Biblia, tradición y magisterio:
Los tres pilares de la Iglesia
"...edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas,
siendo la piedra angular Cristo mismo, ...
hasta ser morada de Dios en el Espíritu”.
Ef 2,20-22
«La tradición pervive por la fe del pueblo»
Federico Rico, ABAD
"Las claves para una teología y espiritualidad del laicado:
una condición sacramental de servicio,
una condición carismática de libertad,
un testimonio evangelizador en el mundo,
y una presencia eclesial de corresponsabilidad”.
S. Pié y Ninot
Muchas confesiones religiosas no católicas que profesan el cristianismo, proponen su teología desde un encuentro de interpretación personal, promoviendo el presupuesto de ‘sola escritura’, es decir, solo basta el Texto Sagrado para el conocimiento revelado o fuente única de su doctrina. Esto nos conlleva a preguntarnos: si esta protesta es tan pujante hacia la Iglesia Católica, ¿ha de ser que existen otras fuentes que son desvalorizadas para apreciar solo a una de ellas?
La Iglesia en su sabiduría, radica su estudio teológico en la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio de la Iglesia, en una armoniosa proporción de la verdad de la fe, que no puede entrar en conflicto entre ella misma sobre el proyecto de la Revelación.
Iniciemos señalando que aparte de la existencia de la tradición escrita, existe una tradición oral que nos narra la existencia de una realidad divina revelada a los hombres y que está manifestada dentro del mismo texto santo: “Jesús hizo muchas otras cosas, si se escribieran todas, creo que no habría lugar en el mundo para tantos libros” (Jn 21, 25) por lo tanto, todo lo dicho por Jesús no está en los Evangelios y esto es a lo que la Iglesia llama tradición oral (la predicación o elementos que fueron pasando desde la primera comunidad cristiana a nuestros días). Subrayemos entonces la existencia de un criterio de fe que está a la luz de la exposición dogmática, llamada hermenéutica continua, es decir, una interpretación del desarrollo dogmático de la Iglesia como proceso donde no se dé espacio a la ruptura o contradicción de una afirmación de fe y permita así iluminar su misterio. Recordemos cuáles son los tres pilares:
1. La Sagrada Escritura, hace parte de la tradición escrita, es decir, que “los mismos Apóstoles y los varones apostólicos pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo” (DV 7).
2. La tradición de los Apóstoles, es todo aquello que nos han trasmitido y que no son solo textos inspirados del canon bíblico, sino que también son fruto de la tradición antigua donde hemos recibido otras cosas como las reflexiones de los padres de la Iglesia o el símbolo de los Apóstoles que resume las verdade de nuestra fe. Esta tradición es infalible en cuanto que tiene como verdadera una cierta doctrina, esta es garantizada por Cristo cuando confirma el magisterio de la Iglesia por el Espíritu Santo.
Ante esto es necesario tener presente, que el Evangelio se conservará firmemente íntegro y vivo en la Iglesia gracias a los Apóstoles que dejaron como sucesores suyos a los Obispos, “entregándoles su propio cargo del magisterio”. Por consiguiente, esta sagrada tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia, peregrina en la tierra, contempla a Dios, de quien todo recibe, hasta que le sea concedido el Verbo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn 3,2). De hecho, la Sagrada Eucaristía se nos es dada por la tradición y es garantizada desde el magisterio.
¿Cuál es la armonía existente dentro de la Iglesia de estos tres pilares? Que la Escritura nos envía a la tradición para su concreta interpretación y funda el magisterio para su custodia, que a su vez declara aquello que le pertenece a la Sagrada Escritura y a la tradición.
La ‘Dei verbum’ nos propone tres presupuestos importantes para esta coyuntura hermenéutica: primero, que existe voluntad de escuchar atentos la Palabra Dios; segundo, se reconoce a la Escritura como verdadera fuente de la Iglesia, y tercero, que la concepción de revelación no se debe como una realidad cerrada a una conciencia intelectual de la verdad, sino como elemento fundamental del diseño universal de la salvación concebido desde el Padre hasta la eternidad, a fin que el anuncio de la salvación llegue al mundo entero para que los que escuchando crean, creyendo esperen, y esperando amen.
