clase, de manera que la fuente del poder político del Estado es, en cierta medida, el poder económico que la propiedad otorga a la clase poseedora.
El teórico húngaro comenta que ambas teorías comparten una esencia irreductible y es que requieren que el pueblo abdique de una facultad de facto: el recurso a la fuerza. A su propia manera cada una confieren un monopolio de la posesión y de la utilización de la fuerza al Leviatán, el Estado monárquico o a una clase. Pero añade de Jasay que ninguna de las dos teorías proporciona una buena razón para suponer que el Estado, una vez obtenido el monopolio de la fuerza, no lo utilizará, a veces o para siempre, contra aquellos de los cuales lo recibió. De esta manera, de Jasay explica que ninguna de las dos teorías, la contractualista y marxista, es una teoría del Estado en el verdadero sentido, es decir, ninguna de las dos explica realmente por qué el Estado hará una cosa en vez de otra. Añade el autor:
“El Estado, con arreglo a cualquiera de las dos hipótesis contractualista o marxista, se ha quedado con todas las armas. Quienes le armaron, desarmándose a sí mismos, están a su merced. La soberanía del Estado significa que no hay apelación contra su voluntad, que no existe instancia superior que pudiera en modo alguno obligarlo a hacer una cosa en vez de otra. Realmente, todo depende de que el Leviatán no proporcione al pueblo una causa para rebelarse (Hobbes supone que no), o de que el Estado sólo oprima a la gente adecuada, esto es, a los trabajadores”[1].
No cabe esperar, explica de Jasay, que el pueblo en general (primera teoría), o la clase capitalista (segunda teoría), acepte semejante aventura con un Estado esencialmente imprevisto por razones de prudencia, aunque podrían hacerlo como un ejercicio de fe. Añade que “la única condición razonable bajo la cual el propio interés podría inducir a un pueblo racional a aceptar este riesgo, es en el caso de que las consecuencias probables de no desarmarse a sí mismos en favor del Estado parecieran todavía más peligrosas”[2].
Incluso el autor critica la teoría de Locke quien defendía la idea de que, en virtud del derecho natural, la soberanía no podía ser absoluta, de manera que el ejecutivo debía estar sometido a un legislativo fuerte. Pero de Jasay se pregunta la razón por la cual el legislativo, como representante del poder absoluto, no violaría también los derechos y abusaría de poder legislativo. Como dice la locución Latina de Juvenal: Quis custodiet ipsos custodes? En segundo lugar cabe también preguntarse por qué deberíamos esperar que el ejecutivo decida someterse al legislativo, de manera que la división y autonomía de los poderes sería una ilusión. Al menos se lograría una división de poderes, pero no así la autonomía de estos y menos aún la tendencia de cada uno de estos de transgredir las fronteras y abusar de sus atribuciones.
¿Qué hay de conceptos tales como Estado democrático? Después de todo, actualmente, en la mayor parte de las naciones (en mayor o menor medida) tenemos que el acceso a los puestos de poder del Estado se realiza por medio de la competencia pacífica, por medio de procedimientos y en donde la regla de las mayorías es la que zanja el resultado final (aunque dado los sistemas electorales, ni siquiera resultan efectivamente electos quienes obtuvieron una mayoria de votos). Para responder esto habría que explicar qué es lo que de Jasay entiende por democracia. De acuerdo a nuetro autor, todo procedimiento democrático obedece a dos reglas: todos los admitidos para la realización de la elección tengan igual voz y que la mayoría de la voces predomine sobre la minoría. De acuerdo a lo anterior, de Jasay señala que si un estado de cosas derivado de la aplicación de reglas democráticas reconocidas no es necesariamente democrático, entonces ¿qué es? Responde que una respuesta implícita en gran parte del discurso político del siglo XX, es que «democrático» es simplemente una expresión de aprobación sin ningún contenido específico muy sólido.
Ya he abordado en otros escritos el tema de la democracia material/sustancia y aquella formal/procedimental. Actualmente se suele adoptar un enfoque teleológico para explicar tanto la democracia como el Estado, es decir, a concebirlo como un instrumento que promueve ciertos fines (¿Qué puede hacer el Estado por los ciudadanos?) ¿Pero acaso se debe definir el Estado en función de un fin determinado? (al igual que el caso de la democracia) ¿Tiene el Estado un fin u objetivo que le es propio, que forma parte de su “esencia”? ¿Cuál es el fin de cualquier Estado? ¿Igualdad? ¿Acabar con la pobreza? ¿Promover la libertad de las personas? ¿Distribución del ingreso? El fin del Estado dependerá de aquellos quienes lo controlen y quienes lo controlen serán aquellos que han vencido en aquella competencia pacífica por el poder que es la democracia.
