EL Rincón de Yanka: LIBRO "K.O. AUSCHWITZ": O SABES BOXEAR O VAS A LA CÁMARA DE GAS por JOSÉ IGNACIO PÉREZ 🏆

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sábado, 7 de enero de 2023

LIBRO "K.O. AUSCHWITZ": O SABES BOXEAR O VAS A LA CÁMARA DE GAS por JOSÉ IGNACIO PÉREZ 🏆

K.O.
AUSCHWITZ
José Ignacio Pérez

Muchos milagros me salvaron la vida en Auschwitz. 
NOAH KLIEGER, prisionero 172 345

Nadie tiene amor más grande que 
el que da la vida por sus amigos. 
Jn 15:13

Hubo algo que escribió Hemingway 
que siempre me impresionó: para él escribir era como boxear. 
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, The París Review, 1981



UN LIBRO BASADO EN UNA HISTORIA REAL.

En el mayor matadero de inocentes jamás conocido... Auschwitz.

Cuentan que allí, al otro lado, detrás de la alambrada, justo ahí donde el hombre nunca fue hombre, sino bestia, una vez un nazi preguntó:

¿Quién sabe boxear?
Unos dijeron que sí y otros dijeron que no; pero ya fuera sí o no... Allí no era vivir, sino morir.

Cuentan que allí, donde el hombre por no tener no tenía ni nombre, sólo era número, triángulo o estrella y un color, un SS aburrido, cansado de matar, buscaba diversión; un rato de asueto para distraer el sopor de asesinar. Y entonces volvió a preguntar:

¿Quién sabe boxear?
Y cuentan que allí, detrás de la alambrada, donde los presos no eran presos, sino carne de cañón; seres humanos, más de un millón, todos asesinados y convertidos en humo, ceniza y carbón; unos hombres buenos subieron al ring por obligación, para entretener al maldito SS que buscaba diversión. Y quizá esa fue su salvación, porque allí, entre mugre, hambruna, enfermedad y mucha mezquindad, en los combates de boxeo se ganaba un poco de sopa, mantequilla y pan.

Así lo recuerdan Noah Klieger y los otros 'boxeadores de Auschwitz'. Sobrecogedores testimonios de los que se pusieron los guantes para sobrevivir en el campo de concentración nazi.

Noah, aquel nonagenario con la mirada clara y la piel marcada por la desgracia. Manchada por ese tatuaje infame y añejo, desgastado, que empañaba su antebrazo. 1-7-2-3-4-5, el número de la muerte. Noah, el superviviente que durante su visita a Madrid, un día del mes de enero de 2018, vestía todo de gris, claro, oscuro y marengo, quizá como un recuerdo de lo que le tocó vivir. Tiempos color ceniza. Su cuerpo de nonagenario estaba encogido, encorvado por la edad, pero su mente despejada. Dispuesta para recordar.

Noah, el que cuenta que allí, al otro lado, detrás de la alambrada, un día escuchó:
O sabes boxear 
o vas a la cámara de gas.

EL SOBRECOGEDOR TESTIMONIO DE LOS QUE SE PUSIERON
LOS GUANTES PARA SOBREVIVIR 
EN EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN NAZI.


En este libro se narra la desgarradora historia de los presos que tuvieron que boxear para sobrevivir en Auschwitz, un relato concebido con los recuerdos de Noah Klieger, Tadeusz Pietrzykowski, Jacko Razon, Judah Vandervelde, Solomon Roth, Salamo Arouch, Andrzej Rablin... y muchos más.
K.O. Auschwitz es un libro magistral, escrito por José Ignacio Pérez, periodista del diarioMarca que fue galardonado por partida doble por el reportajeLos púgiles de Auschwitz, un texto publicado en 2019 en el diario deportivo del que nació este libro inolvidable.

