EL Rincón de Yanka: MEDIOCRACIA: PODER POLÍTICO, DEMOCRACIA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN (EMISIÓN) 📰📺📻🎬📡 por EMMANUEL MARTÍNEZ ALCOCER

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miércoles, 17 de enero de 2024

MEDIOCRACIA: PODER POLÍTICO, DEMOCRACIA Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN (EMISIÓN) 📰📺📻🎬📡 por EMMANUEL MARTÍNEZ ALCOCER



Mediocracia: 
poder político, democracia 
y medios de comunicación


LA MEDIOCRACIA

La mediocracia… habrá a quien el término le parezca hasta raro, pero aun así no dejará de afectarle. Hay quien la ha llamado democracia de audiencias (Bernard Manin), democracia de opinión (Giovanni Sartori) o democracia mediática. En cualquier caso es una de tantas de esas cosas que determinan y condicionan nuestro comportamiento sin siquiera saberlo. Si rebuscamos en los archivos digitalizados en busca de literatura acerca de la mediocracia podemos encontrarnos con una «sorpresa», y es que no es demasiada la documentación al respecto hasta que avanzamos a fechas más recientes, y no siempre con el sentido que aquí vamos a darle. Nosotros vamos a entender, aunque lo avancemos ahora sólo a modo provisional –luego tendremos que reformularlo–, que la mediocracia podría entenderse como el poder ejercido por los medios de comunicación de masas en sus diversas vertientes –positiva, negativa, recta u oblicua– mediante la difusión, de forma velada en mayor o menor medida, de propaganda (política, comercial, ideológica, bancaria…) con el objetivo básico de conducir, condicionar, orientar o manipular el comportamiento, el modo de consumo y/o el voto de los ciudadanos de las democracias.

Siendo esto así, los periodistas, cuya función básica, se supone desde algunas posturas, sería proporcionar información útil y verdadera a la ciudadanía, habrían cobrado una gran relevancia en la guía o el control de la llamada opinión pública. Y no ya, como apuntamos, proporcionando información verdadera para que el ciudadano libre forme su juicio en función del cual ejercer su libertad de voto, sino como condicionadores de la misma. Es por eso que hay quien los llama incluso mercenarios de la información. También por esta situación desde hace tiempo al mediático se le viene llamando el cuarto poder. Es, pues, un fenómeno característico de las democracias capitalistas y de partidos actuales, como todas aquellas que son miembros de la Unión Europea. Pero la mediocracia no siempre se entiende así ni siempre se ha entendido así. En la literatura disponible a veces simplemente quiere significar el gobierno de lo mediocre.

Según nos arroja el CORDE, en español encontramos esta palabra en un escrito de Rubén Darío de 1907, El canto errante. Y en él habla de «la mediocridad pensante»[1]. En otros fondos documentales como el del Proyecto Filosofía en Español[2] podemos ver que unos años después, en mayo de 1919, volvemos a encontrar esta palabra que hoy nos trae a nosotros en un artículo publicado en Mercurio Peruano. Revista mensual de ciencias sociales y letras, a cargo de John A. Mackay. Un artículo titulado Valor cultural del estudio de la literatura inglesa, y en él avisa de que «si las democracias modernas van a salvarse del peligro de la mediocracia que la amenaza, tendrán que revisar sus ideas sobre la cultura»[3]. En esta línea, en el Madrid de 1933 volvemos a encontrarnos con este término en el número 60 de los Cuadernos de Cultura, en un artículo a cargo de Eugen Relgis, y versión española de Eloy Muñiz, titulado Individualismo, Estética y Humanitarismo. En él Eugen nos habla de «la mediocracia, que comprende a todos los arribistas, a los seudoartistas, a los falsos pensadores, a los políticos, a los moralistas, a todos los «brutos» parasitarios o utilitarios fijados en un medio»[4].

En un sentido muy parecido, y en otras latitudes, puede encontrarse el término en ensayos más recientes como Derecha e izquierda: razones y significados de una distinción política (1994), de Norberto Bobbio. Aquí el objetivo del filósofo italiano es otro, como se puede ver por el título, pero sí que menciona en algún momento la mediocracia entendiéndola como sinónimo de democracia, puesto que esta mediocracia permitiría, a su juicio, poner en evidencia el extremismo o radicalismo de aquellos que se sitúan en cualquiera de los bandos: izquierda o derecha. Así pues, Bobbio cree que la mediocracia podría definirse como el gobierno de los mediocres, pero no en un sentido negativo como hemos visto en los autores anteriores. Más bien al contrario. Más recientemente volvemos a encontrar el término usado en esta línea, pero en un sentido peyorativo, en otros ensayos, como el de Alain Deneault de 2019, titulado Mediocracia: cuando los mediocres llegan al poder (El cuarto de las maravillas). En este ensayo el filósofo canadiense interpreta que se ha producido una «revolución anestésica» que ha hecho que los más mediocres estén en el poder en las democracias occidentales, generando así sociedades injustas y sin pensamiento crítico.

Y si bien hasta nuestros días el término tiene este uso, también desde hace bastantes décadas encontramos una importante cantidad de bibliografía que entiende la mediocracia en un sentido más cercano al nuestro. Un año después del ensayo de Norberto Bobbio, el 23 de enero de 1995, podemos encontrar el término en un artículo publicado en El País por Manuel Castells, actualmente Ministro de Universidades de España, y que tiene algunos trabajos referentes a la temática de los medios de comunicación y democracia, por lo que puede tener algún interés saber lo que nos dice.

En el artículo, titulado La mediocracia, el actual ministro deja claro desde el principio, con un sentido más próximo a lo que nosotros pretendemos, que «en las sociedades democráticas desarrolladas los medios de comunicación no son el cuarto poder, sino el espacio en el que se genera, se mantiene y se pierde el poder»[5]. Pero añade que a pesar de ello «esto no es antidemocrático, sino un elemento fundamental de la democracia en un sistema social basado en la información». Nuestro actual Ministro reconocía ya en esos años el papel decisivo que para las democracias occidentales actuales cumple la información proporcionada por los medios de comunicación. En la misma línea, pero precisando mucho más en sus análisis, declararía en el año 2000 Gustavo Bueno, a raíz de la publicación de su libro Televisión: apariencia y verdad (y aún más con la publicación de su otro ensayo Telebasura y Democracia en 2002), que la democracia actual sería imposible sin la televisión. En 2021 deberíamos añadir que también es imposible sin las redes sociales.

Pero sigamos con el artículo de nuestro Ministro, porque en él continúa considerando que es a través de los medios de comunicación como se forma la opinión pública y como se concretan «las opciones políticas sobre personas y partidos, a partir de intereses sociales, identidades y tradiciones históricas». Aunque aquí podríamos encontrar cierta ambigüedad, si no contradicción, porque si la opinión pública y las opciones políticas sobre personas y partidos se establecen también a partir de intereses sociales, identidades y tradiciones históricas no es esencialmente a través de los medios de comunicación como ello se produce. Al menos habría que decir que la opinión pública no se formaría ni se concretarían las opciones políticas sólo desde los medios de comunicación. Sí especifica mejor a continuación al concretar que la política (actual) no es sólo imagen e información, pero que sí se decide a través de ellas. Aunque aquí de nuevo deberíamos apuntar nosotros que eso puede decirse de aquellos aspectos de la política orientados a los votantes, o a aquello que, gracias a los periodistas que cumplen la supuesta función de su oficio, llega a los ciudadanos, pues también sabemos que hay multitud de asuntos políticos de los que poco o nada sabemos, ya sea por simple prudencia política (los arcana imperii)[6], por la pereza de los ciudadanos al respecto o por corrupciones que no se llegan a desvelar.

Por otro lado, Manuel Castells no deja de reconocer, ya sería muy ingenuo no hacerlo, que los medios de comunicación, que suelen agruparse en grandes grupos, están casi siempre mediados y hasta controlados por grupos económicos e intereses. Pero aun así considera su existencia como algo positivo, porque el que «los medios de comunicación sean el vínculo de relación entre sociedad y Estado refuerza la democracia». Y los peligros de los grupos económicos e intereses que controlan los medios de comunicación se ven compensados, a su modo de ver, por la apertura y pluralidad de esos mismos me-dios de comunicación. Siendo así que, gracias a la pluralidad existente de medios, los ciudadanos pueden seleccionar la información y construir su propio criterio desbordando los límites de las organizaciones políticas.

Es más, a su juicio el papel de los medios de comunicación, cada vez mayor en ese momento y en pleno desarrollo tecnológico, como elementos de presión para los Gobiernos sería muy importante. Porque gracias al periodismo de investigación –hoy de capa caída, pues es raro el artículo que no se hace a través de Google o viene ya cocinado desde las agencias de noticias– y la capacidad difusora de la televisión y la flexibilidad de la radio –hoy habría que añadir las redes sociales (que de algún modo menciona al final del artículo), las cuales han trastocado todo el tablero de los medios informativos; otra cosa es que en ellas la manipulación y el control sea menor, lo cual es muy discutible– el continuo destape de escándalos de todo tipo (financieros, sexuales, policiacos) y casos de corrupción de los políticos estaría llevando a una progresiva deslegitimación de los Gobiernos democráticos –en nuestros días pandémicos esto no ha hecho sino crecer–, así como de los partidos políticos y sus líderes.

Y no es que ahora los individuos, los Gobiernos o las empresas sean más corruptas que antes, «sino que hay más información sobre corrupción y mayor posibilidad de crear escándalos». Para Castells no estamos en ese sentido peor ahora que antes, sino que a su juicio el avance tecnológico y una mayor libertad de los medios de comunicación respecto al poder político –aunque haya reconocido que el control político y económico de los medios exista– es algo positivo. Pero aquí encontramos de nuevo una contradicción o una ambigüedad de gran calibre en el artículo de nuestro autor, porque continúa afirmando que la motivación de los medios de comunicación es clara: es su negocio. Su interés es aumentar tanto en ventas como en influencia. Y reconoce que ciertamente «los medios de comunicación no son neutros, pertenecen a grupos financieros importantes, tienen alianzas políticas y están anclados con frecuencia en afinidades ideológicas y religiosas». Pero al parecer de nuevo tenemos una tabla salvadora: la pluralidad. La pluralidad y la necesidad de generar credibilidad con la información aportada para vender más hace que estos diferentes grupos de medios de comunicación, a pesar de poder estar controlados desde poderes políticos o económicos y/o por sus propios intereses, puedan todavía prestar su servicio al ciudadano: «Las conspiraciones existen, pero son múltiples, se contradicen y se entrecruzan y tienen que respetar la autonomía y la credibilidad del medio sin las cuales el instrumento de comunicación se hace inservible. Es una lógica semejante a la que tiene lugar en los mercados financieros: los especuladores pueden suscitar movimientos importantes, pero no controlan las fluctuaciones de un mercado cuya inestabilidad refleja la geometría variable de la economía global». Este constante flujo de información y competitividad de los diferentes grupos de poder e interés hace, según Castells, que al final la información fidedigna llegue al ciudadano prevaleciendo sobre los flujos de poder. ¿Pero por qué? ¿No podríamos pensar que esta pluralidad es una pluralidad viciada? ¿Qué armonía secreta nos lleva a una información veraz capaz de ser útil al ciudadano democrático a pesar de la reconocida desviación interesada de los diferentes medios de comunicación? ¿Es que siempre un cúmulo de errores da lugar a una verdad? Si esto fuera así, si la pluralidad de medios de comunicación fuera garantía suficiente como para que los ciudadanos no se vean condicionados en su juicio por la información vertida por estos, el planteamiento de la mediocracia como problema no tendría sentido. No habría nada de qué preocuparse y todos veríamos fácilmente que no hay tema; que sí, que los medios de comunicación pueden tener sus intereses, pero al fin y al cabo eso sería peccata minuta.

Estas posibles objeciones, sin embargo, no parecen preocupar tanto a nuestro Ministro, porque para él «la mediocracia tiene un positivo efecto antiséptico sobre los mecanismos de ejercicio del poder político». Por más que se vea obligado a reconocer que «el desplazamiento del poder hacia los medios de comunicación plantea el viejo problema de quién controla a los controladores». Lo cual nos mete de nuevo en un embrollo, porque si antes se ha dicho que la pluralidad garantizaría que los ciudadanos siguen pudiendo seleccionar la información, formar su juicio y por tanto, mediante el positivo efecto anti-séptico, mantener cierta libertad y poder respecto al control político, ahora se reconoce que el poder se ha desplazado a los medios de comunicación. En cuya pluralidad debemos confiar para que no controlen y guíen a los ciudadanos.

Después de todo, la solución no parece estar sino en la confianza. Porque para evitar este posible poder desmesurado de los medios Castells no admite como solución, lógicamente, la censura o el control de los medios por parte del poder político, si no aquí la mediocracia no sería más que un poder al servicio de otro. Su solución es, si no interpretamos mal, recurrir ingenuamente a la confianza y a la ética política, ya que la manera «que tienen los políticos y administradores de evitar problemas con la opinión pública, es mantener un comportamiento irreprochable, aunque ello no garantiza que no se insinúen o inventen entuertos». Puesto que la mediocracia no puede estar al servicio del poder político y debe estar antes de lado de la ciudadanía, para que los políticos no tengan problemas con la mediocracia, y con la ciudadanía a través de ella, puesto que los ciudadanos mantendrían a raya la ejemplaridad de los políticos por medio de ella, lo mejor que pueden hacer es comportarse siempre con rectitud. No dar motivos para el escándalo, aunque estos sean de alguna manera inevitables de vez en cuando.

Como vemos, el embrollo en este asunto de la mediocracia, hasta en algunos estudiosos del tema, no es pequeño. Enseguida aparecen las ambigüedades, las vaguedades e incluso las contradicciones. Por eso, para entender bien la mediocracia y cómo esta influye en la vida de los países y de los ciudadanos europeos así como las interrelaciones que pueda haber entre poder político y medios de comunicación, lo primero que hay que hacer es aclarar bien a qué nos estamos refiriendo. Necesitamos definir con un mínimo de precisión los términos que utilizamos, ya que un buen diagnóstico es a menudo gran parte de la solución. O, como decía Schopenhauer, «el conocimiento correcto de las circunstancias y las relaciones es nuestra protección y nuestra arma en la lucha con las cosas y las personas»[7]. Sin un conocimiento adecuado, claro y distinto de nuestra realidad difícilmente nos podremos defender, en caso necesario y en la medida de lo posible (aunque sea al menos no cayendo en el engaño, que no es poco) de la mediocracia, se manifieste esta como se manifieste.

EL PODER POLÍTICO

Como decimos, a la hora de abordar las conexiones y, por tanto, también las relaciones entre los llamados medios de comunicación y el poder político hemos de tener claro, al menos con un mínimo de rigor, de qué estamos hablando cuando hablamos de poder político y de medios de comunicación.

A la hora de entender el poder político, a su vez, lo primero que debemos saber es a qué nos referimos con poder, para después adjetivarlo como político. Y esto puede parecer un asunto baladí o que es irse demasiado lejos, por las ramas, incluso hay quien dirá que es algo evidente y que todo el mundo entiende a qué se refiere cuando dice poder político. Pero ni mucho menos, porque, como acabamos de ver con el ejemplo utilizado más arriba, un Ministro nada más y nada menos, en cuanto se empieza a especificar un tanto qué se entiende por tal poder y sus relaciones con la mediocracia surgen las diferencias, las matizaciones, los problemas, los embrollos…

Así pues, el concepto de poder político ha de construirse, como decimos, a partir del concepto genérico de poder. Un concepto genérico éste que se desarrolla desde el campo de la zoología y de la etología (por ejemplo, a través de la fuerza física). Aquí nos encontramos en una situación en la que un sujeto (o un grupo de sujetos) tiene la capacidad de influir en la conducta de otros sujetos, ya sea de su misma especie o de otras especies. Ya sea por la acción directa, como en una agresión, ya sea por la simple amenaza en una exhibición de fuerza o de atributos físicos. Y no, al decir esto no nos estamos alejando de la cuestión, pues debemos decir que este punto es de gran importancia dado que el poder político, su características específicas (como la autoridad) que ahora diremos, no implican la desaparición de ni entran en conflicto con las características genéricas del poder –una generalidad esta que también nos permite entender mejor las conexiones y relaciones con los medios de comunicación que puedan derivar en la mediocracia–. Suponen una reconfiguración específica de este poder genérico, pero no su desaparición.

No hay conflicto, pues, entre el poder en un sentido genérico y el poder político en específico; la cuestión es encontrar algún criterio claro que permita diferenciarlos. En ocasiones, sobre todo en nuestras democracias europeas, podemos escuchar y leer en las redes sociales e incluso en los propios medios de comunicación que, frente a la violencia o la fuerza que implica el poder zoológico y etológico –con el que se identifica en ocasiones a las llamadas derechas, otras veces a la inversa–, el poder político respeta la con-ciencia o la libertad de cada uno; sería un poder que busca el diálogo, la argumentación o el consenso. Pero contra esto se podría argumentar que desde el poder político tampoco se estaría respetando la inteligencia y libertad de los votantes cuando se les intenta con-vencer, es decir, cuando se intenta captar su voto, a partir de argumentos falaces, de mentiras, falsas promesas o desinformaciones. En todo lo cual los medios de comunicación y las redes sociales, sea por error o por interés, juegan hoy un papel crucial.

Creemos, por tanto, que la diferencia básica entre el poder en un sentido genérico y el poder político es una diferencia de escala. El poder político, en tanto en cuanto involucra al Estado, implicaría siempre una larga duración, lo cual hace inviable que todos y cada uno de los ciudadanos de un Estado, o de Europa en general, sean obligados constantemente a cumplir las normas y leyes mediante la fuerza física. Si esto fuera así llegaríamos al absurdo de tener que decir que ha de haber casi tantos policías como ciudadanos que vigilen constantemente a cada uno de estos. De modo que, en lo que respecta al poder político, si cada ciudadano sigue las normas sociales y las leyes del Estado es porque en su comportamiento normal se pliega a la autoridad del Estado, sin necesidad de que éste emplee la fuerza, pero también sin negar que pueda o deba de usarla en algunos casos (multas, cárcel, ejecución…). Es por esto último que hablábamos antes sobre la conexión y relación entre el poder en un sentido genérico y el poder político, porque el poder político no es reductible a la fuerza o a la potencia física, pero tampoco puede darse sin ella. Es conocida la frase de Ortega y Gasset según la cual mandar no es empujar, pero habría que añadir también, en función de lo que estamos comentando, que siendo eso cierto también es cierto que tampoco es posible ese mando si no se dispone también de la capacidad de «empujar» cuando sea necesario. Cosa que han de saber los ciudadanos que se pliegan a la autoridad que manda. Por tanto, se daría un poder en el que quien manda lo hace por su fuerza física o, en los casos más sofisticados, por la exhibición de esa fuerza (el macho de la manada, por ejemplo) y un poder, el político, en el que quien manda (el Estado) lo hace porque tiene una potencia física para hacerlo, los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, pero no sólo por ello. Puede mandar también mediante promesas, mediante el reparto de tierras y/o riquezas, por amenazas, mediante acuerdos, por el común interés moral o ético, o mediante la difusión discursos, doctrinas e ideologías que convenzan a los ciudadanos de seguir los mandatos. En lo cual, de nuevo, el papel de los medios de comunicación es destacable.

