LA GRAN TRAICIÓN
Una misión secreta en la isla de Cuba
que hará que se tambaleen sus principios
La vida de Juan Yanguas, un apacible, burócrata y gris funcionario militar pamplonés, recién destinado a Madrid, dará un giro radical como consecuencia del inicio de la guerra entre España y Estados Unidos, en abril de 1898.
Juan deberá desplazarse a la isla de Cuba y llevar a cabo una misión que provocará en él una desesperación agónica que le hará rozar la locura y hundirse en la culpa. La isla irá apoderándose poco a poco de su corazón a través de su música, sus costumbres, sus calles y sus gentes, en un periplo personal incrustado dentro del desastre colectivo final.
Durante poco más de tres meses, se desarrollará una guerra plagada de decisiones militares extrañas, estrategias manifiestamente erróneas y negociaciones políticas nefastas que provocarán que el territorio más rico de España alcance la independencia.
¿La Gran Traición? una novela para zambullirse en la Cuba de finales del siglo XIX y percibir la luminosidad, el ambiente cosmopolita, la riqueza cultural, gastronómica y musical de la que fue la ¿Perla de las Antillas?
1898
CRÓNICA DE UNA DERROTA PACTADA
Los libros de historia no siempre cuentan la verdad y a veces presentan los acontecimientos manipulados y al servicio de intereses espurios. Esa manipulación es propiciada por la casta política que en todo tiempo miente a los ciudadanos para justificar su incompetencia, errores y traiciones al pueblo al que en teoría deberían defender.
El caso del desastre del 98 es paradigmático de esta realidad. Jamás en la historia de España se ha mentido y manipulado tanto para engañar a las generaciones coetáneas y futuras.
Si bien, a finales del siglo XIX, España era una potencia decadente; poseía un Ejército infinitamente superior al estadounidense, y una flota como mínimo equiparable a la norteamericana y tecnológicamente superior, como creo haber podido demostrar.
España no perdió sus últimas posesiones en el Caribe y el Pacífico porque se hubiese de enfrentar a una fuerza militar superior. España perdió los últimos restos de su Imperio porque nuestros gobernantes habían pactado en secreto la entrega de los referidos territorios a la emergente potencia norteamericana, y para poder justificar esa vileza planificaron una parodia de guerra que, en ningún momento tenían intención de ganar, aun a costa del derramamiento de sangre española en las tierras de ultramar.
CUBA, 1898
La conjura del miedo
Escribir un libro sobre la guerra de Cuba no fue tarea fácil, dado el enorme prestigio que rodea a quien comandó la escuadra naval enviada a defender las islas de Cuba y Puerto Rico. Tampoco lo fue separar el dato del relato, a pesar de haberme aproximado a tan espinoso tema condicionado por el relato que en España ha hecho carrera en torno a esta guerra, una conspiración del alto gobierno para entregar las islas; unos barcos de guerra en todo inferiores a los norteamericanos; un almirante que enviaron a una muerte segura; una tremenda escasez de carbón adecuado para los buques y, como no podía faltar, el desembarco de un numeroso ejército enemigo que arrolló las débiles fuerzas españolas que defendían a Cuba.
El lector se sorprenderá al comprobar que nada de lo anteriores estrictamente cierto, porque el dato, en el caso de este libro, destruyó la fábula y el relato tejidos en torno a este infortunado conflicto. La verdad de lo que sucedió surge —más allá de las fabulaciones que todo país necesita para reconciliarse consigo mismo— abriendo las puertas de una incontrastable realidad: la ceguera de los hombres de Estado y la supina incompetencia de quienes ostentaron el más alto mando naval y militar, teniendo todo a su alcance, o bien para no haber perdido esta guerra, o bien para haber dejado tan maltrecho al enemigo, como para haberlo forzado a desistir de continuarla. Pesa sobre el honor de España el artificio empleado para capitular en el mismo campo de batalla, tras la insólita fuga y desastre naval que sobrevino. En suma, que, siendo España en el corto plazo militarmente superior en casi todo a los Estados Unidos, no había razón para perder la guerra que en Santiago de Cuba dio al traste con lo que le quedaba de provincias ultramarinas; porque esta guerra pudo ganarse con los mismos barcos, los mismos cañones y los mismos valientes y heroicos marinos y soldados, pero con diferentes políticos y hombres que los mandaran.