Nota del autor

Esta no es mi historia ni pretendo que lo sea. Lo que us­tedes se disponen a leer no son mis palabras, sino los recuerdos, testimonios y memorias de los que sobrevivieron para contar lo que pasó allí. En Auschwitz.
He intentado ser lo más fiel posible a todo lo que ellos testificaron.

In memoriam a las víctimas del Holocausto.

Prólogo

Escribir sobre Auschwitz es un gran reto para cualquiera que intente abordar el tema, pues es imposible describir en un solo libro, por muy extenso que este sea, la tragedia de más de un millón de personas encarceladas en condiciones inhumanas y que, en su gran mayoría, perecieron. No es posible relatar la historia personal de cada una de ellas, cuya vida en el campo a veces duraba tan solo unas horas, el tiempo que transcurría desde su llegada en un vagón de ganado hasta la muerte en las cámaras de gas; otras se pasaban varios años trabajando como esclavas bajo la supervisión de brutales kapos. Sin embargo, cada libro añade algo nuevo a nuestro intento de conocer mejor aquello que probablemente nunca se podrá entender completamente, al tratarse de una barbarie basada en un odio sin explicación lógica.

El nombre de «Auschwitz» es, sin duda, un símbolo de la crueldad nazi, pero no hay que olvidar que fue uno de los muchos campos creados por voluntad de Hitler, primero en Alemania, y después en la Europa ocupada. Durante años, encarcelaron en esos infames lugares a todos aque­llos que, por alguna razón, consideraban enemigos del sis­ tema totalitario implantado en la década de los treinta del siglo xx en Alemania. Y por enemigo se definía a todo aquel que para ellos era diferente por razón de raza, ori­gen, creencias o inclinaciones. En el Tercer Reich, que des­preciaba todas las reglas democráticas, se descartaba la posibilidad de diálogo y la búsqueda de consenso. Solo se podía estar de acuerdo o someterse. Cualquier intento de oposición se reprimía con unas medidas atroces que po­dían llevar, y a menudo llevaban, a la muerte. La vida hu­mana bajo el totalitarismo perdió drásticamente su valor: frente a la ideología brutal, despiadada e irreflexiva que impulsaba la maquinaria del Estado alemán, el hombre y su dignidad individual no significaban nada. Hablamos de una ideología que se alimentaba de un mito imperial, de envidias y complejos enraizados en el subconsciente, que necesitaba constantemente un enemigo -interno o externo- para justificar su existencia y para ser llevada a extremos cada vez mayores.

De ahí que todos aquellos que, por algún motivo político, racial o de cualquier otro tipo, eran considerados enemigos del sistema acababan en campos de concentra­ción. El primero, Dachau, se estableció en las afueras de Múnich ya en 1933, y pronto le siguieron otros. Con el es­tallido de la Segunda Guerra Mundial, el sistema de cam­pos comenzó a expandirse más rápidamente. Como resul­tado de la agresión alemana a Polonia en septiembre de 1939, seguida de la conquista de Dinamarca, Noruega, los países del Benelux y Francia en la primera mitad de 1940, el Reich de Hitler, junto con sus aliados, se hizo con el con­trol de una gran parte de la Europa continental. Uno de los pilares del reino del terror -tanto represivo como preven­tivo- implantado en los territorios conquistados fue la práctica de mandar a la población a campos de concentra­ción. Fue entonces cuando se fundó Auschwitz: el primer grupo de prisioneros llegó en junio de 1940. Se trataba de polacos a los que el Gobierno alemán de ocupación consideraba enemigos políticos. Muy pronto el número de pre­sos comenzó a crecer, y entre los encarcelados en el campo también aparecieron mujeres y niños. El régimen nazi no se apiadaba de nadie.