Como frase central debemos decir, que la tradición es indispensable para hacer viva la escritura y actualizarla. Benedecito XVI afirmaba:
“La tradición de la Iglesia es la que hace comprender en modo adecuado la Sagrada Escritura como Palabra de Dios”.
De tal modo, que la Escritura puede ser considerada como el registro de la revelación divina más perfecto, una documentación humana de la Palabra con la cual Dios se ha hecho conocer, antes por los profetas y luego en plenitud en su Hijo Jesús.
3. El magisterio de la Iglesia es el depósito de toda la revelación, llamada a “conservar y custodiar” el dogma para poder proclamar a los hombres de todos los tiempos las verdades de fe. Esto significa que la acción de custodiar es para no disminuir, ni ampliar ni modificar.
La Iglesia más allá de ser un lugar apropiado para la proclamación de la Escritura, constituye también el contexto más adecuado para estudiar la inspiración y la verdad. Recordemos que el Evangelio antes de ser Escritura fue tradición. De los 12 Apóstoles solo dos escribieron Evangelios, los diez restantes no escribieron; Jesús no ordenó escribir nada a sus Apóstoles, pero sí los envía a predicar.
Todo esto queda radicado en que, la Iglesia Católica tiene sucesión y trasmisión, pues su existencia se remonta al mismo Jesús. El resto de las iglesias surgen en el siglo XVI por lo tanto no tienen tradición. Ahora lo que es completamente importante es que ni Jesús, ni los apóstoles definieron el canon de las escrituras que todas las iglesias utilizan hoy, fueron sus sucesores (los Obispos) que en el año 397 después que del edicto de Milán diera libertad al culto cristiano, reuniéndose en África en la ciudad de Cartago se dieron a la tarea de definir cuáles escrituras eran apostólicas y cuáles no.
Un ejemplo de esta realidad interpretativa es la posición de la Iglesia frente al celibato de los sacerdotes (que sin duda es uno de los reclamos más frecuentes), pero es una tradición que se remonta a muchos siglos dentro de la Iglesia de occidente; es sorprendente ver que es una exhortación bíblica de san Pablo donde recomienda el celibato no solo para los ministros, sino para todos, radicando su importancia en una experiencia que se hace tradición. No es una obligación, pero sus razones han tenido un peso muy grande para la valoración y vivencia que nuestra Iglesia tiene sobre el celibato. El punto central en la propuesta de Pablo es que, si uno está enamorado de Dios, convencido del poder del Evangelio y deseoso de servir a Cristo en toda circunstancia, esto es más fácil y mejor para la persona que no tiene que agradar a una pareja. No desconoce Pablo los bienes del matrimonio, ni habla nunca en contra de su dignidad y belleza, pero es evidente a todos que una persona casada, cuando de verdad quiere entregarse al Señor, a menudo halla dificultades en su propio cónyuge.
En conclusión, la Escritura nos envía a la tradición para su concreta interpretación y funda el magisterio para su custodia, que, a su vez, declara aquello que le pertenece a la Sagrada Escritura y a la tradición.
RECUERDA QUE EL APÓSTOL SAN PABLO ANATEMATIZÓ A LOS QUE CAMBIAN LA FE
Mons. Joseph E. Strickland, obispo de Tyler (Texas, EE.UU) ha escrito una carta a sus fieles en la que advierte contra los errores están invadiendo la Iglesia y señala siete puntos de la fe y la moral católicas que no admiten discusión y no pueden ser cuestionados ni debatidos.
El obispo habla a sus fieles de corazón a corazón y les advierte que uno de las falsedades que se está difundiendo en la Iglesia es que Cristo es uno más entre muchos y que no es necesario que su mensaje se difunda a toda la humanidad, algo que hay que refutar las veces que sea necesario: «Debemos compartir la gozosa buena nueva de que Jesús es nuestro único Señor y que Él desea que toda la humanidad en toda época logre la salvación eterna en Él».
Mons. Strickland apela al primer capítulo de la epístola de San Pablo a los Gálatas, en la que advierte contra los que predican un evangelio distinto al verdadero, que deben ser considerados anatema.