Pero profundicemos un poco más, porque lo dicho puede llevar a creer que el poder político es una mera especificación del poder etológico. Sin embargo, como ya indicamos, no se trata de derivar las características del poder político a partir del poder etológico, sino que se trata de, una vez dado el poder político –nuestras reflexiones siempre parten del presente, del mundo en marcha–, regresar a sus componentes genéricos y ver cómo estos se han transformado para dar lugar a sus componentes específicos[8].

Hemos dicho que en el poder genérico, zoológico o etológico, se produce cuando un sujeto o un grupo de sujetos es capaz de modificar a través del poder físico exhibido o ejercitado la conducta de otros sujetos, sean de su especie o no. Esos otros sujetos a dominar han de estar por tanto a distancia, una distancia que ha de poder eliminarse o salvarse dado que en último término estamos hablando de un dominio físico. Es decir, una distancia que no puede ir más allá de las capacidades organolépticas y perceptivas de los sujetos dominadores y dominados. Pero aunque algo de esto hay en el poder político, y no puede no haberlo, cuando hablamos de éste, la durabilidad que supone, las grandes extensiones y la gran complejidad de relaciones entre individuos o ciudadanos que implica hace imposible que el control y el poder se pueda ejercer de la misma manera. Las distancias ahora son mucho más difíciles de salvar. A su vez, no podemos perder de vista que otra de las cosas que implica el poder político es que éste se ejercita siempre finalísticamente en un contexto de planes y programas, los cuales están orientados al fin principal de la política: el buen orden y fortaleza del Estado (y por tanto de sus ciudadanos). Lo cual también puede verse en organismos supranacionales como la Unión Europea, que también necesita desarrollar planes y programas en los que intentar coordinar a los diferentes Estados miembros para la buena marcha y perdurabilidad de la misma.

Hablamos de planes y programas, y no sólo de planes o sólo de programas, porque creemos necesario ser lo más precisos posibles y distinguir entre los fines (prolepsis) políticos al menos dos vertientes. Por un lado entendemos que los planes se refieren a los fines de personas referidas a otras personas, las cuales muy posiblemente tengan sus planes propios (esto es muy importante para entender las cadenas de mando que implica el poder político, como ahora aclararemos). Respecto a los planes, a su vez se puede distinguir según afecten a los sujetos en cuanto términos a quo del plan (entonces podremos hablar de fines, en cuanto fines subjetivos, de planes subjetivos) o en cuanto afecten a los sujetos en cuanto términos ad quem, teniendo que contar necesariamente con otros sujetos (y entonces hablaríamos de planes objetivos, serían los planes por antonomasia y así los vamos a entender aquí cuando nos refirmaos a ellos). También, según su extensión podríamos hablar de planes universales (como los que lleva a cabo un imperio, o como los que puede desarrollar la Unión Europea cuando, por ejemplo, pretende universalizar la comercialización de alguna tecnología o algún otro producto producido en su seno) o podríamos hablar de planes regionales.

Respecto a los programas, nos referimos a ellos cuando hablamos de aquellos fines o prolepsis de personas pero esta vez referidos a términos impersonales; los programas sólo pueden ir referidos a otros sujetos personales en el caso más extremo, cuando las personas son tratadas como términos impersonales, como sucede en los casos de esclavitud. Y si en los planes distinguíamos entre universales y regionales, respecto a los pro-gramas distinguiremos entre programas genéricos (como por ejemplo un programa de industrialización nacional) y programas específicos (como por ejemplo un programa de trasvase de un río).

Estas distinciones, como se habrá adivinado, dadas las constantes necesidades de las sociedades políticas, se cruzarán dando lugar a distintas combinaciones de planes y programas.

Pues bien, la necesidad de estos planes y programas políticos –cuya manifestación más típica, a pesar de que todo Estado deba tenerlos, quizá sean los planes quinquenales soviéticos o los actuales chinos– nos lleva a otra característica específica del poder político muy importante: la palabra. El lenguaje o la palabra como instrumento esencial y como elemento indisociable del poder político –con esta característica también se podrá adivinar la importancia que pueden adquirir hoy los medios de comunicación–. Y no decimos esto sólo porque por medio de la palabra debidamente difundida se pueda incorporar a los ciudadanos (total o parcialmente) a esos planes y programas, es decir, no sólo la entendemos como un método de persuasión o convencimiento –que no dejamos de reconocer, de ahí que la palabra pueda tener tanta fuerza de obligar como la fuerza física–, sino también y sobre todo porque sólo por medio de la palabra una parte del cuerpo político (el Gobierno) puede proponer y explicar a las otras partes los planes y programas que determinarán el curso de la sociedad política de la que todos forman parte. Sólo mediante la palabra es posible salvar esas distancias tan grandes que no se dan en el contexto del poder etológico –y de ahí también la gran importancia que tienen los lenguajes nacionales, siendo todo ataque a los mismos un ataque a la estabilidad y unidad de la nación política en cuestión–.

De modo que, según todo lo dicho, la transformación que puede observarse de un poder a otro implica al menos dos cosas: en primer lugar, que cada ciudadano que ha de participar en el proceso político, ya sea como gobernante o como gobernado, cuente con un desarrollo cerebral o intelectual que le capacite para el ejercicio de una conducta lingüística que le permita insertar su actividad en la finalidad objetiva de esos planes y programas. Y, a su vez, que le permita, dada la perdurabilidad que hemos dicho que también caracteriza al poder político, engranar su conducta con la de otros sujetos, incluidos los sujetos que le han precedido, de los cuales ha de poder aprender, y con la de sujetos que le sucederán. Esto es algo imposible de ver en un contexto zoológico o etológico.

En segundo lugar, esta transformación que supone el poder político lleva a la necesaria mediación de multitud de sujetos para que los fines que se establecen en los planes y programas se puedan cumplir. Requiere de una compleja y constante colaboración, que sólo sería coordinable mediante el lenguaje, por eso tampoco lo podríamos ver en un contexto etológico. Y es que esta segunda consecuencia es de gran importancia, porque con esto no estamos queriendo decir sino que el poder político es el ejercicio de un poder de unos sujetos sobre otros sujetos que también han de tener poder (al menos en alguna medida, si no sería imposible su participación en los planes y programas). Pero en estas cadenas de poderes que implica la autoridad del poder político no podemos admitir un proceso hasta el infinito, por ello hemos de postular la tendencia de este poder político a cerrarse o concatenarse circularmente, teniendo siempre como marco, centro y objetivo la finalidad política: el buen orden y fortaleza del Estado. Una característica que no tiene nada de raro si tenemos en cuenta lo que ya hemos comentado, a saber: la gran cantidad de sujetos que conforman la sociedad política. Y es que si en una banda animal el macho dominante, por poner un ejemplo fácil, tiene la capacidad de influir y controlar a los de-más miembros, en una sociedad política esta situación es inasumible. La cantidad de su-jetos que median en las acciones políticas, y la diversidad y complejidad de conexiones y relaciones que esto implica, lleva a la necesidad de las cadenas de mando. Las cuales son imposibles, recalcamos de nuevo, sin la palabra, tanto oral como escrita.

Es ahora cuando podemos entender mejor, avanzando un paso más, en aquello que decía Ortega y Gasset de que mandar no es empujar. Porque el poder político implica, constituye y se funda en una estructura de poder a nivel etológico. Al fin y al cabo los seres humanos somos animales. Pero si bien esto es necesario no es suficiente, porque el poder político desborda esta estructura genérica inicial dando lugar, por desarrollos históricos muy precisos, a una especificación nueva tal y como hemos explicado. Mandar en política no es empujar, efectivamente, pero si no lo es, es porque se han configurado, coordinado y concatenado diferentes relaciones de poder con una disposición nueva.

Quien esté imbuido de la primacía de «lo natural» dirá que todo este entramado político es artificioso, y tendrá razón. Pero no porque sea algo «inauténtico» y rechazable, sino porque es una transformación muy profunda desde un contexto zoológico y etológico previo. Por eso el poder político (y por tanto el Estado) tampoco es algo aleatorio o gratuito, sino un poder surgido en un momento determinado cuando las conexiones y relaciones han alcanzado tal nivel de complejidad que han dado lugar a esta nueva configuración de poder. El Estado, culmen de la sociedad política, es artificial, pero con una fuerza tal que desde hace milenios configura y coordina las vidas de miles de millones de seres humanos.

DEMOCRACIA, 
COMO REALIDAD POLÍTICA E IDEOLOGÍA

Al principio hemos dicho que la mediocracia era un asunto propio de las democracias capitalistas y de partido actuales. Tanto es así que hay quien considera que la relación entre democracia y medios de comunicación es tan esencial que estos no pueden sobrevivir en otros regímenes. Por ejemplo, Silvia Pellegrini considera que «el punto de partida para vincular democracia y medios de comunicación es el hecho de que, en la sociedad moderna estos conceptos están indisolublemente ligados: no existe democracia sin una prensa libre y ésta, a su vez, difícilmente podría subsistir en ningún otro sistema político»[9]. Pero la democracia es otra de esas ideas análogas que tienen una gran carga de ambigüedad, y por tanto de confusión. Es otra de esas palabras que se puede pensar que todos entendemos a qué nos referimos cuando hablamos de ella, pero que, realmente, dista mucho de ser así. Es por ello que, una vez que hemos visto qué podemos entender por poder político, deberemos detenernos un momento para especificar qué podemos en-tender por democracia y en qué sentidos ya que, como decimos, no es un matiz sin importancia al darse la mediocracia en las democracias actuales, como las europeas.

Desde las teorías contractualistas o del pacto social –que se suelen remontar a Rousseau pero que, en realidad, tienen un origen bastante anterior; sólo hay que consultar a los escolásticos españoles del XVI y XVII, pero es que es posible retroceder hasta la filosofía grecorromana– suele suponerse que el Estado y sus formas de gobierno, y en concreto la democracia, surgen a partir de un pacto previo por parte de cada individuo libre que, en situación «natural y libre», acepta renunciar a una parte de su libertad para garantizar la seguridad de su persona y sus bienes a través del poder del Estado. Un pacto que habría que renovar continuamente y que, quien lo rompe, deberá saber que será castigado por ello al intervenir ilegítimamente en la libertad de los otros. Es decir, que el Estado democrático surgiría, en última instancia, como resultado de una decisión democrática. Pero a nuestro juicio, a pesar de haber hablado de esta relación necesaria entre el poder en sentido general, a nivel zoológico o etológico, y el poder político, esta solución contractualista, que parte de una cierta situación «naturalista», no es admisible, ya que a nuestro juicio resulta circular, idealista y carente de fundamento histórico. Como hemos dicho arriba, no se trata de una derivación de un poder a otro, sino que el poder político supone una reconfiguración nueva, en un momento histórico preciso, a partir de elementos preestatales previos.

Siendo así, no nos queda más que admitir que las sociedades que se constituyen como democráticas deben, previamente, estar ya constituidas como sociedades políticas de otro tipo. Estas sociedades antes de ser democráticas podrían tener formas de gobierno más cercanas a la tiranía, a la oligarquía o a la aristocracia, formas de gobierno que en un momento determinado, dadas unas condiciones históricas –como por ejemplo las dadas en la Revolución Francesa–, se reconfiguran democráticamente. Y es que ante el entendimiento de la democracia, que también funciona a menudo como una ideología –en cuya difusión de nuevo los medios de comunicación son esenciales–, debemos siempre tener una constante precaución. Porque se puede producir, quizá como efecto de este contractualismo «de fondo», una suerte de falacia naturalista que lleve a considerar que si la democracia no es una forma de gobierno «originaria» es menos valiosa o menos digna. Esto, a nuestro juicio, no tiene sentido. Ni filosófica ni históricamente. Porque eso sería tanto como decir que las sociedades salvajes son más dignas o mejores que nuestras democracias actuales porque son más «originarias» o «naturales». Pero tampoco debemos pasarnos por exceso y considerar, como se viene haciendo desde hace mucho tiempo desde el fundamentalismo democrático[10], a la democracia como la situación culmen de la humanidad, como la forma de gobierno definitiva mediante la cual la humanidad ha alcanzado «el fin de la historia», como haría el politólogo Francis Fukuyama.

Estas advertencias deben hacerse precisamente por el peligro permanente de deslizamiento del entendimiento de la democracia desde una forma de gobierno a una ideología. Ideología que entonces comenzaría a funcionar como justificación de poder y que antes serviría para oscurecer los fenómenos políticos que para explicarlos. Lo cual, aun-que pueda resultar paradójico, puede llegar a ser más perjudicial para la propia democracia que un beneficio. Por eso es tan importante el ejercicio preciso de la filosofía, siempre tan vinculada al hacer político, porque la propia filosofía desde su origen está ligada a éste. De modo que «la conciencia filosófica surge […] cuando el desarrollo a cierto nivel de los pueblos plantea problemas de tal importancia que las decisiones a tomar –de tipo económico, político, &c.–, únicamente pueden ser asumidas con una disciplina filosófica. La alternativa que quedaba era ésta: o bien la auténtica disciplina o bien el escepticismo, el oportunismo, &c.; o también la mitología al servicio de una clase dominante»[11]. Una mitología que puede ser difundida a través de los medios de comunicación en nuestras democracias.

Pues bien, si hemos de reconocer, para una comprensión precisa de las democracias, que estas tienen un origen histórico determinado, ¿cuál podría ser este? A nuestro juicio, las formas democráticas actuales son un fenómeno político relativamente reciente. Es decir, aunque muy a menudo se mente la también muy idealizada en ocasiones democracia ateniense, creemos que para entender las formas democráticas actuales no podemos irnos tan lejos. Tampoco podemos fijarnos en algunas formas democráticas que podamos encontrar en la Edad Media, aunque sea posible reconocer que el sistema representativo moderno se articula a partir de la reconfiguración del sistema de representación estamental típico de ese momento –aunque esto sólo podamos decirlo una vez que se entienda lo que vamos a decir a continuación; y sin perjuicio de poder admitir que estar formas democráticas antiguas o anteriores puedan ser tomadas como antecedentes–. El origen de las democracias actuales habría que situarlo más bien en el siglo XVIII. Porque las democracias modernas están ligadas a la constitución de una categoría política nueva, a saber: las naciones políticas. No los Estados, por supuesto, que existen desde hace milenios. Tampoco nos referimos a las naciones históricas. No. Hablamos de las naciones políticas, que implican la soberanía nacional. Las democracias modernas surgirían entonces, según esto, a finales del siglo XVIII al calor de la Revolución Francesa, es decir, surgirían a partir de la reconfiguración realizada a partir del Estado del Antiguo Régimen.

Antes hemos visto que el poder político aparece tras una reconfiguración de gran envergadura del poder etológico, implicando muchas novedades políticas –de ahí también que rechacemos la teoría contractualista según la cual surge de un pacto o acuerdo; un acuerdo, además, que tiene un carácter político, el cual no puede darse antes de la propia existencia del Estado: sólo podría darse ese carácter político posteriormente–. De la misma manera, las democracias modernas sólo podrían haberse dado una vez que el desarrollo de las naciones políticas hubieran reconfigurado las formas políticas anteriores que, a partir de ese momento, comenzarán a llamarse Antiguo Régimen. Es entonces cuando, por poner el ejemplo español, se puede decir que España entre 1808 y 1812 se configura como una nación política que antes existía como imperio universal, pues es a partir de la Revolución Española, y la aprobación de la Constitución de Cádiz que reconoce la soberanía nacional, cuando se puede hablar de una libertad política general en todos los territorios españoles, sólo entonces se puede hablar de una sociedad con estructura democrática. Una sociedad libre de ciudadanos libres de las formas políticas previas.

Estas democracias que, como decimos, surgen entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, sufrirán múltiples cambios y convulsiones a lo largo del siglo XIX. Tenemos un buen ejemplo también en Francia, país en el que podemos asistir a diversos cambios de régimen en ese tiempo, en el que la monarquía se disputa constantemente el poder con la república democrática, llegando a casos como el del Imperio de Napoleón III o la Comuna de París. En el siglo XX las democracias occidentales también sufrirán catástrofes como las dos guerras mundiales, o las revoluciones antidemocráticas de la Alemania nazi, la Italia fascista y la Unión Soviética comunista. Pero tras el derrumbe de esta última entre 1989 y 1991, el fin de la Guerra Fría, la hegemonía mundial de Estados Unidos y el desarrollo de la globalización así como con la constitución de la Unión Europea, las democracias modernas han vivido su «época dorada». Lo que no podemos saber es si esta época dorada, tras la crisis planetaria provocada por la pandemia del Covid-19, podrá continuar o deberemos empezar a hablar de un declive de estas democracias.

Así pues, partimos de la situación de reconocimiento de que la democracia es una forma de gobierno, un sistema político que cuenta con múltiples variantes. Puesto que, al estar necesariamente ligadas a formas de sociedad política o de régimen anteriores desde las que se configuran, las distintas democracias tendrán características propias, sin perjuicio de su carácter democrático. Pero tampoco podemos dejar de reconocer que la democracia también funciona en nuestras sociedades europeas como un sistema de ideologías. ¿Y qué significa esto? Significa que en este aspecto la democracia estaría funcionando como un conjunto de ideas confusas, cuando no directamente erróneas, generando una situación de falsa conciencia que afectaría a todos los ciudadanos presos de estas ideologías democráticas. Esta situación es producida, por supuesto, dada la existencia de diferentes grupos en pugna por el poder político que, a través de estos conjuntos de ideas confusas, se disputan el apoyo (el voto) ciudadano. La democracia, pues, en tanto en cuanto se refiere a alguna realidad política concreta actual (la democracia española, la democracia inglesa, la democracia polaca…), nos lleva a una forma (o un tipo concreto de formas) política que se da entre otras formas políticas que puede adoptar una sociedad política para organizarse. Es decir, nos remite inmediatamente a una historicidad, al re-conocimiento de la democracia como un sistema político que aparece históricamente diferenciándose de otros (y contra los que tendrá que defenderse en caso necesario).