Luz sobre la guerra de 1898
Manuscrito inédito y proscrito
por Ramon Auñón, ministro de Marina
Se trata de una fuente histórica primaria, manuscrita por un protagonista de la guerra al más alto nivel, nada menos que por el Ministro de Marina titular durante la contienda con los Estados Unidos. El solo hecho que esta magna obra de mil folios haya permanecido inédita durante 130 años, da idea de la repercusión histórica de la obra. Un libro condenado a no ser editado en 1898, porque apunta a una versión opuesta a la divulgada oficialmente. Esta versión era peligrosa en 1898 para el régimen, pero a la vez el manuscrito proscrito tenía suficiente trascendencia como para que fuera necesario conservarlo para la posteridad, aunque fuera en la oscuridad. Cuando se cumplen 130 años de la guerra que amputó a España sus provincias de Ultramar, la historia lo ha descubierto para reescribirse y dar LUZ SOBRE LA GUERRA. Ya no hay una única voz, ahora hay dos versiones de primera mano sobre la guerra.
Estimado lector, en 2023 celebramos el 125 aniversario de la pérdida de los últimos territorios de Ultramar (Cuba, Filipinas, Puerto Rico, Marianas y las Carolinas) del Imperio Español, “Las Españas de Ambos hemisferios” que decían nuestras leyes, ponemos en tus manos un manuscrito olvidado y censurado durante más de un siglo, en el que uno de sus protagonistas, Ramón Auñón y Villalón (Ministro de Marina entre el 19 de mayo de 1898 y 4 de marzo de 1899) relata los tristes episodios de la pérdida de la escuadra del Contralmirante Montojo en Cavite y fundamentalmente del Contralmirante Cervera en Santiago de Cuba.
El Ministro de Marina a finales del siglo XIX no era un simple cargo político, era el “director de operaciones” de las escuadras y resto de unidades y establecimientos de la Marina española y, por lo tanto, jefe directo de Pascual Cervera, Comandante General de la Escuadra de Operaciones y de las Comandancias de Marina en las Antillas, de Patricio Montojo, Comandante General del Apostadero de Filipinas y por lo tanto de la Escuadra de Filipinas y de las fuerzas de Marina en dicho Apostadero.
Auñón llega al Ministerio el 19 de mayo de 1898, cuando se ha perdido la Escuadra de Montojo el 1 de mayo en Cavite, y reemplaza a su predecesor Segismundo Bermejo, militar erudito y políglota, pero con poca capacidad de mando en combate. Auñón, por el contrario, y de acuerdo con el contenido de este manuscrito, emprendió una actividad intensa y casi frenética para apoyar logísticamente a la Escuadra de Cervera mandada a las Antillas. También organizó la Escuadra del Contralmirante Manuel de la Cámara destinada a apoyar las tropas españolas en Filipinas, que se hizo regresar desde el mar Rojo, tras las perversas trabas puestas por las autoridades del Canal de Suez1, al conocerse la noticia de la pérdida de la Escuadra de Cervera aquel fatídico 3 de julio de 1898 y aumentar la posibilidad de algún ataque al territorio peninsular español o a las islas Canarias.