El obispo cree necesario reafirmar una serie de puntos de la doctrina católica recordando que la Iglesia no existe para redifinir la fe sino para enseñarla al mundo. Y recalcando que se debe seguir el consejo paulino sobre los que pervierten la fe, los expone:
- Cristo estableció una Iglesia -la Iglesia Católica- y, por tanto, solo la Iglesia Católica ofrece la verdad completa de Cristo y el camino correcto a su salvación para todos.
- La Eucaristía y todos los sacramentos han sido divinamente instituidos, no desarrollados por hombres. La Eucaristía es verdaderamente el Cuerpo y la Sangre, alma y divinidad de Cristo, y recibirle en la Comunión indignamente (p.e, en estado de pecado mortal) es un devastador sacrilegio para el individuo y para la Iglesia (1 Cor 11,27-.29).
- El Matrimonio fue instituido por Dios. A través de la ley natural, Dios ha establecido el matrimonio entre un hombre y una mujer fieles el uno al otro por toda la vida y abiertos a tener hijos. La Humanidad no tiene el derecho ni la capacidad real de redefinir el matrimonio.
- Toda persona humana es creada a imagen y semejanza de Dios, varón o mujer, y todas las personas deben ser ayudadas a descubrir sus verdaderas identidades como hijos de Dios y no apoyadas en intentos desordenados para rechazar su indudable identidad biológica dada por Dios.
- La actividad sexual fuera del matrimonio es siempre un pecado grave y no puede ser tolerada, bendecida o considerada permisible por ninguna autoridad dentro de la Iglesia.
- La creencia en que todos los hombres y mujeres se salvarán independientemente de cómo vivan sus vidas (idea comumente definida como universalismo) es falsa y peligrosa y contradice lo que Jesús nos dice repetidamente en el evangelio. Jesús dice que nosotros «debemos negarnos a nosotros mismos, tomar la cruz y seguirle» (Mt 16,24). Él nos ha dado el camino, por su gracia, a la victoria sobre el pecado y la muerte a través del arrepentimiento y la confesión sacramental. Es esencial que abrazemos la alegría y la esperanza, así como la libertad, que vienen del arrepentimiento y la confesión humilde de nuestros pecados. A través del arrepentimiento y la confesión, cada batalla contra la tentación y el pecado pueden ser una pequeña victoria que nos lleve a abrazar la gran victoria que Cristo ha ganado para nosotros.
- Para seguir a Cristo, debemos aceptar de buena gana tomar nuestra cruz en vez de intentar evitar la cruz y el sufrimiento que nuestro Señor nos ofrece a cada uno individualmente en nuestra vida diaria. El misterio del sufrimiento redentor -p.e, sufriendo lo que el Señor permite que experimentemos y pasemos en este mundo, ofreciéndoselo a Él de vuelta en unión con su sufirmiento- nos humilla, nos purifica y nos conduce más profundamente al gozo de una vida vivida en Cristo. Esto no signidica que debamos disfrutar o buscar el sufrimiento, pero si estamos unidos con Cristo, según experimentamos nuestros sufrimientos cada día podemos descubir la esperanza y el gozo que existe en medio de los sufrimientos y perseverar hasta el final en todos nuestros sufrimientos (2 Tim 4,6-8)
El obispo constanta que muchos de esos puntos van a ser debatidos o cuestionados en el Sínodo sobre la sinodalidad y que nuestas respuesta ha de ser permanecer firmes en la fe perenne. Y añade:
«Lamentablemente puede que algunos tilden de cismáticos a quienes no estén de acuerdo con los cambios propuestos. Tened por seguro, sin embargo, que nadie que permanezca firme en nuestra fe es un cismático»
«El hombre moderno necesita…
no una fe nueva, no una religión nueva,
no un código nuevo, sino:
un corazón nuevo, un alma nueva,
una generosidad nueva,
un amor nuevo de la fe antigua».
Mis queridos hijos e hijas en Cristo:
¡Que el amor y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo esté con vosotros siempre!