Y si insistimos tanto en este punto, a pesar de que para alguien pueda resultar tautológico o incluso trivial, es porque muy a menudo, a la hora de abordar la problemática de la idea de democracia, es un aspecto que se olvida o no se le da toda la importancia que tiene. Pues atender a este punto determinará nuestra comprensión de la democracia, y supondrá un recurso útil a la hora de no confundirnos con la democracia cuando esta adquiere un uso ideológico, o cuando se habla por ejemplo de «economía democrática», de «sentimientos democráticos», de «expresión democrática», de «protesta democrática», etc. Dando lugar a una gran confusión. Pero esta confusión, eso sí debemos reconocerlo, tiene un fulcro de verdad, un fundamento que está en la misma necesidad de concretar que venimos diciendo. Y es que la democracia, en cuanto realidad histórica y política, no es algo que flote por encima de nuestras cabezas ni en las nubes, la forma democrática no se da como forma separada –si se nos permite usar este lenguaje escolástico–, sino que se «encarna» siempre en unos materiales políticos a los que conforma, a los que da esa forma democrática. La forma democrática que adquiere una sociedad política, cuando esta se transforma en tal, está siempre vinculada a unos materiales antropológicos o sociales de una gran diversidad, como es normal en nuestras sociedades desarrolladas tan complejas. Es justo esto lo que podría dar lugar a estos deslizamientos ideológicos que nos empiezan a hacer perder el foco, pero a los cuales hemos de procurar mantener en sus quicios.

A su vez, esta diversidad de materiales antropológicos o sociales a los que la democracia vendría a conformar es lo que determina la variabilidad de las formas democráticas concretas, sin perjuicio de poder hablar de una «forma democrática» en un sentido más genérico. Así pues, podremos reconocer que, parafraseando a Aristóteles, la democracia se dice de muchas maneras. O dicho de otra manera, no tenemos por qué entender de la misma manera una democracia para una sociedad con un tamaño reducido en la que pueda darse una forma de democracia asamblearia o directa que otra sociedad de gran tamaño que requiera de una forma de democracia representativa mediante partidos políticos (como se da en los países miembros de la Unión Europea). También es posible especificar una democracia recurriendo a otros aspectos distintos al volumen demográfico, pero no menos importantes, y que determinan la forma concreta de tal o cual democracia. Por ejemplo cuando se habla de una democracia burguesa (cuyo ejemplo muchos dirían que es Estados Unidos) o de una democracia popular (cuyo ejemplo actual más típico, aunque esté en discusión, ahora no podemos entrar en ello, podría ser China). También se puede hablar de una democracia cristiana, de una democracia budista o de una democracia islámica; especificaciones estas que podemos comprender fácilmente que resultan necesaria-mente distintas al estar estructuradas a través de unas influencias doctrinales muy precisas y diferentes unas de las otras.

Con todo esto lo que queremos decir es que las democracias incluyen una gran multiplicidad de instituciones que las determinan, sin hacerlas menos democráticas, y que desde una concepción idealista o metafísica no se pueden suponer como meros «accidentes» respecto a la forma «esencial» o «verdadera» de la democracia. Es decir, no podemos presuponer una forma democrática esencialista a la que toda democracia «ha de tender» y considerar que todos aquellos aspectos que se alejan de esa concepción son «déficits democráticos» que hay que salvar o eliminar tarde o temprano. Antes al contrario, hay que reconocer las diferentes configuraciones democráticas dado el sustrato social e histórico en el que se han conformado y desde el que se han conformado. De ahí, por ejemplo, que del caso español el hecho de que sea una monarquía constitucional y parlamentaria y no, por ejemplo, una república, no podamos decir que es «menos democracia» que Francia, por poner un caso. Efectivamente, no es lo mismo una democracia coronada que una democracia republicana, pero no por ello necesariamente una es más democrática que la otra. Por tanto, cuando hablamos aquí de la forma democrática no debemos entender que estemos hablando, como se hace a menudo, de una «democracia formal». Porque esta expresión cae en esa metafísica que lo emborrona todo y que nos lleva a creer en la existencia de una «forma pura» de democracia, como condición sine qua non que toda democracia realmente existente debe cumplir. No podremos sino considerar a esta «forma pura» como un pseudoconcepto ya que no existen esas formas puras; las formas siempre se dan en y con respecto a unos contenidos materiales. Es decir, las formas no son sino el modo de estructurarse y determinarse mutuamente los materiales mismos, por lo que es imposible, si queremos tener una comprensión adecuada del asunto, separarlos. Podrán disociarse, pero nunca separarse. No existen, por tanto, democracias formales sino formas democráticas distintas, constituidas a partir de un material histórico, antropológico y so-cial muy preciso que muchos analistas y articulistas pasan por alto negligentemente, a nuestro juicio, en sus consideraciones.

Una vez dicho esto, creemos también que es importante dedicar unas líneas a la democracia en cuanto a su adjetivación, que es a partir de lo cual se produce lo que comentábamos más arriba: el paso de considerar a la democracia como una forma de sistema político a considerarla como una ideología, quizá de forma inevitable dado que reconocemos que no hay teoría sin praxis ni viceversa. Es decir, que todo rito va ligado siempre a mitos, y viceversa. Por más que mediante una reflexión de segundo grado podamos después, como aquí hacemos, diferenciar entre el rito y el mito y determinar si esos mitos que envuelven a los ritos son más o menos luminosos o más o menos oscuros. Así pues, el uso del adjetivo democrático (o democrática) con intención exaltativa o ponderativa conllevaría una idea formal de democracia. Una idea formalista que, como antes hemos dicho, se supone capaz de darse por sí misma, sin contar con los materiales, y separada de la materia política. La democracia como ideología es pues la idea formal –oscura y confusa– de democracia que actúa justificando por sí misma, exaltando o ponderando aquello a lo que se aplica. Esto lleva a extremos como hablar de «ciencia democrática» –lo cual recuerda a cuando se hablaba, por ejemplo, de ciencia soviética o comunista–, de «fútbol democrático», de «comida democrática» o de «gimnasia democrática»; es decir, lleva a hablar de instituciones y realidades que no tienen mucho que ver con la forma de gobierno (democrático) de una sociedad política, incluso que existían antes de esta, pero que en el momento en el que reciben ese adjetivo quedan impregnadas de una justificación, de una exaltación meliorativa o incluso de una sacralidad que puede tener una in-tención ideológica, pero que poco nos dice de la realidad o institución en concreto.

Las expresiones de este tipo deberemos considerarlas entonces, según lo dicho, como expresiones ideológicas que en realidad son expresiones vacuas. Son expresiones que por extensión metonímica –por denominación extrínseca, como dirían los escolásticos– del adjetivo democrático se aplican más allá de su campo propio, esto es, más allá de aquellos sustantivos incluidos en la categoría política. Por eso no hay ningún conflicto a la hora de hablar de Parlamento democrático, de presupuestos democráticos, de representación democrática o de campaña democrática, pero ya perdemos el pie cuando hablamos de «tarjetas bancarias democráticas», de «playas democráticas», de «coherencia democrática», de «animales de compañía democráticos» o de «cortes de pelo democráticos». Aún más, siquiera estaríamos autorizados a aplicar el adjetivo democrático a todas aquellas configuraciones, instituciones o realidades que tengan su origen en una sociedad política democrática o pertenezcan a esta. Porque no todo lo que existe en una sociedad democrática ni todo lo que se genera en ella tiene estructura política, es posible que sean políticamente neutras. Por ejemplo, la repoblación de un bosque tras un incendio, a pesar de que pueda darse en una sociedad democrática, poco o nada tiene que ver con la forma de gobierno de esa sociedad, y por tanto no podría hablarse de «repoblación democrática», ya que esa repoblación podría también ser necesaria bajo un sistema dictatorial.

Pero profundicemos más. Ni siquiera podemos aplicar el adjetivo de democrático a todo aquello que salga, por ejemplo, de un parlamento democrático, porque ¿qué pasaría si un parlamento democrático aprobase una reforma constitucional en la cual las elecciones pasaran de realizarse cada treinta años, o cuarenta, o cincuenta, en vez de cada cuatro o cada cinco? ¿Podríamos considerar esta reforma como democrática aunque haya salido de un Parlamento democrático? ¿Sería democrático que el Parlamento aprobase que la presidencia del Gobierno pasase a ser un cargo permanente, deslizándose hacia la forma dictatorial? ¿Sería democrático que un Parlamento aprobase unos presupuestos en los que se excluyera de ellos, por ejemplo, a los ancianos de esa democracia, o a toda actividad económica relacionada con la energía? ¿Sería democrática una resolución que implicase la disolución de una democracia para dar paso a un sistema aristocrático? ¿Llamaríamos democrática a una resolución del Parlamento europeo en la que se aprobase que, de forma inmediata, uno de los Estados miembro tiene el derecho de quedarse con toda la riqueza generada por los demás Estados, o de organizarla y repartirla a su conveniencia?

Como vemos con estos ejemplos, más o menos plausibles, si seguimos esta lógica ideológica sin control, sacando las cosas de su contexto, podemos llegar a tener que adjetivar como democráticas situaciones que, en realidad, pueden tener muy poco o nada de democráticas sólo por su origen y no por los contenidos. Y esto es así porque estos modos «desquiciados» de aplicar el adjetivo democrático, es decir, este abuso del adjetivo democrático como calificativo intencional y ponderativo –y por tanto, ideológico– en realidades sociales y culturales concretas insertas en las sociedades democráticas, implica una constante confusión entre el plano subjetivo, intencional (el plano que podríamos llamar de los finis operantis) y el plano objetivo, estructural (el plano que podríamos llamar de los finis operis). Una confusión constante entre el plano del mito y el plano del rito. Planos que, como antes hemos indicado, aunque no se puedan separar, aunque sí disociar, siempre hay que tener cuidado de no enmarañar, porque no siempre son convergentes. Pero tampoco hay que confundirlos. No todo lo que se da o produce en una sociedad democrática es, per se, democrático. Por eso existen, por ejemplo, los tribunales de garantías constitucionales, porque, como puede verse con los ejemplos arriba dichos, u otros de la misma línea, siempre es posible que los resultados producidos por las mayorías parlamentarias entren en conflicto con el sistema democrático de referencia, o que vayan en-caminados a su destrucción (por ejemplo, como pasa cuando un grupo nacionalista/secesionista en cuyo programa está implícito la destrucción del Estado democrático del que forma parte, resuelve unilateralmente en el Parlamento regional su declaración como re-pública independiente).

Decimos esto admitiendo, por supuesto, que a pesar de la existencia de estos tribunales de garantías constitucionales –de una Constitución democrática, por supuesto– no se puede garantizar de forma infalible el contenido democrático de lo aprobado. Puesto que en tanto en cuanto tribunal judicial no pueden ir más allá de garantizar la coherencia que pueda darse entre los productos del sistema democrático en cuestión y los principios democráticos de los que parte; principios fijados, en su grado máximo, en su Constitución. Esto, por cierto, nos da pie a mostrar cómo, por ejemplo, carece de sentido calificar a la coherencia del sistema democrático con sus principios democráticos a su vez como «democrática». Porque una aristocracia también puede ser perfectamente coherente con sus principios, y ha de hacerlo si quiere mantenerse como aristocrática. Y lo mismo en el caso de una tiranía, una monarquía absoluta, una plutocracia, una teocracia, etc. En definitiva, del hecho de que una resolución haya sido aprobada por mayoría parlamentaria, o por un referéndum democrático, no podemos deducir que el contenido de la resolución pueda ser democrático. De nuevo, no podemos olvidar que la forma y la materia no pueden separarse. De ahí que la coherencia con los principios democráticos no garantice el carácter democrático de toda resolución, porque no es (sólo) por el origen de la resolución parlamentaria (o de lo que se trate, aquí simplemente seguimos con el ejemplo) por lo que esta puede ser calificada de democrática, sino que será democrática o no (también) en función de sus contenidos o sus efectos. O dicho de otra forma, en estos casos no debemos fijarnos tanto en las causas, aunque no se puedan pasar por alto, como en los efectos. Cuando decimos, en fin, que la democracia como sistema político no es una ideología, o más bien que no es ni debe ser sólo una ideología (como se entiende comúnmente), lo que decimos es que la democracia es una categoría que tiene una entidad propia que se inserta en el campo político. Y ello sin perjuicio de reconocer que las democracias concretas, las distintas formas democráticas realmente existentes, por su entidad política y su propia estructura, que implica diversos grupos de poder en pugna, están siempre acompañadas de una o varias nebulosas ideológicas desde las cuales suelen ser entendidas, perdiendo de vista en consecuencia su concreción categorial, institucional e histórica. Lo cual no deja de ser muy importante para poder entender de qué modo pueda darse la mediocracia, ya que si esta se da principalmente en nuestras sociedades democráticas, es capital poder entender a las democracias en sus justos quicios.

Unos justos quicios que, resumiendo, sólo podemos establecer si distinguimos, sin separarlos, tanto los momentos práctico-institucionales de las democracias como sus momentos ideológicos. Los cuales se podrán conectar y relacionar mediante yuxtaposición, mediante fusión, mediante reducción –directa o inversa– o mediante conjugación. Si distinguimos una democracia ideal o pura –que ya hemos dicho que es imposible, pero que es necesario tener en cuenta en tanto en cuanto que muchos estudios de las democracias y los medios de comunicación se hacen desde esa idea– y una democracia concreta, real-mente existente. Si distinguimos entre democracia formal –la forma de la democracia– y democracia material –los contenidos de esa forma democrática–. Si distinguimos entre democracia en un sentido genérico o procedimental –es decir, democracia entendida simplemente como un procedimiento para la toma de decisiones basado en el voto y en la regla de las mayorías; una forma algo simple pero muy habitual de entender la democracia– y la democracia en sentido específico –es decir, la democracia en cuanto forma de una sociedad política, lo que ya nos obliga de nuevo a distinguir entre una forma y una materia política–. Si hacemos estas distinciones, en fin, podemos cerciorarnos de la necesidad de precisión en todo este asunto, y evitaremos los análisis de brocha gorda. Con todas estas distinciones, aunque ahora no las desarrollemos, ya se puede ver la tremenda complejidad del asunto, pero también se puede añadir algo de claridad, que es de lo que se trata. Pues si cruzamos algunas de estas distinciones podemos obtener una clasificación de los fenómenos democráticos –entre los cuales se da la mediocracia–, pudiendo así hablar de las democracias realmente existentes en cuanto a sus componentes formales o sus componentes materiales. O podríamos ver si tiene sentido hablar de los componentes materiales de una democracia ideal, etc. En definitiva, podemos distinguir distintos tipos de democracias ideales y distintos tipos de democracias realmente existentes en función de sus componentes formales y sus componentes materiales. Y podemos comprender mucho mejor que hablar de democracia sin definir, suponiendo que todos sabemos a qué nos referimos, es un error, pues esto nos lleva a una simplicidad que nos hace perder de vista la diversidad de democracias existentes, de las complejidades tan grandes que estas guardan en su seno y nos impide comprender los fenómenos políticos a los que nos enfrentamos y actuar en consecuencia.

MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Una vez que hemos aclarado qué podemos entender por poder político y por democracia es de vital importancia que aclaremos, aunque sea mínimamente, qué podemos entender por medios de comunicación. Aquí seguramente la definición o aclaración requiera de menos desarrollos filosóficos e históricos, por lo que no será tan detallista. Pero no por ello lo daremos por supuesto e intentaremos aclarar qué podemos entender por medios de comunicación.

Porque ya un simple análisis etimológico de las palabras medio y comunicación que componen el sintagma puede aclarar mínimamente de qué hablamos. Medio viene del latín medius (en medio), cuya raíz indoeuropea es medhi, que dio madhya en el sánscrito y mesos (esto es, medio) en griego. Significando múltiples cosas dependiendo del con-texto o de la disciplina de referencia, por ejemplo: aquello que es una de las dos partes iguales en las que se divide algo; aquello que está situado en la parte equidistante entre dos puntos o extremos; aquello que posee las características más generales de un conjunto de elementos; la parte central de algo; el entorno ecológico en el que viven y se desarrollan los organismo… Y en el contexto que nos incumbe: aquel canal a través del cual se difunde la información.

Por su parte, comunicación proviene del latín communicatio, significando la acción y efecto de transmitir y recibir un mensaje. Derivando del verbo communicare, significando compartir, intercambiar algo, poner en común. Se refiere a lo común, a lo público. Comunicación, pues, refiere a algo común que es compartido (de ahí que los medios de comunicación puedan alcanzar su carácter masivo y ser tan importantes para las sociedades modernas democráticas, donde lo común cobra tanta importancia). Es una palabra algo compleja con algunos componentes léxicos, como el prefijo con- (que indica entera-mente, globalmente), munus (que indica cargo, deber, ocupación), -icare (que significa convertir en), y el sufijo -ción (que indica acción y efecto).

Un medio de comunicación podría entenderse, por tanto, como aquel instrumento, aquella plataforma, aquella técnica o aquella tecnología –que genéricamente es designada en el sintagma como «medio»– a través de la cual es posible transmitir, y de hecho se realiza, un contenido, una información que puede tener un interés de alcance común para un grupo o en su límite para todos ellos. Esto implicará ya tres cosas fundamentales a la hora de hablar de medios de comunicación. En primer lugar debemos hablar, pues, de una plataforma, una técnica o una tecnológica, aunque también puede ser orgánica en su sentido más básico (el propio cuerpo), en la cual y a partir de la cual realizar la comunicación. Y en función de qué plataforma sea la utilizada el alcance de esa comunicación será mayor o menor (no tiene el mismo alcance la propia voz, la imprenta o una carta manuscrita que la televisión o internet, por ejemplo). Esto también puede dar pistas acerca de por qué no podemos ver empleada la palabra mediocracia en nuestro sentido al menos hasta el siglo XX, ya que estos medios masivos en los que se daría la mediocracia requerían del desarrollo tecnológico necesario para poder ser de masas[12]. Un desarrollo tecnológico que haría también posible otros fenómenos relacionados con los medios de comunicación, como es la llamada telebasura. Por eso no es casual que el término telebasura, de hecho, se emplease por primera vez en Estados Unidos en 1989 para referirse a su televisión –¿podría entonces empezar a hablarse, teniendo en cuenta la estrecha relación existente entre democracia y televisión, y que quien consume esa televisión es también quien vota, de democracia basura?–.

En segundo lugar esa comunicación, necesariamente, ha de producirse en un lenguaje (algo que puede resultar obvio, pero es necesario explicitarlo, si tenemos en cuenta que aquella información que se transmite tiene o puede tener un carácter común, con lo que es necesario un lenguaje común). Y esto tampoco es baladí, porque según sea el lenguaje empleado para realizar la comunicación esta podrá tener un mayor o menor alcance. No será igual una comunicación realizada con un lenguaje encriptado que sólo unos pocos comprenden, o una comunicación hecha en código morse (que requiere de su tecnología propia), que una comunicación realizada con idiomas universales como el español o el inglés, idiomas que comprenden cientos de millones de personas[13].

En tercer lugar, debemos tener en cuenta el contenido de la comunicación (lo que también se llama el mensaje). En primer lugar porque el propio contenido también puede determinar el tipo de tecnología y/o de lenguaje a utilizar. No se puede comunicar lo mismo, no es lo mismo realizar una comunicación con código binario o mediante braille o mediante un meme que por medio de un lenguaje doblemente articulado. El medio y el fin (mensaje) se codeterminan mutuamente. Los contenidos deberán ser adaptados a los lenguajes y plataformas a partir de los cuales se trasmitan, y viceversa, los lenguajes y plataformas elegidos permitirán transmitir unos contenidos y no otros. Las limitaciones propias de cada medio y de cada lenguaje no dejan otra opción.