El momento decisivo para el futuro del campo de Ausch­witz llegó después del verano de 1941. Adolf Hitler rom­pió unilateralmente el tratado de no agresión con la Unión Soviética, que se había firmado justo antes del ataque a Po­lonia y que pasó a la historia como el «Pacto Ribbentrop­ Mólotov», y poco después se tomó la decisión de construir un segundo campo en Birkenau, muy cerca del ya exis­tente, para alojar a más de cien mil prisioneros de guerra soviéticos. Pronto se abandonó este concepto y Auschwitz II-Birkenau, como se llamó a esta parte, se convirtió principalmente en el lugar de aniquilación de un millón de ju­díos transportados allí desde toda Europa para llevar a cabo el plan nazi de la «Solución Final». Durante los años siguientes, hasta principios de 194 5, Auschwitz funcionó al mismo tiempo como campo de concentración y de ex­ terminio, así como sucedía con decenas de otros campos que formaban parte de la industria de la muerte de la Alemana nazi.

He conocido a varios supervivientes, y cada una de las historias que me contaron era diferente y única. El hecho de sobrevivir al horror solía depender de un capricho del destino, de la coincidencia, de la suerte o, tal vez, del buen humor de un SS o de un kapo. José Ignacio Pérez ha esco­gido algunas de estas historias individuales particular­ mente excepcionales. ¿De qué otra manera se podría defi­ nir las vidas de esas pocas personas cuya salvación en el momento más oscuro de la historia de la humanidad se basó en saber boxear?

Llegados a este punto, algunos se podrían preguntar: pero ¿qué tienen en común Auschwitz y el boxeo? Sorprendentemente, mucho. Sin embargo, no es mi tarea res­ponder aquí a esta cuestión. Lo hace José Ignacio en su li­bro, mostrando algunos elementos, quizá menos conoci­dos, de la vida cotidiana en un campo de concentración.

Este libro destaca varias paradojas. Como se sabe, en la Antigua Grecia, considerada la cuna del deporte, este era algo sagrado, dedicado a los dioses. Por tanto, durante los Juegos Olímpicos, que se celebraban cada cuatro años, las ciudades-estado griegas detenían todos los combates. Así pues, resulta paradójico que la práctica del boxeo en Auschwitz fuese no solo consecuencia de la guerra más cruel de la historia, sino que, más allá del deporte, la pelea en el ring significó para los protagonistas de las siguientes páginas la lucha por la supervivencia. Igualmente, es pa­ radójico que, a pesar de ser considerados como infrahu­ manos por los hombres de las SS, los boxeadores en Auschwitz fueran al mismo tiempo apreciados, e incluso admirados por sus verdugos arios. En cierto modo, los ale­manes cuidaban de estos atletas otorgándoles algunos pri­ vilegios en la vida del campo: les daban unas tareas menos extenuantes y mejores raciones de comida, o les permitían entrenar antes de los combates. La tercera paradoja la des­cribe perfectamente Witold Pilecki, oficial del ejército po­laco clandestino que se dejó arrestar para infiltrarse, bajo nombre falso, en el campo de Auschwitz, y que es autor de un extenso informe de su estancia allí: 
«El único deporte en el que se enfrentaban los kapos alemanes con los pri­ sioneros polacos eran las peleas de boxeo. [...] A pesar de la diferencia en la comida y [el volumen de] trabajo, los pola­ cos siempre ganaban a los kapos alemanes. El boxeo era la única oportunidad de romperle la cara al kapo, cosa que un prisionero polaco hacía con gran satisfacción, ante la ovación general de los espectadores».
Uno de los grandes valores de este libro es su rigor docu­mental. Las historias, los detalles y las anécdotas que se descubren en las siguientes páginas son el resultado de una investigación de la que tuve el placer de ser testigo. A principios de 2019, se presentó en la puerta del Instituto Polaco de Cultura de Madrid un periodista del diario Marca con la idea de escribir un artículo sobre el poco conocido tema del deporte en Auschwitz. Buscaba ayuda para tra­ducir del polaco los relatos que había recibido de los Archi­vos del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau. Este fue el comienzo de una serie de reuniones en las que el autor me mostraba cada vez más documentos, que luego tradujimos y comentamos. El artículo que se acabó publicando recibió posteriormente (muy merecidamente, por cierto) un pre­mio al mejor reportaje deportivo del año y fue el punto de partida para las ulteriores investigaciones y, en consecuencia, para este libro.