En este tiempo de gran agitación en la Iglesia y en el mundo, debo hablaros con corazón de padre para advertiros de los males que nos amenazan y para aseguraros la alegría y la esperanza que siempre tenemos en nuestra Señor Jesucristo. El mensaje malvado y falso que ha invadido a la Iglesia, Esposa de Cristo, es que Jesús es sólo uno entre muchos, y que no es necesario que Su mensaje sea compartido con toda la humanidad. Esta idea debe ser evitada y refutada en todo momento. Debemos compartir la gozosa buena noticia de que Jesús es nuestro único Señor y que Él desea que toda la humanidad de todos los tiempos pueda abrazar la vida eterna en Él.
Una vez que comprendamos que Jesucristo, el Divino Hijo de Dios, es la plenitud de la revelación y el cumplimiento del plan de salvación del Padre para toda la humanidad para todos los tiempos, y lo aceptemos con todo nuestro corazón, entonces podremos abordar los otros errores que plagan nuestra Iglesia y nuestro mundo que han sido provocados por un alejamiento de la Verdad.
En la carta de San Pablo a los Gálatas, escribe: “Estoy asombrado de que tan pronto estéis abandonando al que os llamó por {la} gracia {de Cristo} por un evangelio diferente {no es que haya otro}. Pero hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo. Pero incluso si nosotros, o un ángel del cielo, os anunciamos un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como hemos dicho antes, y ahora lo repito, si alguno os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema! (Gálatas 1:6-9)
Como su padre espiritual, creo que es importante reiterar las siguientes verdades básicas que la Iglesia siempre ha entendido desde tiempos inmemoriales, y enfatizar que la Iglesia existe no para redefinir las cuestiones de fe, sino para salvaguardar el Depósito de la Fe como nos ha sido transmitido por Nuestro Señor mismo a través de los apóstoles, los santos y los mártires. Nuevamente, recordando la advertencia de San Pablo a los Gálatas, cualquier intento de pervertir el verdadero mensaje del Evangelio debe ser rechazado categóricamente por ser perjudicial para la Esposa de Cristo y sus miembros individuales.
- Cristo estableció Una Iglesia—la Iglesia Católica—y, por lo tanto, sólo la Iglesia Católica proporciona la plenitud de la verdad de Cristo y el camino auténtico hacia Su salvación para todos nosotros.
- La Eucaristía y todos los sacramentos son divinamente instituidos, no desarrollados por el hombre. La Eucaristía es verdaderamente el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo, y recibirlo en la Comunión indignamente (es decir, en un estado de pecado grave e impenitente) es un sacrilegio devastador para el individuo y para la Iglesia. (1 Corintios 11:27-29).
- El Sacramento del Matrimonio es instituido por Dios. A través de la Ley Natural, Dios ha establecido el matrimonio entre un hombre y una mujer fieles el uno al otro de por vida y abiertos a los hijos. La humanidad no tiene el derecho ni la verdadera capacidad de redefinir el matrimonio.
- Cada persona humana es creada a imagen y semejanza de Dios, hombre o mujer, y se debe ayudar a todas las personas a descubrir su verdadera identidad como hijos de Dios, y no apoyarlas en un intento desordenado de rechazar su innegable identidad biológica y dada por Dios.
- La actividad sexual fuera del matrimonio es siempre un pecado grave y ninguna autoridad dentro de la Iglesia puede tolerarla, bendecirla ni considerarla permisible.
- La creencia de que todos los hombres y mujeres serán salvos independientemente de cómo vivan sus vidas (un concepto comúnmente conocido como universalismo) es falsa y peligrosa, ya que contradice lo que Jesús nos dice repetidamente en el Evangelio. Jesús dice que debemos “negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirlo”. (Mateo 16:24). Él nos ha dado el camino, a través de Su gracia, a la victoria sobre el pecado y la muerte a través del arrepentimiento y la confesión sacramental. Es esencial que abracemos el gozo y la esperanza, así como la libertad, que provienen del arrepentimiento y de la confesión humilde de nuestros pecados. A través del arrepentimiento y la confesión sacramental, cada batalla contra la tentación y el pecado puede ser una pequeña victoria que nos lleve a abrazar la gran victoria que Cristo ha ganado por nosotros.