Estas características siempre debemos tenerlas en cuenta como unos mínimos a la hora de hablar de los medios de comunicación. Ahora bien, este sintagma, medios de comunicación, suele emplearse para referiste a los medios de comunicación de masas (radio, prensa escrita, televisión, redes sociales…). Por lo que, de nuevo, podríamos distinguir respecto a este sintagma dos sentidos. Un sentido genérico en tanto en cuanto llamamos medio de comunicación a toda aquella plataforma que nos sirve para transmitir un contenido informativo o mensaje en un lenguaje determinado, como pueda ser incluso la propia voz cuando al hablar con alguien le transmitimos una información, o incluso cuando usamos una aplicación de mensajería instantánea al comunicarnos con alguien. Y un sentido específico en tanto en cuanto nos referimos a los medios de comunicación de masas (radio, prensa escrita, televisión, redes sociales…), que requirieron de un momento preciso para aparecer. Por ejemplo, en cuanto plataformas tecnológicas los medios de comunicación no pueden darse antes del desarrollo de dicha tecnología; y esto, de nuevo, puede parecer una trivialidad, pero no lo es, pues es muy importante no perder en ningún momento esto de vista para no pasarnos de nuevo por exceso. Esta contención «trivial» nos impediría hablar en una historia de los medios de comunicación, por ejemplo, de medios de comunicación de masas en la antigua Roma.

Es en este segundo sentido, en el sentido específico, donde se da el fenómeno sobre el que venimos hablando a lo largo de todas estas páginas: la mediocracia. Pues es a partir del desarrollo tecnológico de estos medios y su progresiva capacidad de llegar a todos los rincones de las democracias actuales –y del mundo, en su límite– cuando, de forma creciente, han ido adquiriendo un poder de información pero también de control y manipulación hasta ahora imposible. Y ha sido sólo tras este desarrollo tecnológico cuando han podido formarse los grandes grupos mediáticos que tanto poder albergan. Y es que los medios de comunicación de masas, como podemos ver con la irrupción de la digitalización y el surgimiento de las redes sociales, están en constante evolución y desarrollo. Hasta el punto de que estos últimos desarrollos han hecho tambalearse al periodismo tradicional, pues la diversidad tecnológica y la velocidad de transmisión han hecho posible que multitud de sucesos que ocurren en cualquier lugar del mundo puedan ser conocidos apenas minutos después en la otra parte del globo. Aunque esta velocidad de transmisión y abundancia creciente de comunicaciones también ha conllevado un aspecto nocivo, y es la falta de filtro, la casi incapacidad de los ciudadanos para determinar la veracidad de lo que se les trasmite o simplemente para digerir adecuadamente la información y que esta sirva para formar su juicio, como, en principio, debería suceder con los medios de comunicación de las democracias occidentales en general y europeas en particular. Hasta ahora los buenos periodistas, además de procurar ofrecer información veraz, tenían como función el filtraje de la información, la elaboración de esta para que cuando llegase a los ciudadanos esta fuera fiable y comprensible.

A su vez, esto ha afectado a las cadenas televisivas, de radio y de prensa escrita tradicional pues, esta velocidad y masividad informativa, unida a la necesidad de competir para conseguir su «cuota» de «clientes» (generando fenómenos como el clickbait), ha causado que en gran cantidad de ocasiones estos medios no realicen el filtraje necesario o la verificación necesaria de la información que publican o transmiten. A lo que se suma que el desarrollo de otras plataformas por las que es posible transmitir información, como las mencionadas aplicaciones de mensajería instantánea o las nuevas plataformas de vídeo, así como la digitalización de la prensa escrita y su acceso gratis –aunque ya los periódicos han empezado a establecer cuotas mensuales o anuales necesarias para ver multitud de contenidos– han provocado problemas de financiación. Problemas que se intentan solucionar generando contenidos que llamen la atención, que lleven a tener mayor audiencia o mayores visitas y, por tanto, más publicidad con la que financiarse. También han provocado que, al tener que buscar constantemente la rapidez y la atención, los mensajes transmitidos cada vez se simplifiquen más. Lo cual ha conllevado en el ámbito po-lítico que en una situación de campaña, por ejemplo, las intervenciones de los candidatos se sinteticen en sound bites, que simplemente sirven para llamar la atención o descalificar al contrario, pero difícilmente permiten el desarrollo argumentativo o de los planes y pro-gramas a realizar y que justifiquen el voto. De modo que la tendencia de voto se ha ido centrando más en la persona del candidato, en su «carisma», en su «imagen» y dejando de lado las políticas reales. Estas podrían ser consideradas como algunas de las consecuencias más reseñables de la mercadotecnia y de la mediocracia en éste sentido.

Todas estas consideraciones nos pueden dar pie a hablar, brevemente, de los fines que podemos encontrar en los medios de comunicación en sentido específico, tal y como hemos desarrollado.
Tal y como hemos definido los medios de comunicación resulta claro que el fin básico de los medios de comunicación es la transmisión de unos contenidos informativos

de alcance común por medio de la palabra, mediante otro tipo de «lenguajes» o bien mediante la imagen y el sonido, según permita el medio (técnico o tecnológico) utilizado. Ahora bien, a la hora de realizar este fin, dependiendo del modo en que se haga, es cuando la mediocracia comienza a adquirir sus sentidos. Pues si entendemos que la mediocracia puede tener un sentido positivo –positivo respecto a qué: respecto al fin político– valora-remos que los medios de comunicación son capaces de comunicar con objetividad ciertos contenidos, a pesar de que podamos admitir que en función de los intereses ideológicos y económicos de estos medios esta información siempre pueda ser vertida con cierto sesgo. Un sesgo que el ciudadano siempre podría conocer, se supone, en cualquier caso. Pudiendo realizar por tanto funciones como la de informar, educar, entretener, enseñar, mostrarnos la realidad del mundo (aunque sea desde su óptica) o aportar elementos de juicio. De modo que los medios, sobre todo los de masas, generarían información, cultura, educación y entretenimiento de calidad, fomentando con todo ello el civismo de forma generalizada y accesible económicamente. También canalizarían uno de los derechos más importantes para una democracia: la libertad de expresión[14].

Otro aspecto que se suele considerar positivo, porque es algo que se realizaría por mor del interés de los ciudadanos soberanos, de la democracia y de la perdurabilidad y fortaleza del Estado, es ese control y supervisión que los medios podrían ejercer respecto a los poderes políticos e intereses de Estado. Y otros aspectos positivos que se podrían atribuir a los medios de comunicación serían la posibilidad que ofrecen para compartir abundantes informaciones de utilidad e interés de forma rápida y a grandes distancias (sucesos de carácter político o social, descubrimientos científicos, novedades literarias…). Es por ello por lo que son medios de masas, porque llegan a una gran cantidad de personas y a gran velocidad. También es posible destacar la importancia a nivel económico de estos medios, pues precisamente su masividad permite que multitud de empresas, mediante anuncios y publicidad, consigan hacer conocer sus productos a un número amplísimo de ciudadanos, reportándoles beneficios económicos, aumentando así el consumo general, y teniendo un efecto positivo en la economía de la sociedad de referencia.

Pero si entendemos la mediocracia desde un ángulo negativo –de nuevo, negativo respecto al fin político– sospecharemos en todo momento acerca de la posibilidad de la objetividad de esa información que los medios puedan transmitir; los sesgos ideológicos, cuando no se escondan, se concebirán más difíciles de superar. De modo que siempre mantendremos una gran cautela, en los casos más lúcidos, ante los posibles sesgos informativos que los medios puedan ejercitar por mor de sus intereses económicos e ideológicos. Llegando al fenómeno de la desinformación, esto es, toda aquella información engañosa o manipulada que es difundida a sabiendas de su falsedad o manipulación. Este en-gaño deliberado seguramente, por lo que se puede ver en la bibliografía así como en di-versas manifestaciones ciudadanas, sea el sentido más común que adquiere la mediocracia. Desde esta perspectiva no atribuiremos a los medios de comunicación funciones como informar o enseñar sino directamente la de conformar la opinión y controlar los pensamientos y sentimientos de los ciudadanos.

Así pues, las características negativas se centran en la manipulación deliberada de la información –lo cual ya nos debe hacer plantearnos si la información falsa y manipulada puede llamarse información; del mismo modo un conocimiento falso muy difícil-mente puede ser un conocimiento– y en el empleo de la misma para la consecución de intereses exclusivamente ideológicos y/o económicos. Unos intereses que pueden ser los propios de los medios de comunicación –mediocracia recta– o bien actuando al servicio de otros grupos de poder –mediocracia oblicua–, como pueda ser una entidad bancaria, una empresa, como una multinacional, un partido político o el Gobierno de la nación (lo que se conoce como oficialismo, conseguido a través de diversos medios, como el riego con dinero público que un Gobierno puede hacer a tales o cuales grupos).

Tenemos ya así al menos cuatro sentidos que puede adquirir la mediocracia, los cuales se pueden dar perfectamente entremezclados de diversas formas, a saber: mediocracia en sentido positivo y en sentido negativo –respecto al fin político– y mediocracia en sentido directo –en función de los propios intereses de los medios– y mediocracia en sentido oblicuo –en función de los intereses políticos–.

CLASIFICACIÓN 
DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Respecto a las distintas clasificaciones de los medios de comunicación que se pueden hacer es posible encontrar multitud de ellas. Por nuestra parte creemos que puede ser útil clasificarlas en función de las tres características básicas que hemos explicado más arriba.

Por ejemplo, una clasificación basada en la plataforma, técnica o tecnología empleada es la realizada por el científico de la comunicación alemán Harry Pross. Éste distingue medios de comunicación primarios, cuando la información es transmitida sin técnicas ni tecnologías. Mediante la propia voz, por ejemplo. En segundo lugar distingue los medios de comunicación secundarios, que son aquellas en las que el emisor de la información emplea una técnica o tecnología pero no el receptor, como por ejemplo en los casos de la prensa impresa. En tercer lugar distingue los medios de comunicación terciarios, aquellos en los que tanto el emisor como el receptor emplea un aparato tecnológico, como la radio, la televisión (o las redes sociales, añadimos nosotros).

Otra clasificación que se puede ensayar en función de los lenguajes empleados, es decir, según la segunda característica que distinguimos de los medios de comunicación, es aquella que tiene en cuenta el distinto alcance de dichos lenguajes. Por ejemplo, podría hablarse de medios de comunicación regionales o locales cuando se trate de prensa, radio, televisión… que emplee principalmente un lenguaje regional o local. Es el caso de los medios de comunicación que usan sólo el catalán, el siciliano o el bávaro o austro-bávaro, por poner algún ejemplo. En segundo lugar podríamos hablar de medios de comunicación nacionales, aquellos que emplean las lenguas nacionales, como por ejemplo en los casos de las radios nacionales de los distintos países. En último lugar podríamos hablar de aquellos medios de comunicación que, sin perjuicio de su implantación nacional, pueden adquirir una dimensión internacional gracias al empleo de un lenguaje de alcance internacional o universal, como puedan ser el español o el inglés.

Por último, en una línea parecida a esta segunda, podría realizarse una clasificación en función de la capacidad de alcance del mensaje, siguiendo la tercera característica que hemos mencionado arriba. Así, distinguiríamos medios de comunicación dedicados a in-formaciones de alcance local o regional, como es el caso de la prensa escrita de una ciudad o de una región, que trata preferentemente temáticas que pueden interesar a ciudadanos de una ciudad o una región pero no tanto a los residentes en otras ciudades o regiones. En segundo lugar distinguiríamos aquellos medios de comunicación de alcance temático nacional, como la prensa nacional, o las televisiones nacionales, que, sin perjuicio de abordar temas locales e internacionales de importancia, se centran en temáticas que afectan a todos los nacionales de un Estado. Y por último, obviamente, hablaremos de aquellos medios que, por su temática, tienen un alcance internacional, como las agencias internacionales o los reportajes de guerra. Cadenas como RT, CNN o Al Jazeera son conocidas a este respecto. Mediante estas informaciones y medios los ciudadanos de una nación

pueden informarse (si es que es posible superar los sesgos y las desinformaciones) de lo que ocurre a miles de quilómetros de su hogar.

Por supuesto, reconocemos que las clasificaciones a realizar pueden ser distintas a estas, incluso empleando los mismos criterios. Esto que acabamos de ofrecer no lo hemos hecho con un ánimo excluyente, pero sí que creemos que muestra suficientemente la fertilidad de las distinciones hechas. Al mismo tiempo, a pesar de que hemos hecho tan sólo una clasificación en función de uno de los criterios cada vez, tampoco negamos la posibilidad de realizar o ampliar las clasificaciones emparejando los criterios (el primero con el segundo, el primero con el tercero, el segundo con el tercero). O incluso buscar una clasificación a partir de los tres criterios a la vez pues, obviamente, los tres están en cualquier medio de comunicación.

PRINCIPALES GRUPOS MEDIÁTICOS EN EUROPA

Para que no parezca que estamos hablando en abstracto, aunque si así fuera tampoco sería algo reprochable ya que, como dijo Lenin, lo abstracto cuando es verdadero no nos aleja de la realidad sino que nos acerca más a ella; para que no lo parezca, decimos, quizá también sería conveniente una vez hecho todo este recorrido detenernos al menos un momento para nombrar a los principales grupos de comunicación o mediáticos de Europa. Al menos para tener las referencias claras, a pesar de que son grupos bastante conocidos. Cosa bastante lógica puesto que su propia importancia hace imposible no conocer al me-nos algunos de ellos.

Desde hace un tiempo, sobre todo desde los años noventa del siglo pasado, quizá por el auge de la economía financiera y por la competición feroz en los mercados y por las audiencias, los grupos mediáticos o de comunicación han tendido a concentrarse y fusionarse, dando como resultado grupos cada vez mayores y, por tanto, con mayor poder mediático. Seguramente por eso no sea casual que a partir de esta década, que comenzó con algo importantísimo para nuestro presente: la caída de la URSS, la bibliografía en torno a la mediocracia sea más abundante. La crisis económica mundial iniciada en el año 2008 fue importante también para este proceso. Y por supuesto, la irrupción de la comunicación por internet, y el cambio en los hábitos de consumo que ha provocado, ha llevado a cambios importantes y acelerados en el sector. Por si fuera poco, numerosos escándalos políticos y periodísticos en los últimos años han causado en una parte importante de la ciudadanía una creciente desconfianza en la clase política y periodística, por lo que estos se han visto obligados a responder a esta situación. Una desconfianza que seguramente se ha acrecentado desde el año pasado con todo lo ocurrido por la pandemia. Esta situación generada por la pandemia, que, como decimos, ya existía antes pero que se ha agudizado tremendamente desde el año pasado, ha llevado a una quiebra muy grande en la confianza de los ciudadanos respecto a la gran mayoría de los medios de comunicación, que perciben como oficialistas, y respecto a los grupos dirigentes, que se han caracterizado por la falta o ausencia de liderazgo. Esto, por supuesto, supone un impacto sobre el fenómeno de la mediocracia y sobre la estabilidad de las democracias europeas.

Todo estos cambios han llevado a una disminución de los ingresos en publicidad, un menor consumo de la prensa en papel (que progresivamente se ha ido digitalizando a marchas forzadas) y una importante pérdida de credibilidad en sectores de la sociedad (mientras que, paradójicamente, ha aumentado en otras; aunque quizá esto sea explicable mejor si al efecto de la mediocracia añadimos el fenómeno de la creciente polarización social, esto habría dado lugar a una desconfianza cada vez mayor hacia aquellos medios que son «del grupo ideológico contrario» y, a su vez, ha aumentado la confianza en los medios del grupo «propio». El nosotros y el ellos no hace más que crecer).

Estos cambios también han generado una situación nueva para los grupos de comunicación de relevancia para la mediocracia. Y es que la pérdida de lectores así como la tendencia a la multiplicación de medios audiovisuales que ha producido la irrupción de internet –que también ha permitido que surjan medios escritos y audiovisuales independientes, aunque por ahora con un número de lectores y de audiencia menor–, lo que provoca una disminución de las audiencias en los medios «tradicionales» –por ejemplo, se sabe que muchos jóvenes ya emplean más plataformas como YouTube antes que la tele-visión convencional–, ha llevado a una menor financiación a través de la publicidad. Como contrapartida, estos medios han encontrado la suplencia de esa falta de financiación a través de la publicidad institucional –lo que hace que permanentemente la caída en el oficialismo sea posible– y de la financiación más o menos directa (por ejemplo, a través del intercambio de acciones) por parte de los grupos bancarios[15].

Todo esto, decimos, ha hecho que los medios gratuitos sean cada vez más escasos, por imposibilidad de mantenerlos, y que los medios existentes sólo hayan podido sobrevivir gracias a esta financiación alternativa –y mediocráticamente peligrosa, pues siempre pueden ser condicionados por sus financiadores–, a la condonación de grandes deudas –lo que puede hacerlos también rehenes de sus condonadores–, y al agrupamiento cada vez mayor de las empresas dando lugar a la formación de grandes oligopolios. Por ejemplo, en España esto ha provocado que los medios audiovisuales se hayan concentrado en dos grandes empresas: Mediaset y Atresmedia, que acumulan en torno al 58% de la audiencia del país y el 89% de los ingresos por publicidad de la televisión en abierto. Aunque los principales grupos mediáticos son el Grupo Prisa, el Grupo Vocento y el Grupo Planeta (dueño de Atresmedia y la décima editorial a nivel mundial).

A nivel mundial el proceso es similar, pero a escala mucho mayor. Los seis grandes grupos mediáticos, con sede estadounidense, son Time Warner, Walt Disney Co., NewsCorp (que hace no mucho se fusionó con 21st Century Fox), NBC Universal, Viacom y CBS. Estos seis gigantescos grupos –los tres siguientes son Vivendi Universal y Bertelsmann, con sede en Reino Unido, y Sony, con sede en Japón– estarían controlando en la actualidad en torno al 70% de sector mediático en todo el mundo, lo que indica perfectamente el alcance de su poder. Y es que la pluralidad de medios no puede considerarse como garantía suficiente para la libertad y veracidad de la información proporcionada, pero la concentración en monopolios u oligopolios sí que puede considerarse como condición suficiente como para que esa libertad y veracidad informativa esté continuamente en peligro, pues la información vertida puede estar perfectamente sometida a los intereses de esas grandes empresas –mediocracia recta–. Es por eso que dichos procesos de concentración «preocupan a un grupo numeroso de especialistas, ya que atenaza-rían la libertad de expresión y amenazarían con asfixiar el pluralismo en las sociedades democráticas debido, principalmente, a la ominosa convergencia entre intereses económicos, políticos y mediáticos en la mano de un número muy restringido de conglomerados y personas»[16]. Y aún más, porque se llega a considerar que la realidad actual de los medios de comunicación «es la de los grandes conglomerados con inversiones diversificadas, una enorme capacidad de influencia en las audiencias, una fuerte ideologización en detrimento del pluralismo y una cultura empresarial dominada por un crudo «darwinismo» a todos los niveles del espectro –sea en el ámbito global, regional o nacional–»[17].