Aquí el autor distingue dos formas de concebir el Estado, dependiendo de la escala y la perspectiva de análisis. En primer lugar lo podemos concebir como un instrumento inanimado, como una máquina, por lo que carece de fines y de voluntad, ya que sólo las personas tienen fines. En segundo lugar se puede comprender el Estado fusionando a la máquina y la gente que la hace funcionar y “considerar al Estado como una institución viva que se comporta como lo haría si pudiera elegir entre fines alternativos y al hacerlo pareciera conformarse a una rudimentaria racionalidad”[3].
Tenemos, pues, que podemos concebir al Estado como teniendo fines que le son propios o concebirlo como una máquina cuyos fines son en realidad los fines de aquellos quienes manejan tal máquina. Con respecto a este tema, de Jasay afirma que el Estado no podría perseguir los intereses de sus ciudadanos salvo que estos fuesen homogéneos. Añade el autor: “Su relación adversaria hacia ellos es inherente al hecho de tener que decantarse de un lado u otro entre intereses en conflicto si es que efectivamente ha de tener alguna «política»”[4].
En resumen, una teoría del Estado válida para de Jasay no debería “tener que confiar en la gratuita suposición de que el Estado está subordinado a ningún otro interés distinto de l suyo propio. Debiera dedicarse a la explicación del papel del Estado en la historia política en función de cómo sus intereses interactúan, compiten, se enfrentan con los intereses de otros y a su debido tiempo se adaptan a ellos”[5].
En síntesis, se pueden destacar varios puntos en el pensamiento de este autor. En primer lugar tenemos que la génesis del Estado es siempre violenta, basado en la guerra y el dominio. Para justificar y legitimar su existencia el Estado (los intelectuales mejor dicho) se vale de artilugios ideológicos y de un lenguaje político moralista que genere por parte de la sociedad civil una aceptación casi ciega, es decir , esparcir la idea en la ciudadanía de que sin Estado el mundo sería un caos social. Además se pretende instalar la idea de que el Estado ha sido fruto de un pacto social que, como sabemos, nunca se ha efectuado en la historia y, por lo demás, resulta no ser un pacto entre personas libres que concurren a emitir su opinión y menos de carácter “social”. Así el contrato social no es ni un contrato ni fue firmado por persona alguna y, de haberse efectuado, tendría que renovarse cada cierto tiempo por aquellos que no pudieron participar de éste.
Lejos de haber acabado el estatismo tras la caída de los socialismo reales, el estatismo ha perdurado en el tiempo, y lo que realmente se derrumbó fue su versión más patológica y peligrosa: el socialismo. En una entrevista el autor declaró que el igualitarismo se ha transformado en la religión del Estado secular que ha venido a sustituir al Estado cristiano. La nueva bandera que ha enarbolado el Estado y los políticos que lo controlan es el de combatir la desigualdad, desde la económica hasta la denominada desigualdad de género (y otras desigualdades basadas en la etnia).
En la misma entrevista, el autor explica que en esta era de la democracia son los votantes quienes tienen el poder absoluto en lo que respecta a catapultar a los candidatos a los puestos de poder. Es por ello que quienes quiere acceder y mantener el poder tienen que tener en consideración esa lógica. Es en parte eso lo que hace que los políticos enarbolen las banderas de la igualdad puesto que les resulta muy útil a la hora de triunfar electoralmente. Añade que tras esta retórica igualitarista que justifica su actuar en causas morales, subyace un hecho bastante evidente y que consiste en quitar dinero a una minoría para repartirlo entre una mayoría, “comprando así los votos de los segundos”, de manera que “la propia lógica del poder democrático parece invitar a la redistribución, al igualitarismo”. Así, para de Jasay el matrimonio entre igualitarismo y democracia es algo tan natural que resulta casi perfecto y si no existiese, tendría que ser inventado.
______________________
[1] Ibid., 467
[3] Ibid., 284.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
VER+:
Anthony de Jasay El Estado ... by maco123
0 comments :
Publicar un comentario