- Para seguir a Jesucristo, debemos elegir voluntariamente tomar nuestra cruz en lugar de intentar evitar la cruz y el sufrimiento que Nuestro Señor nos ofrece a cada uno de nosotros individualmente en nuestra vida diaria. El misterio del sufrimiento redentor, es decir, el sufrimiento que Nuestro Señor nos permite experimentar y aceptar en este mundo y luego ofrecerle de nuevo en unión con Su sufrimiento, nos humilla, nos purifica y nos lleva más profundamente a la alegría de una vida vivida en Cristo. Eso no quiere decir que debamos disfrutar o buscar el sufrimiento, pero si estamos unidos a Cristo, al experimentar nuestros sufrimientos diarios podemos encontrar la esperanza y el gozo que existen en medio del sufrimiento y perseverar hasta el fin en todo nuestro sufrimiento. (cf. 2 Tim 4,6-8)
En las próximas semanas y meses, muchas de estas verdades serán examinadas como parte del Sínodo sobre la Sinodalidad. Debemos aferrarnos a estas verdades y ser cautelosos ante cualquier intento de presentar una alternativa al Evangelio de Jesucristo, o de impulsar una fe que hable de diálogo y hermandad, mientras intentamos eliminar la paternidad de Dios. Cuando buscamos innovar en lo que Dios en Su gran misericordia nos ha dado, nos encontramos en un terreno traicionero. La base más segura que podemos encontrar es permanecer firmemente en las enseñanzas perennes de la fe.
Lamentablemente, es posible que algunos tilden de cismáticos a quienes no estén de acuerdo con los cambios que se proponen. Sin embargo, tenga la seguridad de que nadie que permanezca firmemente en la plomada de nuestra fe católica es un cismático. Debemos permanecer descaradamente y verdaderamente católicos, independientemente de lo que pueda surgir. Debemos ser conscientes también de que no estamos dejando que la Iglesia se mantenga firme contra estos cambios propuestos. Como dijo San Pedro: “¿Señor a quién iremos? Tu tienes las palabras de la vida eterna." (Jn 6:68) Por lo tanto, permanecer firmes no significa que estemos buscando salir de la Iglesia. En cambio, aquellos que proponen cambios a lo que no se puede cambiar buscan apoderarse de la Iglesia de Cristo, y ellos son de hecho los verdaderos cismáticos.
Les insto, hijos e hijas míos en Cristo, a que ahora es el momento de asegurarse de mantenerse firmes en la fe católica de todos los tiempos. Todos fuimos creados para buscar el Camino, la Verdad y la Vida, y en esta era moderna de confusión, el verdadero camino es el que está iluminado por la luz de Jesucristo, porque la Verdad tiene un rostro y de hecho es Su rostro. . Tengan la seguridad de que Él no abandonará a Su Novia.
Sigo siendo tu humilde padre y servidor,
INTRODUCCIÓN AL CATECISMO DE PERSEVERANCIA ROMANO
PARA PÁRROCOS Y FIELES
No siendo posible considerar las maravillosas excelencias de la obra inmortal de un Dios misericordioso, cual es la Iglesia católica, sin que la más profunda veneración hacia la misma se apodere de nuestro ánimo, ya se atienda a los hermosos frutos de santidad que han aparecido desde su institución, ya a sus constantes esfuerzos para elevar al hombre, ya a su prodigiosa influencia en todos los órdenes de la vida, para la realización del reinado de Jesucristo en medio de la sociedad, ¿cómo no deberá aumentar más y más esta admiración si nos fijamos en lo que ha hecho la Iglesia católica para propagar las verdades reveladas por Jesucristo, de las que la hiciera depositaria, tesorera y maestra infalible? Que la Iglesia haya cumplido el encargo de su divino Fundador de enseñar a los hombres toda la verdad revelada, lo están pregonando los mil y mil pueblos que conocen al verdadero Dios, y le adoran; son de ello monumento perenne todas las instituciones cristianas encaminadas al auxilio de las necesidades de los hombres redimidos por Jesucristo.