De modo que hablaríamos de unas empresas o grupos mediáticos que tendrían tal poder que pueden tener independencia en muchas ocasiones respecto al poder político, al menos en las ocasiones en las que no vaya de la mano con éste u obligados por éste –mediocracia oblicua–, pero esta independencia no tiene por qué significar que se proporcione al público una información no manipulada o ajustada a los hechos. Esta independencia puede significar, perfectamente, independencia para manipular, es decir, para presentar los hechos de una determinada forma, para informar sobre unas cosas y no sobre otras, para presentar tal cantidad de información y con tal rapidez que se haga imposible la atención necesaria y su asimilación, etc. Por eso señala Citlali Villafranco Robles que, a su modo de ver, «la creación de grandes consorcios de las telecomunicaciones reduce de manera automática la información disponible a que tienen acceso los ciudadanos, repercutiendo en las posibilidades de elección y de fiscalización, al tiempo que supone retos para las posibilidades de regulación de los Estados. […] la competencia económica ha reconfigurado los medios de comunicación a nivel internacional, cuestionando los supuestos básicos de la teoría democrática. Actualmente se discute sobre los mecanismos que permitirán mantener la diversidad de fuentes de información»[18].

Estos seis grandes grupos, como decíamos, contarían con hasta 1.500 periódicos en todo el mundo, 1.100 revistas, 2.400 editoriales, 9.000 emisoras de radio y 1.500 cadenas de televisión[19]. Por citar un nombre propio entre tantas empresas podríamos hablar de Rupert Murdoch, el dueño de NewsCorp. Éste sólo en Estados Unidos contaría con el control de empresas como Fox News, Wall Street Journal o New York Post, cadenas y periódicos que, además, son consultadas en todo el mundo. En Reino Unido cuenta con medios como BSkyB, Sun y Times. Y en Australia es dueño del Herald Sun y The Australian. Como vemos, su emporio se extiende con contundencia por toda la anglosfera y allá donde esta llega en otros países.

En éste ámbito anglosajón, y sobre todo estadounidense, también debemos destacar la irrupción en el campo mediático de las grandes tecnológicas y de internet, en concreto el grupo denominado GAFA: Google, Amazon, Facebook y Apple. Este grupo, además de numerosos acuerdos relacionados con las tecnologías y plataformas digitales utiliza-das, ha irrumpido mediante la financiación y la publicidad. Tampoco se han privado de la compra directa de algunas de las nuevas plataformas de comunicación más importantes. Google, por ejemplo, compró la plataforma audiovisual YouTube en 2006 por 1.300 millones de dólares. Facebook, por su parte, se hizo dueño de la importante red social Instagram y de la aplicación de mensajería Wahtsapp. Amazon, además del desarrollo de tecnología propia y la colaboración con numerosas empresas, ha apostado por el desarrollo de sus propias plataformas como Amazon Prime Videos o Amazon Music. Además, su dueño, Jeff Bezos, compró en 2013 por 250 millones de dólares el periódico Washington Post. Apple, por último, también está haciendo un esfuerzo en el desarrollo de una televisión propia, en competición con otros gigantes del entretenimiento por internet: HBO y Netflix.

Todos estos cambios, apariciones de nuevas plataformas y compras y ventas de medios de comunicación, además de por el desarrollo tecnológico, han sido posibles por los «cambios de dirección en la economía mundial promovidos por el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio[20], quienes establecieron la necesidad de reducir el gasto público y de iniciar el proceso de privatizaciones; por esta razón, en los últimos veinte años la radio y la televisión públicas vivieron recortes en su presupuesto y posteriormente fueron privatizadas». A su vez, «estas nuevas condiciones fueron formalizadas con la entrada en vigencia de acuerdos y convenios internacionales: los acuerdos sobre comercio de propiedad intelectual (TRIPS: Trade Related Intellectual Property) y sobre servicios (GATS: General Agreement on Trade in Services) y, por otra parte, los acuerdos firmados en el marco de la Organización Mundial de Comercio en febrero de 1997 […]»[21]. Por todo ello no han sido sólo estas grandes tecnológicas que mencionábamos las que llevan un tiempo comprando o reflotando medios de comunicación tradicionales o actuales. Como señala Julia Cage en su estudio Salvar a los medios de comunicación, desde hace tiempo también asistimos a un auge por la compra de medios de comunicación por parte de multimillonarios (acabamos de ver el caso de Jeff Bezos). Un ejemplo es el aportado por Warren Buffet, que ha comprado multitud de medios de comunicación en las últimas décadas; en 2012 llegó a comprar 63 periódicos anteriormente pertenecientes al grupo Media General. Un caso curioso un tanto distinto a estos es el del fundador de eBay, Pierre Omidyar, que ha llegado a invertir 250 millones de dólares para el desarrollo de First Look Media, que se compone tanto de una publicación (sin ánimo de lucro) como de una empresa tecnológica, con un objetivo contraoficialista, es decir, con intención de suponer un medio y empresa crítica con el poder político.

En Hispanoamérica los más grandes conglomerados pueden concentrarse en cuatro: el grupo Televisa en Méjico, Globo en Brasil, el grupo Clarín en Argentina y el Grupo Cisneros en Venezuela.

Y para hablar de nuestra área más cercana y de mayor interés, Europa, podemos destacar que, a pesar de que estas políticas liberalizadoras impulsadas por Estados Unidos tuvieron y tienen un importante impacto y seguimiento en nuestro continente, al mismo tiempo se intentó desde la Unión Europea ejercer una política comunicativa que protegiera en la medida de lo posible la producción audiovisual del continente frente a la norteamericana. Por ello en 1993 se estableció como un mínimo un 51% de cuota de pantalla de producción europea frente a la externa.

Respecto a los grandes grupos mediáticos en Europa podemos destacar como los más ricos, más consultados y más extensos al grupo Bertelsmann en Alemania, los franceses Vivendi y Lagardère, la británica BBC, el italiano Mediaset (que ya hemos mencionado por ser uno de los más importantes también en España) o los españoles Atresmedia y el Grupo Prisa (fundado en 1972, sería el mayor grupo mediático tanto en España como en Hispanoamérica, con diversas empresas de radio, televisión, prensa escrita y editoriales).

Algunos de los medios más importantes en Alemania son el mencionado Bertelsmann, ARD (consorcio audiovisual de carácter público fundado en 1950), Axel Springer SE, ProSiebenSat.1 Media o Frankfurter Allgemeine Zeitung, que pertenece a una fundación privada. Respecto a los franceses podríamos destacar además de Vivendi (al cual pertenece Canal+, también presente en España) y Lagardère, la France Télévisions (el conglomerado público de radio y televisión) o Bouygues Telecom.

En el ámbito inglés ya hemos destacado la BBC, el conglomerado público de radio y televisión. Pero también podríamos destacar a News UK, que engloba periódicos tan importantes como The Times, The Sunday Times y The Sun. El grupo Trinity Mirror engloba el Daily Mirror, el Sunday Mirror, The People, Sunday Mail y Daily Record. O el grupo Press Holdings, que abarca publicaciones como Telegraph Media Group, Daily Telegraph, Sunday Telegraph y The Spectator. En Italia destaca la RAI, que es el conglomerado público de radio y televisión, el grupo Fininvest (al cual pertenece Mediaset), o RCS MediaGroup, el principal grupo editorial italiano, que además de cotizar en Bolsa y dedicarse al mundo editorial extiende sus intereses a la radio, el periodismo e internet.

Respecto al ámbito portugués quizá sea de interés destacar a Global Media Group, que abarca diversos medios como Diário de Notícias, Jornal de Notícias, O Jogo, Açoriano Oriental, y TFS Rádio Notícias. El grupo Media Capital, vinculado al español PRISA, que abarca también diversos medios como TVI, Radio Comercial, Cidade FM, M80 Radio, Lux, Maxmen, Portugal Diário, Agência Financeira, MaisFutebol, IOL. Así como el conglomerado público de Rádio e Televisão de Portugal.

Y en el caso español ya hemos mencionado algunos como el Grupo Prisa, el Grupo Vocento, el Grupo Planeta, Mediaset España y Atresmedia, pero son destacables otros como RTVE, el conglomerado de radio y televisión pública. También Unidad Editorial, que tiene vinculación con el grupo italiano RCS MediaGroup, arriba mencionado, y agrupa periódicos importantes como El Mundo, Marca o Expansión. Prensa Ibérica, que abarca multitud de diarios provinciales como El Faro de Vigo, La Nueva España (de Asturias), La Opinión de A Coruña, de Granada, de Málaga o de Murcia, entre otras, así como el Diario de Gerona, de Ibiza, de Mallorca, y Superdeporte. Otros grupos menores serían el Grupo Libertad Digital, que abarca Libertad Digital, esRadio y LibreMercado, o el Grupo Intereconomía, que abarca Intereconomía TV, Radio Intereconomía, La Gaceta y Punto Pelota.

Hay otros grupos de interés pertenecientes a otros países europeos, como los belgas o los vaticanos (los cuales, a través de medios como L’Osservatore Romano, Radio Vaticano, el Centro Televisivo Vaticano, la Librería Editora Vaticana y el Servicio Vaticano de Internet, tienen alcance en todo el mundo católico), pero detendremos aquí nuestra lista por dos razones. Primero para no eternizar esta relación ni hacerla ya más tediosa, y en segundo lugar porque con lo dicho es posible reconocer ya a los principales grupos mediáticos que podemos encontrar en la Unión Europea, tanto por la importancia de los países en los que están implantados (aunque, como se habrá podido ver, los grupos de cada país mantienen relaciones entre ellos y se extienden más allá de las fronteras) como por la lengua en la que son difundidos, que son las más extendidas de la Unión Europea.

Toca, pues, para terminar nuestro trabajo, ver en qué medida los diferentes medios de comunicación mantienen conexiones y relaciones con el poder político y en qué medida esto afecta a los países y poblaciones de la Unión Europea.

LAS DIFERENTES POSIBILIDADES 
DE INTERCONEXIÓN

Una vez que ya hemos dejado claras las referencias respecto a los grupos mediáticos, hemos comentado muy brevemente los cambios más recientes del sector y una vez que hemos desgranado con suficiente claridad los conceptos e ideas involucradas en nuestro tema, a saber: El poder político, entendido como aquel poder producto de la reconfiguración del poder etológico, o en sentido genérico, que requiere de la configuración del Estado, que implica una autoridad (que incluye en todo momento la posibilidad del ejercicio del poder físico) mediante la cual un grupo del cuerpo social y político es capaz de plegar a los otros a los planes y programas necesarios para la perdurabilidad y fortaleza del Estado, requiriendo por ello de cadenas de mando y del lenguaje.

La democracia, entendida como una categoría política, como un sistema político que «se dice de muchas maneras», maneras que dependerán del material social e histórico de cada democracia y que requiere, en tanto en cuanto sistema político, de la aparición de los Estados modernos, de la soberanía nacional, de un mercado económico lo suficiente-mente desarrollado y de la posibilidad de la elección de los representantes de dicha soberanía por el conjunto o al menos buena parte de los individuos soberanos, pero también entendida como una nebulosa ideológica que tiende a extender la democracia más allá de su categoría política por mor de la batalla política o partidista por el poder.

Los medios de comunicación, entendidos como aquellas plataformas, técnicas y/o tecnologías con un mayor o menor alcance encaminadas a la propagación de unos contenidos informativos o mensajes (cuyas modalidades dependerán de los medios elegi-dos) de interés común mediante unos lenguajes u otros. Medios que en un momento de-terminado de su desarrollo adquieren tal capacidad que se convierten en medios masivos capaces de llegar a todos los rincones del planeta y por tanto con un gran poder.

Y la mediocracia, entendida como el poder ejercido por los medios de comunicación de alcance masivo en las democracias modernas que, cuando se le da un sesgo positivo a dicho poder puede entenderse que esta mediocracia tiene la capacidad de prestar un gran servicio a las democracias (forma de régimen común en todos los países miembro de la Unión Europea) al contribuir, junto a los sistemas educativos y familiares, a la educación, entretenimiento[22], información y formación de juicio de los ciudadanos, electores de sus gobernantes. Pero que si se le da un sesgo negativo, causado por su gran capacidad de influencia en función de unos intereses económicos e ideológicos –ya sean esos intereses económicos e ideológicos los propios de los grupos de comunicación (mediocracia recta) ya sean los de empresas, corporaciones, partidos políticos o Gobiernos que los financian (mediocracia oblicua)–, la mediocracia en general deberá ser entendida, en sus diversas vertientes, como la difusión, de forma velada en mayor o menor medida, de propaganda política (o comercial, bancaria, etc.), llegando a la desinformación y/o a la infoxicación, con el objetivo básico de conducir, condicionar, orientar o manipular el voto de los ciudadanos de las democracias, anulando la capacidad de juicio propio, informado y libre en favor de un partido político u otro o para el apoyo incondicional de los dictados de su Gobierno (oficialismo). Este último que hemos explicitado es el sentido habitual que, cuando se refiere a los medios de comunicación masivos (y no, como también sucede hasta la actualidad, al gobierno de los mediocres), recibe la mediocracia.

Una vez hecho esto, decimos, estamos en condiciones de abordar otra breve clasificación que consiga arrojar algo de luz acerca del fenómeno de la mediocracia; en qué sentidos podemos entenderla y, por tanto, en qué sentidos puede afectar tanto a los países de la Unión Europea como a sus ciudadanos. Queremos ahora, pues, desarrollar mínima-mente las diferentes conexiones que pueden darse entre el poder político y los medios de comunicación tal y como los hemos definido. Y es que si no clasificamos y distinguimos las distintas posibilidades, como venimos haciendo, no podremos entender adecuadamente el resultado de nuestras pesquisas.

A nuestro juicio cabe distinguir al menos cuatro posibilidades de conexión y relación entre los medios de comunicación y el poder político (aquí lo vamos a tratar de manera general entendiendo que todo lo que digamos puede aplicarse, haciendo todas las concreciones que sean necesarias, a todas las democracias modernas que componen la Unión Europea):

La primera forma que distinguimos podríamos llamarla la forma cero de conexión y relación. ¿Y esto por qué? Porque según esta primera forma –que incluimos como posibilidad lógica antes que conceptual o real para el fenómenos de la mediocracia– el poder político y los medios de comunicación no tendrían conexión ni relación necesaria, ya sea porque son entendidas como realidades que, aunque coexistan, siempre deben entenderse como separadas, por ejemplo para que sigan conservando sus características, o bien porque en realidad no tienen nada que ver la una con la otra o incluso se muestran como incompatibles (lo cual es imposible por una de las características esenciales que hemos indicado respecto al poder político, a saber: que la palabra es indisociable del desarrollo de los planes y programas políticos necesarios para el buen orden y fortaleza del Estado, y en estos Estados modernos y democráticos la complejidad social y volumen demográfico son tan grandes que se hacen imprescindibles unos medios de comunicación u otros capaces de llegar a un número suficiente de ciudadanos). Aquí, sobre todo en la segunda modalidad, en la separación radical, la mediocracia sería imposible ya que se corta toda relación con el poder político. Son esferas separadas con una unión en todo caso muy contingente.

La segunda forma de conexión y relación entre el poder político y los medios de comunicación puede ser llamada la forma ascendente. Aquella en la que se entiende que el poder político se subordina o pliega ante el poder incontrolable de los medios de comunicación. Según esta segunda forma los medios de comunicación de masas en las democracias modernas habrían desarrollado tal poder –más allá del cuarto poder– que serían capaces de plegar los poderes políticos a sus intereses. Sabiendo de la necesidad que los poderes políticos tienen de estos medios de masas, sobre todo de los grandes grupos, para propagar sus mensajes –por ejemplo en las campañas electorales– o para hacer conocer los planes y programas estatales, los grupos de comunicación tendrían la capacidad de plegar los intereses de los poderes políticos a los suyos propios. Aquí la mediocracia adquiriría su sentido más recto, pues cabría entender que, dada esta situación, la sociedad política (y sus intereses), la democracia y todos sus votantes, estaría «secuestrada» por el poder de los grupos de comunicación y sus intereses (económicos y/o ideológicos).

Una tercera forma de conexión y relación entre el poder político y los medios de comunicación que cabe distinguir sería la que podríamos llamar la forma descendente, que sería la inversa de la situación anterior. En esta tercera forma lo que tendríamos es la subordinación de los medios de comunicación los intereses de los poderes políticos. Según esta tercera forma el desarrollo, alcance y pluralidad alcanzado por los medios de comunicación de masas sería muy grande, pero no lo suficiente como para escapar al control de los Estados, de los Gobiernos (internacionales, nacionales, regionales o loca-les) o de los partidos políticos. De modo que, desde las instancias de los poderes políticos, los medios de comunicación, sin perjuicio de perseguir sus propios intereses y beneficios, o quizá precisamente por perseguirlos, actuarían al dictado de estos poderes difundiendo los mensajes y contenidos que interesen en cada caso. Bien se trate a través de la financiación por parte de tal o cual partido o tal o cual Gobierno, bien se trate directamente por amenazas, censuras, prohibiciones, cierres de publicaciones o canales, etc. Aquí también podemos encontrar la mediocracia como una amenaza para la libertad y el juicio libre de los ciudadanos de las democracias modernas, pero en un sentido más oblicuo que en la anterior forma. Sin dejar de darse esta mediocracia, en un sentido también negativo, esta estaría actuando no por sus propios intereses (recta) sino al servicio del poder político. Los medios de comunicación como mercenarios del poder. Lo cual, como en la anterior ocasión, supondría un gran peligro para los principios democráticos sobre los que se basan estas sociedades europeas, ya que si, debido a la manipulación y el control que se ejerce a través de los medios de comunicación de masas, la población carece de juicio y libertad para elegir las mejores opciones, tanto las poblaciones como los regímenes democráticos corren el peligro de quedar secuestrados por una maraña de intereses no confluyentes o ajenos a los de la soberanía nacional y la libertad civil.

Por último, cabría distinguir una cuarta forma de conexión y relación entre el poder político y los medios de comunicación que podríamos llamar la forma conjugada. Esta última forma se diferenciaría de todas las demás en que postularía que en ocasiones el poder político y los medios de comunicación mantienen conexiones y relaciones (ya sean armónicas o conflictivas) y que en otras ocasiones no tienen relación. Se diferencia-ría de la forma ascendente y de la forma descendente en que esta cuarta opción no reconoce la posibilidad de una subordinación total, ya sea de los medios de comunicación al poder político o ya sea la subordinación del poder político a los medios de comunicación. Habría que diferenciar los casos y las ocasiones. Aunque sí cabría reconocer una semejanza con ambas opciones, siempre teniendo en cuenta la distancia apuntada, al menos en tanto en cuanto reconoce tanto una influencia ascendente como una influencia descendente entre poder mediático y político.