En las siguientes páginas nos hablan -con voz propia o a través de los relatos de varios testigos- personas que pasaron por un infierno: Noah, Jacko, Víctor, Tadeusz, Ka­ zimierz, Antoni o Harry. 
Gradualmente descubrimos sus historias personales de sufrimiento, de lucha y, en algu­nos casos, de salvación. Lo mínimo que podemos hacer nosotros es escuchar sus voces, rescatarlas del olvido y aprender de ellas para que nunca vuelvan a ocurrir hechos parecidos. Tal vez reflexionando sobre sus tristes expe­riencias lleguemos a comprender mejor la naturaleza hu­mana, capaz igualmente de lo bueno y de lo malo. 
«Ha su­cedido y, por consiguiente, puede volver a suceder». Nuestra tarea es recordar para impedirlo.

ERNEST KOWALCZYK, 
coordinador de proyectos históricos, 
Instituto Polaco de Cultura en Madrid

PREFACIO

Un ángel

Año 1941, en la plaza de recuento, Auschwitz.
En el infierno apareció Dios.
- Tú, escoria, da un paso al frente -dijo el oficial de las SS Karl Fritzsch, y señaló a un prisionero.
Un gesto, una sentencia de muerte.
El sargento del ejército polaco Franciszek Gajowniczek, el condenado, se quebró.
- ¡Mi esposa!¡Mis hijos! -imploró. Una súplica que alguien escuchó...
Sucedió a mediados de 1941. El prisionero Zygmunt Pi­lawski se había fugado a finales de julio, y los nazis, furiasos, preparaban una terrible represalia. Por uno que se ha­ bía escapado elegirían a diez inocentes para morir.
Así era lajusticia en un lugar sin ley.
-¡Mi esposa! ¡Mis hijos! ¡No los volveré a ver! -volvió a gritar Gajowniczek.
Y entonces un ángel bajó del Cielo en su ayuda. Un santo al que un día defendió un boxeador...
NOAH

 








En el mayor matadero de inocentes jamás conocido... Cuentan que allí, al otro lado, detrás de la alambrada, justo ahí donde el hombre nunca fue hombre, sino bestia, una vez un nazi preguntó: - ¿Quién sabe boxear? Unos dijeron que sí y otros dijeron que no; pero ya fuera sí o no... Allí no era vivir, sino morir. Cuentan que allí, donde el hombre por no tener no tenía ni nombre, sólo era número, triángulo o estrella y un color, un SS aburrido, cansado de matar, buscaba diversión; un rato de asueto para distraer el sopor de asesinar. Y entonces volvió a preguntar: - ¿Quién sabe boxear? Y cuentan que allí, detrás de la alambrada, donde los presos no eran presos, sino carne de cañón; seres humanos, más de un millón, todos asesinados y convertidos en humo, ceniza y carbón; unos hombres buenos subieron al ring por obligación, para entretener al maldito SS que buscaba diversión. Y quizá esa fue su salvación, porque allí, entre mugre, hambruna, enfermedad y mucha mezquindad, en los combates de boxeo se ganaba un poco de sopa, mantequilla y pan.


En el Hotel Intercontinental, en el centro de Madrid, España, un 22 de enero de 2018...

Cuentan que Noah Klieger aparece en silla de ruedas. Tiene 91 años, la mirada clara y la piel marcada por la desgracia. Manchada por ese tatuaje infame y añejo, desgastado, que empaña su antebrazo. 1-7-2-3-4-5.

Noah viste todo de gris, claro, oscuro y marengo, quizá sea un recuerdo de lo que le tocó vivir. Tiempos color ceniza. Su cuerpo de nonagenario está encogido, encorvado por la edad, pero su mente despejada. Dispuesta para recordar.