No solamente ha propagado la Iglesia católica las verdades que recibió de Jesucristo, sino que, como la más amante de las mismas, ha condenado cuantos errores a ellas se oponían. Cuantas veces se han levantado falsos maestros para negar las verdades evangélicas, cuantas veces el espíritu del mal ha querido sembrar cizaña en el campo de la Iglesia, cuantas veces el espíritu de las tinieblas ha intentado obscurecer la antorcha de la fe, ella ha mostrado a sus hijos, al mundo entero, cuál era la verdad, en dónde estaba el error, cuál era el camino recto y cuál el que conducía al engaño y a la perdición. Desde las páginas evangélicas en que el Apóstol amado demostró a los adversarios de la divinidad de Jesucristo su divina generación, hasta nuestros días, en que hemos contemplado cómo el sucesor de San Pedro anatematizaba la moderna herejía, siempre ostenta la Iglesia, en frente del error, en frente de la herejía, su más explícita y solemne condenación. Este carácter de la Iglesia santa, esta su prerrogativa, esta su nota de acérrima defensora de la verdad, tal vez no ha brillado jamás tan resplandeciente, quizá no la ha contemplado jamás el mundo con tanto esplendor como en el siglo décimosexto.
Grandes fueron los esfuerzos de las pasiones para la propagación del error, para su defensa, para presentarlo como el único que debía dirigir la humana conducta, como el único salvador y regenerador de la sociedad. No podía permanecer en silencio la Iglesia de Jesucristo en tales circunstancias, y no permaneció, según nos lo demuestran clarísimamente cada una de las verdades solemnemente proclamadas en el Concilio Tridentino, cada uno de los anatemas fulminados por aquella santa asamblea contra la herejía protestante. Congregado aquel Concilio Ecuménico para atender a las necesidades que experimentaba el pueblo cristiano, no le fué difícil comprender la importancia y necesidad de la publicación de un Catecismo destinado a la explicación de las verdades dogmáticas y morales de nuestra santa fe, para contrarrestar los perniciosísimos esfuerzos de los novadores al esparcir por todos los modos posibles, aun entre el pueblo sencillo e incauto, sus perversas y heréticas enseñanzas. Tal podríamos decir que fué el principal objeto de la publicación de este Catecismo.
Y con esto queda ya indicado lo que es el Catecismo Tridentino: una explicación sólida, sencilla y luminosa de las verdades fundamentales del Cristianismo, de aquellos dogmas que constituyen las solidísimas y esbeltas columnas sobre las cuales descansa toda la doctrina católica.
En primer lugar, lo que distingue a este preciosísimo libro, a este monumento perenne de la solicitud de la Iglesia para la religiosa instrucción de sus hijos, del pueblo cristiano, es la solidez. Esta se descubre y manifiesta en los argumentos que emplea para la demostración de cada una de las verdades propuestas a la fe de sus hijos. No pretende ni quiere que creamos ninguno de los artículos de la fe sin ponernos de manifiesto, sin dejar de aducir aquellos testimonios de la divina Escritura reconocidos como clásicos por todos los grandes apologistas cristianos, por los grandes maestros de la ciencia divina. Este es siempre el primer argumento del Catecismo; sobre él descansan todos los demás, demostrándonos cómo la enseñanza cristiana, la fe de la Iglesia católica, está en todo conforme con las letras sagradas.
Este modo de demostrar la verdad católica, además de enseñarnos el origen de la misma, era una refutación de los falsos asertos de la nueva herejía, pues no reconociendo ésta otra verdad que la de la Escritura, por la misma Escritura, se la obligaba a confesar por verdadero lo que con tanto aparato quería demostrar y predicaba como erróneo y falso. Es tal el uso que de las Escrituras se hace para demostrar las verdades del Catecismo, que, leyéndolo atentamente, no podemos dejar de persuadirnos que es éste el más sabio, el más ordenado, el más completo compendio de la palabra de Dios. Al testimonio de las Sagradas Escrituras, añade el Catecismo la autoridad de los Santos Padres. Estos, además de mostrarnos el unánime consentimiento de la Iglesia en lo relativo al dogma y a la moral, además de ser fieles testigos de las divinas tradiciones, esclarecen con sus discursos las mismas verdades, las confirman con su autoridad y nos persuaden que asintamos a las mismas, tan conformes así a la sabiduría como a la omnipotencia del Altísimo.