Por estos mismos motivos esta cuarta forma se diferenciaría de la forma cero en que admitiría momentos o casos en los intereses el poder mediático coinciden con los del poder político (conjugación armónica), y momentos o casos en los que la involucración entre el poder e intereses de los medios de comunicación entran en conflicto con los intereses de los poderes políticos, primando entonces unos u otros (conjugación conflictiva). Desde esta cuarta forma es muy importante tener en todo momento presente la pluralidad de medios de comunicación, de grupos de comunicación y de poderes políticos. Lo cual obligará siempre, a la hora de abordar las situaciones de mediocracia, a atender a los casos concretos, que pueden llegar a ser más o menos generales. Es decir, desde esta cuarta forma no podemos decir que no hay mediocracia (forma cero), pero tampoco podemos decir que la mediocracia se da siempre de forma ascendente ni tampoco que se da siempre de la forma descendente; deberemos decir que en muchas ocasiones se dan o darán situaciones de mediocracia de distintas formas y en otras no.

Nosotros nos vamos a inclinar por esta última opción. Una opción pluralista que, como podemos ver por lo dicho, es capaz de explicar las otras tres opciones. Una opción, por tanto, que es más potente que las otras, mientras que las otras son incapaces de dar cuenta de esta última opción (aunque tengan su virtualidad). Y además es una opción que nos permite entender la posibilidad de que en ocasiones se pueda producir un control por parte del poder político de los medios de comunicación, o de algunos de ellos, por ejemplo mediante subvenciones o mediante leyes más restrictivas o más permisivas. Y de que en otras ocasiones tanto los grupos mediáticos como los poderes políticos coincidan en sus intereses (en detrimento de la libertad de los ciudadanos o no).

Esta cuarta forma también nos permite entender que, en ocasiones, los medios de comunicación, sobre todo los grupos mediáticos más grandes, sean capaces de influir en tal medida sobre algunos de los poderes políticos que los acorralen, e incluso alcancen tal capacidad de presión que los lleven a la dimisión (el caso más flagrante seguramente sea el escándalo del Watergate). Un caso no muy lejano podríamos situarlo en el contexto de la última Guerra de Irak, en 2003. Por entonces se produjo, a su vez, una batalla mediática entre el Gobierno laborista de Tony Blair y la BBC con motivo de las famosas armas de destrucción masiva que supuestamente poseería Irak. La BBC acusó al Gobierno de maquillar los informes que demostrarían la existencia de dichas armas. El Gobierno, en su defensa, acusó a la importante cadena británica de realizar un serio ataque contra el presidente y su Gobierno. Todo el asunto llegó a tal nivel que se saldó con el suicidio –si no queremos pensar peor– del que habría sido el informador anónimo de la BBC, el científico David Kelly, así como con la dimisión del presidente y director general de la cadena. Este conflicto provocó que Blair, y el Gobierno británico en ese momento, decidiera acercarse a otro medio de comunicación, Sky News, de cuyo propietario, Rupert Murdoch, ya hemos dicho algo antes. Como vemos, al ir a los casos concretos enseguida observamos que la dialéctica entre medios de comunicación y poderes políticos provoca continuas convergencias y divergencias entre medios y poderes políticos.

Pero en la misma línea que lo que decimos también se da la posibilidad de que los medios sean capaces, mediante la difusión de unas informaciones y no otras, o de informaciones dadas a medias, o directamente mediante informaciones falsas (como las falsas noticias o fake news) de determinar el rumbo de las opiniones de buena parte de los ciudadanos sobre unos temas u otros (o de la compra de unos productos u otros). Llegando a poder provocar grandes conflictos sociales o, al contrario, a garantizar –en favor del Gobierno de turno– una pasividad tal en la población que la haga dócil y sumisa, siendo capaz de aceptar cualquier medida por más restrictiva que sea. Es por la adopción de esta vía oficialista que, a mediados de la década del 2000, Lucia Annunziata, presidente de la RAI italiana en ese momento, decidió dimitir. Ella alegaba que el pluralismo mediático brillaba por su ausencia –en referencia también a la Nueva Ley de propiedad de los Me-dios aprobada por el Gobierno de Berlusconi de ese momento– y que el Consejo que ella presidía operaba de manera ilegítima. Sobre ese oficialismo también se pronunció en 2004 el Parlamento Europeo que, en su Informe sobre libertad de expresión e información en la UE, del 22 de abril, indicaba la situación anómala del caso italiano por la especial concentración de poder político, económico y mediático en una sola figura. Dicha figura, además de ser la persona más rica del país, era el jefe del Ejecutivo italiano y poseía un gran control sobre los medios de comunicación públicos y privados.

Por supuesto, estas cuatro formas u opciones interpretativas que acabamos de distinguir no son totalmente excluyentes entre sí (sobre todo en el caso de las formas cero, ascendente y descendente). Es más, cabría decir que no es imposible encontrarlas a la vez en distintos trabajos de autores que han trabajado en este asunto o en distintos momentos en sus publicaciones. Por ello reconocemos que a la hora de situar a un autor o a otro en una de las opciones quizá puedan encontrarse ciertos argumentos para afirmar que también pueden ser situados en otra, aunque sea su contraria. No es una situación extraña y que hay que tener en cuenta. Como decimos, son opciones o formas de conexión y relación que hemos distinguido para poder clasificar mejor, pero que, aun así, ya sea por la propia confusión del autor en cuestión –confusión que puede venir motivada por la propia variabilidad y complejidad de la temática, como advierte la cuarta forma por la que aquí optamos, la conjugada–, que intentando defender una postura no tenga más remedio que reconocer –aunque sea sin darse cuenta– otras posibilidades, o ya sea por un cambio en las propias concepciones intelectuales –cosa totalmente comprensible y normal en cualquier estudioso de cualquier tema–, son posturas diversas que pueden encontrarse a me-nudo en la bibliografía, muy variada, de nuestro tema. Ya sea en artículos académicos, en entrevistas o incluso en programas de debate.

Debido a ello, y para no parezca que nuestras distinciones carecen de fundamento bibliográfico o académico –aparte del propio fundamento lógico que ya hemos explicado–, quizá sea de interés ejemplificar, al menos con un autor en cada caso, algunas de las opciones o formas detalladas arriba.

1. Respecto a esta primera opción o forma cero de conexión y relación entre el poder político y los medios de comunicación, que es la forma que niega propiamente esa posible conexión y relación, no creemos poder incluir en ella a algún autor en concreto. En primer lugar porque, como arriba dijimos, la admitimos como una posibilidad lógica antes que conceptual o real. Sólo desde una posición con una gran carga metafísica (o formalista) que conciba tanto al poder político como a los medios de comunicación como esferas totalmente distintas, con orígenes dispares y sin posibilidad de relación, es posible esa separación tan radical. A su vez, desde esta metafísica formalista sería necesario poder explicar al menos el origen de los medios de comunicación –nos referimos sobre todo a los medios de comunicación de masas, en los cuales es posible el fenómeno de la mediocracia– al margen del poder político y los Estados democráticos modernos. Tendría que ser capaz de explicar sin hacer referencia a esto, por ejemplo, cómo es que después de la Segunda Guerra Mundial y tras el desarrollo de la televisión este fenómeno de la mediocracia empieza a coger tanta fuerza hasta nuestros días con las redes sociales. Pero en segundo lugar también porque, en contrapartida a esta metafísica formalista, entre los estudiosos de la mediocracia es común suponer una influencia o incluso alguna interdependencia en algún grado, pues sin ese mínimo la mediocracia sería imposible.

Lo que sí es posible achacar tanto a esta posibilidad como a las dos siguientes, la ascendente y la descendente, es que en ellas se incluye también una suerte de formalismo –en las dos siguientes no en tal grado como en esta forma cero–, una cierta metafísica del deber ser que está implícita en las posturas que se mantienen desde cada forma de conexión y relación y que estaría ausente en la cuarta opción o forma tal y como nosotros la entendemos, pues se atiene primero a los fenómenos existentes sin postularles un ser como deber –si se nos permite el empleo de esta terminología clásica–. Aunque también es cierto, como luego veremos, que es posible encontrar autores susceptibles de encuadrar en la forma conjugada y que sin embargo no se libran de este aspecto.

Este deber ser postulado, y aparece encarecidamente en tanto en cuanto se relaciona con la forma democrática de gobierno, es una suerte de equilibrio ideal que tanto los medios como el poder político deberían mantener por mor de salvaguarda de la democracia. En la primera forma de (no) conexión y relación ese deber ser estaría en la necesidad de que ambas esferas estuvieran siempre separadas, pues su unión, o siquiera su intersección en algunos puntos, supondría una corrupción de tales realidades de modo que el sistema monadológico se desmoronaría. En las otras dos formas siguientes, aunque se reconozca el dominio de un poder sobre otro (ya sea el mediático sobre el político o ya sea el político sobre el mediático), dicho dominio es reconocido y denunciado como un error, como un mal presente –para la democracia, sobre todo cuando se habla de democracia plena o completa– que hay que subsanar. Pues sólo estableciendo o garantizando un equilibrio, entre el poder político y el poder mediático, que garantice un acceso a la información veraz por parte de la ciudadanía y/o un control de los poderes políticos a través de los medios de comunicación, sería posible una «convivencia democráticamente sana» entre ambos poderes.

Sin este equilibrio la democracia estaría siempre en peligro o directamente no podríamos hablar de democracia, pues los ciudadanos nunca podrían elegir a sus representantes desde una información adecuada –el juicio ciudadano u opinión pública se per-vierte– ni tendrían arma pública con la que defenderse o mantener a raya a la clase política sacando a la luz sus escándalos, errores y corrupciones. Habría de darse un permanente equilibrio entre un poder y otro que sería imperioso mantener sin dejar que la balanza se incline por un lado u otro. De ahí que el profesor José Luis Tejeda defienda que «entre las libertades civiles, la de información y de expresión y los intereses de las grandes compañías a las que están atados, los mass media se erigen en un poder influyente y amenazante que hace peligrar las democracias actuales, a la vez que guardan un potencial co-municativo y democratizador que nos llevaría mucho más lejos de lo que el ágora antigua hubiera cobijado como espacio público y comunitario. El dilema reside en si la conexión de mass media y comunicación con la política y la democracia nos conduce a otras formas de opresión mediática, o si se resuelve en beneficio de una sociedad más evolucionada y democratizada»[23]. Así también, por ejemplo, Citlali Villafranco Robles afirma que «los medios de comunicación tienen una función que cumplir dentro de los gobiernos demo-cráticos representativos, pero también responden a una lógica de mercado que se contra-pone al principio de información, además la tendencia a la concentración de los medios de comunicación en grandes consorcios internacionales reduce las opciones de información, por ello es necesario pensar en armados institucionales que equilibren dos derechos: libertad de prensa y libertad de información. La posibilidad de consolidación y ampliación democrática, en parte está condicionada por el equilibrio entre ambos derechos»[24]. 

2. Uno de los estudiosos que podemos traer a colación respecto a la segunda opción o forma de conexión y relación ascendente es el conocido y muy mediático profesor universitario, tertuliano y expolítico Juan Carlos Monedero. Éste, en una entrevista concedida a TeleSur en 2009[25], aunque también tiene afirmaciones en la misma línea en otros estudios como El Gobierno de las Palabras, en manifestaciones públicas y algunos artículos, ha sostenido, sobre todo en referencia a algunos países de Hispanoamérica, que los medios de comunicación tienen el poder suficiente como para quitar y poner Gobiernos electos, por lo que, a su juicio, los ciudadanos vivimos en un sistema de mediocracias (en su sentido más negativo y directo). Según este autor, los medios de comunicación han sido capaces de convencer a los ciudadanos de nuestras democracias de que la libertad de expresión no es sino lo que permite a los dueños de los medios de comunicación defender sus intereses particulares por medio del negocio mediático.

Es más, en su opinión los medios de comunicación tienen tal poder que no ya son sólo capaces de manipular poblaciones y Gobiernos, sino que son capaces de manipular a organismos de derechos humanos internacionales, los cuales sancionan a estos países en función de las informaciones vertidas por estos medios de comunicación. Se refiere, en concreto, a los informes emitidos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que está adscrita a la Organización de Estados Americanos (OEA). Es por eso que, a su juicio, el informe de la CIDH sobre Venezuela en ese año dictaminaba que ese país necesitaba mejorar la defensa y cumplimiento de los derechos humanos. Además de acusar a Venezuela de obstaculizar la libertad de expresión de los medios.

Juan Carlos Monedero afirmaba que mientras la CIDH acusaba a Venezuela de impedir la libertad de expresión, dentro del país desde los medios de comunicación se estaba realizando una permanente campaña contra el Gobierno, incitando incluso al magnicidio, por lo cual no ha habido sanción alguna a pesar de la gravedad de las incitaciones. También indica el poder que ejercieron los medios de comunicación en un golpe de Estado que, el 11 de abril de 2002, se realizó contra Hugo Chávez, que sacó del poder a éste durante dos días. También se produjeron numerosos actos violentos en los que murieron 12 civiles. Y, sin embargo, denuncia nuestro autor, contra esta conducta antidemocrática de los medios de comunicación la CIDH no emitió informe ni condena alguna. Tampoco lo hizo ningún otro organismo internacional de derechos humanos.

Para él, los sistemas de comunicación han creado un sistema totalmente impune, han conseguido un blindaje que los protege ante cualquiera de sus acciones, sin posibilidad de regular sus acciones contra las democracias y sus irresponsabilidades mediáticas. 

3. Para la tercera opción, la descendente, podemos tomar como uno de los ejemplos el desarrollado por una de las autoras ya citadas, Silvia Pellegrini, la cual es periodista, decano de la Facultad de Letras y Periodismo de la Universidad Católica de Murcia y profesora de Políticas de la Información en la Escuela de Periodismo de la misma. Debemos decir que esta autora adoptaría una posición más propia de la forma conjugada, pero para los casos de los regímenes democráticos que no están completamente desarrollados sí que admite la posibilidad de que en ellos el poder político domine los medios de comunicación (qué sea eso de «completamente desarrollados» es algo que quizá la autora sepa, pero en su trabajo no nos ha hecho partícipes de tan sublime idea, seguramente porque se esté posicionando en una concepción ideal de la democracia (como vimos más arriba, esta es una de las posibilidades a la hora de abordar la democracia; que sea la mejor forma ya es otro asunto, al que ahora no entraremos)). En esta situación de las democracias que no están «completamente desarrolladas» el poder político convierte a los medios en simples extensiones de su función, o también en voceros de sus propios postulados. Esto, desde su concepción –y de una forma circularista, viciosa–, explicaría que sean democracias «subdesarrolladas», pues en una democracia «plena» no se puede dar esta subordinación.

Así pues, en estos casos, a juicio de la autora, la prensa «sólo refleja las problemáticas, los intereses y las proporciones de poder del sistema político»[26]. Y como ejemplo nos habla de la llamada prensa de trinchera, en cuya acción más que la información lo que interesaría sería el objetivo político del medio. Una de las maneras de medir la independencia de la prensa, una situación normal en una democracia desarrollada, es fijándonos en el trabajo de análisis de las fuentes a las cuales los periodistas consultan. Cuando un sistema informativo es sano los medios, cuando recurren a fuentes políticas, pueden considerar a estas como una forma de obtención y comprobación de la información. Sin embargo, en un sistema dependiente –insano–, son las fuentes las que deciden sobre qué informar y se recurre siempre a las mismas personas para hacerlo, las cuales trabajan como voceros del poder político. En los casos de «trinchera extrema» esas fuentes directamente lo que proporcionan es la propaganda a difundir, produciéndose así una distancia creciente con la realidad. Poco a poco se va abriendo un abismo, por decirlo con una fórmula actual, entre la opinión pública y la opinión publicada.

Si bien, no es este periodismo de trinchera el único modo que tiene el poder político de manipular al poder mediático en una democracia que no está completamente desarrollada. Los Gobiernos, a juicio de nuestra autora, tienen diversas técnicas y procesos tanto formales como informales por medio de los cuales ejercer la influencia requerida en los medios. Por ejemplo, pueden recurrir a voceros de prensa, a oficinas de comunicación, a llamadas telefónicas (o sea, presiones), a una persuasión amistosa, así como a la entrega condicionada de datos, de entrevistas o de noticias exclusivas. De este modo, «los gobiernos y también los partidos políticos establecen verdaderos «sistemas informativos dentro del sistema», a través de las formas en que diseminan la información o se insertan en los medios para lograr la atención pública»[27]. También es posible el dictado de leyes estrictas sobre los medios o la promoción de distintas políticas para los distintos medios. Una de ellas puede ser el establecimiento de controles dependiendo del alcance del medio en cuestión, pudiendo así, por ejemplo, procurar un control más restrictivo para las televisiones que para las revistas, puesto que en las primeras el alcance es mucho mayor. Otra situación es la que se daría en los casos de aquellos medios que, directamente, se plegarían a los intereses y líneas editoriales del poder político sólo por congraciarse con él. O la de aquellos que, al no poder recibir una información de suficiente calidad –ya que esta ven-dría de las instancias políticas, los Gobiernos y los partidos políticos– pierde público y ventas hasta el punto en que debe optar por desaparecer o plegarse al poder.

Son, pues, en estas democracias, múltiples los mecanismos por los que el poder político podría subordinar a los medios de comunicación. Aunque, a nuestro modo de ver, si seguimos esta línea y nos atenemos a los hechos que la propia prensa revela a menudo deberíamos concluir que no existe en ningún sitio una democracia completamente desarrollada. Pues en todas las democracias realmente existentes podemos ver, de forma más o menos frecuente, este tipo de situaciones o intentos de control. Unas situaciones que, desde la cuarta forma de conexión y relación que hemos distinguido, serían normales de las democracias (otra cosa es que sean siempre preferibles) sin perjuicio de poder reconocerlas como democracias.

4. Un ejemplo que podríamos poner de autor susceptible de ser incluido en una postura conjuntiva, aunque desde una perspectiva más bien armónica, es ya conocido por nosotros, pues hemos hablado de él al principio. No es otro que nuestro actual Ministro de Universidades Manuel Castells. Éste, en el artículo de 1995 comentado arriba, comen-taba que la mediocracia también «tiene un positivo efecto antiséptico sobre los mecanismos de ejercicio del poder político». Y a pesar de que siempre está presente el problema de quién vigila al vigilante, a pesar de que el desplazamiento del poder a los medios de comunicación (la mediocracia) puede tener un efecto negativo, éste puede subsanarse en gran medida. ¿Cómo evitar la desestabilización de las instituciones del Estado y de los Gobiernos por parte de los medios de comunicación si se da a estos tanto poder? «¿Cómo desactivar las campañas sesgadas que tienen lugar dentro del mundo de la comunicación? ¿Cómo prevenir la calumnia? Y, sobre todo, ¿cómo evitar una continua desestabilización de las instituciones que puede conducir a la cultura del cinismo?» Hay quien optaría por la censura, pero esto para él no es la solución. Tampoco lo son la promulgación de leyes excepcionales o el control directo ni indirecto de los medios. Este tipo de soluciones son ineficaces, a su juicio. Entre otras cosas porque los jueces se encargarían defender a los medios de comunicación ya que, en opinión de Castells, les serían necesarios para su propia autonomía. Pero además serían peligrosas para la democracia, porque el control de los medios debilita el principal mecanismo que tiene la ciudadanía para contrarrestar al poder político.