Junto a la actividad casi frenética de Auñón para preparar la Armada para la guerra, el manuscrito inédito que transcribimos en esta obra, pone de manifiesto la crítica severa que hace Auñón a Cervera y a otros Comandantes de su Escuadra, en especial a Víctor Concas. Como muestra de dichas críticas basta mencionar los siguientes párrafos del manuscrito:
“Esta escuadra mandada por el Contralmirante Cervera había entrado en Santiago de Cuba el mismo día que yo en el Ministerio y justo es declarar que la noticia de su llegada fue recibida con júbilo, no solo por haber salvado los peligros reales de un encuentro con fuerzas superiores, sino porque además de desvanecer o aminorar en esta primera parte de la empresa los tristes pesimismos de su almirante y establecer el contacto con las autoridades superiores de Cuba, considerábase que su presencia había de influir en el orden moral para levantar el espíritu de los habitantes de la isla y ser a la vez motivo de preocupación para las escuadras enemigas. Claro es que nadie contaba con que la Escuadra hubiese entrado en Santiago con propósito de quedarse allí más tiempo que el que le fuera indispensable para aumentar sus repuestos en la cantidad necesaria para proseguir el viaje a puerto más seguro en que las ventajas de su presencia no estuviesen compensadas con el peligro de su encierro. En el curso de estos apuntes se verá que no solo fue advertido el Almirante por diversos conductos de la conveniencia de no prolongar su mansión en aquel puerto, sino que él mismo y desde el primer día se dio por enterado de la necesidad de abandonar pronto Santiago, mas se verá a la vez, que simultáneamente con aquel convencimiento estuvo siempre dominado por una fatal obcecación que le hacía verse bloqueado cuando no lo estaba, falto de víveres y de carbón cuando tenía de sobra para los movimientos que había de ejecutar, sin confianza en las municiones que tan repetidamente habían sido reconocidas y declaradas útiles, necesitado de instrucciones precisas hasta para los incidentes ordinarios de la guerra que ocurrían en su presencia cuando las tenía amplísimas para resolver los más arduos problemas, y atento solo a exagerar su mala situación, a divulgar su supuesta falta de elementos, a comentar con no disimulada fruición toda contrariedad nacional si venía a confirmar sus pesimistas predicciones, y a buscar en las Juntas y en el parecer de sus contajiados (sic) Capitanes apoyo para el incumplimiento de las órdenes que recibía.” …
“Ciertamente que si el Almirante, hecho cargo de la situación de Santiago, se hubiese apresurado a aumentar su repuesto de combustible con la diligencia propia del estado de guerra y hubiera abandonado el puerto a los pocos días, hubiera podido tomar el de Cienfuegos, quizás llevándose por delante algunos cruceros auxiliares enemigos, sin haber encontrado a Shley (sic, Schley) en su trayecto y aun es posible que sin encuentro o con encuentro de no muy gran desequilibrio hubiera alcanzado con averías o sin ellas el puerto de la Habana. En uno u otro caso, pero principalmente en el último, hubiese cambiado por completo el curso de la guerra y el resultado de la paz. La escuadra americana reunida no hubiera podido separarse, como en efecto no se separó, del puerto en que la nuestra se encontrase: bloqueando a la Habana o a Cienfuegos no hubiera podido apoyar el desembarco de Daiquiri ni el avance de su ejército sobre Santiago y, aún en el caso extremo de perderse esta plaza, no hubiera sido más que un incidente de la guerra. No hubiera intentado Miles desembarcar en Cienfuegos donde el ferrocarril de la Habana hubiera hecho caer sobre ellos 50.000 hombres en pocos días”. …
“La guerra hubiera podido prolongarse sin temor a que la escuadra enemiga pudiera separarse de Cuba; la paz se hubiera firmado en muy diversas condiciones y en todo caso el desastre naval no hubiera sido tan completo ni hubiera enemistado hasta el extremo que lo están a la Marina y al País. Más nada de esto sucedió”. …
“Durante esta labor en que puse por obra cuanto en aquel aislamiento era posible para multiplicar, aun siendo innecesarios, los recursos de carbón, personal, noticias, dinero y facultades extraordinarias para desarrollar toda clase de iniciativas y en que alenté constantemente al General Cervera en sus propósitos de salida dejándole amplitud para elegir las circunstancias, transcurrió tristemente aquel siglo (sic) de Junio sin que el cable de Santiago aportase otras nuevas que lúgubres pronósticos a los que dio remate la noticia fatal de la salida en pleno día con la perspectiva de diez horas de sol para asegurar el exterminio. Ni el Gobierno ni el General en Jefe ordenaron ni pudieron presumir que la salida se verificara en forma de suicidio inofensivo para los enemigos, pero sin duda fue necesario para asegurar el cumplimiento de las profecías, en mal hora anunciadas por el Almirante y acaso convertidas en su imaginación en compromiso de amor propio. Así acabó la escuadra del General Cervera y con ella los últimos recursos navales para continuar la guerra. Alguien que al empezarla había exclamado en un momento de irreflexivo entusiasmo ¡Ojalá no tuviéramos barcos! pudo en aquellos días convencerse de que, al quedarnos sin los barcos, nos habíamos quedado también sin las colonias (sic)”.
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