Es tan grande la autoridad atribuida por el Catecismo a los Santos Padres, que, en relación con la importancia y sublimidad de los dogmas propuestos, está el número de sus testimonios aducidos. Así, para enseñarnos la doctrina de la Iglesia relativa al divino sacramento de la Eucaristía, no se contenta con recordarnos las palabras de los santos Ambrosio, Crisóstomo, Agustín y Cirilo, sino que nos invita a leer lo enseñado por los santos Dionisio, Hilarlo, Jerónimo, Damasceno y otros muchos, en todos los cuales podremos reconocer una misma fe en la presencia real de Jesucristo en el sacramento del amor. Por último, quiere el Catecismo que tengamos presente las definiciones de los Sumos Pontífices y los decretos de los Concilios Ecuménicos, como inapelables e infalibles, en todas las controversias religiosas. He ahí indicado de algún modo el carácter que tanto distingue, ennoblece y hace inapreciable al Catecismo. Más no se contentó la Iglesia con dar solidez a su Catecismo, sino que le dotó de otra cualidad que aumenta su mérito y le hace sumamente apto para la consecución de su finalidad educadora: es sencillo en sus raciocinios y explicaciones.
Quiso el Santo Concilio que sirviera para la educación del pueblo, y para ello ofrece tal diafanidad en la expresión de las más elevadas verdades teológicas, que aparece todo él, no como si fuera la voz de un oráculo que reviste de enigmas sus palabras, sino como la persuasiva y clara explicación de un padre amantísimo, deseoso de comunicar a sus predilectos y tiernos hijos el conocimiento de lo que más les interesa, el conocimiento de Dios, de sus atributos, de las relaciones que le unen con los hombres y de los deberes de éstos para con su Padre celestial. Si alguna vez se han visto en amable consorcio la sublimidad de la doctrina con la sencillez embelesadora de la forma, es, sin duda ninguna, en este nuestro y nunca bastante elogiado Catecismo. Este carácter, que le hace tan apreciable, nos recuerda la predicación evangélica, la más sublime y popular que jamás escucharon los hombres. Esta sublime sencillez se nos presenta más admirable cuando nos propone los más encumbrados misterios, de tal modo expuestos, que apenas habrá inteligencia que no pueda formarse de los mismos siquiera alguna idea.
Como prueba de esto, véase cómo explica con una semejanza la generación eterna del Verbo: "Entre todos los símiles que pueden proponerse —dice— para dar a entender el modo de esta generación eterna, el que más parece acercarse a la verdad es el que se toma del modo de pensar de nuestro entendimiento, por cuyo motivo San Juan llama Verbo al Hijo de Dios. Porque así como nuestro entendimiento, conociéndose de algún modo a sí mismo, forma una imagen suya que los teólogos llaman verbo, así Dios, en cuanto las cosas humanas pueden compararse con las divinas, entendiéndose a sí mismo, engendra al Eterno Verbo".
Otras muchas explicaciones de las más elevadas verdades hallamos en este Catecismo, todas las cuales nos demuestran cuánto desea que sean comprendidas por los fieles y el gran interés que todos debemos tener para procurar su inteligencia aun por los que menos ejercitada tienen su mente en el conocimiento de las verdades religiosas. De la solidez y sublime sencillez, tan características de este Catecismo, nace otra cualidad digna de consideración, y es la extraordinaria luz con que ilustra el entendimiento, sin omitir de un modo muy eficaz la moción de la voluntad para la práctica de cuanto se desprende de todas sus enseñanzas.
Después de la lectura y estudio de cualquiera de las partes del Catecismo, parece que la mente queda ya plenamente satisfecha en sus aspiraciones, y no necesita de más explicaciones para comprender, en cuanto es posible, lo que enseña y exige la fe. Mas no se contenta con la ilustración del entendimiento, sino que, según hemos ya indicado, se dirige especialmente a que la voluntad se enamore santamente de tan consoladoras verdades, las aprecie y se esfuerce en demostrar con sus obras que su fe es viva, práctica, y la más poderosa para la realización de la vida cristiana, aun en las más difíciles circunstancias.
Diálogo con el Padre Charles Murr sobre la crisis de la Iglesia
VER+:
No se puede imponer la contradicción ni la incoherencia. La inobservancia de este tipo de normas no es desobediencia, y se convierte, según el autor, en un deber.
EL QUE OBEDECE A BERGOGLIO Y A SU AGENDA SATÁNICA 2030 DESOBEDECE A DIOS Y A LA IGLESIA.
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