Para él la mejor forma de, por un lado, mantener el poder de los medios de comunicación y, por otro, no desgastar el poder político ni degradar a la democracia, es que los políticos mantengan constantemente un comportamiento irreprochable. Esto no evitará de todas formas que los medios a veces inventen o insinúen entuertos, pero esto es un mal menor comparado con la importancia de mantener el equilibrio de control mutuo entre el poder político y el poder mediático. Y que esta ejemplaridad que pide a los gobernantes pueda parecer demasiado no es obstáculo, porque es justo por eso por lo que «hace falta imponerla mediante un control cada vez más estricto por parte de la sociedad que sólo se puede efectuar mediante los medios de comunicación».

Sin duda, admite, en todos los sistemas democráticos hay ámbitos reservados por seguridad del Estado en los que los ciudadanos delegan su confianza en los gobernantes. En estos ámbitos la protección legal está justificada. Pero también, de nuevo en búsqueda de esta conjunción armónica, es necesario asegurarlos mediante el estricto control ciudadano de estos gobernantes responsables de estos asuntos, control que sólo puede hacerse a través de los medios. Por eso «la mejor manera de no difundir las deliberaciones de los consejos de ministros, secretas bajo juramento, es que los ministros o ex ministros no las cuenten. Las filtraciones intencionadas y los cotilleos irresponsables son una fuente de desestabilización más importante que el periodismo de investigación. Los medios son, generalmente, eso: medios de ajustes de cuentas entre los miembros de la clase política y financiera. Son el espacio en el que se juega el poder». De ahí que si el Estado no debe controlar a los medios, la sociedad sí deba. 

De nuevo todo parece encajar: el poder político es controlado por los medios y los medios controlados por la sociedad. Al menos en teoría, porque aunque la sociedad deba intentar ejercer ese control, no es tan fácil. Ahí está el peligro de la mediocracia, a saber: «un sistema en el que poderes financieros, religiosos y políticos influencien de manera decisiva en el poder a través de su peso en los medios de comunicación fuera de la vista de los ciudadanos». Por es eso aquí donde las formas asociativas de nuestras sociedades democráticas (incluidos los partidos políticos y los sindicatos) se revelan tan importantes para él. Estas formas asociativas deben encontrar, si quieren mantener la integridad de su democracia y de su Estado a la vez que mantener a raya a la mediocracia, «modalidades de intervención en los medios desde los mensajes de lectores / oyentes / videntes al contacto directo con los periodistas, de forma que la trama sociedad-medios de comunicación sea tan tupida como la que éstos tienen con los grupos de poder». Otro mecanismo sería el fomento de la autonomía profesional de los periodistas con respecto a sus empresas, porque si la sociedad quiere un periodismo responsable ha de responsabilizarse a su vez de los periodistas.

Y otra medida es la construcción de redes horizontales de información entre las personas, lo cual elimina las jerarquías. Esta horizontalidad garantizaría, de nuevo, la armonía. Pero, como hoy ya hemos podido ver, esas redes horizontales de las que entonces hablaba Castells, y que hoy llamamos redes sociales (incluyendo en ella las aplicaciones de mensajería instantánea), tampoco han sido la solución. Es más, en ellas las jerarquías, las manipulaciones, las desinformaciones y las noticias falsas funcionan más rápido, mejor y de manera mucho más abundante que a través de los medios «tradicionales» (prensa, radio, televisión…). En éstos al menos habría algún tipo de filtro, en ocasiones. Incluso aunque sean filtros a su vez condicionados, interesados o dirigidos. Sin embargo, en las redes los usuarios –que, como indica el coronel y geoestratego Pedro Baños, pueden acabar convertidos en zombis digitales[28]– carecen de filtro alguno, están a la intemperie ante cualquier falsedad o manipulación, sobre todo desde que el nivel educativo ha caído tanto que los ciudadanos de nuestras democracias siquiera cuentan con unas herramientas mí-nimas de discriminación. Parece que la última barrera también está cayendo.

5.  Y un ejemplo que podríamos traer como postura conjuntiva pero de tendencia más bien conflictiva podemos encontrarlo en José Luis Tejeda. Éste considera que los medios de comunicación actualmente antes sirven para el ejercicio de la mediocracia desde el poder político que para la información adecuada de la población, pero, desde un punto de vista ideal, nos habla de un equilibrio que debería darse en el que los mass media actuaran como elementos críticos contra el poder equilibrando así, en este conflicto, la balanza entre el poder político y el poder ciudadano. Como alguna vez ha sucedido, aun-que no sea lo más común. Así, a su juicio, en los regímenes democráticos consolidados y estables, la diferencia entre la clase política y el pueblo (o los ciudadanos ausentes o con baja presencia pública) se va acrecentando. Porque a las dificultades técnicas de reunir a tales masas de población, los representados, para tomar las decisiones políticas se añade la complejidad propia de la sociedad moderna y el desarrollo de los intereses de la clase política, que aumentan su liderazgo y control.

Ante esta brecha los medios de comunicación, o mass media, tendrían el papel de superar esta separación entre la representación política y el alejamiento de las élites políticas respecto a sus representados. Pero, al mismo tiempo, a medida que estos mass media aumentan su importancia, su rol en estas sociedades, aumenta su poder. De este modo «se concibe que los mass media sustituyen el espacio público territorializado en que se reúnen, deliberan y deciden los ciudadanos. Es imposible congregar a millones de personas en un sitio público para discutir y decidir. Los medios llegan a millones de lectores, espectadores y televidentes que reciben información, mensajes, imágenes y señales que forman y difunden una opinión que se dice pública. Un sistema democrático toma decisiones considerando y consultando a la opinión pública. Ésta fue definida en una ocasión por Lippmann como las imágenes que provocan reacciones de grupos de personas o de individuos que hablan en nombre de grupos determinados»[29]. Así que gracias a los mass media y a través de consultas de opinión, sondeos y encuestas se irían presionando en las decisiones del poder político, el cual cedería a estas demandas para mantener la popularidad y la credibilidad así como para mantener satisfechos a los electores, y a su vez, en contraposición a esto, desde el poder político se induce y fabrica la opinión pública, in-tentando orientarla e inclinarla en una dirección determinada, para lo cual emplearían su influencia sobre los medios de comunicación.

Esto habría sido posible desde el momento en que la opinión pública irrumpe en las sociedades modernas reclamando un espacio de discusión frente al poder y como parte propia de la sociedad, en éste momento la conexión entre los patrocinadores y los informadores o periodistas se habría vuelto habitual. Ahora ya no todo vendría impuesto desde el Estado sino que habría otras formas de poder –expresión de las formas más vivas de la «sociedad civil», nos dice el autor–, en lo económico y finalmente también en lo informativo y discursivo, que se enfrentan a él y reclaman su lugar en la sociedad. Hasta tal punto que los medios de comunicación «se hacen de un poder informativo, comunicativo y cultural ante los poderes formales y establecidos, el orden público y el Estado. Todo ello ha permitido el nacimiento y desarrollo de las sociedades liberales y democráticas. Los mass media desnudaron y evidenciaron al poder, en ocasiones lo siguen haciendo e incluso han sido un freno importante de la sociedad ante el poder, o más específicamente ante otras dimensiones del mismo, en particular el físico, el político y el militar»[30]. Estamos ante un conflicto que se daría entre la sociedad civil y el Estado no porque la primera quiera tomar el lugar del segundo, sino porque busca generar influencia mediante la actividad de organizaciones democráticas y la discusión sin censuras ni restricciones en el ámbito informativo y cultural. Así pues «la opinión pública reclama un espacio de mediación, de interlocución y crítica ante el poder público, los gobiernos y las autoridades, lo que la ubica en el ámbito de la sociedad civil, aunque suela estar cargada de intereses económicos y políticos no consensuales»[31]. Unos intereses económicos y políticos que han hecho que, a menudo, los mass media en lugar de ayudar a resolver y aliviar los problemas propios de los regímenes democráticos modernos, consigan agravarlos.

Porque si los medios no cumplen su función, si no reclaman constantemente ese lugar frente al poder político entonces el ideal de la democracia –ideal en el que podemos ver ese deber ser que proponen los estudiosos que siguen esta línea, como hemos comentado antes, un deber ser que estaría facilitado por una concepción ideal de la democracia, en lugar de una concepción funcionalista que se atenga a las realidades sociales e históricas de las democracias– queda alejado de una realidad –tal y como es concebido no puede más que quedar alejado de esa realidad– en la que el pueblo no es quien toma las decisiones cruciales y es, sin embargo, el poder político, la clase política la que decide, muchas veces siguiendo además los intereses de las élites económicas y «clubes de elegidos». Así pues tenemos que o democracia (mass media trabajando para los ciudadanos contra el poder político conjugándose y equilibrándose ambos poderes en la lucha) o mediocracia (mass media trabajando para intereses económicos y políticos contra los ciudadanos), no hay otra posibilidad. El equilibrio alcanzado aquí, en esta situación democrática deseable, es conflictivo, pues para que esta democracia se dé los mass media deben ejercer constantemente su papel crítico contra el poder, y un papel informativo para la población.

CONCLUSIÓN

Por nuestra parte, como hemos dicho, nos situamos en la cuarta forma u opción, la conjuntiva. Pero de un modo en el que ni destacamos las posibles conjunciones armónicas ni destacamos las posibles conjunciones conflictivas, sino que reconocemos que ambas se dan continuamente en nuestras sociedades políticas en las dialécticas entre los poderes políticos y mediáticos, sin poder afirmar que una situación prime sobre la otra. Suponer esto puede llevarnos a posiciones lo suficientemente ingenuas como para creer que los medios de comunicación trabajan «para el pueblo» –y a saber qué es eso que llamamos pueblo, pues éste, como revela el hecho mismo de que elija siempre entre distintas opciones políticas y distintos medios de comunicación ya nos dice que tal pueblo dista mucho de presentarse como algo unido de lo que se pueda predicar algo muy general–. O puede llevarnos a suponer que la democracia se basa en el «gobierno del pueblo», para lo cual los medios de comunicación deben informar adecuadamente, pues si no la elección de representantes se vicia. Y aun admitiendo que, efectivamente, si la información no es veraz y está manipulada la elección democrática está viciada, tampoco podemos suponer por esto que la democracia se base sólo en esto –y por tanto no podremos admitir que si falla este elemento nos quedamos sin democracia, aunque no deje de tener su importancia–. Porque esta requiere de otras condiciones, por ejemplo de la existencia de un mercado económico lo suficientemente plural y potente como para que desarrolle la capacidad de elección de los consumidores y ciudadanos de las sociedades democráticas modernas, un mercado que desarrolle en la medida suficiente las condiciones objetivas en las que puede darse la libertad de los futuros votantes.

Es decir, también la democracia requiere de un mecanismo basal que le proporcione las condiciones objetivas de existencia y de funcionamiento, unas condiciones objetivas en las que puedan desarrollarse las libertades democráticas. No hay que interpretar esto que decimos al modo marxista, pues hablamos de un mecanismo basal de importancia capital que proporciona la categoría económica, y por tanto también política, ya que toda economía es también economía política puesto que, para bien o para mal, no puede entenderse al margen de los Estados –aunque no toda política es económica–. Y no sólo eso, sino que, además, si atendemos a la historia de las sociedades democráticas que surgen a partir del siglo XVIII –como hemos hecho arriba en unas pocas líneas–, podemos ver que estas van de la mano del desarrollo de la sociedad capitalista de mercado. De modo que sería a través de las sucesivas ampliaciones de la sociedad de mercado como se habría ido abriendo paso y ampliándose la idea de libertad objetiva.

Es muy importante tener esto en cuenta, aunque algo se ha apuntado ya, a la hora también de abordar «el papel» de los medios de comunicación en nuestras democracias –¿han de tener un papel?, ¿al formularlo así no estamos introduciéndonos de nuevo en ese deber ser que denunciábamos antes?–, y es que debido a su estructura empresarial, normal y lógica en una sociedad de mercado, no sólo «prestarán un servicio» a la ciudadanía democrática sino que además buscarán, necesariamente, hacer negocio. Tanto es así en algunos casos que hay autores que consideran directamente que «los medios de comunicación no son los interlocutores entre el Estado y la sociedad. Frente a esta función heredada del siglo XX, los medios del siglo XXI parecen haber optado por una deriva de interlocución entre negocios y sociedad, o entre negocios y política: son, como cualquier otra industria, primordialmente un negocio»[32]. Lo cual seguramente haya influido, en su conexión con el poder político, en que las campañas electorales, poco a poco, hayan ido derivando en grandes campañas publicitarias transformando, a través de la mercadotecnia, los programas políticos en productos políticos prefabricados y simplificados –como la distinción entre izquierdas y derechas, ya carente de sentido político real– para comprar mediante el voto. Queremos decir que esta estrecha relación entre la estructura económica y la política, la democrática en concreto, puede verse muy fácilmente en las campañas electorales. En ellas los mecanismos de publicidad y venta de los bienes y servicios en el mercado son muy semejantes a los mecanismos de las campañas políticas democráticas, comprándose unos con moneda nacional (o europea) y otras con votos.

Y también, debido a todo ello, deberemos insistir en que cada medio, o cada grupo mediático, representará un conjunto de intereses (políticos, económicos, ideológicos…) frente a otros, no «a la sociedad» o a «la sociedad civil» o «al pueblo», como defienden algunos autores desde posturas demasiado generalistas. Los medios de comunicación dan cauce a intereses de determinados segmentos o grupos de la sociedad frente a otros, los cuales procurarán, en competencia, generar sus propios medios. Aquí, de nuevo, la pluralidad y la segmentación no pueden pasarse por alto. Y esto explica, a su vez, el esfuerzo continuo que cualquier ciudadano responsable ha de hacer a la hora de formarse un juicio lo más objetivo posible para poder salvar, en la medida de lo posible, los «obstáculos ideológicos» y los intereses empresariales que cada medio impone.

Por último, y como contrapartida a este aspecto económico que estamos comentando, debemos incidir sobre un aspecto importante, a saber: que si se debilita el sistema económico sobre el que una democracia se sustenta –como hemos podido ver con la tremenda crisis económica que padece la Unión Europea, y España muy pronunciadamente, a raíz de la pandemia mundial– también se debilita el sistema democrático y la libertad objetiva de sus componentes. Si el mercado capitalista se derrumba, se derrumban nuestras democracias.

Y también necesitará la democracia, por supuesto, de un mecanismo de elección de dirigentes constituido en torno al voto ciudadano –la amplitud que tenga esta ciudadanía supondrá diferencias entre unas democracias y otras–. De modo que una democracia puede decirse más libre que otra cuando, dados los mecanismos de elección de diputados o representantes, los electores tienen mayor poder de elección. Siendo así, la lucha por las libertades democráticas no serán sino la lucha por la eliminación de las distintas trabas que pueda haber en la elección de los representantes. Y si una de esas trabas es la existencia de la mediocracia, o simplemente de unos medios de comunicación deficientes, también es responsabilidad de los ciudadanos demócratas exigir o procurarse unos medios adecuados. Porque en una democracia, si no queremos admitir que esta sea un fraude, habría que admitir como un postulado, o como mínimo como una ficción jurídica, que el «pueblo», esto es, las masas electoras que cuentan con acceso al mercado de bienes y servicios y con un documento de identificación nacional, tiene siempre un mínimo de juicio a la hora de elegir a sus representantes. Lo que significa que este pueblo es libre y por tanto también causa de los resultados de las votaciones o elecciones, y por ello responsable de dichos resultados. En definitiva, o aceptamos la responsabilidad que tienen los ciudadanos soberanos de una democracia (al menos de buena parte de ellos) en la buena o mala marcha de la misma, o aceptamos que la democracia es en gran parte una farsa. Por eso es posible decir o constatar que cada pueblo, cada sociedad democrática, tiene el Gobierno que se merece. Bien porque lo haya elegido o bien porque lo consienta.

De modo que si se llega a una situación que podemos llamar, tomándonos la licencia por esta vez en la adjetivación, como ilusión democrática, esto es, aquella situación en la que la clase política consigue, a través de los medios de comunicación, por supuesto –aunque no necesariamente sólo a través de ellos– inculcar a los ciudadanos electores, a eso que llamamos pueblo, la ilusión de su perfecta representatividad y participación en el poder político, implantando la necesidad de celebrar «la fiesta de la democracia» a cada momento y extender la mano sanadora de lo democrático a cada rincón –fundamentalismo democrático–, sólo con el objetivo de que el sistema del que viven siga funcionando. Si se llega a esta situación, decimos, y se cae en cierto narcisismo por la participación en el poder, también es en parte responsabilidad de los engañados, del pueblo, de los ciudadanos soberanos que han aceptado esa ilusión cuando, a pesar de que existan medios que se hayan prestado a trabajar en favor de esa ilusión, existen otros muchos que no, como prueba, sin ir más lejos, que nosotros mismos estemos planteando esta cuestión y escribiendo libremente sobre ella.

Pero también es comprensible que sea difícil escapar de esta ilusión, tampoco es cuestión de situarse en las alturas y juzgar a vivos y muertos. Y es comprensible no ya sólo quizá por la deficiente formación intelectual que el común de los electores y consumidores de productos políticos pueda tener –a pesar de que un sistema público de educación, se supone, garantizaría unos mínimos para que esto no ocurra–, sino porque admitir esta ilusión supone una verdadera puñalada mortal a la democracia, sobre todo a estas concepciones ideales y más simplificadas de la democracia, porque si la mayor parte de la población no sabe a qué vota ni, lo que es aún más grave, tiene capacidad para saberlo, entonces vive en un fraude. Aquello que le han dicho que era su régimen de gobierno no es más que una gran ilusión muy bien montada. Aunque, desde el funcionalismo, podamos reconocer que una democracia puede seguir siendo democracia y funcionando perfectamente como tal a pesar de la existencia de esta ilusión, o quizá precisamente funcione tan bien como democracia y pueda perpetuarse como tal gracias a la existencia de dicha ilusión, de ahí que puede que no convenga que tal trampantojo pierda su efecto.