Y cuenta que allí, al otro lado, detrás de la alambrada, un día escuchó:

- ¿Quién sabe boxear?

Guillermo Reparaz, el traductor; Rodolfo Espinosa, el cámara; Pablo García, el fotógrafo; y un servidor, el que escribe, saludamos a Klieger, el prisionero de Auschwitz número 172.345. Más bien le hacemos una reverencia. Impresiona su presencia. Él es un milagro.

Ayudamos a Noah a incorporarse. Prefiere cambiar la silla de ruedas por un sillón. Ya sabe qué queremos, se lo ha dicho Yessica San Román, nuestra intermediaria del Centro Sefarad.

Y Klieger empieza a hablar.

Ésta es su historia, pero también la de Arouch, Pietrzykowski, Rablin, Stolecki, Przybyla, Olszówka, Woznica, Borowski, Sobolewicz... y la de muchos más. Porque ellos son los que cuentan, los que dicen que allí, al otro lado, detrás de la alambrada, hubo un ring, guantes y les ordenaron pelear.

Todo empezó con un brutal: '¿Quién sabe boxear?'. El nazi aúlla.

Auschwitz. 1944. El prisionero 172.345 tirita de frío. Noah Klieger, apenas un adolescente, tiene miedo, pero hace un gesto, sólo un leve movimiento de la mano. Y así comienza la lucha por la vida, la de los púgiles en el infierno: los boxeadores de Auschwitz. En una esquina, con pijama de rayas, las ropas ajadas, hambrientos y maltratados, condenados, y con un peso de 42 kilos, los inocentes; en la otra, con uniforme militar, fusta y una esvástica tatuada en el pecho ario, fuertes, bien nutridos y con un peso de 90 kilos, los asesinos.

Gong. Empieza el combate.

A Noah Klieger se le empaña la mirada. Y vuelve allí. Escucha de nuevo los gritos, la amenaza del SS. '¿Quién sabe boxear?' Regresa al pasado, a ese lugar del que salió, pero del que nunca escapó. Allí, allí, ¡siempre allí! "No hay un día que no lo recuerde, que no piense en el Holocausto", asegura con gesto triste. Lejos queda el lujoso salón del Hotel Intercontinental en el que se encuentra. Está sentado frente a una mesa baja de cristal, pero él ya no ve nada. Sus ojos se oscurecen, su gesto se endurece. Ahora es el boxeador que no sabía boxear, el prisionero 172.345. Está en Auschwitz...

Habla él y hablan los demás. Los protagonistas, los testigos.

Y Noah cuenta que allí, al otro lado, detrás de la alambrada...

Las fechas no concuerdan. Noah Klieger dijo en la entrevista que llegó a Auschwitz en enero de 1943, pero en el Archivo del campo de concentración su entrada está registrada en enero de 1944.


ROUND 1


"Entraron dos SS y uno de ellos preguntó: '¿Quién sabe boxear?'. Entonces yo pensé: 'Quizá lo que quieren son deportistas'. Y levanté la mano. Aún hoy no sé por qué lo hice. Han pasado casi 75 años y todavía no sé qué me impulsó a reaccionar así. Tenía un presentimiento, fue algo visceral. No pensé con el cerebro, lo hice con las tripas. Me dije: 'Si quieren boxeadores, debe ser para algo positivo'. Y levanté la mano", recuerda Noah.

Klieger no fue el primero. Otros ya se habían ofrecido antes: "Éramos unos 900 hombres y 700 mujeres, que veníamos de Francia, de Bélgica y de los Países Bajos. Allí había dos boxeadores profesionales como Sally Weinschenk, que fue campeón de Europa cuatro años en peso medio. Y Sam Potts, un gigante de casi dos metros, de unos 20 años y 117 kilos. Ellos levantaron la mano, ellos sí eran boxeadores. El tercero no era un púgil, pero sí un excelente deportista. Jean Korn era portero de uno de los grandes equipos de la época, el Union Saint Gilloise. Tenía 26 años, 1,91 metros de altura".