Porque, como decimos, también puede ser parte de esta ilusión democrática la suposición de que «el pueblo» se considere en todo momento parte activa del poder político, o que vierta con suficiente confianza sus esperanzas en la bondad del Gobierno de turno, pensando que éste le representa y que cada ciudadano, en su libertad, se identifica con un partido político. Pero puede suceder también, muy al contrario, que las masas indiferentes sean las mayoritarias –el abstencionismo y el apoliticismo son la némesis de esta ilusión–, dando lugar a una democracia que, en realidad, esté funcionando mediante normas apoyadas sólo por una minoría y gobernada por una élite –que puede ser llamada clase política–. Lo cual hace aún más necesario reforzar el fraude, continuar con el espectáculo para que no se desmorone. En esta situación, en la que, como se comprenderá, muchos medios de comunicación tendrían un papel de relevancia, más que de una democracia de ciudadanos podríamos hablar de una democracia de súbditos[33]. Unos súbditos que se negarán a aceptar que son tales porque, como señala Pedro Baños en El dominio mental, la población, tras tanto tiempo de intoxicación informativa (en refuerzo de esta ilusión, aclaramos), se negará a admitir que no tiene participación en el poder y está dirigida. Por ello estará siempre presta (al menos una parte importante de esa población) a atacar a quien se atreva a sacarla de su error y su estado de ensimismamiento.

Dicho esto, también debemos volver a recalcar que desde nuestra perspectiva, como ya hemos ido indicando mediante rápidas alusiones a lo largo de todo este desarrollo –alusiones que el lector avezado habrá sabido distinguir y ponderar–, hay que atender siempre a los casos de referencia. Pues si bien es cierto, como dicen todos los autores traídos aquí –y otros muchos que no han sido citados– las sociedades modernas, nuestras democracias capitalistas actuales, son complejísimas, dicha complejidad sería, al mismo tiempo, precisamente lo que nos imposibilita recurrir a esquemas sencillos en los que se pueda hablar de dos poderes enfrentados, ya sea mediante el dominio de uno u otro o equilibrándose armónica o conflictivamente. Y no porque estos poderes políticos y mediáticos no existan, sino porque no existen en bloque. No podemos hablar de el poder político ni de el poder mediático, sino que debemos hablar siempre de los poderes políticos y los poderes mediáticos, en sus dialécticas constantes. Todos estos poderes se distribuyen en múltiples ramas y capas de la sociedad política, participando tanto de sus conflictos –en toda sociedad hay divergencias– como de sus armonías –en toda sociedad política se dan confluencias de intereses, si no serían insostenibles–. Es atendiendo a estas divergencias y confluencias constantes en las sociedades políticas, aquellas en las que se ha configurado el poder político y en las que, pasados los siglos, ha surgido la forma democrática, como podemos entender la importancia de los planes y programas con los que una parte de la sociedad política trata de coordinar al resto de partes –buscando armonizarlas, coordinarlas y aplacar, en la medida de lo posible, las divergencias para impedir la disolución de la unidad política–.

Sólo desde esta posición pluralista y que tiene en cuenta en todo momento los contenidos y la historia de las sociedades políticas, así como las diferencias, multiplicidad e historia de los medios de comunicación, es como pueden entenderse adecuadamente las dialécticas, los conflictos permanentes entre los poderes políticos y los medios de comunicación o poderes mediáticos. De modo que la mediocracia unas veces adquirirá un carácter u otro –nosotros hemos distinguido hasta cuatro tipos que pueden además combinarse entre sí– dependiendo de los casos de referencia. No se puede oponer, por ejemplo, la mediocracia a la democracia, y afirmar que si se da la mediocracia es imposible la democracia. En primer lugar porque aquí estaríamos de nuevo cayendo en esta manía metafísica de entender las cosas en bloque, sustancializadas y monolíticas. Y en segundo porque incluso es posible ver casos en los cuales si no es a través de la capacidad de manipulación, de control y, por supuesto, de información de los medios de comunicación la estructura democrática de una sociedad se puede ver comprometida, con lo que aquí la mediocracia no podría tener un sentido negativo para la democracia o la sociedad política.

Esta misma complejidad dialéctica, tanto en sus aspectos negativos como positivos, hemos podido verla desde el inicio de la pandemia causada por el Sars-Cov-2, sobre todo en las etapas de confinamiento estricto, en las cuales la referencia y la guía de actuación que tenían los ciudadanos era aquello de lo que eran informados a través de los medios de comunicación. Pero a su vez en esta situación en seguida surgieron otros medios de comunicación de información alternativa (por ejemplo, en las redes sociales o programas desarrollados a través de YouTube; pero en un determinado momento también incluso en prensa, radio y televisión), los cuales también informaron de manera crítica acerca de los errores difundidos desde las televisiones, la radio o la prensa digital que informaban al servicio de lo indicado por los Gobiernos. Ante esta situación unos medios de comunicación decidieron plegarse ante el mandato gubernamental, ante la información oficial, mientras que otros, buscando otras fuentes de información, decidieron dar el paso de in-formar críticamente al respecto. Tenemos, pues, un reciente y muy general ejemplo en el que podemos ver que la situación mediocrática se produjo de forma descendente en muchos casos, pero también y al mismo tiempo fueron otros tantos los medios que decidieron intentar influir ascendentemente en el poder político para que rectificara los planes y programas erróneos, así como a las audiencias, y en ocasiones hasta lo consiguieron. La complejidad de los casos rompe en todo momento los bloques homogéneos de análisis, pues igual que siempre habrá momentos en los que al poder político le interese –o necesite– controlar o influenciar a medios de comunicación para la realización de los planes y programas, así como para su difusión, habrá otros momentos en los que no les sea tan necesario. Por otro lado, siempre habrá algunos medios prestos a plegarse a los mandatos gubernamentales (o partidistas, o empresariales, o bancarios), pero también habrá otros,

incluso aunque sean los menos y con grandes dificultades, capaces de ejercer la función de información adecuada y crítica con aquello que sea contrario a la información verificada que hayan sido capaces de reunir y ofrecer. Responsabilidad de cada ciudadano es, por ello, aceptar las informaciones de unos medios u otros o dejarse llevar a los estados de abotargamiento lobotomizado que le proporcionan las diversas plataformas –lo cual puede tener su utilidad a la hora de generar consumidores y/o votantes poco reflexivos.

Es más, incluso dentro de los propios medios de comunicación, incluso en aquellos que puedan plegarse a los intereses del poder político, siempre existen periodistas que –aunque sólo sea por mero idealismo ingenuo (pero no siempre)– se rebelan contra la sumisión a estas directrices, sobre todo si tienen cierto prestigio, y publican o retransmiten siempre lo que consideran verdad. Debiendo los medios a los que pertenecen admitir estas «situaciones de rebeldía», aunque sea sólo por mantener las apariencias, o despedirlos. O incluso estas situaciones pueden ser aprovechadas hipócritamente por esos medios para poder decir que no tienen tal sumisión ni ejercen manipulaciones como se les achaca.

Todos estos asuntos pueden parecer para algunos poca cosa, pero tienen su importancia y ayuda a entender la gran complejidad del tema que nos trae y nos permite romper las concepciones monolíticas que podemos ver continuamente en la bibliografía (aunque no en todos los casos, por supuesto). Y debemos admitir todo esto incluso por las consecuencias que se derivarían de sostener lo contrario, y es que si admitimos un dominio absoluto de la mediocracia nos sería imposible conocer en algún momento por dónde marcha la realidad en algunos de sus tramos, o al menos sospecharlo, con lo que ya el mismo planteamiento de la situación mediocrática sería imposible. Hasta la sospecha o la duda estarían fuera de lugar.

Así pues, sin negar que las situaciones de mediocracia son constantes, comunes y muy a menudo hasta asfixiantes, también debemos tener la prudencia y la capacidad de análisis lo suficientemente fina como para saber que ni el poder político ni el poder mediático pueden darse en bloque ni absolutamente –concepción esta que da fácilmente pie a teorías conspiratorias de alcance incluso mundial–. Pues es cierto que hay grandes corporaciones mediáticas, como hemos visto más arriba, que son dueñas de la inmensa mayoría de empresas y medios de comunicación. Es cierto que las redes sociales no son un lugar en el que escapar de estos grandes grupos, pues en ellas se ejerce el control y la manipulación a cada momento, y seguramente de forma incluso más fácil que a través de otros medios. Pero también es cierto que el juego de intereses, las dialécticas de los medios de comunicación entre sí y con los poderes políticos es tan compleja –a veces incluso la personalidad de algunos actores en ellas es muy importante– que nos obliga siempre a acotar lo más posible los campos de referencia en los que establecemos una situación de mediocracia, ya sea esta producida por el propio poder de los grandes grupos de comunicación –recta– o ya sea porque estos estén actuando en función de intereses políticos, financieros, publicitarios… –oblicua–. Debiendo admitir, por tanto, como hicimos más arriba, que en ocasiones el poder político y los medios de comunicación mantienen conexiones y relaciones (ya sean armónicas o conflictivas) y que en otras ocasiones no tienen relación, quizá porque no ofrezcan unos contenidos en los que la fricción o el control deban darse.

Es esta opción, esta forma conjuntiva como la hemos denominado, una opción pluralista que es capaz de explicar las demás formas de conexión y relación que, desde esta nuestra, deberemos considerar como insuficientes o erróneas (aunque tengan su virtualidad, como hemos visto en los ejemplos). Y es además, como también dijimos, una forma de entender la mediocracia que nos permite entender, a su vez, la posibilidad de que en ocasiones se pueda producir un control por parte de los poderes políticos de los medios de comunicación, o de algunos de ellos, por ejemplo mediante subvenciones o mediante leyes más restrictivas o más permisivas. Y nos permite entender que en otras ocasiones, sin negar las otras posibilidades ni negar la forma democrática de referencia por el hecho de que esta situaciones se produzcan, tanto los grupos mediáticos como los poderes políticos coincidan en sus intereses (en detrimento de la libertad de los ciudadanos o no).

Por supuesto, y por último, esta cuarta forma de conexión y relación desde la que concebir la mediocracia, nos permite entender igualmente que en algunos momentos los medios de comunicación, sobre todo los grupos mediáticos más grandes y poderosos, sean capaces de influir de tal modo sobre algunos de los poderes políticos que los acorralen y los obliguen a rectificar e incluso a legislar o emprender acciones en favor de estos grupos. También que sean capaces, mediante la difusión masiva de noticias o proporcionando unas informaciones y no otras –mediante la infoxicación o mediante la desinformación–, o mediante informaciones dadas a medias o directamente usando informaciones falsas (como las fake news), de determinar el rumbo de las opiniones de los ciudadanos sobre unos temas u otros. Llegando a poder provocar grandes conflictos o, en sentido contrario, pudiendo garantizar pasividad en la población, actuando a modo de opio del pueblo, y haciendo de esta un ente dócil y sumiso capaz de aceptar cualquier medida por más restrictiva que sea, incluso el confinamiento domiciliario.
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[1] Es posible consultarlo en: A) y en: B) 
[2] Es posible consultarlo en: C)  y en D)  
[6] Ante este aspecto debemos destacar que no siempre los secretos y las mentiras políticas, difundidas a través de los medios, están injustificadas políticamente, puesto que en ocasiones –en ocasiones, incidimos– las informaciones son de tal gravedad que no ocultarlas podría provocar tales conflictos, altercados o incluso revoluciones que serían peligrosas para el mantenimiento de la unidad y fortaleza del Estado. También podrían provocar problemas exteriores con otros países, pudiendo desembocar incluso en situaciones de guerra. Con todo esto comprobamos, entonces, que el juicio y la prudencia política en ocasiones entran en conflicto con el juicio ético que, quizá, abogaría por la difusión de toda información. Podemos ver, por tanto, que la complejidad del terreno que pisamos tiene múltiples aristas y conflictos no siempre de fácil solución, si es que la tienen. Por otro lado, y en relación a este secretismo u ocultación, podríamos llegar a ver cómo para el poder político –o para el Gobierno de turno– la prensa aceptable o la prensa limpia será aquella que no remueve el statu quo ni compromete con sus informaciones la estabilidad de dicho Gobierno. De modo que podremos afirmar que uno de los aspectos más importantes en las relaciones entre los poderes políticos y medios de comunicación está en lo que estos últimos no muestran, allí donde estos no llegan o no pueden (o ni quieren) llegar. Pero, al mismo tiempo, habría que reconocer en consecuencia que con en ese ocultamiento también aumenta la distancia entre esos poderes democráticos y los ciudadanos votantes. No intentamos justificar estas situaciones con lo que decimos, tan sólo ponerlas en sus quicios.
[7] Arthur Schopenhauer, El Mundo como Voluntad y Representación, Ed. Akal, Madrid, 2005, pág. 654.
[8] Como indicaba muy a menudo Gustavo Bueno Martínez: «A partir de una institución dada es preciso regresar hasta el punto de hacer ver cómo los temas y la preocupación esencial de dicha institución están realmente comprometidos con todos los grandes problemas del presente» (en Cara a cara con Gustavo Bueno, entrevista en Asturias Semanal, Oviedo, 21 de marzo de 1970), y ese es precisamente el objetivo de todos los desarrollos que aquí vamos a ofrecer, por más prolijos que puedan llegar a parecer, pero si no hacemos esto no haríamos filosofía.
[9] Silvia Pellegrini, «Medios de comunicación, poder político y democracia», Cuadernos de información, Nº 8, 1993, pág. 1.
[10] Al respecto recomendamos consultar el ensayo de Gustavo Bueno El Fundamentalismo democrático, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 2010, 416 págs.
[12] Por nuestra parte, debemos precisar que, a la hora de hablar aquí de las masas, lo haremos en un sentido extensionalista, queriendo indicar simplemente el gran alcance que tienen los medios. Pretendemos alejar-nos de significaciones que masas puedan adquirir en autores como Freud, Marcuse u Ortega y Gasset, en los cuales masa adquiere un tinte filosófico-psicologista en tanto en cuanto significa aquello que anula al «ego», dominándolo total y constantemente.
[13] Esta «necesidad lingüística» también nos permitiría poner en duda si las supuestas «comunicaciones telepáticas» que estarían permitiendo los últimos avances tecnológicos, por ejemplo mediante implantes por microchip, pueden llamarse realmente comunicación o debemos hablar de otro tipo de fenómenos. En caso de que admitamos que los limitados pero no menos impresionantes avances en éste campo tienen significación suficiente por el momento. Puede haber dudas acerca del alcance que puede tener el desarrollo de estas tecnologías, pero del futuro nada se sabe.
[14]  A principios del siglo XX, el teórico de la información y la comunicación Robert Dahl –una de las referencias más típicas de la bibliografía sobre nuestro tema–, en La democracia y sus críticos, consideraba que había dos pilares fundamentales sobre los que ha de apoyarse una democracia moderna, a saber: la libertad de expresión y la pluralidad en la información. Ambos pilares político-sociales serían posibles gracias a la existencia de medios de comunicación libres e independientes, que permitirían la formación de un espacio público de información y debate. La democracia se basaría en una comunicación libre. A nuestro juicio esta teoría, como teoría formalista e ideal, está bien, pero ya vamos viendo, y profundizaremos más en ello, que lo que sucede realmente está en muchas ocasiones muy lejos de estas teorizaciones, ¿deberemos decir entonces que no vivimos realmente en democracias?
[15] Al respecto es posible consultar, por ejemplo, el artículo de Pere Rusiñol «10 años de crisis: dicen que «¡misión cumplida!»», en Media.Cat. En él el autor no sólo habla de la influencia de los bancos en los medios, sino que llega a sostener que a raíz de la crisis de 2008 se han convertido en los dueños de los mismos.
[16] Pablo S. Bleda Aledo, «Medios de comunicación y democracia: ¿El poder de los medios o los medios al poder?», Sphera Pública, Nº 6, 2006, pág. 90.
[17]  Ibíd., pág. 95.
[18] Citlali Villafranco Robles, «El papel de los medios de comunicación en las democracias», en Andamios, Volumen 2, Nº 3, 2005, pág. 15.
[19]  Datos aportados por Jesús González Pazos en su ensayo Medios de Comunicación: ¿al servicio de quién?, Ed. Icaria, 144 págs.
[20] Organizaciones surgidas al calor del imperio estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial.
[21] Citlali Villafranco Robles, «El papel de los medios de comunicación en las democracias», en Andamios, Volumen 2, Nº 3, 2005, pág. 13.
[22] Aunque debemos advertir sobre este aspecto, que ahora lo admitimos como «positivo», que dicho entretenimiento puede tener también un aspecto más siniestro y embrutecedor. Sobre todo cuando el entretenimiento se basa en el amarillismo y el sensacionalismo, no cumpliendo entonces más función que la de ser el opio del pueblo. Además, la simplicidad de sus contenidos ayuda a que ocupen tantas horas y espacio tanto en radio como en televisión y en prensa escrita. Ya advertía el filósofo Schopenhauer en el siglo XIX que «es mucho más ardua la posición que se tiene cuando se ofrece instrucción a los hombres que cuando se les ofrece entretenimiento; por eso es una fortuna mayor haber nacido para poeta que para filósofo» (Arthur Schopenhauer, El Mundo como Voluntad y Representación, Ed. Akal, Madrid, 2005, pág. 657). En la misma línea podríamos hablar de los deportes, sobre todo, en el ámbito europeo, en el caso del fútbol. Éste, en muchas cadenas y publicaciones privadas, constituye una fuente de financiación imprescindible. Tanta es la importancia de los deportes que ya se han desarrollado plataformas de pago, como, por ejemplo, Dzon, especializadas en deportes. Esto, para todos aquellos que conciben que la función principal de los medios es proporcionar información y educación a la ciudadanía democrática, para que esta forme su juicio, supone una degradación o claudicación de los medios a la vulgaridad y al mero negocio.
[23] José Luis Tejeda, «Mediocracia, negación de la democracia», en Iztapalapa Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, Nº. 71, año 32, julio-diciembre de 2011, pág. 150.
[24] Citlali Villafranco Robles, «El papel de los medios de comunicación en las democracias», en Andamios, Volumen 2, Nº 3, 2005, pág. 19.
[26] Silvia Pellegrini, «Medios de comunicación, poder político y democracia», Cuadernos de información, Nº 8, 1993, pág. 12.
[27] Ibíd., pág. 13.
[28] Como explica, entre otras muchas cosas, en su último libro El Dominio Mental. La geopolítica de la Mente, Barcelona, Ed. Ariel, 2020, 544 págs.
[29] José Luis Tejeda, «Mediocracia, negación de la democracia», en Iztapalapa Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, Nº. 71, año 32, julio-diciembre de 2011, pág. 153.
[30] Ibíd., pág. 156.
[31] Ibíd., pág. 154.
[32] Pablo S. Bleda Aledo, «Medios de comunicación y democracia: ¿El poder de los medios o los medios al poder?», Sphera Pública, Nº 6, 2006, pág. 92.

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– Silvia Pellegrini, «Medios de comunicación, poder político y democracia», en Cuadernos de información, Nº 8, 1993.

WEBGRAFÍA

– Pere Rusiñol, «10 años de crisis: dicen que «¡misión cumplida!»», en MediaCat
– Rubén Darío, El canto errante, 1907; la consulta del fragmento y más información disponible en: A), en: B) y en: C)

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