Así fue el principio, ese inicio que le permitió llegar hasta el final: a sobrevivir. "Muchas cosas me salvaron la vida en Auschwitz. Para no morir allí se tenían que producir algunos milagros. Y uno de ellos fue el boxeo. Y te preguntarás... ¿Qué tiene que ver el boxeo en un campo de concentración? ¿Qué tiene que ver en un lugar en el que todo se convierte en nada?", dice.

EL COMANDANTE SS QUE ERA UN "LOCO" DEL BOXEO

¿Por qué el boxeo? Noah hace la pregunta... y la responde. "El comandante de Auschwitz III-Monowitz, Heinrich Schwarz, era un amante del boxeo. Para su relajación personal decidió organizar combates todos los domingos en la Appellplatz. Los prisioneros en ese campamento trabajaban en la fábrica y todos podían asistir a las peleas. Si no eran en la Appellplatz, se celebraban en un hangar donde sólo había espacio para los 400 SS que estaban a las órdenes de Schwarz en el campamento", continúa el preso número 172.345.

Monowitz era uno de los subcampos de Auschwitz, el más grande. Estaba ubicado en los alrededores de la fábrica de caucho sintético y combustibles líquidos que había instalado allí la IG Farben [la empresa química más importante de Alemania], factoría en la que los presos del campo de concentración eran obligados a trabajar. Muchas veces hasta la extenuación, hasta la muerte. Alrededor de unos 10.000 prisioneros estuvieron internados en la Buna, nombre con el que se conoció a Auschwitz III, situado a unos 6 kilómetros de distancia del campo principal.

Noah es un gran orador. Su testimonio fluye sin interrupción. Imposible olvidar.

"Schwarz, como he dicho, era un loco del boxeo. Y en cada transporte, cada día llegaba alguno con gente de toda Europa, él buscaba boxeadores para montar un equipo. Cuando yo llegué, nos dijeron que íbamos a un campo de trabajo. Yo venía desde el oeste, nací en Estrasburgo, en Francia. Por entonces ya no había ningún contacto entre los judíos del oeste y los del este, porque Alemania ya había ocupado Polonia. Y yo no sabía, nadie lo sabía, que miles y miles de judíos ya habían sido gaseados y quemados antes de nuestra llegada. Nosotros pensábamos que era un campo de trabajo", recuerda Noah.

No puedo evocar aquellos combates que viví en primera fila para ningún ser humano en su sano juicio". Paul Steinberg (Prisionero en Auschwitz)

LA MUERTE POR CONGELACIÓN: 22 HORAS AL RASO A 25 GRADOS BAJO CERO

Pero no lo era. Klieger pisaba ceniza en un centro de exterminio nazi. "Cuando llegamos allí, nos bastaron 10 segundos para saber que eso no era un lugar de trabajo. Nos hicieron salir con perros, las mujeres, evidentemente, separadas de los hombres. Estábamos en Auschwitz II-Birkenau. La Alta Silesia [la región en la que estaba ubicado el campo de concentración] es una de las más frías de Europa y las temperaturas bajan hasta menos 27 o menos 28 grados. Cuando nosotros llegamos, hacía menos 25", rememora.

"No sabíamos dónde estábamos y esperamos allí una hora más. Luego aparecieron guardas SS y nos llevaron a Auschwitz I. Nos pidieron que nos desvistiéramos... ¡con 25 grados bajo cero! Entramos en un hangar, pero no tenía tejado, así que era como si siguiésemos en el exterior. Estuvimos allí 22 horas. Dos tercios murieron de frío, congelados", dice.

Los púgiles de Auschwitz: “O sabes boxear o vas a la cámara de gas” I MARCA Studios




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